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martes, 4 de septiembre de 2012

Rhonawvy sueña

Ocurrió una vez que el rey de Powys, llamado Madawc, hijo de Maredudd, tenía un hermano pe­queño llamado Iorwerth, quien, como es natural, no tenía las mismas prerrogativas que él. Esto enfure­ció de tal manera a Iorwerth, que reunió a los conse­jeros y les preguntó qué es lo que tenía que hacer. Los sabios de la corte le aconsejaron que aceptase el cargo que le daba su hermano como jefe de la casa, mas el díscolo, comido por la envidia, no quiso aceptar y partió iracundo de la corte. Iorwerth entró a sangre y fuego en el condado de Loegria, quemando las casas y matando a sus habitantes. El rey Ma­dawc reunió a sus jefes y les ordenó que persiguie­ran a su hermano como a un malhechor. Entre los nobles que acudieron fue Rhonawby. Éste se dedi­caba a capturar rebeldes, y en sus correrías por las provincias del reino se encontró con un castillo medio derruido por el tiempo y del cual salía un humo negro y espeso. Rhonawby, seguido de los suyos, entró en la primera sala, para ver qué ocurría en la fortaleza. El suelo estaba sembrado de aguje­ros, llenos de agua y barro, y era difícil poder man­tenerse en pie, por lo resbaladizo del piso.
En una esquina había una vieja sentada delante de un fuego; cuando sentía frío, echaba un montón de basura en él, y esto causaba el humo negro y pes­tífero que llenaba la sala, haciendo dificultosa la respiración. Al otro lado del fuego había una piel de ternera echada en el suelo; era lo único limpio que se veía en aquel lugar tan cochambroso. Rhonawby trató de entablar conversación con la vieja, pero ésta no hablaba más que en murmullos, y lo único que pudo entender era que la piel de ternera tenía la propiedad mágica de que todo aquel que descen­diese de linaje noble y durmiese en ella tendría los sueños más fantásticos del mundo.
Rhonawby se acostó en la piel de ternera, por ser el sitio más limpio. No había hecho más que dor­mirse, cuando soñó que él y sus compañeros viaja­ban por la llanura de Argyngroeg. Creyó que iba en dirección a Rhyd Groes, en Severn. Mientras iban avanzando, oyeron detrás de ellos un ruido es­truendoso y vieron a un joven rubio, magnífica­mente ataviado, sobre un caballo alazán, .que tenía las manos y las piernas grises. Tan fiero era el as­pecto del noble, que el miedo, se apoderó de ellos y trataron de huir. Pero ocurría que cuando el caballo inspiraba, se sentían atraídos hacia él: tal era su fuerza, y cuando respiraba, eran lanzados como fle­chas. Pronto les alcanzó el jinete, y Rhonawby im­ploró al joven de continente fiero que no les matase, por no haber hecho nada malo. El noble le concedió a él y a los suyos la vida. Preguntándole entonces Rhonawby quién era, éste contestó:
-No tengo por qué esconder mi linaje; me llamo Iddawc Cordd Prydain, y me llamo así porque, en otros tiempos, el Rey me mandó como embajador a estipular la paz con Medrawd. Mas como era muy joven y lleno de fuego, mis palabras no fueron com­prendidas y se declaró la guerra por mi culpa. Tres noches antes de que la batalla terminase, me fui a Llech Las, y allí me quedé durante siete años, ha­ciendo penitencia; después de eso fui perdonado.
Al terminar de decir esto, oyeron otro ruido más fuerte aún que el primero, y apareció un joven caba­llero perfectamente afeitado, montado sobre un ca­ballo medio bayo y medio blanco. Si el primero iba vestido con elegancia, el segundo iba cuajado de piedras preciosas y su montura era de oro, así como la brida y el bocado del caballo. Iba vestido de rojo, con una capa que relucía al sol, y se dirigió al pri­mero, diciéndole:
-Dadme una parte de estos hombrecitos para que me los pueda llevar.
Iddawc le contestó:
-Aquello que sea mío, mío es, aunque algunos te podré dar, si quieren irse contigo. Mas serás para ellos un amigo, como he sido yo.
Entonces el segundo caballero desapareció. Rho­nawby preguntó a Iddawc quién era aquel caballero, a lo cual fue contestado que se llamaba Rhuvawn Pebry y que era el hijo del príncipe Deorthach.
Siguieron por la llanura, hasta que llegaron al Se­vern, y allí estaba sentado el rey Arthur con el obis­po Bedwini a su derecha, y Gwarthegyd, hijo de Kaw, un joven de estatura gigantesca, estaba de pie ante él, con un mandoble en la mano y un traje de raso negro. Su cara era blanca como el marfil y lo que podía ver de su muñeca entre su guante y la manga era más blanco que un nardo y de grueso como el tobillo de un guerrero.
Iddawc pasó delante del Rey con Rhonawby y sa­ludó al Monarca. Éste le preguntó:
-¿De dónde has sacado ese hombrecito? -Lo encontré más arriba, en la carretera. El Rey se sonrió.
-¿De qué te sonríes? -preguntó Iddawc.
-No me sonrío -le contestó; me entristezco al saber que unos hombrecitos tan pequeños sean los que ahora guardan esta isla.
Iddawc dijo a Rhonawby:
-¿Ves ese precioso anillo que lleva en el dedo el Emperador? Pues gracias a él podrás recordar todo lo que en esta noche vieses; de lo contrario, se te olvidaría.
Tendieron delante del Rey una preciosa alfom­bra; en cada punta tenía una manzana de oro y sobre ella colocaron el trono del Monarca: tan gran­de era, que hubiese servido para sentarse en él tres hombres.
Se sentó el Soberano y le trajeron un tablero de ajedrez, cuyas fichas eran de plata labrada. Owain se le acercó y se puso a jugar con él. Estaban en la primera partida, cuando un joven cubierto de arma­dura y con una tizona de tres filos en la mano se acercó y saludó a Owain.
-Señor, ¿es que con su permiso los pajes y nobles del Emperador matan a vuestras águilas? Si no es así, pedidle al Monarca que suspenda la matanza.
Owain dijo al Emperador:
-¡Oh Rey!, ¿habéis oído al joven? Prohibid que maten a mis águilas.
-Seguid jugando -respondió el Rey.
Terminaron ese juego y empezaron otro. Durante la segunda partida, se acercó un cortesano vestido de raso amarillo, con una capa negra cogida con bro­ches de oro y en la mano una preciosa espada con hoja de plata y empuñadura de diamantes y esme­raldas. Se dirigió a Owain, diciéndole:
-Señor, los nobles del Emperador están ma­tando a vuestras águilas; pedid al Rey que lo pro­híba.
Éste contestó:
-Owain, proseguid el juego.
Terminaron la partida y empezaron la tercera. Poco tiempo había pasado, cuando se acercó un guerrero vestido con una cota de malla de oro puro y en la mano una gran lanza de plata maciza. Se di­rigió a Owain de la misma manera. Mas el Rey le interrumpió:
-Juega, si te place.
Entonces Owain dijo al guerrero:
-Vuelve, y donde la lucha sea más sangrienta, le­vanta mi banderín, y sea lo que quiera el cielo.
El guerrero partió y a los pocos momentos un fra­gor ensordecedor irrumpió sobre el campamento y las águilas elevaban por los aires a los que antes les habían hecho daño y los dejaban caer en tierra, des­pedazados. A los pocos momentos, un noble de la corte se acercó al Rey, vestido de encarnado y con un yelmo de oro en la cabeza; en la mano sostenía una lanza de ébano, cuya punta estaba teñida de sangre de las águilas. Saludó al Monarca, y le dijo que las águilas estaban matando a sus guerreros. El Rey se dirigió a Owain, diciéndole:
-¡Prohíbelo!
Y Owain repuso:
-Prosigue tu juego.
El rumor del vuelo de las águilas aumentaba a cada momento, y entonces un guerrero sobre un corcel gris dijo al Soberano que estaban matando a sus cortesanos. Esto sucedió tres veces. En la última fue tal el furor del Rey, que cogió las piezas del aje­drez y las estrujó hasta que se convirtieron en polvo.
Owain creyó llegado el momento, y ordenó a Gwres, hijo de Rheged, que bajase el banderín, y vino la paz. Más y más cosas vio Rhónawby, hasta que por fin las huestes del Monarca levantaron el campamento y prosiguieron la marcha. Tal fue el chocar de armas, el piafar de caballos, el estruendo de las voces de mando y los gritos de despedida, que Rhonawby despertó. Y cuando abrió los ojos, se halló sobre la piel de ternera, habiendo dormido tres días y tres noches. Éste fue el sueño de Rho­nawby.

132. anonimo (suecia)

La princesa y los doce patos

Akron era uno de los reyes más felices. En medio del invierno, se le ocurrió darse un paseo con su mujer, en trineo, por los alrededores del palacio. Durante este paseo, la nariz de la Reina comenzó a sangrar de tal manera, que el Rey tuvo que mandar parar el trineo para que la Reina bajase. En ese mo­mento se le ocurrió, al ver caer las gotas de sangre en la nieve, que le gustaría mucho tener una hija, a cambio de sus doce hijos, que tuviese los mismos colores que la sangre sobre la nieve. Apenas pro­nunció estas palabras, se le acercó una vieja, que le dijo:
-Tu promesa está cumplida y tendrás la hija de los mismos colores que has deseado, pero, en cam­bio, me quedaré con tus doce hijos; entretanto, pue­des guardarlos hasta que bautices a tu hija.
Así pasó, y el día en que la Reina fue a bautizar a su hija, a la que pusieron Rosa, los doce hijos se convirtieron en doce patos silvestres, y salieron vo­lando por la ventana y no aparecieron más.
Este es el principio de la leyenda.
Pasaron los años, y la princesa Rosa fue cre­ciendo, hasta que resultó ser la doncella más her­mosa del Imperio. Todo el mundo estaba enamora­do de ella. Un día, la Reina había estado soñando con sus hijos, cuando se encontró a su hija triste y solitaria en un banco del parque, y le preguntó:
-¿Qué es lo que te pasa?
-Mira, madre; todo el mundo tiene sus herma­nos, menos yo, y hay veces que me encuentro un poco solitaria; también me gustaría tenerlos.
Entonces la Soberana le confesó lo que le había ocurrido, puesto que ella había tenido doce hijos, y que, por tanto, Rosa había tenido doce hermanos.
Rosa se empeñó en que era su culpa y que tenía que ir a buscarlos. Y por mucho que se opusieron sus padres, Rosa se fue. Largo tiempo había cami­nado, cuando se echó a descansar debajo de un árbol y soñó que había tomado un camino que con­ducía a una cabaña, donde encontró doce camas, doce sillas y doce trajes.
Al despertar, partió a escape, siguiendo el camino que había visto en sus sueños, y se encontró con la cabaña en la misma posición, con las doce camas, las doce sillas y los doce trajes. Encendió el fuego, hizo la comida y comió, pues estaba muy cansada, y se echó debajo de la cama del hermano más joven.
No había hecho más que dormirse, cuando oyó batir de alas y aparecieron dentro de la cabaña doce patos salvajes. Al momento de entrar se transforma­ron en doce bellos príncipes. Los doce se quedaron mirando, en señal de asombro, hasta que el más pe­queño tomó la palabra y dijo así:
-Mira qué bien: alguien nos ha encendido la lumbre y nos ha hecho la cena.
Los demás se sentaron y empezaron a comer. Todo lo había puesto la princesa en orden, menos la cuchara suya, que era igual que la de los príncipes. Éstos lo advirtieron en el acto, y el mayor dijo:
-Aquí no ha estado más que nuestra hermana. Escuchad: si la encontramos, la mataremos, pues culpa suya es que nos hallemos en esta situación.
Pero el pequeño la defendió, diciendo que más bien era culpa de la madre y no de la hija.
En fin, se dedicaron a buscarla y, después de re­volverlo todo, la encontraron debajo de la cama del pequeño. El mayor insistía en que la matasen, pero Rosa intercedió por su propia vida con tal gentileza y derramando lágrimas tan sinceras, diciéndoles que los había estado buscando durante tres años como una desesperada, hasta encon-trarlos, y que le dijesen cómo podía ayudarlos para sacarlos de se­mejante hechizo.
Entonces el mayor se arrepintió y le contó que la única manera era la de coserles doce camisas, doce chaquetas y doce bufandas, y en el tiempo que hi­ciese eso no podría ni reír, ni hablar, ni llorar. Rosa se comprometió a hacerlo, pero he aquí que el her­mano mayor le puso otra condición: que todo eso tendría que estar hecho de lana silvestre, que crecía al lado de los pantanos.
La pobre muchacha nunca había oído hablar de una lana semejante, y les preguntó dónde crecía.
Los hermanos la llevaron al pantano, al lado de la casa donde vivían, y le enseñaron un campo lleno de lana silvestre. Al día siguiente, Rosa comenzó su ardua labor sin reír, ni llorar, ni hablar con nadie: ni tan siquiera con sus hermanos.
Un buen día ocurrió que cuando estaba en el campo hilando lana, apareció el rey de esos lugares, llamado Stephan. Éste, al ver una doncella tan guapa en los bosques, le preguntó quién era. Natural­mente, Rosa no le contestó, y el Monarca se ena­moró de ella y se la llevó. Rosa, al llevársela, hacía gestos desesperados cuando la subieron al caballo, señalando las madejas de lana, y el Rey, compren­diendo que se las quería llevar, las mandó traer, y desde ese momento la joven no abrió la boca, ni se rió, ni lloró.
La madrastra del Rey, que estaba consumida de envidia, le echaba en cara la clase de nuera que se había traído que nunca hablaba, ni reía, ni lloraba, y que seguramente era un espíritu. Stephan no le hacía caso.
Pasó el tiempo, y Rosa tuvo un hijo. La madrastra se arregló de manera que durante la noche pudiese coger al niño y lo tiró a una fosa llena de reptiles. Antes de hacer eso, le cortó un dedo, y mientras Rosa estaba dormida, le pintó la boca con sangre.
Al día siguiente dijo al Rey que Rosa se había co­mido a su hijo. El Rey no lo quiso creer; pero esto sucedió una y otra vez. Hasta que a la tercera no tuvo más remedio que condenarla al tormento de ser quemada viva. La pobre Rosa, a todo esto, no había hablado ni reído, y, por medio de señas, pidió que se le pusiesen sobre tableros, alrededor de la pira, las doce chaquetas, camisas y bufandas. A la del hermano pequeño le faltaba una manga, que no había tenido tiempo de terminar; por lo demás, esta­ban todas completas.
Las piras ya estaban encendidas, cuando se oyó el furioso vuelo de doce patos. Bajando como cente­llas, éstos cogieron las prendas de vestir y desapare­cieron al instante.
Mucho imploró la vieja madrastra al Rey que la quemase viva, pero éste se empeñó en ver lo que pa­saba, diciendo que les sobraba leña. Al poco rato, Rosa vio llegar por el camino a sus doce hermanos, montados sobre doce hermosos corceles.
El Rey preguntó al mayor qué le sucedía, y el príncipe le contestó contándole todo y autorizando a Rosa para que pudiese explicarse y contar la ver­dad. La pobre doncella les narró lo que la cruel ma­drastra había hecho con sus hijos, y el príncipe llevó al Rey a la fosa donde estaban sus tres hijos jugando con los sapos y las serpientes.
Entonces Stephan montó en cólera y preguntó a su madrastra qué hubiera hecho ella si se hubiese probado que él había condenado a una persona sin justicia.
La vieja, sin suponer nada, le dijo que le manda­ría atar entre doce caballos salvajes que le despeda­zasen. Stephan le aplicó su propio juicio y la mandó ejecutar de esa manera, y no quedó de ella ni el trozo más pequeño.
Stephan, Rosa y los doce príncipes se dirigieron a casa de sus padres para darles la enhorabuena por el feliz hallazgo de los doce hijos.
Grandes fueron las alegrías en el castillo del rey Akron, donde creían haber perdido para siempre a sus hijos. Las fiestas duraron varios meses, y al fin, Rosa y su marido Stephan, rey de Noruega, volvie­ron a su reino para continuar las fiestas, según cuenta la leyenda.

132. anonimo (suecia)

Halvor y el oso

Cuentan que Lew fue uno de los más famosos ca­zadores de Suecia. Lew vivía en un pueblecito lla­mado Dovrefell, en el norte del reino, y un día se le ocurrió descender hasta la capital para regalar a su Rey un oso blanco que sabía que el Monarca apre­ciaba mucho. Aplazó su viaje, para que pudiese lle­gar cuando estuviesen celebrando las fiestas de Navidad.
Habría andado como dos jornadas, cuando llegó a un caserío que pertenecía a un ciudadano llamado Halvor, y le preguntó si le podía hospedar, así como a su oso. Halvor le contestó todo inquieto, pues, en aquellos tiempos, se consideraba mala suerte para el dueño de la casa si no ofrecía hospitalidad al cami­nante que llegase durante las fiestas de la Navidad.
-Que Dios me ayude si lo que digo no es verdad, pero ocurre que todos los años en este época des­cienden sobre mi casa los espíritus del bosque, y no­sotros mismos tenemos que abandonar nuestra mo­rada para dejarles sitio. Por lo tanto, a vos, que sois extranjero, menos os lo podemos ofrecer.
Lew le contestó:
-Si es por mí, no paséis pena; partid en paz. Yo vengo de la comarca de este reino donde más abun­dan los espíritus, y todavía no me han molestado, yendo en compañía de un oso, y sobre todo cuando éste es blanco. Mi oso puede dormir debajo de la es­tufa, y yo en el cuarto contiguo.
Tanto y de tal manera lo pidió, que Halvor no se lo pudo negar y le dijo que se podía quedar, mas que él no respondía de las consecuencias.
Halvor puso la mesa con los mejores manjares que poseía, como se prepara una fiesta y, al empezar a oscurecer, partió con todos los suyos, deseando buena suerte a Lew.
Poco tiempo habría pasado, cuándo llegaron los espíritus del bosque en manadas. Unos eran peque­ños y otros grandes, unos peludos y otros lampiños; de todas formas los había, feos y guapos, viejos y jó­venes. Entraron en el salón donde estaban dispues­tos los manjares y, precipitándose sobre ellos, los devoraron, sin dejar ni las migas.
Uno de los espíritus más pequeños descubrió al oso debajo de la estufa y, cogiendo un pedazo de carne, frotó el hocico al animal, creyendo que era un gato. El oso, no comprendiendo ese trato, se levantó gruñendo y echó de la casa de Halvor a todos los es­píritus: a los jóvenes y a los viejos, a los gordos y a los delgados, a los peludos y a los lampiños, a los feos y a los guapos; no quedó ni uno solo. Y enton­ces Lew se levantó y se comió todo lo que habían de­jado en la cocina, dándose una opípara cena de Pascua.
Al día siguiente, volvió Halvor y le preguntó si había visto a los espíritus del bosque. Lew le cons­testó que sí, y le contó lo que había ocurrido. Hal­vor quedó pensativo un rato y, después de haber dado las gracias, el desconocido se despidió muy cortés, reanudando su viaje hacia la corte del Rey para entregar su oso blanco.
Al año siguiente, estaba Halvor en el bosque cor­tando leña para la fiesta de Navidad, cuando oyó a un espíritu que le gritaba desde las profundidades del bosque:
-Halvor, Halvor, ¿tienes este año a tu gatito blanco?
Halvor le contestó que sí, y no sólo eso, sino que el gatito había tenido seis gatos mucho más fieros y malhumorados que los del año anterior. Los espíri­tus levantaron tal clamor de protestas, que Halvor, durante unos instantes, tuvo miedo de lo que ha­bía dicho.
Al poco rato, uno de ellos, al parecer el jefe, ya que durante el tiempo en que él hablaba los demás estaban callados, dijo:
-Bien, Halvor; mientras tengas a ese gatito, no­sotros no volvere-mos a comer la noche de Pascua en tu casa.
Halvor estaba encantado. Y, como os podéis ima­ginar, todos los años, cuando los espíritus le pre­guntaban si tenía el gatito blanco, les contestaba que sí.
Desde entonces nunca jamás volvieron a estor­barle a Halvor sus comidas de Pascua.

132. anonimo (suecia)

Hakon barba gris

Ocurrió que en la costa sur de este país habitaba una bellísima princesa, llamada Barda, que creía que nadie era bastante bueno para casar con ella. Todos los años los príncipes del reino iban a su pa­lacio para cortejarla, mas ella siempre se reía y los despachaba con las manos vacías.
Un día, el príncipe Hakon Barba Gris se acercó a su palacio para pedir su mano. La primera noche que Hakon pernoctó en el palacio, la princesa man­dó al enano de la corte que cortase las orejas a los caballos del príncipe, así como las bocas. Al día si­guiente, Barda salió a la puerta para ver cómo el príncipe la recogía en su carroza y, al traerle sus ca­ballos, la princesa soltó una sonora carcajada, ce­rrando tras ella la puerta y dejándole solo.
Hakon se fue avergonzado y se dijo que no la per­donaría, y que ella sería su esposa, con su consenti­miento o sin él.
El tiempo pasó, y un día se presentó a las puertas de palacio un pordiosero con un rueca de oro. El pordiosero era Hakon y se sentó ante la ventana del palacio donde habitaba la orgullosa joven. Al cabo de un rato, se asomó Barda y le preguntó si vendía el instrumento que llevaba. Hakon, disfrazado, con­testó que no; pero, en cambio, pidió a la princesa que le dejase dormir delante de la puerta de su cuarto. Barda le preguntó si estaba loco, ya que el Rey, su padre, era la persona más celosa del mundo, y si supiese que su hija había dejado penetrar a un hombre dentro del palacio, su vida iba en ello.
El mendigo insistió, y la damisela, viendo que no había manera, le dejó pasar. Hakon se echó ante las puertas de su cuarto, pero allá hacia la medianoche empezó a quejarse de frío que hacía, tiritando de tal manera que Barda tuvo miedo de que su padre se enterase. Por fin, dejó al mendigo entrar en su cuar­to, bajo la condición de que no metiese ruido. El mendigo se acostó en el suelo y se durmió como un bendito. Al clarear el día se fue, sin decir nada. Pa­saron los días y apareció el mendigo con un pie para la rueca, que antes había dejado a Barda, siempre bajo su disfraz. Ella se asomó y le preguntó si estaba en venta, mas él contestó que no sólo no estaba en venta, sino que no lo daría por nada del mundo. Ella insistió mucho, y, por fin, quedaron de acuerdo en que él dormiría como un perro de presa, a los pies de la cama de la princesa Barda.
Poco habría pasado de la noche, cuando tanto frío le entró al falso mendigo, que empezó a tiritar de tal manera, que parecía que las murallas del cas­tillo se iban a caer. Barda no hacía más que implo­rarle que se mantuviese en silencio, pero en vano. Llegó a tal extremo, que el Rey, su señor padre, se enteró. Al otro día la echó de casa, pensando cosas terribles de su hija. En esto apareció por allí el men­digo, y la princesa le imploró que acudiese en su au­xilio, puesto que su padre la quería matar. El men­digo accedió, después de explicarle la dureza de la vida y de cómo había de trabajar. Barda aceptó todo lo que le decía, con tal de verse libre de la amenaza de su terrible padre, y partieron juntos.
Fueron pasando campiñas, palacios, granjas y tie­rras, y Barda le preguntaba siempre a quién pertene­cían, a lo cual él le respondía siempre lo mismo:
-Esas tierras o palacios son del príncipe Hakon.
Tristemente, la princesa le contó al mendigo que ella se podía haber casado con el príncipe, en vez de haber seguido a un pordiosero.
Finalmente, llegaron a un palacio hermosísimo, a las puertas del cual se veía una choza. Ella preguntó a quién pertenecía el palacio, y fue la respuesta como siempre: que era del príncipe Hakon, y que la choza era la suya.
Allí se introdujo la joven, cansada de tanto andar, y se durmió tan tranquila.
Al cabo de unos días, el falso mendigo le dijo que el príncipe la había visto y le había ordenado que se dedicase a confeccionar, pasteles. Pero la princesa protestó que ella nunca en su vida había hecho tal cosa, y Hakon la convenció de que no había manera de salirse de ello, puesto que el príncipe así lo había dispuesto. Barda se puso el mandil y se dirigió hacia las cocinas del príncipe. Entretanto, éste salió co­rriendo y se puso los vestidos de príncipe. Al termi­nar ella los pasteles, Hakon salió, adoptó su postura de mendigo y la esperó. Al cabo de un rato, llegó la princesa Barda, llorando a lágrima viva, ya que el principe la había cogido robando los pasteles para su marido. Pasó más tiempo, y Hakon la mandó que fuese al palacio para ayudar a hacer salchichas; pero la pobre princesa protestó que ella nunca en su vida había ayudado a fabricar salchichas. Sus rue­gos se los podía haber ahorrado: Hakon siguió im­pertérrito, y Barda tuvo que salir para ayudar a la elaboración de salchichas.
Al terminar la jornada, el príncipe descendió por las escaleras, para ver si alguna de sus criadas había robado algo, y al registrar a Barda le encontró los bolsillos llenos de salchichas. Tal escándalo armó, que todo el mundo lo supo y la princesa se fue ca­bizbaja y cubierta de vergüenza a su casa, donde la esperaba el mendigo. Al llegar allí, se lo echó en cara, diciéndole que no la obligaba más que a hacer cosas malas. Hakon pareció hacer poco caso, y a los pocos días le dijo que el príncipe había decidido que ella fuese en lugar de la novia, puesto que ésta estaba enferma. Barda estaba asustada y dijo que ella ya no tenía más que harapos y que cómo se iba a presentar en palacio, pero su marido le respondió que el príncipe lo había ordenado y que así tenía que ser.
Barda salió para el palacio, llena de vergüenza, y cuando llegó se encontró los mejores sastres, que la vistieron como otra princesa no se había vestido nunca.
Cuando la ceremonia religiosa se había cele­brado, estaba bailando con el príncipe, y al mirar por la ventana observó que la cabaña estaba ar­diendo, y dando un grito de espanto, dijo:
-¡La cabaña está ardiendo y mi marido está dentro!
Y cayó al suelo.
El príncipe Hakon la cogió en brazos y le dijo:
-No te inquietes; el príncipe está aquí, y deja que la cabaña arda...
La princesa Barda le reconoció, y desde entonces vivieron felices muchos años.

132. anonimo (suecia)

Cómo surgió del mar la isla seeland

La corte del rey Gylfwe estaba en la vieja ciudad de Upsala. Gylfwe era un monarca justo, a quien toda Suecia amaba y respetaba. En torno a él iba te­jiendo el misterio una aureola, pues nadie conocía a sus familiares. Vivía solitario en su severo palacio, entregado a las altas funciones de gobierno.
Con él habitaba una doncella: la dulce Gefione, de claros ojos, a quien el Rey trataba como a una hija. Mas nadie sabía de dónde había venido la mu­chacha ni qué lazos de parentesco, adopción o amis­tad podían unirla al Monarca sueco.
No faltaba quien asegurase en serio que la madre de Gefione era hija de uno de los gigantes que po­blaban los montes y los bosques y servían con fideli­dad al gran rey de las montañas.
Ocupaba por entonces el trono de Dinamarca Odín. Su hijo, el príncipe Skáld, hubo de hacer un viaje a la corte de Upsala, y allí conoció a la joven.
Prendado de su hermosura y misterioso atractivo, se enamoró de ella. Y ella le aceptó y correspondió a su pasión.
Sköld y Gefione se presentaron a Gylfwe y solici­taron su bendición y consentimiento.
Hondo pesar afligió el corazón del anciano Mo­narca al comprender que el amor le arrebataba a su querida niña; mas, con todo, no se opuso ni por un momento. Antes al contrario, bendijo conmovido a la joven y le suplicó que pidiera algo que hubiera de servirle de recuerdo y testimonio del cariño que por ella sentía el rey Gylfwe.
-Viviréis, señor, con el recuerdo de Suecia en mi memoria. Y pues queréis que os pida algo, éste es mi deseo: otorgadme el trozo de tierra que un hombre pueda labrar en un día; tierra viva de mi Suecia que­rida; en ella encarnarán mis recuerdos y añoranzas de este tiempo feliz.
Gylfwe accedió a la petición.
Gefione se encaminó a la montaña en que su madre vivía. Allí habitaban los gigantes que durante algún tiempo sembraron el terror entre los hombres, a pesar de la nórdica ingenuidad de su fortaleza.
Uno de los titanes se presentó ante la joven. Era labrador. Llegó acompañado de sus cuatro hijos, igualmente gigantescos, que caminaban uncidos a un arado de proporciones colosales. Se puso a dis­posición de la muchacha, y juntos se encaminaron a una zona de bosques y verdor. Clavaron su arado, y con fuerza incontrastable comenzaron a cabar sur­cos profundos, semejantes a fosos. Trabaja-ban in­cansables y hundían con gran vigor la reja en la roca viva. Estaba ya próxima la noche, y los gigan­tescos habitantes de las montañas continuaban su tarea. Hasta que quedó separado, cercenado, un gran trozo de la tierra sueca.
Gefione, que había contemplado el trabajo de los hércules, batió palmas de alegría. Mostró al Rey la hazaña realizada por sus siervos. El monarca de Suecia lloraba, contristado, la herida hecha en la tierra.
No habían pasado muchos días, cuando una no­che se presentó Gefione al rey de las montañas. Éste puso a su disposición una escolta de gigantes, que se dirigieron al punto en que el suelo de Suecia había sido cortado. Inclinaron sobre la tierra sus cuerpos enormes, y cogiendo con sus brazos poderosos el trozo que habían labrado para la joven, lo elevaron sobre sus cabezas; los tremendos torsos se hincha­ron por el esfuerzo. Caminaron a través de la tierra y se internaron en las aguas del mar. Depositaron su carga sobre las olas, en el punto en que determinó Gefione; la mantuvieron penosa-mente a flote hasta que consiguieron hacerla encallar en el fondo del Oresund, entre las costas suecas y danesas.
Una mancha de verdor rompió la monotonía azul del mar.
De este modo apareció la isla de Seeland sobre las aguas del Báltico. Y cerca de Upsala, los ríos y las lluvias rellenaron piadosa-mente el vacío que dejara la muchacha en la tierra sueca y surgió el inmenso lago Mëlar; rodeado de bosques pensativos, que se miran, extrañados, en sus aguas.

132. anonimo (suecia)

Natchenka y woitek, el falso bandido

Quizá fuese en Lublín donde el mercader Slomka vivía; mas no me acuerdo.
El viejo poseía muchas tiendas; pero en la que guardaba sus joyas no le confiaba el trabajo a nadie. En un bosque vecino vivían unos bandidos que traían a toda la comarca atemorizada; pero Slomka no les temía. Era un hombre feliz.
El tendero tenía una hija, a la cual quería con lo­cura. Esta muchacha se llamaba Natchenka. Un día le pidió que le ayudase a vender en la tienda; tan buena maña se dio la joven que, entonces, se dedicó a ayudar a sus padres todos los días. Una vez que se quedó sola se le presentaron dos individuos de torva mirada; mas Natchenka no se dejó impresionar. Examinaron todas las joyas con ávida mirada, co­mentando la fortaleza de los cerrojos; pero ella, aunque los observaba de cerca, se hizo la desenten­dida. Cuando volvió su padre, nada le dijo, te­miendo asustarle. Ella se quedó de guardia toda la noche. Y por la mañana, después de la larga vigilia, estaba pálida y agotada. Nada dijo, y a la noche si­guiente'volvió a su puesto. Su vigilancia fue prove­chosa. Llegaron los dos desconocidos. Natchenka los esperaba. Hicieron un agujero y por él se coló el capitán. Mas la valiente muchacha se esperó con un largo cuchillo, cercenándole la cabeza. El segundo, harto de esperar, a su vez introdujo la suya; mas al ver la sangre que había en el suelo, trató de retroce­der, pero no antes de que ella se quedase con una oreja. El otro, desde fuera, juró venganza, y ante los gritos aparecieron los padres.
Pasaron los años, y ya todo el mundo se había ol­vidado de los bandidos, cuando se instaló en la tienda de enfrente un extranjero que, desde el prin­cipio, empezó a hacer la corte a Natchenka; los pa­dres lo advirtieron y se angustiaron.
Una vez que la chica se lamentaba de no poder ir a ver a su tía, el joven se ofreció, diciendo que él la conocía y que pensaba ir a verla. Natchenka estaba encantada, y por fin consiguió el permiso de los pa­dres para ir acompañada del joven.
Por la mañana, los caballos estaban ya engancha­dos a una carroza de viaje, y el padre y la madre ba­jaron a despedir a su hija y así comenzó el viaje.
Ya habían recorrido un par de leguas, cuando el cochero viró a la derecha, para evitar pasar por el bosque; mas el joven dio una orden terminante y el cochero prosiguió el camino interrumpido. Al en­trar en el bosque, el bandido sacó una pistola del bolsillo y le dio un tiro en la espalda al viejo criado, que cayó del pescante y quedó tendido en la nieve. El extranjero ató a Natchenka de pies y manos y le enseñó su oreja cicatrizada. El pánico de la pobre muchacha al saber que estaba en manos de sus ene­migos fue indescriptible. El capitán -pues no era otro- sacó entonces una flauta y emitió unos to­ques extraños; enseguida apareció la banda de fora­jidos. El capitán les dijo:
-Mirad, muchachos, lo que os traigo: la que mató a nuestro jefe hace un par de años.
Al lado de una hoguera había un niño jugando con unas bolas.
El jefe, dirigiéndose a él, le dio la flauta y le dijo:
-Woitek, vete aprendiendo a tocar; algún día serás nuestro jefe.
A la joven la echaron dentro de una cueva, des­pués de atarla. Y comentaban la manera de darle muerte, cuando un vigía les anunció que iba a pasar un convoy escasamente guardado. Todos salieron precipitadamente, dejando al niño de guardián de la prisionera.
Natchenka llamó al niño y le pidió que la liber­tase; mas el niño no quería. Después de una larga disputa, las promesas de la joven le convencieron y abrió la celda.
Salieron los dos huyendo y vagaron tres noches por el bosque, hasta que, por fin, encontraron un ca­mino que les condujo a una ciudad,'guardada por un castillo; hasta allí se arrastraron y cayeron des­mayados ante los muros.
El dueño del castillo era el gran Poderski. Los me­tieron en la cama y les dieron a beber leche caliente. Los infelices no pudieron hablar hasta el otro día. Entonces Natchenka contó lo sucedido. PodeTSki puso una cara muy larga y mandó llamar a su her­mano, que era un capitán de las fuerzas del rey de Polonia, para que viniese con refuerzos, por si ata­caban los bandidos. Éstos, al volver a su guarida, encontraron que la doncella se había escapado; pro­rrumpieron en gritos de furor y en el acto siguieron la pista hasta el paradero de Natchenka y de Woitek.
El jefe se disfrazó de fraile, con tres forajidos más, y metió a los otros en sacos, como si fuesen provisio­nes. Así entraron en la población y pasaron por de­lante de la guardia sin que se sospechase lo que traían.
Mas Woitek, que era más listo de lo que se habían imaginado los bandidos, se metió en la cuadra y creyó reconocer uno de los caballos. Se fue co­rriendo y se lo dijo a Poderski. Éste le aconsejó cau­tela, y por la noche entró otra vez en la cuadra; abrió uno de los sacos y metió la mano; rozó el cabello del bandido que estaba dentro, y creyendo éste que era el jefe, le preguntó si era la hora, y Woitek, disfra­zando la voz, le contestó que no. Por fin llegó el ca­pitán, lo cual tranquilizó a todos los presentes, puesto que con él traía una buena escolta. Los bandidos in­tentaron el asalto; mas fracasaron. Todos fueron ahorcados, en castigo de los desmanes que habían cometido, y el último de ellos, antes de ser senten­ciado, fue obligado a llevar a los soldados a su gua­rida, donde el tesoro de la banda fue repartido entre los pobres del pueblo.
Natchenka no esperó el final del suplicio para atravesar el bosque corriendo e ir a casa de sus pa­dres, que ya la habían dado por muerta.
El regocijo fue general y se celebró con grandes fiestas la vuelta de la desaparecida.

125. anonimo (polonia)

Los ojos malditos

A orillas de un río se alzaba un castillo magnífico, de color rojo. Quien habitaba en él no vivía más que con su viejo criado, porque tenía la gran desdicha de tener los ojos hechizados, de tal manera que todo lo que miraba caía muerto al instante. Tal era su in­fortunio, que aun las cosas inanimadas padecían de su maleficio; por ejemplo: si miraba una bella mansión, a los pocos días un huracán la desolaba, y así todo. Este hombre, que estaba en la plenitud de su vida, se encerró en su castillo y decidió no ver nada ni a nadie. Toda su servidumbre le había abandonado, pues ninguno podía escapar a los efec­tos de aquellos ojos malditos; no le quedaba más que su viejo servidor, que le había mecido en la cuna, al cual el hechizo de sus ojos no le producía efecto alguno. A tal punto había llegado su desgra­cia, que ni siquiera podía mirar su propia finca. Una vez, que observó sus graneros, un incendio se de­claró en ellos.
Los navegantes del río que transportaban su ma­dera en barcazas evitaban mirar al castillo, y malde­cían al dueño de tan fúnebre mansión.
Este castillo sólo tenía ventanas por el lado que daba al río, para evitar que su señor pudiese hacer daño a ningún transeúnte.
Un día, un batelero que se sintió más valiente que los demás, dijo a sus compañeros:
-Quiero ver al señor de los ojos malditos.
Éstos le aconsejaron que no lo hiciera. Mas el hombre, empeñado en demostrar que todo era men­tira, se fue al castillo y llamó a la puerta. El viejo Es­tanislao trató de convencerle de lo contrario; mas el hombre insistió en voz alta. A los gritos, salió el dueño del castillo, a quien le molestaba mucho que le perturbasen después de comer; arrojó sobre el in­feliz batelero una mirada de enojo, acordándose de­masiado tarde su influjo sobre la gente. El infeliz rodó por tierra, exánime.
Desde entonces, los bateleros, al nombre de Trud­nowski, hacían la señal de la cruz, mirando en otra dirección cuando pasaban por delante del castillo maldito.
Un día, le dijo su señor a Estanislao:
-Hace mucho tiempo que vivimos solos.
-Sí, señor, mucho -contestó el criado.
-Sí -murmuró el potentado; como un ermi­taño sin vocación, como un leproso sin lepra.
-¿Qué queréis, señor? Hay que resignarse -ase­guró Estanislao.
Aquel día se oyeron los lamentos de un viejo ante la puerta del castillo, que decía
-¡Socorro! Mi mujer ha muerto y mi hija tam­bién.
Los dos salieron corriendo para auxiliar a los in­felices y encontraron un trineo volcado. Desemba­razaron a la mujer, y de debajo salió una melena rubia, que pertenecía a una niña muy asustada y medio muerta de frío.
Los llevaron al comedor, junto al fuego de la chi­menea, y poco a poco los entumecidos miembros de los caminantes reaccionaron.
Esa noche, Trudnowski durmió poco; por la ma­ñana temprano estaba ya en el salón principal, di­ciéndole a su criado, con alegre sonrisa:
-No hagas ruido, que vas a despertar a mis huéspedes.
Estanislao también se sonrió al ver a su amo feliz y contento.
El buen caballero se enamoró de la chiquilla que el destino había llevado a su casa, y un buen día le pidió su mano al padre. Éste se atusó el bigote, contestándole:
-Me lo estaba esperando; es usted de mi agrado.
Meses más tarde contrajeron matrimonio, y Trud­nowski llevaba los ojos vendados para no ver a nadie.
La mujer, que era muy delicada, terminó por en­fermar. Estando en el lecho, le dijo llorando:
-Por Dios, mírame.
Mas él contestó:
-Tú sabes que eso es imposible; pero te diré lo que voy a hacer: me los arrancaré, y, de esta manera, no haré daño a nadie.
Ella, horrorizada, escondió la cabeza bajo las sá­banas, y esa noche nació el primer hijo. Por la noche, se oyeron dos gritos: en aquel momento veía el sol por primera vez un niño y Trudnowski veía el múndo por última vez. Por el suelo rodaban dos ojos azules, inmensos.
Los lobos aullaron toda la noche, sin descanso. Mas ¿qué hacer con los ojos? Al río no los podían tirar; quemarlos, tampoco. Entonces, el fiel servidor dijo:
-Señor, yo me encargaré de eso.
Cogió los ojos, los envolvió bien, como si tuviese miedo de que se le escapasen, y salió del castillo. El buen viejo caminó toda la noche y, cuando creyó que se encontraba a bastante distancia del castillo, sacó una azada que había llevado consigo y se puso a cavar. Estanislao era viejo y tuvo que parar mu­chas veces. Pero por fin hizo un hoyo bastante pro­fundo para su gusto; ahí depositó los dos terribles. ojos ensangrentados y tapó el agujero. Por fin, el viejo sonreía. Se tumbó en la tierra, porque estaba muy cansado; cerro los ojos y se quedó dormido. Llegó la noche y.Estanislao no se movía; cayó el hielo del cielo y todavía Estanislao no se movía. Así entregó su alma el que había entregado su vida por salvar a su señor.
Largo tiempo le estuvo esperando Trudnowski. Dándose cuenta, por fin, de que algo le habría pa­sado, mandó celebrar varias misas por su fiel servi­dor y le lloró muchos años.
Largo tiempo ha pasado. En el castillo todo es fe­licidad. Los campos están labrados; los colonos ya no tienen miedo de saludar a su señor. El mismo Trudnowski parece más joven y las cuencas de sus ojos se han cicatrizado y ahora la luz de sus ojos va­cíos son su mujer y su hijo.

125. anonimo (polonia)

La gallina que quiso ser papisa, y el gallo, papa

De entre las muchas cosas inverosímiles que hay en el mundo, una es la leyenda de cómo un gallo y una gallina fueron a Roma.
Era un magnífico día de mayo, cuando la gallina, que era la más osada, le dijo al gallo:
-Oye, ¿por qué no nos vamos a Roma?
Figúrense la cara que puso el gallo. No obstante, dada su esmerada educación, pues era un gallo de raza fina, le preguntó:
-¿Y qué vamos a hacer allí?
La gallina le miró de reojo y contestó:
-Pues mira: tú serás papa, y yo, papisa.
La indignación del gallo no tuvo límites y la apos­trofó duramente, exponiéndole con mucha cordura adónde la podría conducir su exceso de orgullo.
Como sucede muchas veces, la plática no sirvió de nada y la gallina se retiró de su presencia.
Poco durmió el gallo esa noche, a pesar de su sa­biduría; eso del viaje a Roma le llenaba la imagi­nación.
«¿Por qué no hemos de ir? -se preguntaba. Al fin y al cabo, yo soy tan importante que hasta el sol responde a mi llamada. Quizá pudiese llegar a papa.»
Al día siguiente, se fue a buscar a la gallina, a in­dagar qué tal había pasado la noche y si la puesta del huevo matinal había sido buena. Mas la gallina se había levantado de mal talante y se estaba que­jando de todo: que la comida era mala, que los sitios destinados a poner los huevos están sucios:..; en fin, de mil y mil cosas más. Total: el gallo vio que la ga­llina estaba de mal humor por lo del viaje y empezó su labor:
-Oye, querida, ¿sabes que lo del viaje a Roma me está empezando a gustar? Al fin y al cabo, ¿por qué no hemos de ir?
La gallina aprovechó la ocasión y le dijo:
-Mira, eso es culpa tuya; porque si quisieses, partiríamos ense-guida. Tú serías papa, y yo, papisa.
El gallo se hizo rogar un poco, y por fin cedió.
Para transportarse en tan largo viaje, se constru­yeron una especie de vagón de cortezas de árbol, briznas, barro, etc., y a él enjaezaron cuatro razones. Como es natural el gallo iba de auriga y la gallina de pasajera. Habría caminado un buen rato, cuan­do oyeron que una voz les daba los buenos días. Mi­raron para arriba y vieron una paloma, que les preguntó:
¿Adóndé os dirigis?
La gallina contectó que iban a Roma y que el gallo iba a ser papa y ella papisa. La paloma rogó que se la llevasen consigo, diciendo que ell les serviría de doncella. A la gallina, eso de tener doncella le encantó y, a pesar que de los gruñidos del gallo dijo que sí. La paloma se comprometio a volar cuando viniesen cuestas arriba. La comitiva prosiguió su camino con un pasajero más.
Habrían andado una jornada, cuando otra vez fueron saludados. Esta vez por una corneja, que les preguntó adónde se dirigían. El gallo contestó que a Roma, que él iba a ser papa y la gallina papisa, aña­diendo que la paloma iba de doncella. La corneja rogó que la llevasen; mas la gallina protestó, di­ciendo que la carga ya era demasiado pesada y que los caballos que llevaban se cansarían antes de lle­gar. Mas la corneja insistió diciendo que iría de co­cinera y que en las cuestas arriba volaría, para ayu­dar a los animalitos que llevaban la carga. Tan pronto oyó el gallo lo de la cocina, convenció a la gallina, pues a él le gustaba comer bien, e incluye­ron a la corneja.
He aquí que nuestros amigos prosiguieron su jor­nada con uno de más.
Un poco más allá, se encontraron a un gorrión, que también quería saber adónde iban. El gallo contestó lo mismo, explicando el cometido que lle­vaba cada uno. El gorrión se ofreció de ama de cría; mas la gallina se ruborizó, diciendo que a ella no le hacía falta. Pero el gallo, que se sentía muy fuer­te, viendo al gorrión tan pequeño, le explicó a la gallina que un poco de peso más daba igual. La ga­llina pasó por ello y continuó la caravana.
En esto, nuestros amigos penetraron en un denso bosque, donde al poco rato dieron con un zorro, que estaba sentado al borde del camino. Éste les paró, mirándoles con curiosidad y les hizo la misma pre­gunta que los anteriores. Esta vez, el gallo, viendo el peligro que corrían, se levantó de su asiento y con la cresta toda colorada le dijo que a Roma, a ser papa; que la gallina iba a ser papisa; la paloma, doncella; la corneja, cocinera; el gorrión, ama de cría, y que los ratones eran los caballos. El zorro les preguntó si sabían el camino, a lo cual contestaron que no; pero que eso era cuestión de los ratones. El zorro les miró solícito y les contó que era una verdadera casuali­dad, porque él también había decidido ir a Roma a llorar sus pecados y que, por lo tanto, irían todos juntos, porque el bosque estaba lleno de lobos, y así él los podría proteger.
Anduvieron un rato, y el zorro les explicó que ha­bían llegado a un sitio donde él conocía un camino secreto que pasaba por debajo de la montaña, que era mucho más seguro. La gallina no quería seguir adelante. Pero los demás calmaron sus temorés y todos entraron en el pasadizo, conducidos por el zorro. La paloma se quejó de que aquello era dema­siado oscuro, mas el zorro le aseguró que dentro de poco verían la luz. Así fue, y a la vuelta de un recodo salieron a una especie de caverna, que no era más que la guarida del zorro. Cuando todos estuvieron dentro, el zorro cerró la única puerta de escape y se sentó sobre la cola, relamiéndose el hocico.
-Ahora -les dijo- vais a pagar vuestras culpas, cada uno como se las merece.
Y dirigiéndose al gallo, le dijo:
-Tú, gallo, me despiertas todas las mañanas con tu canto. Y en castigo a eso, te mataré.
Y de una dentellada lo mató.
-Tú, gallina, siempre pones tus huevos sobre las cenizas, por lo cual me he quemado muchas veces las patas; en castigo, te mataré también.
Y de un mordisco la mató.
-Tú, corneja, por hacer tus nidos tan altos que no puedo alcanzar a tus crías, te mataré también.
Una cosa parecida le dijo a la paloma, y la mató.
Entonces se dirigió al gorrión, que en todo este tiempo había estado trabajando sin cesar con el pico y con las uñas, y le dijo:
-Gorrión, prepárate a morir.
Mas el gorrión le contestó:
-¿Por qué me vas a matar a mí que soy tan pe­queño, teniendo ahí manjares tan suculentos?
Y en el momento en que el zorro iba a saltar sobre él, se escapó por un agujero que había hecho, dán­dole las gracias por su fina amabilidad.
Los ratones aprovecharon el intervalo de la ira del zorro para escaparse por el mismo agujero que la laboriosidad del gorrión les había brindado.
El único que llegó a Roma fue el gorrión; de todos los que salieron, el más humilde.
Así ocurre muchas veces en la vida.

125. anonimo (polonia)

El poder magico de tchernucha

Hubo una vez, lejos de aquí y de allí, un castillo, el Wewel, sobre el Vístula. Recibía el vasallaje de cuantos reinos le rodeaban. Su rey, llamado Wenet, tenía un ejército compuesto de tres regimientos: uno de infantería, uno de cosacos y uno de caballería, que con sus poderosas armas hacían temblar al ene­migo en sus tiendas.
Los tres regimientos estaban mandados por tres paladines a cual mejor, y tres eran también las hijas del Rey: Landochka, Diewonka y Sasanka; todas bellísimas e instruidas por los trabajos de su madre, la reina Weneta.
Todo esto llegó a oídos del terrible Tchernucha, horrible mago de barbas enmarañadas y pelo negro como ala de cuervo. Sus ojos insondables miraban a través de sus lentes con las cuales veía a mil leguas de distancia y a través de toda materia; siempre iba acompañado de una varita mágica, que era la que le daba el poder tan temido y casi igualado al del pro­pio diablo.
El terrible Tchernucha, envalentonado con tanto poder, pidió la mano a una de las hijas del rey de Polonia. Llegaron los embajado-res, ante el terror de todos los presentes, porque sabían que las hijas del rey Wenet amaban a los caudillos de los regimien­tos. Éstos, al enterarse de lo sucedido, quisieron ata­car en el acto a los embaja-dores de Tchernucha y matarlos; mas los Reyes les recordaron la inviolabi­lidad de la persona de los embajadores. Volvieron éstos con la negativa del Rey, dejando sentado que la culpa directa era de los tres jóvenes en cuestión.
Tchernucha juró vengarse; mas como su poder no llegaba hasta el exterminio, los fue encantando uno a uno con todos sus regimientos. Al primero le co­rrespondió ser transformado en cuadrilla de lobos; al segundo, en bandada de osos, y al tercero, en ma­nada de fieros bisontes. Todo esto transcurrió de noche y nadie lo advirtió. Solamente los centinelas, desde sus atalayas, pudieron avisar al Rey, con es­pantados ojos, cómo de los pueblos y campos no quedaba más que un desierto segado por las feroces bestias. Todo fue cerrado: puertas y ventanas. Nadie se atrevía a asomarse. Pero un día llegaron los lobos por millares capitaneados por un lobo gigantesco. El Rey salió a las murallas y el lobo que mandaba le dijo:
-Dame por mujer a tu hija Landochka.
Ante la confusión del Rey, el lobo amenazó con asaltar el castillo y destruir a todos los ocupantes. La hija mayor al oír esto se hincó de rodillas y le pidió a su padre que si alguien tenía que morir que la de­jasen a ella; pero que, a lo mejor, no le pasaba nada. Por fin, consintieron, y Landochka fue entregada a los lobos por medio de una cadena. Al pasar al lado del capitán de .ellos, vieron con asombro cómo le lamía los pies el lobo y que después de subirse sobre él desaparecieron en el bosque.
Al día siguiente, hasta donde la vista abarcaba, se llenó de enormes osos, que pidieron al Rey su hija Diewonka, con las mismas amenazas que el día an­terior los lobos. El Rey, tras largo llanto y a petición propia de su hija, la entregó a los osos, de la misma manera que a su hermana. Al quedar delante del oso jefe, ocurrió lo mismo. El oso se arrodilló, la subió encima y se la llevó en dirección al bosque.
Al tercer día todos despertaron por el furioso ga­lope de miles de cascos. Al asomarse, descubrieron que toda la llanura estaba cubierta de feroces bison­tes, capitaneados por uno más grande que los demás. Éstos pidieron la última de sus hijas, Sasanka. Por mucho que el Rey lloró, su hija Sasanka se fue con los bisontes, de la misma manera que las demás.
Pasaron los años y los reyes tuvieron un hijo varón, al cual pusieron el nombre de Zbigniew. El chico creció en fortaleza y templanza, hasta que, por fin, el padre le contó por qué estaban siempre tan tristes. En el acto el hijo pidió la bendición para ir a rescatar a sus hermanas a las cuales no conocía. Después de mucho rogar, el padre se la dio y el hijo pequeño partió en uno de los mejores corceles, con rumbo desconocido.
Había caminado un rato, cuando se encontró con dos hombres que se estaban peleando a muerte para repartirse unas prendas que les había dejado su padre, que acababa de expirar. El príncipe no com­prendía el porqué de la pelea, hasta que le explica­ron las cualidades mágicas de cada prenda. El que tenga la capa volará a través de los espacios; el que se calce estas botas, avanzará leguas a cada paso, y el que se ponga el sombrero se hará invisible. Y los dos siguieron dándose puñetazos. El príncipe, ni corto ni perezoso, se quitó su capa y sus botas, les dejó el caballo y una bolsa llena de dinero, y se puso esas prendas y desapareció. Poca distancia le pare­cía que había andado, cuando descubrió el para­dero de los lobos. Gracias al sombrero invisible, logró penetrar en el campamento de los lobos, don­de halló a su hermana Landochka acariciando a un formidable lobo. Esperó, y cuando se ausentó el te­mible animal, se le apareció y le dijo quién era; mas ella no le podía ayudar, pero le encomendó a casa de su hermana, que habitaba con los osos. Ahí llegó nuestro héroe y se encontró a Diewonka; se dio a co­nocer por el mismo método. Mas tampoco sabía ella nada; pero quizá supiese algo Sasanka, que habi­taba con los bisontes.
Zbigniew emprendió otra vez el camino, encon­trando a su otra hermana; mas ella tampoco sabía nada y le aconsejó que visitase a un santo eremita que todo lo sabía. Sin perder tiempo, allá se fue el príncipe, y después de un largo viaje llegó, por fin, a un desierto, donde encontró al sabio anacoreta, que le dijo:
-Esto es muy difícil; pero si sigues mis consejos, es probable que lo logres. Coge tu arco y mata a la primera paloma que te encuentres; ábrela con mucho cuidado, y dentro de ella hallarás el huevo que iba a poner. Con eso matarás al terrible mago Tchernu­cha; mas ten cuidado de no romper el huevo.
Le bendijo el santo, y el impetuoso joven partió en busca de lo que quería. Por fin encontró la pa­loma, la mató y sacó el huevo, que guardó con mucho cuidado. Largo rato estuvo caminando hasta dar con el castillo del feroz mago. Por fin lo halló, y de un salto se subió sobre los muros y vio al mago contemplando las estrellas. El mago se volvió al oír el ruido. Fue lo último que oyó. El joven lanzó el huevo, que fue a romperse contra la frente del mago. Apareció un agujerito, de donde brotó una llama violácea, y en pocos segundos se quedó reducido a un montón de cenizas.
De allí se dirigió a las moradas de sus hermanas, puesto que, muerto Tchernucha, había desapare­cido el encantamiento, y todos felices volvieron a casa de sus padres, que tanto les habían llorado.

125. anonimo (polonia)

Oisin y saeve, su madre

Fue en la tarde de un día de cacería extenuante cuando los hombres de Fianna-Finn decidieron no cazar más. Llamaron a los perros y, cansados, se di­rigieron a sus casas. Iban marchando lentamente, cuando un gamo saltó delante de ellos y huyó hacia el monte. En un momento todas las intenciones se esparcieron a los vientos y todos los cazadores par­tieron veloces como el rayo detrás del gamo; más el primero en la cacería, dada su potencia, era Fion, con sus dos perros Bran y Sceolan.
Lo que más llamó la atención a Fion en esta cace­ría fue que los dos perros no ladraban como de cos­tumbre; al contrario, de trecho en trecho miraban para atrás, como si quisiesen convencer a su dueño de la necesidad del silencio, y seguían su carrera más rápidos que nunca. De repente, cuando todos los demás perros iban a la zaga, el gamo se echó en el suelo.
«Esto es curioso», se dijo Fion cuando, además, vio que sus dos perros jugaban con el gamo y que al llegar él con la lanza en la mano los tres se le tiraron encima, haciéndole fiestas. De esta manera llegó a Allen de Leinster, y, como es de comprender, mucho se extrañó la gente de ver a su jefe llegar solo y en tan extraña compañía.
Cuando Fion, ya tarde aquella noche, se estaba preparando para retirarse, la puerta del cuarto donde estaba se abrió y vio entrar a la dama más bella que él había visto en su vida.
«Debe de ser la diosa del Amanecer», se decía él. Entonces, ella se dirigió a él y le dijo:
-Tú no me conoces; pero vengo a implorar tu protección.
-Desde este momento la tienes -repuso Fion; explícame qué te ocurre.
Entonces ella le contó de su huida de Shi, que es de donde procedía, por haber entregado su corazón a un hombre del mundo, y que habiéndose enterado el mago Doirche de ello, la había mirado, y ahora ella veía aquel terrible ojo donde estuviera, y al mencionarlo la cara revelaba el espanto que el cora­zón sentía. Pero Fion le dijo que él también era po­deroso y que desde ese momento Doirche era su enemigo declarado.
-Mas, dime de qué hombre te has enamorado tú, que le has regalado tu corazón; dímelo, porque, como que me llamo Fion, que te he de ayudar.
Saeve le contestó:
-Es un hombre de tu reino; mas tú tienes poca influencia sobre él.
Ante esta contestación, Fion se extrañó, diciendo:
-Es raro; pues, aparte del Rey de reyes, todos los demás me deben vasallaje en esta tierra.
-Pero ¿qué hombre tiene autoridad sobre sí mismo? -le preguntó Saeve.
Entonces Fion comprendió que era él mismo, y su alegría no conocía límites, pues ya estaba enamo­rado de Saeve y sentía cierta envidia mal reprimida hacia el hombre que Saeve mencionaba.
Fion se casó con ella y vivieron muchos años muy felices.
El gran capitán ya no salía de caza, como antes, ni atendía a las reuniones donde los poetas canta­ban los mejores versos de Fianna; todo eso lo tenía en su castillo, en la persona de Saeve.
Un día llegó la noticia de que una poderosa flota de los Lochlann se dirigía hacia Ben Edair, y los da­neses desembarcaron para preparar un ataque que les hiciese dueños de la tierra.
Fion, ya de antiguo no les tenía gran simpatía y en ese momento menos, pues tenía que despedirse de Saeve, a la cual ya había llamado la mujer per­fecta, por ser el complemento del hoy con el ma­ñana.
Se puso, pues, su arnés de guerra, cogió sus armas y se fue a la cabeza de sus tropas. Poco duró la bata­lla, no quedando más daneses sobre la tierra que los que habían perecido en la lucha.
Era costumbre, después de ganar un gran com­bate, celebrar una magnífica fiesta en honor del ca­pitán que la había dirigido, que en este caso era Fion; mas él se excusó, diciendo que era imposible esperar, pues se tenía que ir corriendo a su castillo, donde le esperaba la otra mitad de su corazón para darle la mano.
Todos trataron de convencerle, mas fue inútil; el gran capitán partió para reunirse con Saeve. Cuál no sería su espanto, a medida que se iba acercando a su castillo, al ver que no había nadie para reci­birle, y que, antes al contrario, la gente trataba de huir de su presencia. Presintió una catástrofe; a grandes voces llamó a su mayordomo Gariv Cronan y le preguntó:
-¿Dónde está la flor de Allen?
Gariv le contó cómo un día antes se habían ido los sirvientes con Saeve a la parte más alta de Allen para esperar a su señor, y de cómo Saeve, que tenía la vista más aguda, había dicho: «Ahí viene mi señor». Que ellos la habían tratado de convencer, mas fue inutil; insistió tanto, que por fin partieron con ella en dirección adonde estaba Fion, o mejor dicho, su aparición, con Bran y Sceolan.
-Mas eso es imposible -le dijo Fion-; si yo es­taba en la batalla, y los perros conmigo.
-Señor, ya lo sabemos; mas su aparición estaba allí.
Fion comprendió enseguida, y pensó en el mago Doirche. Su alma se llenó de tristeza; pero imploró a Gariv que continuase su explicación, y éste le contó cómo al acercarse a la aparición había levan­tado una vara de fresno que llevaba en la mano y la había convertido en un gamo. De cómo el gamo ha­bía tratado de huir por tres veces, mas las tres había sido alcanzado por los perros y vuelto adonde es­taba la aparición.
-¿Y no hicisteis nada? -gimió el pobre Fion.
-Sí, señor. Mas en cuanto llegamos, el gamo había desaparecido, y los perros y su espectro, tam­bién. Perdónenos, señor.
Mas Fion no contestó; se encerró en su cámara, al fondo de su castillo, y allí se estuvo hasta que volvió a salir el Sol por encima de Moy Life.
Durante largos años se pasó Fion buscando al gamo que había sido su querida compañera; mas fue en vano. Pero un día que estaban de cacería, y cuando ya regresaban, oyó cómo los ladridos de sus perros favoritos se elevaban entre los clamores de
una refriega, pidiendo auxilio. Jamás Fion y sus ca­zadores corrieron como aquel día. ¡Y cuál no sería su extrañeza al ver a Bran y a Sceolan haciendo frente a la jauría y detrás de ellos un niño desnudo y muy rubio mirando el conflicto sin ninguna señal de miedo!
Fion con su lanza, dispersó a la jauría y, yéndose hacia el niño, lo tomó en sus brazos y le preguntó quién era. Mas el niño no entendía el idioma.
Fion examinó al tierno infante bien de cerca, y algo notó en los ojos de la criatura que le recordó a Saeve, y además le llamó la atención la actitud de los dos perros, que no aceptaban caricias de nadie, al ver que le estaban lamiendo las manos.
Fion puso al niño sobre su hombro y volvió can­tando con los demás a su campamento.
Los de Fianna estaban entusiasmados, pues no habían visto a Fion tan contento desde que perdiera a su esposa. Al poco tiempo, si antes no se podía se­parar de Saeve, tampoco se podía separar ahora del chico. Un día éste pudo ya explicar su vida y contó el siguiente relato:
-Vivía yo antes en un valle precioso, donde ha­bía de todo; pero en mis andanzas siempre llegaba a una muralla que era inescalable, y, tan abrupta, que parecía apoyarse contra el cielo.
-No existe tal sitio en Irlanda -le objetó Ron.
-Ya lo sé; pero en Shi, sí -contestó el pequeño.
-¿No había nadie contigo? -preguntó Fion.
-Sí; había un gamo que me quería mucho y al que yo quería.
-¡Ah!, cuéntame tu historia -interrumpió Fion, poniéndose muy serio.
-Muchos días -prosiguió el muchacho- venía un hombre muy severo de aspecto, que hablaba con el gamo unas veces con amabilidad y otras enfa­dado, y cuando se marchaba, el gamo se quedaba muy triste.
-Ése es el mago Doirche -exclamó Fion; pero sigue.
-Un día vino el hombre y habló con el gamo más tiempo que de costumbre, y por fin le tocó con una vara de fresno, y entonces el gamo le tuvo que seguir; mas yo vi que el gamo se iba llorando y mi­raba con gran tristeza. Pero no me podía mover; es­taba como paralítico, y tuve que presenciar cómo me dejaban abandonado. Entonces me quedé dor­mido, y cuando me desperté me vi rodeado por los perros.
Éste fue el niño que los de Fianna llamaron Oisin, o sea «el gamo pequeño». Creció, y llegó a ser un es­forzado guerrero y un inspirado poeta. Pero no había terminado con el reino de Shi, había de vol­ver, y allí fue donde aprendió todas las historias que hoy nos cuentan.

124. anonimo (irlanda)