Cuenta la leyenda de Monserrat que una avecilla quiso
ganarse el afecto del ermitaño de San Jerónimo. Pensó en cantar ante su ventana
para avisarle si había tormenta, pero no lo consiguió porque el hombre la cerraba
cuando se levantaba viento. Pensó en cantar para avisarle de la hora que era,
pero no lo consiguió porque las campanas del monasterio sonaban más poderosas
que sus trinos... Sin desanimarse, pensó en advertir al hombre cuando llegaran
visitantes por el camino y para ello se instaló en la copa de un pino frente a
su ventana.
Un día vio venir a un desconocido que se detuvo ante
la puerta. La avecilla cantó con un trinar agudo y continuo para advertir al ermitaño
de ese modo particular, porque para avisarle de la visita de otro hermano o
conocido había decidido cantar con un trino grave e intermitente.
Parecía que el buen hombre no comprendía sus trinos y
cierto día sus temores se confirmaron, porque a pesar de cantar distinton según
quién viniese, oyó que el ermitaño le decía a un amigo que había ido a
visitarle:
-Esta avecilla que canta es mi predilecta: cuando
alguien viene se pone a cantar.
Aunque oír aquello debería haber agradado al ave, en
realidad la entristeció, porque se daba cuenta de que seguía sin ser útil al ermitaño
de San Jerónimo. Hasta que llegó, por fin, un día feliz para la tenaz y
paciente avecilla. Era ya invierno y el ermitaño recibió la visita de su amigo:
-¿Ha podido su pajarillo sobrevivir a las heladas de enero?
-le preguntó al ermitaño.
-Sí, gracias a Dios -contestó éste-. Y ahora sé el
significado de sus trinos: trata de anunciarme la presencia de las visitas.
Llegó la primavera y la avecilla era feliz porque el
ermitaño ya comprendía sus cantos.
Cierto día, el amigo preguntó al hermano si la
avecilla que cantaba en el pino era siempre la misma.
-¡Vaya si lo es! -repuso él. Además, su afecto es tan
grande como su sabiduría: antes de que alguien asome, ya sé por ella si viene
un amigo o un desconocido.
Le contó el ermitaño a su amigo que había notado que,
para la llegada de forasteros, el paj arillo no dejaba de trinar, mientras que
si venía un conocido, sus silbidos eran cortados.
La avecilla de Monserrat por fin se sentía satisfecha
de ser útil a aquel hombre cuando cierto día vio cómo el ermitaño, con lágrimas
en los ojos, cerraba su vivienda. El animalito no alcanzaba a entender que allá
abajo, en el llano, los hombres se perseguían y mataban, quemaban los campos y
talaban los árboles. ¡No sabía que había estallado una guerra que obligó al
monje a abandonar el lugar!
Lo cierto es que la avecilla se quedó sola y allí pasó
el invierno y la primavera.
Cierta noche de tormenta la ermita de San Jerónimo fue
alcanzada por un rayo que la redujo a ruinas. Al día siguiente, varios monjes
de Monserrat fueron a contemplar aquella desolación y, entre ellos, la avecilla
reconoció a su querido ermitaño.
«¡Es él! -se dijo el pajarito-. ¡He hecho bien esperándole
aquí!»
Y decidió que se marcharía con él.
Los monjes se dirigieron a la ermita de San Dimas,
donde ahora vivían a causa de la guerra. La avecilla pensó que en aquel lugar
podría serle útil a su amigo, e incluso a los amigos de su amigo. Seguro que el
viejo monje la reconocería y les explicaría a sus compañeros de fe el
significado de cada uno de los trinos con que el pajarito avisaba de las
visitas. ¿Acaso no iban a recibir tantas o más que antes de su traslado?
Dicho y hecho, en cuanto llegó, la avecilla buscó un
sitio donde esta-blecerse.
El ermitaño, efectivamente, reconoció a su querido pajarito
y, sin saber si podría comprenderle, le dedicó estas palabras:
-¡Pobrecilla, mi fiel compañera! Has estado
esperándome y ahora que me has encontrado, decides venir a vivir conmigo. ¡Cuánta
fidelidad la tuya!
Aquellas palabras ya eran un regalo; pero la avecilla
aún recibió más elogios cariñosos:
-Eres mi más fiel compañera, tanto en San Jerónimo
como aquí. Mucho me costó comprenderte y ahora no sabría prescindir de ti. Ya
sé por qué cantas ahora; quieres decirme que me acompañarás hasta el final.
Un mes después, el ermitaño bajó la larga cuesta que
unía su ermita con el monasterio.
Antes de alejarse, se dirigió al pajarito:
-Adiós, querida amiga. Tal vez no volvamos a vernos
jamás...
Y así fue, porque el buen ermitaño no regresó a la
ermita que, meses después, fue habitada por otro ermitaño.
La avecilla, viendo que no regresaba el hombre al que
era fiel, recorrió todas las ermitas, pero su esfuerzo no dio frutos. Y cuando
la primavera floreció de nuevo, el pajarito murió de pesadumbre.
De no haber muerto en ese instante, habría oído tañir
las campanas en honor del padre Berenguer, el ermitaño de San Jerónimo, que aquel
mismo día había fallecido a causa de la vejez y la enfermedad.
Sin duda, las almas del ermitaño y la avecilla se
encontraron de camino al cielo.
999. anonimo leyendas