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martes, 30 de diciembre de 2014

Leyenda del valle dormido

Encontrada entre los papeles del difunto Dietrich Knickerbocker

En el seno de uno de esos espaciosos recodos que forman la parte oriental del Hudson, en aquella parte ancha del río que los antiguos navegantes holandeses llamaban Tappaan Zee, donde los marinos prudentemente recogían sus velas e imploraban el apoyo de San Nicolás, se encuentra una pequeña ciudad o puerto en el cual se celebran con frecuencia ferias. Algunos la llaman Greensburgh, pero más propiamente la conoce la mayoría por Tarry Town. Se dice que le dieron este nombre las buenas mujeres de las regiones adyacentes por la inveterada propensión de sus maridos a pasar el tiempo en la taberna de la villa durante los días de mercado. Sea como quiera, yo no aseguro este hecho, sino que simplemente me limito a hacerlo constar para ser exacto y veraz. A una distancia de unos tres kilómetros de esta villa se encuentra un vallecito situado entre altas colinas, que es uno de los más tranquilos lugares del mundo. Corre por él un riachuelo, cuyo murmullo es suficiente para adormecer al que lo escucha; el canto de los pájaros es casi el único sonido que rompe aquella tranquilidad uniforme. Me acuerdo, cuando era todavía joven, haberme dedicado a la caza en un bosque de nogales que da sombra a uno de los lados del valle. Había iniciado mi excursión al mediodía, cuando todo está tranquilo, tanto que me asombraban los disparos de mi propia escopeta que interrumpían la tranquilidad del sábado y el eco reproducía. Si quisiera encontrar un retiro a donde dirigirme para huir del mundo y de sus distracciones, y pasar en sueños el resto de una agitada vida, no conozco lugar más indicado que este pequeño valle.
Debido a la peculiar tranquilidad del lugar y al carácter de sus habitantes, esta región aislada ha sido llamada el Valle Dormido. En las regiones circunvecinas se llama a los muchachos de esta región las gentes del Valle Dormido. Una ensoñadora influencia parece poseer el país e invadir hasta la misma atmósfera. Algunos dicen que un doctor alemán embrujó el lugar, en los primeros días de la colonia; otros afirman que un viejo jefe indio celebraba aquí sus peculiares ceremonias, antes que estas tierras fueran descubiertas por Hendrick Hudson. Lo cierto es que el lugar continúa todavía bajo la influencia de alguna fuerza mágica, que domina las mentes de todos los habitantes, obligándolos a obrar como si se encontraran en una continua ensoñación. Creen en toda clase de cosas maravillosas, están sujetos a éxtasis y visiones, frecuentemente observan extrañas ocurrencias, oyen melodías y voces del aire. En toda la región abundan las leyendas locales, los lugares encantados y las supersticiones. Las estrellas fugaces y los meteoros aparecen con más frecuencia aquí que en ninguna otra parte del país; los monstruos parecen haber elegido este lugar como escenario favorito de sus reuniones.
Sin embargo, el espíritu dominante que aparece en estas regiones encantadas es un jinete sin cabeza. Se dice que es el espíritu de un soldado de las tropas del gran duque de Hesse al que una bala de cañón le arrancó la cabeza, en una batalla sin nombre, durante una revolución; los campesinos lo ven siempre corriendo por las noches, como si viajara en alas del viento. Sus excursiones no se limitan al valle, sino que a veces se extienden por los caminos adyacentes, especialmente hasta cerca de una iglesia cercana. Algunos de los más fidedignos historiadores de estas regiones, que han coleccionado y examinado cuidadosamente las versiones acerca de este espectro, afirman que el cuerpo del soldado fue enterrado en la iglesia, que su espíritu vuelve a caballo al escenario de la batalla en busca de su cabeza y que la fantástica velocidad con que atraviesa el valle se debe a que ha perdido mucho tiempo y tiene que apresurarse para entrar en el cementerio antes de la aurora.
Esta es la opinión general acerca de esta superstición legendaria que ha suministrado material para más de una extraña historia en aquella región de sombras. En todos los hogares de la región se conoce este espectro con el nombre de «jinete sin cabeza del Valle Dormido».
Es notable que esa propensión por las visiones no se limita a las personas nacidas en el valle, sino que se apodera inconscientemente de cualquiera que reside allí durante algún tiempo. Por muy despierto que haya sido antes de llegar a aquella región, es seguro que en poco tiempo estará sometido a la influencia encantadora del aire y comenzará a ser más imaginativo, a soñar y ver apariciones.
Menciono este pacífico lugar con todas las alabanzas posibles, pues en tales aislados valles holandeses, que se encuentran esparcidos por el Estado de Nueva York, se conservan rígidamente las maneras y las costumbres de la población, mientras que la corriente emigratoria que lleva a cabo tan incesantes cambios en otras partes de este inquieto país, barre todas esas cosas antiguas, sin que nadie se preocupe por ellas. Esos valles son pequeños remansos de agua tranquila, que pueblan las orillas del rápido río. Aunque han pasado muchos años desde que atravesé las sombras del Valle Dormido, me pregunto si no encontraría todavía los mismos árboles y las mismas familias vegetando en aquel recogido lugar.
En este apartado sitio vivió, en un remoto período de la historia americana, un notable individuo llamado Ichabod Crane, que residía en el Valle Dormido con el propósito de instruir a los niños de la vecindad. Había nacido en Connecticut, región que suministra a los Estados Unidos no sólo aventureros de la mente sino también del bosque, y que produce anualmente legiones de leñadores y de maestros de escuela. Crane era alto, excesivamente flaco, de hombros estrechos, largo de brazos y piernas y manos que parecían estar a una legua de distancia de las mangas.
Su cabeza era pequeña, plana vista desde arriba, provista de enormes orejas, grandes ojos vidriosos y verduscos y una nariz grande, prominente, por lo que parecía un gallo de metal de una veleta, que indica el lado del cual sopla el viento. Al verle caminar en un día tormentoso, flotando el traje alrededor de su cuerpo esmirriado, se le podía haber tomado por el genio del hombre que descendía sobre la tierra.
La escuela era un edificio bajo, construido rústicamente con troncos, que se componía de un solo cuarto; algunas de las ventanas tenían vidrios; otras estaban cubiertas con hojas de viejos cuadernos de escritura. En las horas que el maestro no se encontraba en la escuela, se mantenía cerrada mediante una varilla de madera flexible, fijada al picaporte de la puerta y barras que cerraban las contraventanas. Estaba situada en un paraje bastante solitario, pero agradable, al pie de una boscosa colina; un arroyuelo corría cerca de ella y en uno de sus extremos crecía un gran álamo. El murmullo de las voces de los alumnos recitando sus lecciones, parecía, en un soñoliento día de verano, algo así como el runrún de una colmena, interrumpido de cuando en cuando por la voz autoritaria del maestro, en tono de amenaza o de orden, o quizás por el sonido de la vara, que hacía marchar por el florido sendero del conocimiento a alguno de sus discípulos. Cierto es que era un hombre concienzudo que siempre recordaba aquella máxima de oro: «Ahorra la vara y echa a perder al niño». Ciertamente los discípulos de Crane no se echaban a perder.
Sin embargo, no quisiera que el lector se imagine que Crane era uno de esos crueles directores de escuela que se complacen en el suplicio de sus educandos; por el contrario, administraba justicia con discreción, más bien que con severidad, evitando cargar los hombros de los débiles y echándola sobre los de los fuertes. Perdonaba a los flojos muchachos que temblaban al menor movimiento de la vara; pero las exigencias de la justicia se satisfacían suministrando una doble porción a algún chiquillo holandés obstinado, que se indignaba y se endurecía bajo el castigo. Crane decía que esto era «cumplir con su deber para con los padres»; nunca infligió una pena sin asegurar que el niño «lo recordaría para toda la vida y se lo agradecería mientras viviera», lo que era un gran consuelo para sus discípulos. Cuando terminaban las clases, Crane era el compañero de los muchachos mayores; en ciertas tardes acompañaba a sus casas a los menores que se distinguían por tener hermanas bonitas o por ser sus madres muy reputadas por la excelencia de su cocina. Le convenía estar en buenas relaciones con sus discípulos. La escuela producía muy poco, tanto que difícilmente hubiera bastado para proporcionarle el pan de cada día pues era un gran comilón y, aunque flaco, tenía la capacidad de expansión de una boa. Para ayudarle a mantenerse, de acuerdo con la costumbre de aquellas regiones, le proporcionaban casa y comida los padres de sus discípulos. Vivía una semana en casa de cada uno de ellos, recorriendo así toda la vecindad, llevando sus efectos personales atados en un pañuelo de algodón. Para que esta carga no fuera muy onerosa para la bolsa de sus rústicos protec-tores, que se inclinaban a considerar la escuela como un gasto superfluo y que tenían a los maestros por simples zánganos, Crane se valía de diferentes procedimientos para hacerse útil y agradable.
En muchas ocasiones ayudaba a los hacendados en los trabajos menos difíciles: formar las parvas, llevar los caballos al abrevadero y las vacas a las tierras de pastoreo, cortar madera para el invierno, etc. Dejaba de un lado toda aquella dignidad e imperio absoluto, con los que dominaba su pequeño reino escolar. Era entonces gentil y sabía ganarse las voluntades a maravilla. Se congraciaba a los ojos de las madres, acariciando los chiquillos, particularmente a los más pequeños; como el león que de puro magnánimo se hizo amigo de la oveja, se pasaba las horas enteras con un niño en las rodillas, mientras con el pie mecía la cuna de otro.
Además de sus otras actividades, era maestro de canto de la vecindad y ganaba buenos chelines, instruyendo a la gente joven en el canto de los salmos. Era materia de no poco orgullo para él apostarse los domingos en el coro de la iglesia acompañado por un grupo de cantores elegidos, entre los cuales se distinguía a los ojos del párroco, según su opinión. Cierto es que su voz se elevaba muy por encima de la del resto de la congregación. En aquella iglesia todavía se oyen los domingos trémolos que alcanzan a más de un kilómetro de distancia y que muchos tienen por descendientes legítimos de la nariz de Crane.
Mediante estos diversos procedimientos, mediante esa ingeniosa manera que el vulgo llama «por las buenas o por las malas», aquel notable pedagogo vivía bastante bien; todos los que no entienden nada del trabajo intelectual creían que su vida era maravillosamente fácil.
Generalmente, el maestro de escuela es un hombre de cierta importancia en los círculos femeninos de una región rural, por considerársele una especie de caballero que nada tiene que hacer y cuyos gustos y conocimientos son enormemente superiores a los de los rudos campesinos y cuya sabiduría es sólo inferior a la del párroco. En consecuencia, en cuanto aparece a la hora del té en un hogar campesino, provoca una cierta agitación y hace aparecer sobre la mesa un plato más de pastelería o de dulces, induciendo a veces al ama de casa a sacar a relucir la tetera de plata. Todas las damiselas de la región sonreían a nuestro hombre de letras. ¡Qué buen papel hacía entre ellas, en el patio de la iglesia, durante los intervalos del oficio divino! Los galanes rurales, tímidos y torpes, se quedaban con la boca abierta y envidiaban su elegancia superior y sus habilidades.
Esta vida errante le convertía en una especie de gaceta ambulante que llevaba de casa en casa todas las murmuraciones locales, por lo cual siempre se le recibía con satisfacción. Las mujeres le estimaban por ser hombre de gran erudición, que había leído íntegramente varios libros y que dominaba a la perfección el de Cotton Mathers, Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, obra en la cual él creía a pie juntillas.
Crane era una extraña mezcla de picardía aldeana e ingenua credulidad. Su apetito por lo maravilloso y su capacidad para digerirlo eran igualmente extraordinarios, cualidades ambas que había aumentado residiendo en aquella región encantada. Ningún relato era demasiado extraño o monstruoso para sus tragaderas. Después de haber terminado sus clases, se entretenía, tendido en el prado, junto al arroyuelo que pasaba al lado de su escuela, en leer el terrible libro de Mather, hasta que la página impresa era sólo un conjunto de puntos negros. Se dirigía entonces a través de los arroyos y pantanos y de los sombríos bosques hasta la granja, donde le tocaba vivir aquella semana. En aquella hora embrujada, todo sonido, todo ruido de la naturaleza excitaba su calenturienta imaginación. En tales ocasiones su único recurso para cambiar de ideas o alejar los espíritus maléficos consistía en cantar salmos; las buenas gentes del Valle Dormido, sentadas a las puertas de sus casas, se asustaban al oír sus nasales melodías que venían de alguna colina distante o seguían a lo largo del polvoriento camino.
Otra de sus terribles diversiones consistía en pasar las largas noches de invierno con las viejas mujeres holandesas, mientras hilaban al lado del fuego, donde se asaban las manzanas. Escuchaba entonces sus maravillosos relatos acerca de aparecidos, de espíritus, casas, arroyos, puentes y campos encantados, y en particular del jinete sin cabeza o el soldado de Hesse, como se le llamaba a veces. En pago de esto, las divertía igualmente con sus anécdotas de brujerías y las portentosas visiones y terribles signos y sonidos del aire, que prevalecía en los primeros tiempos de Connecticut y las aterrorizaba con divagaciones acerca de los cometas y las estrellas fugaces y con la circunstancia alarmante de que el mundo daba vueltas y que la mitad de él se encontraba patas arriba.
Pero si significaba un placer sentirse bien abrigado al lado del fuego, en un cuarto en el que no se atrevería a presentarse ningún fantasma, bien caro le costaba, pues debía pagarlo con los terrores de su vuelta a casa. ¡Qué terribles formas y sombras se cruzaban en su camino, a la claridad débil y espectral de una noche de nevada! ¡Con qué ansiosa mirada observaba el más débil rayo de luz que provenía de alguna ventana distante! ¡Cuántas veces le asustó un arbusto cubierto de nieve, que parecía un espectro revestido de una sábana y que se interponía en su camino! ¡Cuántas veces retrocedió espantado al oír el ruido que hacían sus propias pisadas sobre la tierra helada! Temía mirar hacia atrás, de puro miedo de ver algún horrible monstruo. ¡Cuántas veces se sentía próximo a desmayarse por confundir el movimiento de los árboles, causado por una ráfaga de viento, con el jinete sin cabeza!
Todo esto no era más que el terror de la noche, fantasmas de la mente que se deslizan en la oscuridad; aunque había visto durante su vida numerosos espíritus y más de una vez se había sentido poseído por el mismo Satanás en diferentes formas, todo terminaba con la llegada del día; hubiera sido un hombre feliz a pesar del diablo y de sus malas obras, si no se hubiera cruzado en su camino un ser que causa más preocupaciones a los hombres mortales que los aparecidos, los espíritus y todas las brujas juntas: una mujer.
Entre los discípulos de música que se reunían una tarde por semana para aprender el canto de los salmos, se encontraba Katrina Van Tassel, hija única de un rico labrador holandés. Era una bellísima niña de 18 años, bien metida en carnes, madura de tez y sonrosada como una de las peras de la huerta de su padre, unánimemente estimada, no sólo por su belleza sino por la riqueza que había de heredar. Era algo coquetuela, como se veía en su vestido, que era una mezcla de lo antiguo y lo moderno, muy apropiada para hacer resaltar sus encantos. Llevaba joyas de oro puro, que había traído de Saardam su bisabuela, el tentador jubón de los antiguos tiempos y una falda provocadoramente corta, tanto que descubría el más bello pie de todos los contornos.
Crane tenía corazón blando y veleidoso, que se perecía por el bello sexo. No es de extrañar que muy pronto se decidiera por un bocado tan tentador, especialmente después de haber visitado la casa paterna.
El viejo Baltus Van Tassel era el más perfecto ejemplar de granjero próspero, contento con el mundo y consigo mismo. Cierto es que sus miradas o sus pensamientos nunca pasaban más allá de las fronteras de su propia granja, pero dentro de ella todo estaba limpio, en buen orden y bien arreglado. Sentíase satisfecho de su riqueza, pero no orgulloso de ella, y se vanagloriaba más de la abundancia en que vivía que de su estilo de vida. Su granja estaba situada a orillas del Hudson y en uno de esos rincones fértiles en los cuales gustan tanto de hacer sus nidos los labradores holandeses. Daba sombra a la casa un árbol de gran tamaño, al pie del cual brotaba una fuente de la más límpida agua que, formando un estanque, se deslizaba después entre los pastos, corriendo hasta un arroyuelo cercano. Cerca de la vivienda se encontraba un depósito tan grande que hubiera podido servir de capilla, y que parecía estallar de puro cargado con los tesoros que producía la tierra. Allí se oía continuamente, de la mañana a la noche, el ruido de los instrumentos de labranza; cantaban sin interrupción los pájaros; las palomas, que parecían vigilar el tiempo metían la cabeza entre las alas, mientras otras la ocultaban entre las plumas de la pechuga, y otras cortejaban a sus damas, emitiendo los gritos propios de su raza e hinchando el pecho, además de estar todas ellas dedicadas a la importante tarea de tomar el sol. Los cerdos, bien alimentados, gruñían reposadamente, sin moverse, en la tranquilidad y abundancia de sus zahúrdas, de donde salían, de cuando en cuando, piaras de lechones, como si quisieran tomar un poco de aire fresco. Un numeroso escuadrón de gansos, blancos como la nieve, nadaban en un estanque adyacente, arrastrando detrás de sí su numerosa prole. Los pavos recorrían en procesión la granja. Ante la puerta del depósito hacía guardia el valiente gallo, ese modelo de esposos, de soldado y de caballeros, batiendo sus relucientes alas y cacareando todo su orgullo y la alegría de su corazón. Algunas veces se dedicaba a escarbar la tierra, llamando entonces generosamente a su siempre hambrienta familia para que compartiera el riquísimo bocado que acababa de descubrir.
Al pobre pedagogo se le hacía la boca agua al observar toda aquella riqueza. Su mente, continuamente torturada por el hambre, le hacía imaginarse todo lechón sabrosamente metido en un pastel y con una manzana en la boca; las palomas se las representaba sin esa fruta; los gansos nadaban en su propia grasa, y los patos por pares, como marido y mujer, envueltos en salsa de cebolla. Veía a los puercos desprovistos de su grasa y de los jamones, los pavos presentados a la mesa como es costumbre, sin faltarles un collar de sabrosos embutidos; todo cantaclaro aparecía en el plato con una expresión como si pidiera el cuartel que nunca había querido dar en vida.
Mientras la imaginación de Crane pintaba todas estas cosas, sus ojos verdes recorrían los ricos pastos, las abundantes plantaciones de trigo, centeno y maíz y la huerta llena de árboles frutales que rodeaba la casa de Van Tassel. Su corazón ardía por la damisela que había de heredar todo aquello, imaginándose lo fácil que sería transformarlo en dinero contante y sonante, que podría invertirse en inmensas extensiones de tierras vírgenes y palacios de madera en otras soledades. Su fantasía le llevaba tan lejos que lo daba todo por hecho, y ya se veía con la bella Katrina y una tropa de chiquillos, en una carreta, cargada con toda clase de utensilios domésticos, galopando él mismo al lado en una yegua a la que seguía un potrillo, rumbo a Kentucky, Tennessee, o Dios sabe a dónde.
Cuando entró en la casa, quedó completada la conquista de su corazón. Era uno de esos espaciosos hogares aldeanos, construido en el estilo de los primeros colonos holandeses. El techo se prolongaba más allá de los muros, formando una especie de galería a lo largo del frente de la casa que podía cerrarse en caso de mal tiempo. Allí se encontraban guadañas, arreos de montar y diversos instrumentos agrícolas, así como redes para pescar en el río cercano. A lo largo del muro había bancos, que se utilizaban sólo en verano. En un rincón se encontraba una rueca y en otro una máquina para hacer manteca, lo que demuestra los diversos usos a que se destinaba aquel porche. De aquí el admirado Crane pasó al vestíbulo que formaba el centro de la casa y que era el lugar de residencia habitual. En un armario de cristales relucían hileras de fina porcelana. En un rincón había un fardo de lana, listo para hilar; en otro, el lino esperaba lo mismo; guirnaldas de manzanas y peras secas mezcladas con pimientos colgaban de los muros; una puerta abierta le permitió observar la sala de las visitas, donde las sillas y los muebles de caoba brillaban como espejos; decoraban la habitación naranjas de yeso y diversas conchas marinas; huevos de diferentes colores formaban otras guirnaldas; en el centro del cuarto colgaba un gran huevo de avestruz y un esquinero mostraba enormes tesoros de plata vieja y rica porcelana.
Desde el mismo momento en que Crane puso sus ojos sobre estas regiones celestiales, terminó la paz de su espíritu y el solo objeto de sus estudios consistía en ganar el afecto de la hija única de Van Tassel. En esta empresa encontró dificultades mayores que las de los caballeros andantes del año de Maricastaña, que rara vez tenían que vérselas sino con gigantes, encantadores, fieros dragones y otras cosas del mismo jaez, fáciles de vencer, y a los que les era preciso abrirse camino simplemente a través de puertas de hierro y bronce y muros de diamante, hasta la parte interior del castillo, donde estaba confinada la dama de sus pensamientos. Todo esto aquellos luchadores lo hacían tan fácilmente como partir un pastel de Navidad, ante lo cual la dama les concedía su mano, como si fuera la cosa más natural del mundo. En cambio, Crane tenía que encontrar su camino hasta el corazón de una coqueta campesina, que poseía un verdadero laberinto de caprichos y ocurrencias y que cada día presentaba nuevas dificultades e impedimentos; además tenía que habérselas con numerosos y formidables adversarios, seres de carne y hueso, rústicos admiradores que guardaban celosamente todas las puertas que conducían a su corazón, vigilándose mutuamente, prontos para hacer causa común contra algún nuevo competidor.
Entre éstos, el más formidable era un muchachón, ancho de espaldas, bullicioso, jovial, que se llamaba Abrahán, o de acuerdo con la abreviatura holandesa, Brom Van Brunt, héroe de los contornos, en los cuales llevaba a cabo sus hazañas de fuerza y de resistencia. Su pelo era negro, ondulado y lo llevaba muy corto; su rostro reflejaba una expresión burlona, pero no desagradable, mezcla de mofa y arrogancia. Por su cuerpo hercúleo y fuertes brazos le llamaban Brom Bones, nombre por el cual era generalmente conocido. Tenía fama de ser gran caballista y de dominar su caballo como un tártaro. Era el primero en todas las carreras y riñas de gallos; con el ascendiente que presta la fortaleza física en la vida rural, era el juez indiscutido de todas las disensiones. Entonces echaba su sombrero hacia un lado y daba su opinión con un aire que no admitía broma o réplica.
Siempre estaba dispuesto para una pelea o una fiesta, pero todas sus acciones tenían más de traviesas que de malvadas. A pesar de toda su rudeza, poseía en el fondo un carácter bromista. Tenía tres o cuatro compañeros, amigos íntimos suyos, que le tomaban como modelo y a la cabeza de los cuales recorría la región, presentándose en todo lugar donde se prometiera una pelea o una fiesta. En tiempo frío se distinguía por un gorro de piel, rematado en una orgullosa cola de zorro; cuando las gentes, reunidas por cualquier motivo, distinguían a la distancia esta bien conocida cresta, entre otros jinetes, se disponían para una tormenta. Algunas veces se oía a él y a sus compañeros pasando a caballo a lo largo de las granjas, gritar y cantar como una tropa de cosacos del Don; las mujeres de edad, arrancadas al sueño por aquel barullo, escuchaban el desordenado ruido hasta que se perdía en la lejanía, y exclamaban entonces: «¡Ah! Ahí van Brom Bones y sus amigos». Los vecinos le conside-raban con una mezcla de terror, admiración y buena voluntad; en cuanto ocurría alguna pelea u otro desorden en la vecindad, sacudían la cabeza y afirmaban que Brom Bones era la causa de todo.
Este héroe teatral eligió a Katrina como objeto de sus galanterías, y aunque sus escarceos amorosos se parecían a las gentiles caricias de un oso, se decía que ella no le había desahuciado completamente. Lo cierto es que sus avances eran la señal para que se retiraran sus rivales, que no sentían ninguna inclinación por entrometerse en los amores de un león, tanto que cuando observaban el caballo de Brom Bones atado en el terreno de Van Tassel, signo seguro que él se encontraba allí cortejando, todos los otros admiradores de Katrina seguían desesperados y se apresuraban a dar batalla en otros cuarteles.
Éste era el formidable rival con el cual tenía que habérselas Crane; examinando la situación desde todos los puntos de vista, un hombre más fuerte que él hubiera retrocedido; otro más sabio hubiera perdido toda esperanza. Felizmente, su naturaleza era una extraña mezcla de flexibilidad y perseverancia; aunque se doblaba, nunca se rompía; aunque se inclinaba ante la más leve presión, en cuanto ésta desaparecía, se erguía otra vez, levantando su cabeza tan altiva como antes.
Hubiera sido locura invadir abiertamente el campo que el enemigo creía suyo, pues no era hombre que sufriera desengaños de amor, como Aquiles, aquel otro apasionado amante. En consecuencia, Crane llevó a cabo sus avances de una manera suave e insinuante. Pretextando sus clases de canto, visitó con frecuencia la granja, sin tener nada que temer de la engorrosa intervención de los padres de Katrina. Balt van Tassel era un hombre indulgente y bondadoso; amaba a su hija más que a su pipa, y como persona razonable y excelente padre, la dejaba hacer lo que quisiera. Su mujer estaba demasiado ocupada con la casa y el cuidado del gallinero, pues, como decía muy sabiamente, los patos y los gansos son tontos y hay que vigilarles, mientras que las muchachas pueden cuidarse a sí mismas. Mientras esta diligente mujer daba vueltas por la casa o trabajaba en la rueca, el honrado Balt fumaba su pipa, observando la veleta de madera que coronaba el depósito. Entretanto, Crane proseguía haciendo la corte a su hija, al lado de la fuente o caminando lentamente, a media luz, en esa hora tan favorable para la elocuencia del amante.
Confieso que no sé cómo se corteja y se gana el corazón de una mujer. Para mí ha sido siempre materia de reflexiones y admiración. Algunas parecen tener sólo un punto vulnerable o puerta de entrada, mientras que otras parecen tener millares de avenidas, por lo que pueden ser conquistadas de mil maneras distintas. Es un gran triunfo de habilidad ganar a una de las primeras, pero una demostración mejor de estrategia mantener la posesión de una de las segundas, pues un hombre debe defender toda puerta y toda ventana de su fortaleza. El que gana mil corazones corrientes tiene derecho a una cierta fama, pero el que mantiene posesión indiscutible del de una coqueta es un héroe. No ocurrió así con el temible Brom Bones; su interés declinó visiblemente en cuanto Crane hizo sus primeros avances; en las noches de los domingos, ya no se observaba a su caballo atado en las tierras de Van Balten; gradualmente se produjo un odio mortal entre él y el pedagogo del Valle Dormido.
Brom, que a su manera era un rudo caballero, hubiera llevado las cosas por la tremenda hasta la guerra abierta y arreglado aquel asunto como los caballeros errantes de antaño, por combate entre los dos. Pero Crane estaba demasiado convencido de la superioridad de su adversario para aceptar ese procedimiento. Había oído una afirmación de Bones, según la cual iba «a doblar al dómine en dos y meterlo en un cajón de algún armario de la escuela» y deseaba ardientemente no darle oportunidad de cumplir su amenaza. Había algo extremadamente provocador en este sistema obstinadamente pacífico; no le quedaba a Brom otro recurso que proceder con la rusticidad de su naturaleza y hacer a su rival objeto de toda clase de bromas. Crane se convirtió en la víctima de las juguetonas persecuciones de Bones y sus amigos. Estos invadieron sus hasta entonces pacíficos dominios y disolvieron una reunión de su clase de canto, tapando desde afuera la chimenea. A pesar de sus formidables cerrojos y precauciones, entraron una noche en su escuela y pusieron todo patas arriba, por lo cual, a la mañana siguiente, el pobre maestro de escuela empezó a creer que todas las brujas de los contornos se habían reunido allí. Pero lo que era aun más molesto, Brom no desperdiciaba oportunidad de ponerle en ridículo delante de la elegida de su corazón. Trajo un perro, verdadero campeón de los sinvergüenzas entre los de su raza, al que había enseñado a aullar de la manera más afrentosa, y lo presentó como rival de Crane, capaz de darle a ella lecciones de canto.
De este modo prosiguieron las cosas, sin producirse ningún choque entre ambas potencias beligerantes. En una bella tarde de otoño, Crane, bastante pensativo, estaba sentado en su trono, una silla alta, desde la cual vigilaba todos los negocios de su pequeño imperio literario. Tenía en la mano la palmeta, símbolo de su despótico poder.
La vara con que se administraba justicia reposaba detrás del trono, desde donde era perfectamente visible como perpetua advertencia para los malos. Sobre la mesa se veían numerosos artículos de contrabando y armas prohibidas, secuestradas a los chiquillos: manzanas a medio morder, hondas, trompos, jaulas para moscas, y toda una colección de gallos de pelea, lindamente cortados en papel. Aparentemente, hacía poco que se había administrado algún terrible acto de justicia, pues todos los escolares estudiaban sus libros con extraordinario ahínco, o hablaban en voz muy baja entre ellos, sin perder de vista al maestro. Reinaba en toda la escuela un silencio como el de una colmena de abejas. Fue interrumpido por la aparición de un negro, que llevaba un resto de sombrero redondo, como el casco de Mercurio; montaba un infame caballejo, que por lo visto no sabía lo que era la doma, y al que manejaba con un ronzal, en lugar de brida. Cayó a la escuela con una invitación para Crane a asistir a una reunión que se celebraría aquella noche en casa de Mynheer Van Tassel. Después de haber entregado su mensaje con ese aire de importancia y ese esfuerzo por hablar de lo fino que es propio de un negro en embajadas de esa clase, cruzó el arroyuelo y se le vio dirigirse hacia el extremo del valle, lleno de la importancia y urgencia de su misión.
Todo era ahora prisa y tumulto en la escuela. Crane instó a los alumnos a que ganasen tiempo en sus lecciones, sin preocuparse de niñerías. Los que eran ágiles se tragaron la mitad; los remisos recibieron, de cuando en cuando, unos golpes suaves, allí donde termina la espalda, para que se apresuraran o pudiesen leer una palabra larga. Se dejaron a un lado los libros, sin guardarlos en los cajones, se volcaron los tinteros, los bancos quedaron patas arriba, y toda la escuela quedó en libertad una hora antes del tiempo usual. Todos los diablos encerrados en ella salieron al campo, aullando y haciendo toda clase de maldades, alegres por su pronta emancipación.
El galante Crane pasó por lo menos una media hora extra-ordinaria, arreglando y cepillando su ropa: un único traje negro. También se arregló sus tirabuzones, delante de un pedazo de espejo, que colgaba de uno de los muros de la escuela. Para poder aparecer ante la elegida de su corazón como un verdadero caballero, pidió prestado un caballo al granjero en cuya casa se aposentaba por aquellos días, que era un colérico viejo holandés, llamado Hans Van Ripper. Provisto de caballería, salió, como un caballero errante, en busca de entuertos que deshacer. Conforme al verdadero espíritu de una historia romántica, debo describir algunos detalles de mi héroe y su cabalgadura. El animal que montaba era un caballo de arar, medio deshecho, que había sobrevivido a todo, excepto a sus propias malas intenciones. Era flaco y su pelo nunca había sido cuidado; tenía el cuello de un borrego y una cabeza como un martillo; sus crines formaban toda clase de nudos; uno de sus ojos había perdido la pupila, por lo que parecía incoloro y espectral, pero el otro brillaba como el de un verdadero demonio. A juzgar por el nombre de Pólvora, debía haber tenido fuego y brío en su juventud. Había sido el caballo de silla favorito de su amo, el colérico Van Ripper, que era un jinete furioso y que muy probablemente había infundido al animal algo de su propio espíritu, pues aunque parecía viejo y matalón había en él más de un demonio en acecho que en cualquier potrillo de aquellos lugares.
Crane era una figura digna de tal cabalgadura. Montaba con estribos cortos; sacaba los codos hacia afuera como un saltamontes; llevaba el látigo perpendicularmente, como un cetro; cuando el caballo se movía, el movimiento de sus brazos recordaba las alas de un ave. Un mechón de pelo le caía sobre la nariz, pues así se podía llamar a su estrecha frente. Los faldones de su levita flotaban al aire, haciendo la competencia a la cola del jamelgo. Tal era el aspecto que ofrecían jinete y cabalgadura, cuando salieron de los campos de Van Ripper: aparición que no es corriente encontrar en pleno día.
Como ya lo he hecho notar, era una bella tarde de otoño: el cielo estaba claro y sereno y la naturaleza llevaba aquel ropaje rico y áureo que siempre asociamos con la idea de la abundancia. El bosque tenía un color amarillo y pardo; algunos árboles menos resistentes, a los que habían herido los crudos fríos, mostraban una intensa coloración: anaranjada, púrpura y escarlata. Empezaban a aparecer bandadas de patos silvestres.
Los pajarillos se despedían. Recorrían al son de su propia música todo el bosque, de árbol en árbol y de arbusto en arbusto. Mientras proseguía lentamente su camino, sus ojos siempre despiertos a todos los síntomas de la abundancia culinaria, recorría con la imaginación todos los atrayentes tesoros propios de la estación. Veía por todas partes una gran cosecha de manzanas: algunas colgaban opulentas de los árboles, otras se encontraban ya en cestos, prontas para ser enviadas al mercado, otras se amontonaban para la prensa de sidra. Más allá veía extensos campos de maíz cuyas doradas panojas sobresalían entre el follaje y que prometían dorados pasteles y maíz tostado; debajo de ellos veía los melones que exponían al sol sus tambaleantes vientres, y que prometían suculentos pasteles; enseguida pasé por fragantes campos de trigo, y respiró más allá el aroma de una colmena, ante lo cual se le anticipó el desayuno, bien provisto de manteca y miel por la delicada mano de Katrina van Tassel. Alimentando así su mente con dulces pensamientos y azucaradas hipótesis, prosiguió su viaje por unas colinas que permiten contemplar el más bello paisaje del poderoso Hudson. Gradualmente el sol hundía su ancho disco por occidente. El amplio seno del Tappaan Zee yacía inmóvil y vidrioso, si se exceptúa alguna suave ondulación que prolongaba la sombra azul de las distantes montañas. Unas pocas nubes de ámbar flotaban en el cielo, sin que las moviera ninguna brisa. El horizonte era de un fino tinte áureo, que se transformaba gradualmente en un verde manzana y de ahí en un profundo azul. Un rayo de luz se detenía en el boscoso límite de los precipicios que en algunos puntos forman la costa del río, dando mayor profundidad al gris obscuro y al púrpura de las rocas. A la distancia una pequeña embarcación avanzaba lentamente, llevada por la corriente de la marea; sus velas colgaban inútiles de los mástiles. La imagen del cielo sobre las tranquilas aguas inducía a creer que la embarcación estaba suspendida en el aire.
Crane llegó al castillo de Heer Van Tassel, a la caída de la tarde. Estaba ya lleno de la flor y nata de las regiones adyacentes. Los viejos granjeros, una raza taciturna de rasgos enérgicos, vestían levitas y pantalones cuyo tejido habían hilado en casa, medias azules y zapatos grandes. Sus mujeres llevaban cofias, jubones cortos, faldas, cuyo tejido habían hilado ellas mismas, y bolsas de indiana a los costados. Las jovencitas, gordezuelas, vestían de una manera tan anticuada como sus madres, excepto que algunas llevaban un sombrero de paja, un cintajo o una falda blanca, síntomas de la influencia de la ciudad. Los muchachos usaban levitas, llenas de brillantes botones de bronce, llevando el pelo atado en una coleta sobre la nuca, de acuerdo con la moda de la época.
Brom Bones era el héroe de la fiesta, a la que había llegado en su cabalgadura favorita,Diablo Audaz, la que, como él, estaba llena de malas artes y de brío, y que nadie sino él podía manejar. Prefería siempre los caballos viciosos, aficionados a toda clase de mañas, sobre los cuales el jinete se encuentra en constante riesgo de romperse los huesos, pues era de opinión que un caballo bien domado y dócil es indigno de un verdadero hombre. Me gustaría detenerme sobre el conjunto de encantos que se presentó a la entusiasmada mirada de mi héroe cuando entró en la sala de visitas de la casa de Van Tassel. No los de aquella compañía de muchachas gordezuelas con su lujoso despliegue de blanco y rojo, sino los de una verdadera mesa holandesa en los ricos tiempos de otoño. Tal era el conjunto de pasteles, los unos encima de los otros, de variadísimas y casi indescriptibles clases, sólo conocidas por las experimentadas cocineras holandesas. Allí se encontraban todos los miembros de la amplia familia de la repostería. No faltaba tampoco la de las empanadas, además de tajadas de jamón y de carne de ternera ahumada, sin contar los deleitables platos de ciruelas, peras y otras frutas en compota. Tampoco faltaba el pescado cocido y los pollos asados, sin contar los cuencos de leche y de crema, todo entreverado lo uno con lo otro, casi en el mismo orden que lo he enumerado, presidido por la maternal tetera que arrojaba nubes de vapor. Debo tomar aliento y tiempo para detallar este banquete como se merece, y tengo los mejores deseos de proseguir rápidamente con mi historia. Felizmente, Crane no tenía tanta prisa como su cronista, por lo que hizo los más cumplidos honores a todos los platos.
Era una criatura bondadosa y agradecida cuyo corazón se dilataba en proporción a la cantidad de alimento ingerido y cuyo espíritu se elevaba comiendo, exactamente como les ocurre a otros hombres cuando beben. No podía menos de entusiasmarse con la posibilidad de que algún día fuera dueño y señor de este lujo y esplendor casi inimaginable. Pensó cuánto tiempo tardaría entonces en despedirse de la vieja escuela, castañeteando los dedos en señal de despedida en la misma cara de Hans Van Ripper y cualquiera otro de sus otros tacaños protectores, así como en echar a puntapiés a cualquier pedagogo andante que se atreviera a llamarle colega.
El viejo Baltus Van Tassel se movía entre sus huéspedes con una cara dilatada por la satisfacción y el buen humor. Su hospitalidad como jefe de la casa era corta pero expresiva, limitándose a estrechar la mano, dar una palmada en los hombros, reírse fuerte-mente e insistir en que los invitados se acercarán a la mesa y se sirvieran ellos mismos.
En aquel momento se oyó en el cuarto mayor la música que invitaba al baile. Tocaba un anciano de color, de pelo gris, que era la orquesta ambulante de los contornos desde hacía más de medio siglo. Su instrumento era tan viejo y había recibido tantos golpes como él mismo. La mayor parte del tiempo se limitaba a rascar dos o tres cuerdas, acompañando todo movimiento del arco con otro de la cabeza, inclinándose casi hasta el suelo y golpeando con el pie cuando una nueva pareja iba a empezar.
Crane se enorgullecía tanto de su habilidad en el baile como de su arte para cantar. Ni un hueso ni un músculo de su cuerpo quedaba en inactividad al danzar; quien le viese cómo movía su osamenta podía imaginarse que el mismísimo San Vito, bendito patrón de los bailarines, bailaba delante de uno. Era la admiración de los negros de todo pelo y condición que viniendo de la granja y de todas las cercanas formaban pirámides de brillantes caras negras en todas las puertas y ventanas, mirando asombrados la escena mientras mostraban el blanco de los ojos e hileras de marfil de oreja a oreja. ¿Cuál había de ser el estado de espíritu de aquel inquisidor de chiquillos, sino alegre y animado? La dueña de sus pensamientos bailaba con él y sonreía graciosamente a todos sus galanteos, mientras que Brom Bones, poseído de amor y de celos, reflexionaba en un rincón.
Cuando terminó el baile, Crane se acercó a un grupo de gente más sensata que junto con Van Tassel, fumaba en el porche, charlando sobre tiempos pasados y contando largas historias acerca de la guerra.
Esta región, en la época a que me refiero, era un lugar altamente favorecido, con abundancia de crónicas de grandes hombres. Las líneas británicas y norteamericanas habían pasado muy cerca de ella durante la guerra, por lo que había sido escenario de saqueos y había sufrido una epidemia de refugiados, cowboys y toda clase de caballeros de la frontera. Había transcurrido justamente el tiempo necesario para que todo el que relatara una historia pudiera aderezarla con un poco de fantasía, y como sus recuerdos ya no eran muy claros, se convertía en el héroe de aquellas hazañas.
Por ejemplo, se contó la historia de Doffue Martling, un holandés gigantesco de barba negra que casi tomó una fragata británica con un viejo cañón de nueve libras, colocado detrás de un parapeto bajo de barro; sólo que el cañón estalló al sexto disparo. También se encontraba allí un viejo caballero, cuyo nombre no daremos por ser un mynheer demasiado rico para que lo mencionemos a la ligera, quien en la batalla de Whiteplains, siendo un excelente maestro de esgrima, paró una bala de mosquete con un espadín: la oyó silbar contra la hoja y pasó por la empuñadura, en prueba de lo cual estaba dispuesto a mostrar aquella arma blanca, cuya taza estaba ligeramente encorvada. Hablaron otros notables más, que se habían distinguido igualmente en el campo de batalla, ninguno de los cuales dejaba de creer que en gran parte se debía a él que la guerra hubiera terminado felizmente.
Pero todo esto no era nada en comparación con los relatos de espíritus y aparecidos que se contaron después. La región es muy rica en tesoros legendarios de esta clase. Los cuentos locales y las supersticiones florecen mejor en estos lugares apartados, lejos del ruido del mundo, en los que viven poblaciones largo tiempo asentadas. Pero ese mismo folklore desaparece bajo las pisadas de la población de nuestras localidades rurales. Además, en nuestras ciudades no se fomenta de ninguna manera la actividad de los espíritus, pues apenas han tenido tiempo de echar un buen sueño y darse vuelta en sus tumbas cuando sus amigos sobrevivientes se alejan de la región, por lo que, cuando aquéllos se dedican a rondar de noche, no les queda ningún amigo a quien visitar. Tal vez esta sea la razón por la cual oímos hablar tan rara vez de aparecidos, excepto en la colonia holandesa, hace tanto tiempo establecida entre nosotros.
Sin embargo, la causa inmediata del predominio de las historias sobrenaturales en estas regiones se debía sin duda a la vecindad del Valle Dormido. El mismo aire que provenía de aquella región encantada producía el contagio, pues inspiraba una atmósfera de sueños y fantasías que infectaba todo el país. Habían acudido a la fiesta de Van Tassel varias personas radicadas allí, que, como era su costumbre, empezaron a contar sus leyendas maravillosas. Se relataron muchas tétricas observaciones de desfiles funerarios, de gritos plañideros y de lamentaciones, cosas todas vistas y oídas alrededor del árbol donde fue tomado prisionero el desdichado mayor André, y el cual existía todavía en la vecindad. Alguien mencionó la mujer vestida de blanco que aparecía cerca de la Roca de los Cuervos, y que hacía oír sus lamentaciones en las noches de invierno, antes de una tormenta, por haber perecido allí en la nieve. Sin embargo, la mayor parte de los relatos se referían al espectro favorito del Valle Dormido: el Jinete sin Cabeza, que últimamente había aparecido muchas veces, recorriendo la región, y del cual se decía que se paseaba de noche por el cementerio, llevando su caballo atado a un cabestro.
La situación aislada de esta iglesia parecía convertirla en el refugio favorito de inquietos espíritus. Estaba erigida sobre una colina, rodeada de árboles entre los cuales sus muros pintados de blanco relucían modestamente, como un símbolo de la pureza cristiana irradiando a través de las sombras del retiro. La colina desciende suavemente hacia un plateado lago rodeado de árboles, entre los cuales se distinguen a lo lejos las montañas que bordean el Hudson. Cuando se observa el cementerio adyacente, invadido por la hierba y donde los rayos del sol parecen dormirse, uno se siente inclinado a creer que por lo menos allí los muertos pueden descansar en paz. A un lado de la iglesia se extiende un pequeño valle boscoso a través del cual corre un arroyuelo entre rocas y troncos de árboles caídos. Sobre una obscura parte de la corriente, no lejos de la iglesia, se construyó un puente de madera; tanto el camino que conducía a él, como este mismo, estaban sumergidos en la profunda sombra que daban los árboles que lo rodeaban, aun en pleno día, y que de noche producía una terrible obscuridad. Este era uno de los refugios favoritos del Jinete sin Cabeza y el lugar donde se le encontraba más frecuentemente. Se contó la historia del viejo Brouwer, y de cómo encontró al jinete al volver de una excursión al Valle Dormido, cómo tuvo que seguirle, cómo galoparon a través de los bosques y de las praderas, de las colinas y de los pantanos, hasta que llegaron al puente, donde el jinete se convirtió repentinamente en un esqueleto, que arrojó al viejo Brouwer al arroyo y desapareció por encima de las copas de los árboles con el ruido de un trueno.
Sobrepasó esta historia Brom Bones, quien contó otra maravillosa, en la cual se burló del descabezado, como buen jinete. Afirmó que al volver una noche de la cercana villa de Sing-Sing, se encontró con este jinete nocturno, que se ofreció a correr una carrera con él, por un vaso de ponche, y que la hubiera ganado, pues Diablo Audaz, su caballo, le llevaba ya varios cuerpos de ventaja al espectro equino sobre el que montaba el fantasma, a no ser porque al llegar al puente de la iglesia el soldado de Hesse desapareció en un mar de fuego.
Todos estos relatos, contados en ese bajo tono de voz con el cual la gente habla en la obscuridad, así como el aspecto de los oyentes, a los que sólo iluminaba algún destello casual de las pipas, impresionaron profundamente a Crane. Pagó generosamente en la misma moneda con amplios extractos de su autor predilecto, Cotton Mather, agregando varios hechos maravillosos ocurridos en su Estado natal, Connecticut, y las terribles visiones que había observado durante sus paseos nocturnos por el Valle Dormido.
La gente empezaba a retirarse. Los viejos granjeros metían a sus familiares en los carros y durante algún tiempo se les oyó recorrer los caminos y las distintas colinas. Algunas de las damiselas montaron sobre almohadones detrás de sus festejantes favoritos, y sus alegres carcajadas, mezcladas con el golpear de herraduras, se oían a lo largo de los bosques silenciosos, percibiéndose cada vez más débilmente hasta que eran inaudibles. Finalmente, aquel escenario de ruidosa alegría quedó también silencioso y desierto. Sólo Crane retardaba todavía su partida de acuerdo con la costumbre vigente en el país de tener una conversación a solas con la heredera, completamente convencido de que estaba ahora en el camino del éxito. No pretendo decir lo que pasó en aquel coloquio, pues realmente no lo sé. Sin embargo, temo que algo debió andar mal, pues se fue casi en seguida con aire desolado y alicaído. ¡Oh, estas mujeres, estas mujeres! ¿Había estado jugando con él aquella coquetuela? ¿Eran las insinuaciones hechas al pobre pedagogo simplemente una comedia para asegurar la conquista de su rival? Sólo Dios lo sabe, yo no. Baste decir que Crane abandonó la casa sin que nadie lo notara, con cara de aquel que se ha prendido a un palo del gallinero, y no del que ha querido conquistar el corazón de una bella mujer. Sin mirar a derecha e izquierda, ni fijarse en la riqueza que le rodeaba, a la cual había echado tantas miradas envidiosas, se dirigió al establo y a patadas y severos golpes hizo que se levantara su cabalgadura que dormía profundamente, soñando tal vez con montañas de maíz y avena y valles enteros de trébol.
En esta hora embrujada de la noche, Crane, alicaído y con el corazón lacerado, emprendió el viaje hacia su casa, a lo largo de las colinas que se levantan más arriba de Tarry Town y que había atravesado aquella tarde con tanto entusiasmo. La hora era tan descorazonadora como su estado de ánimo. Muy lejos de él, allá abajo, el Tappaan Zee extendía sus obscuras e indistintas aguas, donde aquí y allí aparecía una embarcación de altos mástiles, que se mantenía anclada a lo largo de la costa. En el silencio completo de la noche, Crane podía oír los ladridos de un perro, al otro lado del Hudson, pero era tan vago y débil que sólo daba una idea de la distancia a que se encontraba este fiel compañero del hombre. De cuando en cuando, el quiquiriquí de un gallo, que se había despertado por casualidad, resonaba a lo lejos, muy lejos, en alguna granja entre las colinas, pero era como los ruidos imprecisos que se oyen en sueños. Ningún signo de vida aparecía cerca de él, sino ocasionalmente el canto de un pájaro o el croar de una rana de un pantano cercano, como si durmiera incómodamente y se diera vuelta en la cama.
Todas las historias de aparecidos y de espíritus que había oído aquella tarde se acumulaban ahora en su memoria. La noche se hacía cada vez más obscura; las estrellas parecían hundirse más profundamente en el cielo, y las nubes las ocultaban a veces a su vista. Nunca se había sentido tan solo y acobardado. Además se acercaba al mismísimo lugar en el cual habían ocurrido tantas escenas de aparecidos. En el centro del camino se levantaba un árbol enorme que se destacaba como un gigante entre sus congéneres y que era una especie de punto de referencia. Sus ramas eran retorcidas y fantásticas, suficientemente grandes para formar el tronco de un árbol corriente, y se inclinaban hacia la tierra, para elevarse nuevamente en el aire. Estaba relacionado con la trágica historia del desdichado André, que fue tomado prisionero muy cerca de él. Se le conocía generalmente por el árbol del mayor André. La gente lo consideraba con una mezcla de respeto y superstición, en parte por simpatía con la persona cuyo nombre llevaba, y, en parte, por las historias de extrañas visiones y terribles lamentaciones que se contaban acerca de él.
Cuando Crane se acercó a este árbol terrible, empezó a silbar; le pareció que alguien respondía, pero era sólo el viento que soplaba entre las ramas secas. Cuando se acercó más, creyó ver algo blanco que colgaba del árbol: se detuvo y cesó de silbar; mirando más atentamente comprobó que era un lugar donde el rayo había atacado el árbol dejando al descubierto la madera blanca. De repente oyó un gemido, le castañetearon los dientes y sus rodillas chocaron violentamente contra la silla: era sólo el frotamiento de una rama grande contra otra. Pasó en seguridad el árbol, pero nuevos peligros le esperaban. A una cierta distancia de allí cruzaba el camino un arroyuelo que iba a dar a una hondonada fangosa muy poblada de árboles, conocida por el pantano de Wiley. Unos pocos troncos, colocados los unos al lado de los otros, servían de puente sobre esta corriente de agua. Allí donde el arroyo pasaba bajo el puente, un grupo de árboles crecía tan densamente que arrojaba una obscuridad cavernosa sobre él. Pasar este puente era la prueba más severa. En este mismo lugar fue apresado el infortunado André y bajo aquellos mismos árboles se habían ocultado los que le sorprendieron. Desde entonces, se le consideraba un arroyo encantado. Era terrible lo que sentía un muchacho que tenía que pasarlo después de la puesta del sol.
Cuando se aproximó al arroyo, su corazón empezó a latir violentamente, a pesar de lo cual reunió todo su valor. Fustigó recia-mente a su caballo e intentó atravesar el puente a galope tendido, pero en lugar de avanzar, aquel perverso y viejo animal hizo un movimiento lateral y se echó contra la empalizada. Crane, cuyo miedo aumentó con esa pérdida de tiempo, golpeó al animal del otro lado y le dio algunas enérgicas patadas con el otro pie, pero todo en vano. Su cabalgadura se echó al otro lado del camino cerrado por un bosquecillo de arbustos. El maestro de escuela empleó ahora tanto el látigo como los tacones contra los flacos ijares de Pólvora, que seguía avanzando con grandes bufidos, pero que se detuvo al lado del puente tan repentina-mente que casi arrojó al suelo a su jinete. En aquel preciso momento un ruido como de algo que se movía en el agua, al lado del puente, llegó al sensible oído de Crane. Entre las obscuras sombras del bosque, al borde del arroyo, observó una cosa grande, mal conformada, negra y alta. No se movía, pero parecía acechar en la obscuridad, como un monstruo gigantesco, pronto a echarse sobre el viajero.
Al pobre pedagogo se le pusieron los pelos de punta. ¿Qué debía hacer? Era demasiado tarde para volver grupas y huir, y además, ¿cómo escapar de un caballo fantasma que corría en alas del viento? Haciendo acopio de todo su valor, preguntó con voz temblorosa: «¿Quién es usted?» Nadie le respondió. Repitió su pregunta con voz aun más alterada. Tampoco recibió ninguna respuesta. Aporreó en los costados al viejo Pólvora y, cerrando los ojos, empezó a cantar un salmo con involuntario fervor. Parecía que aquel objeto, causa de todas sus alarmas, había esperado sólo eso para ponerse en movimiento, y de un salto se colocó en el medio del camino. Aunque la noche era oscura, podía distinguirse algo de la forma del desco-nocido. Parecía ser un gigantesco jinete, montado en un caballo negro de no menores dimensiones. No se presentó ni saludó, sino que se mantuvo solitario en un lado del camino, hasta que avanzó lentamente al lado de Pólvora, que había sobrepasado ya su miedo y sus mañas.
Crane, que no tenía mucha confianza en aquel extraño compañero que le regalaba la medianoche y que se acordaba de la aventura de Brom Bones con el jinete sin cabeza, espoleó a su cabalgadura, esperando dejarle atrás. El extraño hizo exactamente lo mismo, por lo que se encontró a la par de Crane. El corazón de éste se le quería salir por la boca; intentó proseguir cantando el salmo que había empezado, pero su lengua reseca estaba pegada al paladar y no pudo pronunciar una palabra. Había algo en el opresivo y terco silencio de aquel pertinaz compañero que era misterioso y enloquecedor. Pronto quedó explicado. Cuando el camino empezó a ascender, la figura de su acompañante se destacó sobre el cielo más claro: era un gigante. Crane se quedó aterrorizado al observar que no tenía cabeza, pero su horror llegó al máximo cuando se percató de que la cabeza, que debía estar sobre los hombros, se encontraba sobre la silla, delante del jinete: su miedo llegó a la desesperación. Cayó sobre Pólvora un diluvio de golpes y de espolazos, en la esperanza de dejar atrás a su compañero. Pero el espectro avanzó a la misma velocidad. Corrían sacando chispas del suelo. La levita de Crane volaba por el aire, mientras éste, con el flaco cuerpo inclinado sobre la cabeza del caballo, trataba de huir a todo galope.
Finalmente llegaron al cruce de caminos de donde se desprende el que va al Valle Dormido. Pero Pólvora, que parecía poseído por el mismo demonio, en lugar de seguir por allí, se desvió y entró por el camino que conducía a las colinas.
Éste está rodeado de árboles durante un trecho de casi medio kilómetro, donde cruza el puente famoso de la historia del aparecido. Más allá se levanta la pequeña colina, sobre la que se encuentra la iglesia de blancos muros.
Hasta ahora el pánico de su cabalgadura había dado una ventaja aparente a Crane, que no era muy hábil jinete. Cuando había atravesado la mitad del valle, cedió la cincha y sintió que se deslizaba por debajo de él. La agarró con una mano tratando de asegurarla, pero todo fue en vano. Tuvo tiempo de agarrarse al cuello de Pólvora, la silla cayó a tierra y oyó cómo el caballo de su perseguidor la pisoteaba. Por un momento le asustó el pensamiento de la rabia que sentiría Hans Van Ripper, pues era su montura de paseo, que utilizaba sólo los domingos, pero no tenía ahora tiempo para ocuparse de niñerías. El espectro se acercaba cada vez más, y, como era muy mal jinete, le costaba enormes esfuerzos mantenerse sobre el caballo: algunas veces se deslizaba hacia un costado, otras al opuesto, y a veces caía sobre el animal con tal violencia que temía iba a quedar hecho pedazos.
Por la relativa escasez de árboles, se imaginó que estaba cerca del puente de la iglesia. Una plateada estrella que se reflejaba en el agua le confirmó en esta creencia. Distinguió los blancos muros, que relucían entre los árboles a la distancia. Recordó el lugar donde había desaparecido el espíritu, que había corrido una carrera con Brom Bones. «Si puedo llegar al puente -pensó Crane- estoy salvado». En aquel momento oyó muy cerca de él la negra cabalgadura de su perseguidor, y hasta se imaginó que sentía su cálido aliento. Otro golpe en las costillas y el viejo Pólvora saltó hacia el puente, cuyas tablas resonaron bajo sus pisadas, llegó al lado opuesto, desde donde Crane miró hacia atrás para ver si su perseguidor, de acuerdo con todos los relatos, desaparecía entre llamaradas de fuego y azufre. Vio entonces que el fantasma se ponía de pie sobre el caballo y se disponía a tirarle con su testa. Crane trató de hurtar el cuerpo a tan horrible proyectil, pero era demasiado tarde: la cabeza del jinete que carecía de ella, dio en la suya con tal fuerza que lo arrojó del caballo al suelo, desde donde pudo ver pasar a Pólvora y al caballo negro con su jinete como una exhalación.
A la mañana siguiente, Pólvora apareció sin silla y con la brida entre las patas, mordiendo tranquilamente el pasto en los terrenos de su dueño. Crane no se presentó a la hora del desayuno, ni tampoco a la de la comida. Los escolares, que se encontraron en la escuela a la hora acostumbrada, pasaron el tiempo en la orilla del arroyuelo, pero el maestro no aparecía. Hans van Ripper empezó a sentir preocupación por el pobre Crane y por su silla. Se inició una diligente investigación que pronto permitió descubrir algunos hechos. Se encontró la montura en un cierto lugar del camino que conducía a la iglesia, pero estaba completamente inservible. Las huellas de los caballos se marcaban profundamente en el suelo, lo que demostraba que habían corrido a una velocidad fantástica. Llegaban hasta el puente, donde se encontró, junto al arroyo, el sombrero del infortu-nado Crane y pedazos de un melón.
Se rastreó el río, pero no pudo descubrirse el cuerpo del maestro de escuela. Hans van Ripper, en cuya casa se encontraban sus efectos, los examinó. Consistían en dos camisas y media, dos cuellos, un par de calcetines de lana, un par de trajes viejos, una enmohecida navaja de afeitar, un libro de salmos, lleno de marcas, y un silbato roto que utilizaba en sus clases de canto. En cuanto a los muebles y libros de la escuela, pertenecían a la comunidad, excepto la Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, de Cotton Mather, un almanaque de Nueva Inglaterra y un libro de sueños y adivinación, entre cuyas hojas se encontraba un papel que contenía una infortunada tentativa de escribir unos versos en honor de la heredera de Van Tassel. Hans van Ripper arrojó a las llamas aquellos libros junto con la tentativa poética. Desde aquella fecha se decidió a no mandar más sus hijos a la escuela, en pro de lo cual alegaba que no había visto nunca que el leer o escribir condujera a nada bueno. Como el maestro de escuela había recibido su paga uno o dos días antes, cualquiera que fuera su haber debía tenerlo consigo cuando desapareció.
En la iglesia se comentó mucho este extraño hecho. Se discutió el asunto y se expusieron toda clase de hipótesis en el cementerio, en el puente y en el lugar donde se había encontrado el sombrero y el destrozado melón. Se recordaron las historias de Brouwer, de Bones y muchos otros. Después de considerarlas atentamente y compararlas con las circunstancias del presente caso, llegaron a la aflictiva conclusión de que el jinete sin cabeza se había llevado a Crane. Como era soltero y no tenía deudas, nadie se preocupó más por él. Se trasladó la escuela a otra parte del valle y otro pedagogo asumió el puesto en su lugar.
Cierto es que un viejo granjero que estuvo en Nueva York varios años después, y por el cual se conoce esta historia, contó al volver que Ichabod Crane vivía y que había abandonado el valle, en parte por miedo al fantasma y a Hans van Ripper, y, en parte, por haberle mortificado muchísimo la negativa de la heredera. Agregaba que se había trasladado a una parte distante del país, que había seguido enseñando e iniciado el estudio de la jurisprudencia, combinando ambas cosas, hasta que recibió su título de abogado; que se había dedicado después a la política y al periodismo y que finalmente había ingresado en la magistratura con un grado subalterno. Brom Bones se casó con la bella Katrina, poco después de la desaparición del maestro. Algunos observaron que cuando se contaba la historia de Crane, Brom Bones estallaba en carcajadas al oír mencionar el melón, lo que inducía a muchos a pensar que sabía más que lo que quería decir.
Las viejas, sin embargo, los mejores jueces en esta materia, afirman hasta el día de hoy que Crane desapareció por medios sobrenaturales, lo que constituye su historia favorita de las noches de invierno. La novia se convirtió en el objeto de un terror supersticioso, razón por la cual se cambió también el camino, para poder llegar a la iglesia sin pasar por el puente. Como la escuela no se utilizaba, pronto empezó a convertirse en una ruina; se murmuraba que aparecía por allí el espíritu del infortunado pedagogo, y más de un joven labrador que se dirigía a su casa, al pasar por allí, en una tranquila noche de verano, creía oír la voz de Crane que entonaba un melancólico salmo, en la tranquila soledad del Valle Dormido.

«Post scriptum»

Encontrado entre los manuscritos del señor Knickerbocker.

He reproducido el cuento que antecede casi exactamente como me lo contaron en una reunión del municipio de la noble ciudad de Manhattan, a la cual se presentaron muchos de sus más prudentes e ilustres burghers. El que lo contó era un hombre agradable, de traje raído, ya entrado en años, de aspecto señorial, y cuyo rostro tenía una expresión a la vez burlona y triste. Sospecho que era pobre, pues hacía tantos esfuerzos por parecer agradable. Cuando terminó su cuento, todos se rieron, distinguiéndose por sus sonoras carcajadas dos o tres concejales, que habían estado dormidos casi todo el tiempo. Entre nosotros se encontraba además un caballero de edad, enjuto, de espesas cejas, y que durante todo el relato se mantuvo serio y hasta grave. Cruzaba los brazos, inclinaba la cabeza y miraba al suelo, como si reflexionara sobre una duda. Era uno de esos hombres precavidos que nunca se ríen, sino cuando tienen razón y la ley de su parte. Terminadas las carcajadas de los presentes y luego que se hubo restablecido el silencio, apoyó un brazo en la silla y preguntó con un leve pero sabio movimiento de la cabeza, contrayendo al mismo tiempo las cejas, cuál era la moraleja de la historia y qué pretendía demostrar.
El que había contado este relato y que se disponía a llevar a los labios un vaso de vino para refrescarse después del esfuerzo cumplido, miró al otro con un aire de infinita cortesía y, colocando lentamente el vaso sobre la mesa, explicó que el cuento tendía a demostrar de la manera más lógica lo siguiente:
No existe ninguna situación en la vida que no tenga sus ventajas y sus alegrías, siempre que seamos capaces de aguantar una broma.
En consecuencia, el que se atreve a correr una carrera con un fantasma, es probable que salga bastante mal parado.
Ergo, que es una suerte que un maestro de escuela reciba una negativa al pedir la mano de una heredera holandesa, puesto que así se le abre el camino para más elevadas actividades.
El cauto caballero enarcó diez veces las cejas ante esta explicación, quedando muy extrañado de la racionalidad del silogismo. Me pareció notar que el narrador de esta historia le observaba con mirada triunfadora. Finalmente, su contradictor dijo que todo eso estaba muy bien, pero que creía que el relato era bastante extravagante y que había uno o dos puntos sobre los cuales tenía sus dudas.
«Palabra de honor -replicó el que había contado la historia, en lo que a eso respecta, yo mismo no creo ni la mitad».

1.025.3 Irving (Washington) - 057

Leyenda del principe ahmed al kamel o el peregrino del amor

Había en otros tiempos un rey moro de Granada que sólo tenía un hijo, llamado Ahmed, a quien los cortesanos le pusieron el nombre de Al Kamel o El Perfecto, por las inequívocas señales de superioridad que notaron en él desde su tierna infancia. Los astrólogos hicieron acerca de él felices pronósticos, anunciando en su favor toda clase de dones suficientes para que fuese un príncipe dichoso y un afortunado soberano. Una sola nube oscurecía su destino, aunque era de color de rosa: «¡Que sería muy dado a los amores y que correría grandes peligros por esta irresistible pasión; pero que, si podía evadir los lazos del amor hasta llegar a la edad madura, quedarían conjurados todos los peligros y su vida sería una sucesión no interrumpida de felicidades!»
Para hacer frente a los peligros augurados determinó el rey recluir al príncipe donde no pudiera ver nunca rostro de mujer alguna ni llegar a sus oídos la palabra amor. Con este objeto hizo construir un bello palacio en la colina que dominaba la Alhambra, rodeado de deliciosos jardines, pero cercado de elevadas murallas -el mismo palacio que se conoce actualmente con el nombre de El Generalife. En este palacio encerró el monarca al joven príncipe, confiándolo a la vigilancia e instrucción de Eben Bonabben, filósofo árabe tan sabio como severo, que había pasado la mayor parte de su vida en Egipto dedicado al estudio de los jeroglíficos y examinando los sepulcros y las Pirámides; por lo cual encontraba más encanto en una momia egipcia que en la belleza más tierna y seductora. Se encomendó a este sabio que instruyese al príncipe en toda clase de conocimientos, pero debía ignorar completamente lo que era amor.
-Emplead todas las precauciones necesarias para que se cumpla mi voluntad -le dijo el rey-; pero tened presente, ¡oh Eben Bonabben!, que, si mi hijo llega a saber algo de esa ciencia prohibida, os costará bastante caro y vuestra cabeza será responsable.
Una amarga sonrisa se dibujó en el rostro del sabio Bonabben al oír esta amenaza, y respondió al califa:
-Esté vuestra majestad tranquilo por lo que toca a su hijo como yo lo estoy por mi cabeza; ¿seré yo acaso capaz de dar lecciones de esa vehemente pasión?
Creció el príncipe bajo la vigilancia del filósofo, recluido en el palacio y sus jardines. Tenía para su servicio unos esclavos negros; horrorosos mudos que no sabían ni pizca en materias de amores, y, si algo sabían, no tenían don de palabra para comunicarlo. Su educación intelectual estaba encomendada al cuidado especial de Eben Bonabben, el cual procuraba iniciarlo en las ciencias abstractas del Egipto; pero el príncipe progresaba poco, dando muestras evidentes de que no gustaba de la filosofía.
Era, en verdad, el joven príncipe extremadamente dócil para seguir las indicaciones que le hacían los demás, guiándose siempre del último que le aconsejaba. Ahogaba su aburrimiento y escuchaba con paciencia las largas y profundas lecciones de Eben Bonabben, con las cuales, aprendiendo algo de cada cosa, llegó a poseer dichosamente a los veinte años una asombrosa sabiduría, pero en ignorancia completa de lo que era el amor.
Por este tiempo se efectuó un cambio en la manera de ser de nuestro príncipe. Abandonó enteramente los estudios, y se aficionó a pasear por los jardines y a meditar al lado de las fuentes. Había aprendido, entre otras varias cosas, un poco de música, con la cual se deleitaba la mayor parte del día, así como también gustaba de la poesía. El filósofo Eben Bonabben se alarmó, y trató de contrariar estas aficiones explicándole un severo curso de álgebra; pero en el regio mozo no despertaba el más leve interés esta árida ciencia. «¡No la puedo soportar! -decía; ¡la aborrezco! ¡Necesito algo que me hable al corazón!»
El sabio Eben Bonabben movió su venerable cabeza al oír estas palabras. «¿Ya hemos dado al traste con toda la filosofía? -dijo en su interior. ¡El príncipe ha descubierto ya que tiene corazón!» Desde entonces vigiló con ansiedad a su pupilo, y veía que la latente ternura de su naturaleza estaba en actividad y que sólo necesitaba un objeto. Vagaba Ahmed por los jardines del Generalife con cierta exaltación de sentimientos, cuya causa él desconocía. Unas veces se sentaba y se abismaba en deliciosos ensueños; otras pulsaba su laúd, arrancándole las más sentimentales melodías, y después lo arrojaba con despecho y comenzaba a suspirar y a prorrumpir en extrañas exclama-ciones.
Poco a poco se fue manifestando su propensión al amor hasta con los objetos inanimados; tenía flores favoritas a las que acariciaba con tierna constancia; más tarde mostraba su cariñosa predilección por ciertos árboles, depositando su amorosa ternura en uno de forma graciosa y delicado ramaje, en cuya corteza grabó su nombre y sobre cuyas ramas colgaba guirnaldas, cantando canciones en su alabanza acompañadas de los acentos de su laúd.
Eben Bonabben se alarmó ante el estado de excitación de su pupilo, a quien veía en camino de aprender la vedada ciencia, pues la más pequeña cosa podría revelarle el fatal secreto. Temblando por la salvación del príncipe y por la seguridad de su cabeza, se apresuró a apartarlo de los encantos del jardín y lo encerró en la torre más alta del Generalife. Contenía ésta lindos departamentos que dominaban un horizonte sin límites, si bien se hallaban, por lo elevados, fuera de aquella atmósfera de voluptuosidad y a distancia de aquellos risueños bosquecillos tan peligrosos para los sentimientos del impresionable Ahmed.
¿Qué hacer para acostumbrarlo a esta soledad y para que no se consumiera en tan largas horas de fastidio? Ya había agotado toda clase de conocimientos amenos, y en cuanto al álgebra, no había que hablarle de ella ni remotamente. Por fortuna, Eben Bonabben aprendió, cuando vivió en Egipto, el lenguaje de los pájaros con un rabino judío que lo había recibido a su vez en línea recta del sabio Salomón, cuyo conocimiento aprendió éste de la reina de Saba. No bien le indicó ese estudio, cuando los ojos del príncipe se animaron repentinamente, aplicándose a esta ciencia con tal avidez que muy pronto se hizo en ella tan docto como su maestro.
La torre del Generalife no fue ya en adelante sitio solitario, pues tenía a mano compañeros con quienes conversar.
La primera amistad que hizo fue con un cuervo que había fijado su nido en lo alto de las almenas, desde cuya altura se lanzaba en busca de presa. Con todo, el príncipe encontró poco que alabar en su contertulio, pues no era ni más ni menos que un pirata del aire, necio y fanfarrón, que sólo hablaba de rapiña, carnicería y de acciones feroces.
Trabó después amistad con un búho, pájaro de aspecto filosófico, cabeza voluminosa y ojos inmóviles, que se pasaba todo el día graznando y dando cabezadas en un agujero de la pared, saliendo solamente a merodear por la noche. Mostraba altas pretensiones de sabio, hablaba su poquito de astrología y de la luna, conociendo algo de las artes mágicas; pero su principal afición era la metafísica, encontrando el príncipe más insoportable aún sus disquisiciones que las del mismo sabio Eben Bonabben.
Encontró después un murciélago que pasaba todo el día agarrado con las patas en un tenebroso rincón de la bóveda, y que sólo salía -como si dijéramos- con chinelas y gorro de dormir en cuanto anochecía. No tenía más que conocimientos a medias de todas las cosas, burlándose de lo que ignoraba y de lo que apenas conocía, aparentando no hallar placer en nada.
Había también una golondrina, de la cual quedó prendado el príncipe al poco tiempo. Era muy habladora, pero aturdida, bulliciosa, y siempre andaba volando y permanecía raras veces el tiempo suficiente para trabar conversación. Comprendió al fin que era muy superficial, que nada profun-dizaba y que pretendía conocer todo, sin saber absolutamente lo más mínimo.
Tales eran los plumíferos amigos con quienes el príncipe tenía ocasión de ejercitar el nuevo lenguaje que había aprendido, pues la torre era demasiado elevada para que otros pájaros, pudieran frecuentarla. Pronto se cansó de sus nuevas amistades, cuyos coloquios hablaban tan poco a la cabeza y nada al corazón; con lo cual poco a poco se fue tornando a su soledad. Pasó el invierno y volvió la primavera con sus galas y su verdor, y con ella el tiempo feliz en que llegaron los pájaros para hacer sus nidos y empollar sus huevos. De repente empezó a oírse en los bosques y jardines del Generalife un concierto general de dulce melodía, que llegó hasta los oídos del príncipe, encerrado aún en su solitaria torre. Por todas partes se oía el mismo tema universal, ¡amor!, ¡amor!, ¡amor!, cantado y contestado de mil poéticas maneras y con mil diversas armonías y modulaciones. Escuchaba el príncipe silencioso y perplejo, y decía pensativo: «¿Qué será ese amor de que el mundo parece invadido y del cual yo no sé una palabra?» Trató de informarse de su amigo el cuervo, pero la grosera ave le contestó con desdén: «Debéis dirigiros a los pájaros vulgares y pacíficos de la tierra, que han nacido para ser presa de nosotros los príncipes del aire. Mi ocupación es la guerra y mis delicias el pelear, y, como guerrero, nada sé de eso que llaman amor.»
El príncipe se apartó de él disgustado y buscó al búho, que estaba en su retiro. «Ésta es un ave -pensó- de costumbres tranquilas, y me dará la solución del enigma.» Preguntó, por lo tanto, al búho qué era ese amor que unísonamente cantaban todos los pájaros del bosque. No bien escuchó la pregunta el búho cuando, ofendido y con rostro serio, le contestó: «Yo paso mis noches ocupado en estudiar, madurando de día en mi celda todo lo que he aprendido. Por lo que toca a esos pájaros de que me habláis, ni los oigo ni los entiendo. Gracias a Allah, no sé cantar; soy filósofo y no me ocupo de lo que se refiere al amor.»
Entonces el príncipe se fijó en lo alto de la bóveda, donde se hallaba agarrado con las patas su amigo el murciélago, y le hizo la misma pregunta. El murciélago frunció el hocico con aire de menosprecio, y le dijo refunfuñando: «¿A qué turbáis mi sueño de la mañana para hacerme una pregunta tan necia? Yo no salgo hasta que oscurece, cuando todos los pájaros duermen ya, y nunca me meto en sus negocios. No soy ni ave ni animal terrestre, de lo que doy infinitas gracias a los cielos; he descubierto los defectos de unos y otros, y aborrezco desde el primero hasta el último. Para concluir: soy misántropo, y nada sé de eso que llaman amor.»
Como último recurso se dirigió el príncipe a la golondrina, deteniéndola cuando se hallaba revoloteando y describiendo círculos en lo alto de la torre. La golondrina, como de costumbre, estaba muy de prisa y no tenía tiempo para contestarle: «Bajo palabra de honor -le dijo, tengo tantos negocios que evacuar y tantas ocupaciones a que atender, que me faltan todos los días mil visitas que pagar y cien mil negocios de importancia que examinar, no quedándome un momento libre para semejante bagatela. En una palabra: soy un ave de mundo, y no entiendo lo que es el amor.» Y así diciendo, voló la golondrina hacia el valle, perdiéndose de vista en un momento.
Quedó el príncipe desazonado y perplejo, pero estimulada cada vez más su curiosidad por la misma dificultad que tenía de poder satisfacerla. Hallándose de tal suerte, acertó a entrar su guardián en la torre. El príncipe le salió al encuentro con ansiedad, y le dijo:
-¡Oh Eben Bonabben! Vos me habéis enseñado la mayor parte de la sabiduría de la tierra, pero hay una cosa acerca de la cual estoy en completa ignorancia, y quisiera que me la explicaseis.
-Mi príncipe y señor no tiene más que preguntar, pues todo lo que encierra la limitada inteligencia de este su siervo está a su disposición.
-Decidme, pues, profundísimo sabio: ¿qué es eso que llaman el amor?
Quedose Eben Bonabben como si hubiese caído un rayo a sus pies. Tembló, se puso lívido y le parecía que la cabeza se le escapaba ya de los hombros.
-¿Qué cosa ha podido sugeriros semejante pregunta, mi querido príncipe? ¿Dónde habéis aprendido esa vana palabra?
El príncipe le condujo a la ventana de la torre.
-Escuchad, caro maestro -le dijo.
El sabio se volvió todo oídos. Los ruiseñores de la selva cantaban a sus amantes que posaban en los rosales; de los floridos arbolillos y del espeso ramaje salía un himno melodioso sobre este solo tema: ¡amor!, ¡amor!, ¡amor!
-¡Allah Akbar! -exclamó el filósofo Bonabben. ¿Quién pretenderá ocultar este secreto al corazón del hombre, cuando hasta los mismos pájaros conspiran por revelarlo?
Entonces, volviéndose a Ahmed, le dijo:
-Noble príncipe: cerrad vuestros oídos a esos cantos seductores, y no abráis la inteligencia a esos conocimientos peligrosos. Sabed que ese decantado amor es la causa de la mitad de los males que afligen a la desdichada humanidad, el origen de las amarguras y discordias entre amigos y hermanos; él engendra traiciones, asesinatos y guerras asoladoras; trae consigo cuidados y tristezas; va acompañado de días de inquietud y noches de insomnio, marchita el alma y amarga la alegría de los pocos años, y lleva consigo las penas y pesares de una vejez prematura. ¡Allah os conserve, príncipe querido, en completa ignorancia de esa pasión que se llama amor!
Retirose el sabio Eben Bonabben aturdido, dejando al príncipe abismado en la más profunda perplejidad. En vano intentaba éste apartar tal idea de su imaginación, pues, persistía aquélla, sobreponiéndose a todos sus pensa-mientos, atormentándole y deshaciéndole en vanas conjeturas. «Segura-mente -se decía a sí mismo al escuchar los armoniosos gorjeos de los pajarillos- no hay tristeza en estos trinos, sino que, por el contrario, todo es ternura y regocijo. Si el amor es la causa de tantas calamidades y odios, ¿por qué estos pájaros no están abatidos en la soledad o despedazándose los unos a los otros, y no que están revoloteando alegremente por entre los árboles y regocijándose juntos entre las flores?»
Hallábase cierta mañana recostado el príncipe en su lecho, meditando sobre tan inexorable materia, abierta la ventana de su cuarto para aspirar la suave brisa de la mañana, que se elevaba saturada con la fragancia de las flores de los naranjos del valle del Dauro, dejándose oír débilmente los trinos de los ruiseñores, que seguían cantando sobre el mismo tema. Embebido y suspirando se hallaba nuestro regio cautivo cuando he aquí que oye un revoloteo por el aire; era un hermoso palomo que, perseguido por un gavilán, se entró por la ventana y cayó rendido de cansancio al suelo, en tanto que su perseguidor, no pudiendo hacerlo presa, se fue volando por las montañas.
Levantó el príncipe al ave fatigada, la acarició y la abrigó en su seno. Luego que la hubo tranquilizado con sus halagos, le metió en una jaula de oro, ofreciéndole con sus propias manos hermoso trigo blanco y agua cristalina. El pobre palomo, sin embargo, no quería comer y permanecía melancólico y triste, exhalando lastimeros quejidos.
-¿Qué te pasa? -le dijo Ahmed. ¿No tienes todo lo que puedes desear?
-¡Ay, no! -le replicó el palomo. ¡Me veo separado de mi amada compañera, y en la hermosa época de la primavera, época del amor!
-¡Del amor!... -replicó Ahmed. Ave querida: ¿podrás explicarme tú lo que es el amor?
-¡Perfectamente, príncipe mío! El amor es el tormento de uno, la felicidad de dos y la lucha y enemistad de tres; es un encanto que atrae mutuamente a dos seres y los une por irresistibles simpatías, haciéndolos felices cuando están juntos, pero desgraciados cuando están separados. ¿Acaso no existe un ser con quien tú te encuentres ligado por este vínculo del amor?
-Sí, yo amo a mi anciano maestro Eben Bonabben más que a todos los demás seres; pero suele parecerme con frecuencia fastidioso, y me creo más feliz muchas veces sin su compañía.
-No es ésa la simpatía de que yo hablé. Yo me refiero al amor, el gran misterio y principio de la vida; al sueño exaltado de la juventud; a la sombría delicia de la edad madura. Mira a tu alrededor, ¡oh príncipe!, y verás cómo en esta deliciosa estación toda la Naturaleza está respirando ese tierno amor. Cada ser tiene su compañero: el pájaro más insignificante canta a su pareja; hasta el mismo escarabajo corteja a su amante en el polvo, y aquellas mariposas que ves revoloteando por encima de la torre y jugando en el aire, todos son felices con su amor. ¡Ay, príncipe mío! ¿Has malgastado los preciosos días de tu juventud sin saber nada de lo es el amor? ¿No hay ningún gentil ser del otro sexo, una hermosa princesa, una enamorada dama, que haya cautivado tu corazón, que haya agitado tu pecho con un suave conjunto de agradables penas y de tiernos deseos?
-Ya empiezo a comprender -dijo el príncipe suspirando; yo he experimen-tado esa inquietud no pocas veces, pero sin saber la causa; mas, ¿dónde encontraría ese objeto, tal como tú me lo pintas, en esta espantosa soledad?
Prolongose algún rato más este coloquio, con lo que la primera lección del amor que recibió el inexperto monarca fue del todo completa.
-¡Ay! -dijo. ¡Si el amor es tal delicia y su interrupción tal amargura, no permita Allah que yo perturbe el regocijo de los que aman!
Y, abriendo la jaula, sacó al palomo y, después de haberlo besado, lo puso en la ventana diciéndole:
-Vuela, ave feliz, y regocíjate con tu amada compañera en los días de tu juventud primaveral. ¿Para qué te he de tener prisionera en esta solitaria torre, donde nunca podrá penetrar el amor?
El palomo batió sus alas en señal de alegría, describió un círculo en el aire y voló después rápidamente hacia las floridas alamedas del Dauro.
Siguiole el príncipe con la vista, quedando después abismado en amargas reflexiones. El canto de los pájaros, que antes le deleitaba, ya le hacía más amarga su soledad. ¡Amor!, ¡amor!, ¡amor! ¡Ah, pobre joven! ¡Entonces conoció lo que significaban estos trinos!
Cuando vio al filósofo Eben Bonabben, sus ojos echaban chispas.
-¿Por qué me habéis tenido en esta abyecta ignorancia? -le dijo duramente. ¿Por qué me habéis ocultado el gran misterio y principio de la vida, cuando lo sabe el más insignificante de los seres? Observad cómo la Naturaleza entera se entrega a estos sueños de delicias, y cómo todas las criaturas se regocijan con su compañera. ¡Éste, éste es el amor que yo quería conocer! ¿Por qué se me prohíbe gozar de él? ¿Por qué se han deslizado los días de mi juventud sin saber nada acerca de tales delicias?
El sabio Bonabben comprendió que era inútil toda reserva, pues el príncipe conocía ya la peligrosa ciencia prohibida. Por lo tanto, le reveló las predicciones de los astrólogos y las precauciones que se habían tomado en su educación para conjurar la desgracia pronosticada.
-Y ahora, príncipe mío -añadió, mi vida está en vuestras manos. En cuanto descubra vuestro severo padre que habéis aprendido al fin lo que es el amor, como estáis bajo mi tutela, sabed que mi cabeza tendrá que responder de vuestra ciencia.
El príncipe era tan razonable, a pesar de su corta edad, que escuchó las reflexiones de su tutor sin oponer a ellas la más leve palabra. Además, como profesaba verdadero cariño a Eben Bonabben y no conocía todavía el amor más que teóricamente, consintió en sepultar en el fondo de su pecho lo que había aprendido, antes que dar lugar a que peligrase la cabeza del filósofo.
Su discreción, sin embargo, tuvo que sufrir bien pronto una prueba más fuerte. Pocas mañanas después hallábase meditando en los adarves de la torre cuando vio que venía cerniéndose por los aires el palomo a quien había dado libertad, y que se le posaba confiadamente en sus hombros.
El príncipe lo acarició contra su pecho y le dirigió estas palabras:
-Ave dichosa, que puedes volar con la rapidez con que la luz de la mañana se extiende hasta las más lejanas regiones de la tierra: ¿dónde has estado desde que nos vimos por última vez?
-En una tierra muy lejana, príncipe querido, de la cual te traigo felices nuevas en premio de mi libertad. En mi acompasado vuelo, extendiéndome por llanuras y montañas, y conforme iba cortando el aire, divisé debajo de mí un jardín amenísimo, rico en toda clase de flores y frutos. Junto a una verde pradera se precipitaba una límpida y hermosa corriente, y en el centro del jardín se elevaba un majestuoso palacio. Poseme sobre un árbol para descansar de mi fatigoso vuelo, y vi junto al césped de la ribera y por debajo de mí una lindísima princesa en la flor de su juventud y de su belleza, rodeada de sus doncellas y sirvientes tan jóvenes como ella, que venían ciñendo su frente con guirnaldas y coronas de flores, cuando, ¡ay!, no había flor silvestre ni de jardín que pudiera compararse con su belleza. Oculta en aquel retiro pasaba los días de su vida, pues el jardín se hallaba rodeado de elevadas murallas, no permitiéndosele la entrada en él a ningún humano mortal. Cuando vi a aquella hermosa doncella tan joven, tan pura, tan inocente de las cosas del mundo, dije para mí: «He aquí el ser creado por el cielo para inspirar amor a mi príncipe bienhechor».
Este relato del ave cariñosa fue una chispa de fuego que inflamó el corazón del contristado príncipe: como que todo el amor latente hasta entonces en su alma encontraba súbitamente su anhelado objeto. Se sintió, pues, el noble príncipe vehementemente enamorado de la princesa, y al punto la escribió una carta redactada en lenguaje apasionadísimo, respirando el más ardiente amor y quejándose de la infausta prisión que le impedía ir en busca de ella para postrarse rendido a sus pies. Añadió también varias poesías de ternísima y conmovedora elocuencia, pues era poeta por naturaleza, y aún más entonces, inspirado por el amor. Puso la dirección de su billete en esta forma:

A la bella desconocida
del príncipe cautivo, Ahmed.

y, por último, después de perfumarla con almizcle y rosas, se la entregó al palomo.
-Parte, fidelísimo mensajero -le dijo. Vuela por montañas y valles, ríos y llanuras; no descanses en rama ni te poses sobre la tierra hasta que hayas entregado esta carta a la señora de mis pensamientos.
El palomo se elevó por los aires y, tomando vuelo, partió como una flecha en línea recta. El príncipe lo siguió con la vista hasta que no se vio más que un punto negro sobre las nubes, desapareciendo poco a poco tras las montañas.
Día tras día esperaba el príncipe el regreso del mensajero de amor, mas todo en vano. Comenzó ya a acusarle de ingratitud, cuando cierta tarde, a la caída del sol, entró volando repentinamente el ave fidelísima en su habitación y expiró, cayendo a sus pies. La flecha de algún cruel cazador había atravesado su pecho. Con todo, había luchado con agonías de la muerte hasta dejar cumplida su misión. Inclinose el príncipe, ahogado de pena, sobre aquel venerable mártir de la fidelidad, cuando notó que tenía una cadena de perlas alrededor de su cuello, y pendiente de ella y junto a las alas una miniatura esmaltada que representaba el retrato de una hermosísima princesa en la flor de su juventud. Era, sin duda, la desconocida beldad del jardín; pero, ¿quién era y dónde residía? ¿Había recibido el billete y enviaba este retrato en señal de amorosa correspon-dencia? Desgraciadamente, la muerte del fiel palomo mensajero dejaba envuelto este lance en el más profundo misterio.
El príncipe miraba absorto el precioso retrato, hasta que sus ojos se arrasaron en lágrimas; lo llevaba a sus labios y lo estrechaba contra su pecho, mirándolo sin cesar con melancólica ternura. «-¡Hermosa imagen! No eres, ¡ay!, más que una imagen, y, sin embargo, tus tiernos ojos parece que se fijan en mí; tus labios de rosa semejan querer infundirme valor. ¡Vanas ilusiones!... ¿No han mirado nunca del mismo modo a otro rival más afortunado que yo? ¿Dónde podré yo encontrar en este mundo el original? ¿Quién sabe cuántos reinos y montañas nos separarán y cuántas desgracias nos amenazarán? ¡Acaso en este mismo momento se verá rodeada de solícitos amantes mientras que yo, triste prisionero en esta torre, paso y pasaré mis días adorando una fantástica pintura...»
El príncipe Ahmed se decidió a tomar una resolución. «Huiré de este palacio -dijo- que me sirve de odiosa prisión, y, peregrino de amor, buscaré a esa desconocida princesa por todo el mundo.» El escaparse de la torre durante el día, cuando todo el mundo se hallaba despierto, era bastante difícil; pero por la noche el palacio no estaba muy guardado, pues nadie sospechaba en el príncipe un atrevimiento de esta clase, cuando siempre se había mostrado contento en su cautividad. ¿Y cómo guiarse para huir entre las tinieblas nocturnas, no conociendo el país? Se acordó entonces del búho, que, como salía a volar de noche, debía conocer todos los vericuetos y pasos ocultos. Fue, pues, a buscarle en su agujero, y le interrogó acerca de su conocimiento sobre el país. Al oír esto, le respondió dándose importancia: «Habéis de saber, ¡oh príncipe!, que nosotros los búhos somos una familia tan antigua como numerosa; hemos decaído algo, pero poseemos todavía ruinosos castillos y palacios en toda España; no hay torre en la montaña, fortaleza en el llano, ni antigua ciudadela en la población, que no sirva de abrigo a algún hermano, tío o primo nuestro. Habiendo hecho un viaje para visitar mis numerosos parientes, recorrí todos los rincones y escondrijos, enterándome de camino de los sitios secretos del país». Regocijose el príncipe de haber hallado al búho tan profundamente versado en topografía, y le informó, por último, en confianza, de su tierna pasión y de su proyectada fuga, rogándole al mismo tiempo que le sirviese de consejero.
-¡Andad noramala! -le respondió el búho, mostrándose enojado. ¿Soy yo ave que deba ocuparme en amores?... ¿Yo, que he consagrado mi vida a la meditación y a los astros?
-No os ofendáis, dignísimo búho -le dijo el príncipe; dejad por un poco tiempo de meditar en las estrellas y ayudadme en mi fuga, y os daré todo cuanto podáis apetecer.
-Yo tengo todo cuanto necesito -le replicó el búho- unos cuantos ratones son suficientes para mi frugal sustento, y este agujero me basta para mis estudios; ¿qué más puede desear un filósofo?
-Acordaos, ¡oh sapientísimo búho!, que mientras pasáis la vida vegetando en vuestra celda y observando la luna, todo vuestro talento está perdido para el mundo. Algún día seré soberano, y entonces os colocaré en un puesto de honor y dignidad.
El búho, aunque filósofo abstraído de las necesidades ordinarias de la vida, no estaba libre de ambición, por lo que consintió, al fin, en huir con el príncipe, sirviéndole de mentor y guía en su peregrinación.
Como los amantes ponen por obra prontamente sus planes de amor, el príncipe reunió sus alhajas y las escondió entre sus vestidos, destinándolas para los gastos del viaje, y aquella misma noche se descolgó con su ceñidor por el ajimez de la torre, escalando las murallas exteriores del Generalife, y salvó las montañas antes del amanecer, guiado por el búho.
Deliberó después con su mentor acerca de la ruta más conve-niente que debían tomar.
-Si valiese mi parecer -le dijo el búho, yo os recomendaría que marchásemos a Sevilla, pues habéis de saber que fui allí a visitar, hace ya de esto muchos años, a un búho tío mío, que gozaba de gran dignidad y poderío, el cual habitaba en un ángulo arruinado del Alcázar en aquella ciudad. En mis salidas nocturnas a la población observé con frecuencia una luz que brillaba en una solitaria torre. Poseme entonces sobre el adarve y vi que procedía de la lámpara de un mago árabe a quien vi rodeado de sus libros mágicos, sosteniendo en el hombro a un viejo cuervo, su favorito, que había traído consigo del Egipto. Tengo relaciones con ese cuervo y a él le debo gran parte de la ciencia que poseo. El mago murió mucho después; pero el cuervo habita todavía en la torre, pues sabido es que esas aves gozan de larga vida. Yo os aconsejo, ¡oh príncipe!, que busquemos al cuervo, porque es un gran zahorí y hechicero y conoce perfectamente la magia negra, por la que son tan renombrados todos los cuervos, especialmente los de Egipto.
Quedó el príncipe maravillado de la sabiduría que encerraba este consejo, y tomó, por lo tanto, la dirección hacia Sevilla. Caminaba solamente de noche, para complacer a su compañero, descansando de día en alguna tenebrosa caverna o desmantelada torre, pues el búho conocía todos los escondrijos y guaridas, y tenía verdadera pasión de anticuario por las ruinas.
Al fin, cierta mañana, al romper el día, llegaron a Sevilla, donde el búho, que aborrecía el resplandor y el ruido de las calles, hizo alto fuera de las puertas de la ciudad, sentando sus reales en el hueco de un árbol.
Pasó el príncipe la puerta, y encontró al poco tiempo la torre mágica, que sobresale por encima de las casas de la ciudad del mismo modo que la palmera se eleva sobre las hierbas del desierto; era, en resumen, la misma torre que existe actualmente conocida con el nombre de La Giralda, famosa torre morisca de Sevilla.
El príncipe subió por una gran escalera de caracol a lo alto de la torre, donde encontró el cabalístico cuervo, ave misteriosa con la cabeza encanecida y casi desplumada, y con una nube en un ojo que le hacía parecer un espectro; mirando con el ojo que le quedaba un diagrama trabado sobre el pavimento.
Llegose el príncipe a él con el respeto y reverencia que inspiraban su venerable aspecto y sobrenatural sabiduría, y le dijo:
-Perdonad, ¡oh ancianísimo y sabio cuervo mágico!, si interrumpo por un momento vuestros estudios, admiración del mundo entero. Aquí tenéis delante a un peregrino de amor, que desea pediros consejo para alcanzar el objeto de su pasión.
-Decidme claramente -le dijo el cuervo dirigiéndole una mirada significativa- si es que queréis consultar mi ciencia de zahorí; si es eso, mostradme vuestra mano y dejadme descifrar las misteriosas líneas de la fortuna.
-Dispensad -le dijo el príncipe. No vengo para conocer los decretos del destino, ocultos por Allah a la vista de los mortales, sino que, peregrino de amor, deseo solamente conocer la clave para encontrar el objeto de mi peregrinación.
-¿Conque se os presentan inconvenientes para encontrar el objeto de vuestra pasión en la seductora Andalucía? -le dijo el viejo cuervo mirándole con el único ojo que le quedaba. Pero ¿cómo diantres os halláis perplejo en un Sevilla, donde bailan la zambra mil beldades de ojos negros bajo las capas de los naranjos?
Sonrojose el príncipe oyendo hablar tan libremente al cínico cuervo, y le dijo con gravedad:
-Creedme, amigo mío; yo no persigo empresa tan inútil e innoble como me insinúa. Las beldades de ojos negros de Andalucía que bailan bajo los naranjos del Guadalquivir no tienen que ver nada con mi aventura; yo busco a una doncella purísima, al original de este retrato. Así, pues, os ruego, ¡oh poderosísimo cuervo!, que me digáis si está al alcance de vuestra ciencia, de vuestra inteligencia o de vuestro arte el decirme dónde podré encontrarla.
El viejo cuervo se sintió corrido ante la severa gravedad del príncipe.
-¿Qué he de saber yo -le dijo con sequedad- de juventudes ni de bellezas? Yo solamente visito a los viejos y a los decrépitos, no a los vigorosos y jóvenes. Yo soy el precursor del destino, y mi misión es cantar los presagios de la muerte desde lo alto de las chimeneas, batiendo mis alas junto a las ventanas de los que están enfermos. Podéis ir, por lo tanto, a otra parte en busca de esas noticias relativas a vuestra bella desconocida.
-¿Y dónde ir a buscarla sino entre los hijos de la sabiduría, versados en el Libro del Destino? Sabed que soy un augusto príncipe influido por las estrellas, y que me encuentro destinado a llevar a cabo una empresa misteriosa de la cual depende la suerte de vastos imperios.
Cuando el cuervo vio que era un asunto de importancia en el cual influían las estrellas, cambió de tono y ademanes y escuchó con profundo interés la historia del príncipe. Luego que éste concluyó su relato, le dijo:
-Por lo que toca a esa princesa, no puedo daros noticias, pues yo no acostumbro a volar por los jardines ni por las cámaras frecuentadas por las damas; pero dirigid vuestros pasos a Córdoba, buscad la palmera del gran Abderramán, que está en el patio de la mezquita principal, y al pie de ella encontraréis un gran viajero que ha visitado todas las cortes y países y que ha sido favorito de reinas y princesas. Éste os facilitará cuantas noticias queráis acerca del objeto de vuestros desvelos.
-Mil gracias por dato tan precioso -contestó el príncipe. ¡Pasadlo bien, venerabilísimo hechicero!
-Adiós, peregrino de amor -le dijo el cuervo con sequedad; y volvió a entregarse de nuevo al estudio de su diagrama.
Salió el príncipe de Sevilla, buscó a su compañero de viaje, el búho, que aún dormitaba en el árbol, y ambos se dirigieron hacia Córdoba.
Fueron aproximándose poco a poco a esta ciudad, cruzando los jardines y los bosques de naranjos y limoneros que dominaba el hermoso valle del Guadalquivir. Cuando llegaron a las puertas de Córdoba volose el búho a un oscuro agujero que había en la muralla, y el príncipe prosiguió su camino en busca de la palmera plantada en los antiguos tiempos por la mano del gran Abderramán, la cual se alzaba esbelta en medio del patio de la mezquita, por encima de los naranjos y cipreses. Algunos derviches y alfaquíes se hayaban sentados en grupos bajo las galerías del patio, y multitud de fieles hacía sus abluciones en la fuente que se encontraba antes de entrar en la mezquita.
Al pie de la palmera había un numeroso concurso escuchando las palabras de uno que parecía hablar con extraordinaria animación. «Ése debe ser -pensó el príncipe- el gran viajero que me ha de dar noticias de mi desconocida princesa.» Incorporose a la multitud, y quedose sobremanera sorprendido cuando vio que aquel a quien todos escuchaban era un papagayo de brillante plumaje verde, mirada insolente y penacho característico, el cual parecía mostrarse muy pagado de sí mismo.
-¿Cómo es -dijo el príncipe a uno de sus circunstantes- que tantas personas de buen sentido se complazcan en la charla inconexa de ese volátil parlanchín?
-Bien se conoce que no sabéis de quién estáis hablando -le respondió el interrogado. Ese papagayo es descendiente de aquel otro famoso de Persia, tan renombrado por su habilidad para contar cuentos; tiene toda la sabiduría del Oriente en la punta de la lengua, y recita versos tan de prisa y corriendo como se habla. Ha visitado varias cortes extranjeras, en las que ha sido considerado como un oráculo de erudición, teniendo principalmente gran partido entre el bello sexo que admira mucho a los papagayos que saben recitar poesías.
-¡Basta! -dijo el príncipe. Quisiera hablar reservadamente con este distinguido viajero.
Pidiole, pues, una entrevista a solas, y en ella le expuso el objeto de su peregrinación. No bien hubo concluido de hablar, cuando se echó a reír a carcajadas el papagayo, hasta el punto que parecía iba a reventar de risa.
-Dispensad mi alegría -le dijo, pero la sola palabra «amor» me hace soltar la carcajada.
El príncipe quedó estupefacto por aquella risa extemporánea, y le dijo:
-Pues qué, ¿no es el amor el gran misterio de la Naturaleza, el principio secreto de la vida, el vinculo universal de la simpatía?...
-¡Un comino! -le interrumpió el papagayo. Decidme: ¿dónde diablos habéis aprendido toda esa jerga sentimental? Creedme: ya se pasó la moda del amor, y no se oye hablar nunca de él entre personas de talento ni entre gente de buen tono.
El príncipe suspiró, acordándose de la diferencia de tal lenguaje al delicado de su amigo el palomo. «Como este papagayo -discurría en su interior- ha pasado la vida en la corte, quiere aparecer persona de talento y elevado caballero, afectando que no sabe nada de eso que se llama amor.» Queriendo, pues, evitar el que aquél siguiera ridiculizando la pasión que devoraba su alma, le dirigió inmediatamente la pregunta objeto de su visita.
-Decidme, incomparable papagayo: vos que habéis sido recibido en los departamentos secretos de las beldades, ¿habéis tropezado alguna vez, en el curso de vuestros viajes, con el original de este retrato?
El papagayo tomó la miniatura con una de sus garras, movió la cabeza y la examinó atentamente con ambos ojos, exclamando por fin:
-Palabra de honor que es una cara muy bonita, muy bonita, muy bonita; pero he visto tantas caras bonitas durante mis viajes, que apenas puede uno... Pero no, esperad; voy a mirarla de nuevo; ésta es, con seguridad, la princesa Aldegunda. ¿Cómo había de desco-nocer a una de mis mejores amigas?
La princesa Aldegunda! -repitió el príncipe. ¿Y dónde la podré encontrar?
-¡Poquito a poco, poquito a poco! -dijo el papagayo. Más fácil es encontrarla que ganarla. Es la hija única del rey cristiano de Toledo, y está oculta al mundo hasta que cumpla diecisiete años, a causa de ciertas predicciones que hicieron los entrometidos y taimados astrólogos. No podréis verla, pues está apartada de la vista de los mortales, y os juro, bajo palabra de papagayo que ha visto el mundo, que no he tratado en mi vida otra princesa más discreta que ésta.
-Oíd dos palabras en confianza, mi querido papagayo: yo soy el heredero de un reino, y día llegará que me siente en un trono. He visto también que sois pájaro de cuenta y que conocéis la aguja de marear; ayudadme, pues, a alcanzar a esta princesa, y os prometo un cargo distinguido.
-¡Con todo mi corazón! -respondió el papagayo. Pero deseo, si es posible, que sea una renta, pues nosotros los sabios tenemos horror al trabajo.
Arreglose pronto todo, y se pusieron en camino desde Córdoba por la misma puerta por donde había entrado el príncipe; éste llamó al búho, que estaba en el agujero de la muralla, y lo presentó a su nuevo compañero de viaje como un sabio colega, partiendo todos reunidos.
Viajaban más despacio de lo que deseaba la impaciencia del príncipe, pues el papagayo estaba acostumbrado a la vida aristo-crática y no gustaba de madrugar. El búho, por el contrario, quería dormir al mediodía, perdiendo todos mucho tiempo a causa de sus prolongadas siestas. Hacíase también pesado con su afición a las antigüedades, pues se empeñaba en detenerse a visitar las ruinas que encontraban, contando largas tradiciones y legendarias historias en cada torre o castillo antiquísimo del país. El príncipe se creyó que el papagayo y el búho se harían grandes amigos por ser dos pájaros ilustrados; pero se equivocó solemnemente, pues mientras que el uno era bromista, el otro era filósofo, lo que hacía que estuviesen siempre en un perpetuo altercado. El papagayo recitaba versos, criticaba poesías y hablaba elocuentemente sobre algunos puntos de erudición, mientras que el búho consideraba todo como una fruslería, no deleitándose más que en las cuestiones metafísicas. Entonces se ponía el papagayo a cantar diferentes canciones y a ensartar dicharachos, embromando así a su grave camarada y riéndose desaforadamente de sus propias burlas; cuyo proceder tomaba el búho por un ataque a su dignidad, por lo que ponía mala cara, gruñía y se exaltaba, no volviendo a hablar en todo lo que le quedaba de día.
No se cuidaba el príncipe de la desunión que había entre sus compañeros, pues estaba abstraído con los ensueños de su fantasía y con la contemplación del retrato de la hermosa princesa. Así atravesaron los áridos pasos de Sierra Morena y los calurosos llanos de la Mancha y de Castilla, siguiendo las riberas del dorado Tajo, cuyo curso atraviesa media España y Portugal. Al fin divisaron una ciudad fortificada con murallas construidas en un pedregoso promontorio, cuyos pies bañaban las olas del impetuoso Tajo.
-¡Ved -exclamó el búho- la antigua y renombrada ciudad de Toledo, famosa por sus antigüedades! Mirad aquellas cúpulas y torres veneradas ostentando su imponente grandeza, y donde casi todos mis antecesores se entregaban a sus meditaciones.
-¡Quita allá! -gritó el papagayo interrumpiendo su solemne entusiasmo de anticuario. ¿Qué tenemos que ver nosotros con las antigüedades, con las leyendas ni con vuestros antecesores? Lo que nos importa en este momento es mirar la mansión de la juventud y de la belleza. Contemplad, ¡oh príncipe!, la morada de la princesa que buscáis.
Dirigió su vista el príncipe hacia donde le indicaba el papagayo, y vio un suntuoso palacio edificado entre los árboles de un amenísimo jardín, en una deliciosa pradera a orillas del Tajo. Era aquél, en verdad, el mismo lugar que le describió el palomo al informarle en dónde se hallaba el original del retrato. Quedose fijo mirándolo, mientras su corazón latía emocionado. «¡Quizá en este mismo momento -pensó- la hermosa princesa estará solazándose bajo aquellos frondosos árboles, o paseándose mesuradamente por los elevados terrados, o acaso descansando dentro de aquella espléndida morada!» Observando con más detenimiento, percibió que las murallas del jardín eran de gran altura, lo que hacía imposible un escalamiento, y que varias patrullas de hombres armados andaban rondando por fuera de ella.
Volvíase el príncipe al papagayo y le dijo:
-¡Oh vos, la más perfecta de todas las aves! Ya que tenéis el don de hablar como los hombres, dirigíos a aquel jardín, buscad al ídolo de mi alma y decidle que el príncipe Ahmed, peregrino de amor, guiado por las estrellas ha llegado en su busca a las floridas riberas del Tajo.
Orgulloso el papagayo con su embajada, voló al jardín remontándose por encima de sus altos muros, y, después de cernerse por algún tiempo sobre sus vergeles y alamedas, posose en el balcón de un pabelloncito que daba al río. Desde allí, mirando al edificio, descubrió a la princesa reclinada en un cojín y fijos los ojos en un papel, deslizándose dulcemente lágrima tras lágrima por sus níveas mejillas.
Después de haber puesto en orden el papagayo el plumaje de sus alas, de arreglarse su brillante vestido verde y levantar su penacho, púsose al lado de la princesa con aire muy galano, diciéndole lleno de ternura:
-Enjugad vuestras lágrimas, ¡oh vos, la más hermosa de todas las princesas!, pues vengo a traer la alegría a vuestro corazón.
Sorprendiose la princesa al oír estas palabras, pero como no viese delante de sí a nadie más que a un pájaro vestido de verde saludándola y haciéndole reverencias, dijo:
-¡Ay! ¿Qué alegría puedes tú traerme si no eres más que un papagayo?
Enojose el papagayo con esta respuesta, y le contestó:
-Papagayo y todo, he consolado a muchas hermosas damas en mis buenos tiempos; pero dejemos eso a un lado. Sabed que ahora vengo embajador de un personaje real: Ahmed, príncipe de Granada, ha venido en busca vuestra, y está acampado en este mismo momento en las floridas márgenes del Tajo.
Al oír estas palabras brillaron los ojos de la hermosa princesa con más fulgor que los diamantes de su corona.
-¡Oh amabilísimo papagayo! -gritó enajenada de alegría-. Felices son, en verdad, las nuevas que me traes, pues ya me encontraba abatida y enferma de muerte, dudando de la constancia de Ahmed. Vuela a él y dile que tengo grabadas en mi corazón las apasionadas frases de su carta, y que sus poesías han servido de pábulo a mi alma. Dile también que se disponga a demos-trarme su amor con la fuerza de las armas, pues mañana, decimoséptimo aniversario de mi nacimiento, prepara el rey mi padre un gran torneo en el que lucharán bizarramente varios príncipes, siendo mi mano el premio del vencedor.
Remontose de nuevo el pájaro y, cruzando por las alamedas, voló hacia donde el príncipe esperaba su regreso. La alegría de Ahmed por haber encontrado el original de su retrato, de haber hallado a su adorada fiel y amantísima, sólo pueden concebirla los dichosos mortales que tienen la fortuna de soñar imposibles y convertirlos en realidades. Sin embargo, faltaba algo todavía para que su regocijo fuera completo: el próximo torneo. Efectivamente, lucían en las riberas del Tajo las brillantes armaduras y oíanse resonar las trom-petas de los varios caballeros y gente de armas que en arrogantes somatenes se dirigían a Toledo para asistir a la ceremonia. La misma estrella que había presidido en el destino del príncipe había también ejercitado su predominio en el de la princesa; por lo cual se la tuvo oculta del mundo hasta que tuvo diecisiete primaveras, con el fin de preservarla de la tierna pasión del amor. La fama de su hermosura, sin embargo, fue en aumento por su misma reclusión; varios príncipes poderosos la solicitaron en matrimonio, y su padre, que era un rey de extraordinaria prudencia, confió la elección a la destreza de las armas, evitando así el crearse enemigos si se mostraba parcial con alguno. Entre los candidatos rivales había algunos que se habían hecho célebres por su esfuerzo y valor. ¡Qué situación aquélla para el infortunado Ahmed, que ni se encontraba armado ni estaba acostumbrado a los ejercicios de la caballería! «¿Habrá príncipe más desgraciado que yo? -decía. ¡Y para esto he vivido recluido bajo la vigilancia de un filósofo!... ¿De qué me sirven el álgebra y la filosofía en materias de amor? ¡Ay, Eben Bonabben!, ¿por qué no te has cuidado en instruirme en el manejo de las armas?» Esto decía, cuando el búho rompió el silencio, empezando su discurso con una piadosa exclamación, pues era devoto musulmán.
-¡Allah Akhar! ¡Dios es grande! -exclamó. ¡En sus manos están todos los secretos y Él solo rige los destinos de los príncipes! Sabed, ¡oh Ahmed!, que este país está lleno de misterios que permanecen ignorados para todos, menos para los que, como yo, se dedican al estudio de las ciencias ocultas. Sabed también que en las vecinas montañas existe una gruta, dentro de la cual hay una mesa de hierro y sobre ésta una armadura mágica, encontrándose también allí mismo un encantado corcel: todo lo cual viene permaneciendo ignorado durante multitud de generaciones.
Mirole el príncipe maravillado, mientras que el búho, parpadeando sus grandes y redondos ojos y encrespando sus plumas a manera de cuernos, prosiguió:
-Hace ya muchos años acompañé a mi padre por estos sitios, cuando iba visitando sus Estados. Nos alojamos en esa cueva, y a esto se debe el que yo conozca el misterio. Es tradición en nuestra familia, que le oí contar a mi abuelo cuando yo era pequeño, que esta armadura perteneció a cierto nigromante moro que se refugió en esta caverna cuando Toledo cayó en poder de los cristianos, y que el tal musulmán murió allí dejando su caballo y sus armas bajo místico encantamiento, y que no se podrá hacer uso de ellos más que por sectarios del Profeta y sólo desde la salida del sol hasta el mediodía. El que los use en este intervalo vencerá indefectiblemente a todos sus rivales.
-¡Basta! -exclamó el príncipe. Busquemos al momento esa gruta.
Guiado por su misterioso mentor, encontró el príncipe la caverna en una de las sinuosidades de los áridos picos que se elevan junto a Toledo; nadie, a no ser el ojo perspicaz de un búho o el de algún anticuario, hubiera podido dar con la entrada. Una lámpara sepulcral de inagotable aceite lanzaba sus melancólicos reflejos en el interior de la caverna, y en el centro de ésta se alzaba una mesa de hierro, sobre la cual se encontraba la armadura mágica, y con ella una lanza, y próximo a éstas un corcel árabe enjaezado como para entrar en batalla, pero inmóvil cual una estatua. La armadura estaba tan brillante y limpia como en sus primitivos tiempos, y el bravo alazán tan bien cuidado como si estuviese todavía pastando. Acariciole Ahmed pasándole la mano por el cuello, y principió a piafar, exhalando tal relincho de gozo que hizo estremecer las paredes de la caverna. Así provisto de caballo y armas, determinose el príncipe a tomar parte en la lucha del próximo torneo.
Al fin llegó el día crítico; el palenque para el combate estaba preparado en la Vega, debajo de las fuertes murallas de Toledo, a cuyo alrededor se habían levantado tablados y galerías para los espectadores, cubiertos de ricos tapices y protegidos contra el sol por toldos de seda. Todas las beldades del país se hallaban reunidas en estas galerías, y al pie de ellas cabalgaban empenachados caballeros, rodeados de pajes y escuderos, entre los cuales se distinguían los príncipes que iban a tomar parte en el torneo. Todas las bellezas quedaron eclipsadas cuando apareció la princesa Aldegunda en el pabellón real, dejándose ver por primera vez de la admirada concurrencia. Un general murmullo de sorpresa se levantó al contemplar tan peregrina hermosura, y los príncipes, que aspiraban a su mano atraídos solamente por la fama de sus encantos, se sintieron mucho más enardecidos para el combate.
La princesa, no obstante, presentaba un aspecto melancólico; el color de sus mejillas se cambiaba a cada momento, y sus ojos se dirigían con incesante y ansiosa expresión al engalanado grupo de caballeros. Ya los clarines iban a dar la señal del encuentro, cuando el heraldo anunció la llegada de un caballero, y Ahmed se presentó en la palestra. Un yelmo de acero cuajado de brillantes sobresalía por encima de su turbante; su coraza estaba recamada de oro; su cimitarra y su daga eran de las fábricas de Fez, ostentando piedras preciosas, y llevaba al brazo un escudo redondo, empuñando en su diestra la lanza de mágica virtud. La cubierta de su caballo árabe, ricamente bordada, llegaba hasta el suelo, y el impaciente corcel piafaba y relinchaba de alegría al ver de nuevo el brillo de las armas. La arrogante y graciosa figura del príncipe sorprendió a todo el mundo, y cuando le anunciaron con el sobrenombre de «el Peregrino de Amor», se sintió un rumor y una agitación general entre las hermosas damas de las galerías.
Cuando Ahmed quiso inscribirse en las listas del torneo encon-trose con que estaban cerradas para él, pues, según le dijeron, nadie más que los príncipes podían ser admitidos a tomar parte en él. Declaró entonces su nombre y su linaje; pero esto vino a empeorar su situación, pues siendo musulmán no podía aspirar a la mano de la princesa cristiana, objeto de este torneo.
Los príncipes competidores le rodearon con aire arrogante y amenazador, y hasta uno de ellos, de insolentes maneras y cuerpo hercúleo, pretendió burlarse de su sobrenombre de «Peregrino de Amor». Encendiose súbitamente de ira nuestro príncipe, y desafió a su rival a que midiese sus armas con él. Tomaron distancia, dieron media vuelta y cargaron el uno sobre el otro; pero no hizo más que tocar la lanza mágica al hercúleo bufón cuando fue botado inmediatamente de la silla. Hubiérase contentado el príncipe con esto, mas, ¡ay!, tenía que habérselas con un caballo y una armadura endiabladas, pues una vez entrado ya en lucha no habría fuerza humana capaz de sujetarlos. El caballo árabe empezó a derribar caballeros en lo más recio de la pelea; la lanza echaba por tierra todo lo que se ponía delante; el gentil príncipe era llevado involuntaria-mente por el campo, que quedó sembrado de grandes y pequeños, mientras él se dolía interiormente de sus involuntarias proezas. Bramaba y rabiaba el rey al ver el atropello cometido en las personas de sus vasallos y huéspedes, y mandó salir al momento a sus guardias; pero éstos quedaron desmontados en un decir amén. El monarca mismo arrojó su vestidura real, y embrazando escudo y lanza salió al campo, creyendo infundir miedo al extranjero ante la majestad real; pero, ¡ay!, la majestad real no lo pasó mejor que los demás, pues el caballo y la lanza no respetaban categorías ni dignidades, creciendo de punto el espanto de Ahmed cuando se sintió impelido, lanza en ristre, contra el mismo rey, que en un instante empezó a dar volteretas en el aire mientras su corona rodaba por el polvo.
En este mismo momento el sol tocó al meridiano; el encanto mágico cesó en su poder, por lo cual el corcel árabe se lanzó por el llano, saltó la barrera, se arrojó al Tajo, atravesando a nado su impetuosa corriente, llevando al príncipe casi sin alientos y aterrorizado a la caverna, y, tomando otra vez su posición primitiva, quedó inmóvil como una estatua junto a la mesa de hierro. Desmontose el príncipe con alegría y despojose de la armadura, dejándola de nuevo en su sitio para que cumpliese los decretos del destino. Sentose después en la caverna, meditando por algún tiempo en el desesperado estado a que el caballo y la diabólica armadura le habían reducido. ¿Cómo había de atreverse en lo sucesivo a presentarse en Toledo después de haber ocasionado tal baldón a sus caballeros y tal ultraje a su rey? ¿Qué pensaría también la princesa sobre un acto tan salvaje como grosero? Sumido en este mar de confusiones, se resolvió a enviar a sus alígeros compañeros a que recogiesen noticias. El papagayo voló por todos los sitios públicos y calles más frecuentadas de la ciudad, y pronto volvió con gran provisión de chismes. Contó que todo Toledo estaba consternado; que la princesa había sido llevada al palacio desmayada; que el torneo había concluido en revuelta confusión; que todo el mundo hablaba de la repentina aparición, prodigiosas hazañas y extraña desaparición de un caballero musulmán. Unos decían que era un nigromántico moro; otros, que un demonio en forma humana, y otros relataban tradiciones de guerreros encantados ocultos en las cavernas de las montañas, y pensaban que sería alguno de éstos que habría hecho una salida intempestiva desde su guarida. Todos, empero, convenían en que ningún mortal podía haber llevado a cabo tantas maravillas, ni haber derribado por tierra a tan perfectos y bizarros caballeros cristianos.
El búho salió también por la noche, y, cerniéndose por encima de la ciudad, fue posándose en los tejados y chimeneas. Después se dirigió hacia el palacio real, que ocupaba la parte más elevada de Toledo, revoloteando por sus terrados y adarves, escuchando por todas las hendiduras y mirando con sus grandes ojos saltones a todas las ventanas donde había luz, asustando en su expedición nocturna a dos o tres damas de honor; y hasta que la aurora principió a despuntar tras la montaña no regresó a contar al príncipe lo que había visto.
-Estando observando -le dijo- hacia una de las torres más elevadas del palacio, vi al través de una ventana a una hermosa princesa reclinada en su lecho y rodeada de médicos y sirvientes, la cual se negaba a tomar lo que los circunstantes la recetaban. Cuando aquéllos se retiraron, sacó una carta de su señor, la leyó y la besó tiernamente, entregándose después a amargas lamentaciones; visto lo cual, a pesar de ser tan filósofo, no pude por menos de conmo-verme.
Entristeciose el delicado corazón de Ahmed al oír tales noticias.
-¡Cuán verdaderas eran vuestras palabras, oh sabio Eben Bonabben! -exclamó. Cuidados, penas y noches de insomnio son el patrimonio de los amantes. ¡Allah preserve a la princesa de la funesta influencia de eso que llaman amor!
Noticias recibidas posteriormente de Toledo corroboraron las comunicadas por el búho. La ciudad, en efecto, era presa de la más viva inquietud y alarma, y la princesa, entretanto, había sido llevada a la torre más alta del palacio y se custodiaban con gran vigilancia todas las avenidas. Se apoderó de la bella Aldegunda una melancolía devoradora cuya causa nadie pudo explicar, rehusando el tomar alimento y desatendiendo las frases de consuelo que le dirigían. Los médicos más hábiles ensayaron todos los recursos de la ciencia, mas todo en vano, llegándose a creer que la habían hechizado; por lo que el rey publicó una proclama declarando que el que acertase a curarla recibiría la joya más preciada de su tesoro real.
No bien hubo oído el búho, que estaba en un rincón durmiendo, lo de la proclama, cuando movió sus redondos ojos, tomando un aspecto más misterioso que nunca.
-¡Allah Akbar! -exclamó. ¡Dichoso el mortal que lleve a cabo la curación, si sabe lo que le conviene escoger entre todos los objetos del tesoro real!
-¿Qué queréis decir con eso, reverendísimo búho? -dijo Ahmed.
-Prestad atención, ¡oh príncipe!, a lo que os voy a relatar: Habéis de saber que nosotros los búhos somos una corporación muy ilustrada y que nos dedicamos a investigar las cosas oscuras e ignoradas. Durante mi última excursión nocturna por las torres y chapiteles de Toledo descubrí una, academia de búhos anticuarios que celebraba sus sesiones en una gran torre abovedada, donde está depositado el real tesoro. Estaba disertando sobre las formas, inscripciones y signos de las vasijas de oro y plata hacinadas en la tesorería, y acerca de los usos de los diferentes pueblos y edades; pero lo que despertaba un interés preferente eran ciertas antigüedades y talismanes que existían allí desde el tiempo del rey godo Don Rodrigo. Entre estos últimos se encontraba un cofre de sándalo cerrado con barras de acero a la usanza oriental, con caracteres misteriosos conocidos solamente por algunas personas doctas. De ese cofre y de sus inscripciones se había ocupado la Academia durante varias sesiones, dando motivo a largas y acaloradas discusiones. Al hacer yo mi visita, un búho muy anciano, recientemente llegado de Egipto, se hallaba sentado sobre su tapa descifrando sus inscripciones, resultando de su lectura que aquel cofrecillo contenía la alfombra de seda del trono del sabio Salomón, la cual, sin duda, había sido traída a Toledo por los judíos que se refugiaron en ella después de la destrucción de Jerusalén.
Cuando el búho terminó su discurso sobre antigüedades quedó el príncipe abstraído por algún tiempo en profundas meditaciones, exclamando al fin:
-He oído hablar al sabio Eben Bonabben de las ocultas propie-dades de ese talismán que desapareció con la ruina de Jerusalén, y que se ha creído perdido para la humanidad. Sin duda alguna, sigue siendo un secreto misterioso para los cristianos de Toledo; si yo pudiese apoderarme de él, era segura mi felicidad.
Al día siguiente despojose el príncipe de sus vestiduras y disfraz-zose con el humilde traje de un árabe del desierto, tiñéndose el cuerpo de un color moreno; tanto, que nadie podría reconocer en él al arrogante guerrero que había causado tanta admiración y espanto en el torneo. Báculo en mano, zurrón al hombro y una pequeña flauta pastoril, encaminose hacia Toledo, presentándose en la puerta del palacio real y haciéndose anunciar como aspirante al premio ofrecido por la curación de la princesa. Pretendieron los guardias arrojarle a palos, y le decían:
-¿Qué pretende hacer un árabe miserable en un asunto en que los más sabios del país han perdido las esperanzas?
Apercibiose el rey del alboroto, y dio orden de que condujesen al árabe a su presencia.
-¡Poderosísimo rey! -dijo Ahmed. Tenéis ante vuestra presencia a un árabe beduino que ha pasado la mayor parte de su vida en las soledades del desierto, las cuales, como es sabido, son las guaridas de los demonios y espíritus malignos que nos atormentan a los pobres pastores en las solitarias veladas, apoderándose de nuestros rebaños y llegando a enfurecer algunas veces hasta a los sufridos camellos. Contra estos maleficios tenemos un antídoto: la música; existiendo ciertas legendarias melodías que se vienen heredando de padres a hijos y generación en generación, las que cantamos y tocamos para ahuyentar estos malévolos espíritus. Yo pertenezco a una familia inspirada y tengo esta virtud en su mayor grado. Si por casualidad vuestra hija estuviese poseída de alguna influencia maligna de esta clase, respondo con mi cabeza de que ella quedará libre completamente.
El rey, que era hombre de buen entendimiento y que sabía que los árabes conocían maravillosos secretos, recobró la esperanza al oír el confiado lenguaje del príncipe, por lo cual le condujo inmediatamente a la elevada torre guardada por varias puertas, y en cuya habitación superior estaba el departamento de la princesa. Las ventanas daban a un terrado con balaustradas que dejaban ver el panorama de Toledo y los campos circun-vecinos. Estaban aquéllas entornadas, hallándose la princesa postrada en cama en el interior, presa de una pena devoradora y rehusando toda clase de remedios.
Sentose el príncipe en el terrado y tocó en su flauta pastoril varios aires árabes que había aprendido de sus servidores en el Generalife de Granada. La princesa permaneció insensible, y los médicos que había presentes empezaron a mover la cabeza y a sonreír con aire de incredulidad y desprecio, hasta que el príncipe dejó a un lado la flauta y se puso a cantar los versos amorosos de la carta en la que le había declarado su pasión.
La princesa reconoció la canción, y una súbita alegría se apoderó de su alma; levantó la cabeza y púsose a escuchar, al mismo tiempo que las lágrimas le afluían a los ojos y se deslizaban por sus mejillas, palpitando su seno dulcemente emocionado. Hubiera querido preguntar quién era el cantor y que le hubiesen llevado a su presen-cia; pero la natural timidez de la doncella le hizo permanecer en silencio. Adivinó el rey sus deseos y ordenó que condujesen a Ahmed a su habitación. Los amantes obraron con discreción, limitándose a cambiarse furtivas miradas, aunque aquéllas expresaban más que todas las conversaciones. Nunca triunfó el poder de la música de un modo más completo; reapareció el color sonrosado en las mejillas de la princesa, volvió la frescura a sus labios de carmín, y la mirada viva y penetrante a sus lánguidos ojos.
Mirábanse con asombro los médicos que se hallaban presentes, y el mismo rey contemplaba al árabe cantor con gran admiración mezclada de respeto.
-¡Maravilloso joven! -exclamó. Tú serás en adelante el primer médico de mi corte, y no tomaré ya otras medicinas que tu dulce melodía. Por lo pronto, recibe tu premio, la joya más preciada de mi tesoro.
-¡Oh rey! -respondió Ahmed. Nada me importa el oro ni la plata ni las piedras preciosas. Una antigualla tienes en tu tesorería procedente de los moros que antes vivían en Toledo, y que consiste en un cofre de sándalo que contiene una alfombra de seda; dame, pues, ese cofre, y con eso sólo me contento.
Quedaron sorprendidos todos los que se hallaban presentes ante la moderación del árabe, y mucho más cuando llevaron el cofre de sándalo y sacaron la alfombra, que era de hermosa seda verde, cubierta de caracteres hebreos y caldaicos. Los médicos de la corte se miraban mutuamente, encogiéndose de hombros y mofándose de la simpleza de este nuevo practicante que se contentaba con tan mezquinos honorarios.
-Esta alfombra -dijo el príncipe- cubrió en otros tiempos el trono del sabio Salomón, siendo digna, por lo tanto, de ser colocada a los pies de la hermosura.
Y esto diciendo, la extendió en el terrado, debajo de una otomana que habían llevado para la princesa, y sentándose él después a sus pies.
-¿Quién -exclamó- podrá oponerse a lo que hay escrito en el libro del destino? He aquí cumplidas las predicciones de los astrólogos. Sabed, ¡oh rey!, que vuestra hija y yo nos hemos amado en secreto durante mucho tiempo. ¡Ved, pues, en mí, al Peregrino de Amor!
No bien hubieron brotado estas palabras de sus labios, cuando la alfombra se elevó por los aires, llevándose al príncipe y a la princesa. El rey y los médicos se quedaron pasmados, contemplándolos fijamente hasta que ya no se vio más que un pequeño punto negro destacándose sobre el fondo blanco de una nube, y desapareciendo, por último, en la bóveda azul del firmamento.
Enfurecido el rey, hizo venir a su tesorero y le dijo:
-¿Cómo has permitido que un infiel se apoderase de ese talismán?
-¡Ay, señor! Nosotros no conocíamos sus propiedades, ni pudimos jamás descifrar la inscripción del cofre. Si es, efectivamente, la alfombra del trono del sabio Salomón, tiene poder mágico para transportar por el aire al que la posea.
El rey reunió un poderoso ejército y se dirigió hacia Granada en persecución de los fugitivos. Después de una caminata larga y penosa acampó en la Vega, enviando en seguida un heraldo a pedir la restitución de su hija.
El rey de Granada en persona le salió a su encuentro con toda su corte, y reconocieron en él al cantor árabe -pues Ahmed había subido al trono a la muerte de su padre, habiendo hecho su sultana a la hermosa Aldegunda.
El rey cristiano se aplacó fácilmente cuando supo que su hija continuaba fiel a sus creencias, no porque fuese muy devoto, sino porque la religión fue siempre un punto de orgullo y etiqueta entre los príncipes. En vez de sangrientas batallas hubo muchas fiestas y regocijos, y, concluidos éstos, volviose el rey muy contento a Toledo, continuando reinando los jóvenes esposos tan feliz como acertadamente en la Alhambra.
Debo añadir que el búho y el papagayo siguieron al príncipe a marchas descansadas hasta Granada, viajando el primero de noche y deteniéndose en las distintas posesiones hereditarias de su familia, mientras que el otro fue asistiendo a las reuniones más distinguidas de las ciudades y villas que se hallaban en el tránsito.
Ahmed, agradecido, remuneró los servicios que le habían prestado durante su peregrinación, nombrando al búho su primer ministro y al papagayo su maestro de ceremonias. Es ocioso, pues, el decir que jamás hubo reino tan sabiamente administrado ni corte más exacta en las reglas de la etiqueta.

1.025.3 Irving (Washington) - 057