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viernes, 26 de abril de 2013

El dragón de wawel

Cuenta esta leyenda que cientos y cientos de años atrás, existía un terrible dragón que tenía su morada al pie de unas colinas llamadas Wawel, en el país que hoy se cono­ce con el nombre de Polonia.
La horrible bestia tenía sumida a toda la región en el terror y en la más honda de las penas, pues no sólo devoraba ganado en grandes cantidades, sino también a hombres, mujeres y niños.
Muchos fueron los caballeros que trataron de matarlo. La gen­te, al ver pasar a estos valientes, los saludaba desde las ventanas y les arrojaba flores. Ellos avanzaban enhiestos en sus brillantes ar­maduras y sus relucientes corceles. Pero ninguno de estos caba­lleros regresaba, pues el dragón los mataba a todos. Uno por uno, sin tregua y sin compasión.
Algunos temerarios y también algunos curiosos acompañaban a estos valerosos hombres cuando partían rumbo a la batalla con­tra la horrenda bestia, pero antes de que los contendientes se en­contraran frente a frente, los acompañantes se bajaban de sus ca­ballos y, apostándose en un lugar seguro, eran testigos de lo que allí ocurría.
Hubo ocasiones en que, antes de que los caballeros hubieran desenfundado sus espadas, el dragón los barrió con su aliento de fuego calcinándolos de tal forma que hasta fundió sus armaduras.
Advertidos de esto, otros caballeros, más rápidos y fuertes aún que los anteriores, cargaron contra el dragón con sus largas lan­zas, pero éstas terminaron partiéndose contra las duras escamas negras que recubrían el cuerpo del poderoso monstruo.
Ante tantos intentos fallidos en la empresa de aniquilar a esa maldita bestia de los infiernos, el rey se desesperó, pues ya lleva­ba perdidos a muchos de sus más fuertes y valientes caballeros. Hizo uso, entonces, de la última esperanza que le quedaba y man­dó a los heraldos a difundir una noticia a los cuatro vientos, que decía textualmente:

Aquel que mate al dragón se casará
con la Princesa, mi hija.

Firmado: Vuestro Rey

Algunos dicen que cientos, otros dicen que miles. Lo cierto es que muchísimos caballeros llegaron a las tierras del rey y se pre­sentaron ante él. Cada uno de ellos se declaraba como el caballe­ro que vencería al poderoso dragón, y luego partía con el corazón y el ánimo dispuestos y su penacho al viento, mientras el sol bri­llaba sobre su armadura y las armas se iban envalentonando con cada galope del caballo y con el entrechocar de metales. Pero nin­guno de esos hombres regresaba con vida.
El rey se sumió en la pena y la princesa en una angustia infi­nita, pues no sólo nunca se casaría, sino que el reino quedaría completamente devastado en poco tiempo, si alguien no detenía al dragón.
Krak era un joven zapatero que vivía en el reino. Era inteli­gente, muy trabajador y soltero. A medida que iban pasando los días, iba pergeñando distintas formas de destruir al dragón, pero su madre lo desalentaba.
-¿Cómo harás tú para vencer allí donde los más valientes ca­balleros han fallado?
Krak sabía que su madre tenía razón y que él no debía reali­zar ninguna locura, pero cuando se enteró de que el rey entrega­ría la mano de su hermosa hija a aquel que lograra matar al dra­gón, enseguida se le ocurrió una manera eficaz de hacerlo.
-Madre, prepara la torta más grande y más dulce que jamás liayas hecho, pues con ella mataré al dragón.
-¡Hijo mío, no hagas una locura, no quiero perderte!
-No me perderás. ¡Será el dragón quien pierda la vida!
-Hijo, quédate en casa trabajando, no cometas una imprudencia.
-Madre, el dragón devora gente y pronto no habrá nadie a quien remendarle los zapatos.
La madre hizo lo que el hijo le había pedido y preparó un gran pastel cubierto de azúcar y caramelo. La vieja mujer había usado iodo el contenido de su despensa para prepararlo.
(Ahora bien, en este momento de la leyenda hay dos versio­nes sobre el contenido del pastel: algunos dicen que el muchacho colocó sulfuro en su interior, y otros dicen que ahuecó el pastel y lo llenó de cal viva.)
Lo importante, sin embargo, es consignar aquí que el joven muchacho llegó con el pastel muy cerca de la morada del dragón. Allí vio que un árbol crecía con una rama retorcida y sobre ésta colocó el pastel, que por fuera tenía una apariencia y un aroma cxquisitos, pero cuyo contenido era letal.
El dragón, que siempre tenía un hambre insaciable, pronto sintió el aroma tentador de tan apetecible comida y salió ávida­mente en su busca. Al llegar al árbol la engulló de un solo boca­(lo, con rama y todo.
El sulfuro (o la cal viva) comenzó a producir su efecto en el interior del estómago del dragón, que corrió hasta las aguas del río Vístula y allí sumergió la cabeza para sorber todo el agua que pudiera de una sola vez.
Pero cuando el agua le llegó al estómago, la reacción se produjo. Y la enorme bestia, que según cuenta la leyenda había tri­lplicado su tamaño a raíz de los numerosos caballeros que había devorado, explotó con un gran estruendo.
El rey, al tomar conocimiento de la muerte de la bestia, se pu­so muy contento y se sintió inmensamente feliz, pues no sólo se acababan de liberar del dragón, sino que también él, por su parte, entregaría en matrimonio su querida hija a un empeñoso, astuto e inteligente muchacho.
Mucho tiempo después y tras la muerte del viejo rey, el prín­cipe consorte Krak fue elegido monarca de Polonia.

Todavía hoy se recuerda esta leyenda, y en honor a aquel gran za­patero, su capital fue bautizada con el nombre de Cracovia.[1]

0.125.3 anonimo (polonia) - 016




[1] La palabra Cracovia es una traducción de la palabra Krakow que deriva, a su vez, de Krak.

martes, 4 de septiembre de 2012

Natchenka y woitek, el falso bandido

Quizá fuese en Lublín donde el mercader Slomka vivía; mas no me acuerdo.
El viejo poseía muchas tiendas; pero en la que guardaba sus joyas no le confiaba el trabajo a nadie. En un bosque vecino vivían unos bandidos que traían a toda la comarca atemorizada; pero Slomka no les temía. Era un hombre feliz.
El tendero tenía una hija, a la cual quería con lo­cura. Esta muchacha se llamaba Natchenka. Un día le pidió que le ayudase a vender en la tienda; tan buena maña se dio la joven que, entonces, se dedicó a ayudar a sus padres todos los días. Una vez que se quedó sola se le presentaron dos individuos de torva mirada; mas Natchenka no se dejó impresionar. Examinaron todas las joyas con ávida mirada, co­mentando la fortaleza de los cerrojos; pero ella, aunque los observaba de cerca, se hizo la desenten­dida. Cuando volvió su padre, nada le dijo, te­miendo asustarle. Ella se quedó de guardia toda la noche. Y por la mañana, después de la larga vigilia, estaba pálida y agotada. Nada dijo, y a la noche si­guiente'volvió a su puesto. Su vigilancia fue prove­chosa. Llegaron los dos desconocidos. Natchenka los esperaba. Hicieron un agujero y por él se coló el capitán. Mas la valiente muchacha se esperó con un largo cuchillo, cercenándole la cabeza. El segundo, harto de esperar, a su vez introdujo la suya; mas al ver la sangre que había en el suelo, trató de retroce­der, pero no antes de que ella se quedase con una oreja. El otro, desde fuera, juró venganza, y ante los gritos aparecieron los padres.
Pasaron los años, y ya todo el mundo se había ol­vidado de los bandidos, cuando se instaló en la tienda de enfrente un extranjero que, desde el prin­cipio, empezó a hacer la corte a Natchenka; los pa­dres lo advirtieron y se angustiaron.
Una vez que la chica se lamentaba de no poder ir a ver a su tía, el joven se ofreció, diciendo que él la conocía y que pensaba ir a verla. Natchenka estaba encantada, y por fin consiguió el permiso de los pa­dres para ir acompañada del joven.
Por la mañana, los caballos estaban ya engancha­dos a una carroza de viaje, y el padre y la madre ba­jaron a despedir a su hija y así comenzó el viaje.
Ya habían recorrido un par de leguas, cuando el cochero viró a la derecha, para evitar pasar por el bosque; mas el joven dio una orden terminante y el cochero prosiguió el camino interrumpido. Al en­trar en el bosque, el bandido sacó una pistola del bolsillo y le dio un tiro en la espalda al viejo criado, que cayó del pescante y quedó tendido en la nieve. El extranjero ató a Natchenka de pies y manos y le enseñó su oreja cicatrizada. El pánico de la pobre muchacha al saber que estaba en manos de sus ene­migos fue indescriptible. El capitán -pues no era otro- sacó entonces una flauta y emitió unos to­ques extraños; enseguida apareció la banda de fora­jidos. El capitán les dijo:
-Mirad, muchachos, lo que os traigo: la que mató a nuestro jefe hace un par de años.
Al lado de una hoguera había un niño jugando con unas bolas.
El jefe, dirigiéndose a él, le dio la flauta y le dijo:
-Woitek, vete aprendiendo a tocar; algún día serás nuestro jefe.
A la joven la echaron dentro de una cueva, des­pués de atarla. Y comentaban la manera de darle muerte, cuando un vigía les anunció que iba a pasar un convoy escasamente guardado. Todos salieron precipitadamente, dejando al niño de guardián de la prisionera.
Natchenka llamó al niño y le pidió que la liber­tase; mas el niño no quería. Después de una larga disputa, las promesas de la joven le convencieron y abrió la celda.
Salieron los dos huyendo y vagaron tres noches por el bosque, hasta que, por fin, encontraron un ca­mino que les condujo a una ciudad,'guardada por un castillo; hasta allí se arrastraron y cayeron des­mayados ante los muros.
El dueño del castillo era el gran Poderski. Los me­tieron en la cama y les dieron a beber leche caliente. Los infelices no pudieron hablar hasta el otro día. Entonces Natchenka contó lo sucedido. PodeTSki puso una cara muy larga y mandó llamar a su her­mano, que era un capitán de las fuerzas del rey de Polonia, para que viniese con refuerzos, por si ata­caban los bandidos. Éstos, al volver a su guarida, encontraron que la doncella se había escapado; pro­rrumpieron en gritos de furor y en el acto siguieron la pista hasta el paradero de Natchenka y de Woitek.
El jefe se disfrazó de fraile, con tres forajidos más, y metió a los otros en sacos, como si fuesen provisio­nes. Así entraron en la población y pasaron por de­lante de la guardia sin que se sospechase lo que traían.
Mas Woitek, que era más listo de lo que se habían imaginado los bandidos, se metió en la cuadra y creyó reconocer uno de los caballos. Se fue co­rriendo y se lo dijo a Poderski. Éste le aconsejó cau­tela, y por la noche entró otra vez en la cuadra; abrió uno de los sacos y metió la mano; rozó el cabello del bandido que estaba dentro, y creyendo éste que era el jefe, le preguntó si era la hora, y Woitek, disfra­zando la voz, le contestó que no. Por fin llegó el ca­pitán, lo cual tranquilizó a todos los presentes, puesto que con él traía una buena escolta. Los bandidos in­tentaron el asalto; mas fracasaron. Todos fueron ahorcados, en castigo de los desmanes que habían cometido, y el último de ellos, antes de ser senten­ciado, fue obligado a llevar a los soldados a su gua­rida, donde el tesoro de la banda fue repartido entre los pobres del pueblo.
Natchenka no esperó el final del suplicio para atravesar el bosque corriendo e ir a casa de sus pa­dres, que ya la habían dado por muerta.
El regocijo fue general y se celebró con grandes fiestas la vuelta de la desaparecida.

125. anonimo (polonia)

Los ojos malditos

A orillas de un río se alzaba un castillo magnífico, de color rojo. Quien habitaba en él no vivía más que con su viejo criado, porque tenía la gran desdicha de tener los ojos hechizados, de tal manera que todo lo que miraba caía muerto al instante. Tal era su in­fortunio, que aun las cosas inanimadas padecían de su maleficio; por ejemplo: si miraba una bella mansión, a los pocos días un huracán la desolaba, y así todo. Este hombre, que estaba en la plenitud de su vida, se encerró en su castillo y decidió no ver nada ni a nadie. Toda su servidumbre le había abandonado, pues ninguno podía escapar a los efec­tos de aquellos ojos malditos; no le quedaba más que su viejo servidor, que le había mecido en la cuna, al cual el hechizo de sus ojos no le producía efecto alguno. A tal punto había llegado su desgra­cia, que ni siquiera podía mirar su propia finca. Una vez, que observó sus graneros, un incendio se de­claró en ellos.
Los navegantes del río que transportaban su ma­dera en barcazas evitaban mirar al castillo, y malde­cían al dueño de tan fúnebre mansión.
Este castillo sólo tenía ventanas por el lado que daba al río, para evitar que su señor pudiese hacer daño a ningún transeúnte.
Un día, un batelero que se sintió más valiente que los demás, dijo a sus compañeros:
-Quiero ver al señor de los ojos malditos.
Éstos le aconsejaron que no lo hiciera. Mas el hombre, empeñado en demostrar que todo era men­tira, se fue al castillo y llamó a la puerta. El viejo Es­tanislao trató de convencerle de lo contrario; mas el hombre insistió en voz alta. A los gritos, salió el dueño del castillo, a quien le molestaba mucho que le perturbasen después de comer; arrojó sobre el in­feliz batelero una mirada de enojo, acordándose de­masiado tarde su influjo sobre la gente. El infeliz rodó por tierra, exánime.
Desde entonces, los bateleros, al nombre de Trud­nowski, hacían la señal de la cruz, mirando en otra dirección cuando pasaban por delante del castillo maldito.
Un día, le dijo su señor a Estanislao:
-Hace mucho tiempo que vivimos solos.
-Sí, señor, mucho -contestó el criado.
-Sí -murmuró el potentado; como un ermi­taño sin vocación, como un leproso sin lepra.
-¿Qué queréis, señor? Hay que resignarse -ase­guró Estanislao.
Aquel día se oyeron los lamentos de un viejo ante la puerta del castillo, que decía
-¡Socorro! Mi mujer ha muerto y mi hija tam­bién.
Los dos salieron corriendo para auxiliar a los in­felices y encontraron un trineo volcado. Desemba­razaron a la mujer, y de debajo salió una melena rubia, que pertenecía a una niña muy asustada y medio muerta de frío.
Los llevaron al comedor, junto al fuego de la chi­menea, y poco a poco los entumecidos miembros de los caminantes reaccionaron.
Esa noche, Trudnowski durmió poco; por la ma­ñana temprano estaba ya en el salón principal, di­ciéndole a su criado, con alegre sonrisa:
-No hagas ruido, que vas a despertar a mis huéspedes.
Estanislao también se sonrió al ver a su amo feliz y contento.
El buen caballero se enamoró de la chiquilla que el destino había llevado a su casa, y un buen día le pidió su mano al padre. Éste se atusó el bigote, contestándole:
-Me lo estaba esperando; es usted de mi agrado.
Meses más tarde contrajeron matrimonio, y Trud­nowski llevaba los ojos vendados para no ver a nadie.
La mujer, que era muy delicada, terminó por en­fermar. Estando en el lecho, le dijo llorando:
-Por Dios, mírame.
Mas él contestó:
-Tú sabes que eso es imposible; pero te diré lo que voy a hacer: me los arrancaré, y, de esta manera, no haré daño a nadie.
Ella, horrorizada, escondió la cabeza bajo las sá­banas, y esa noche nació el primer hijo. Por la noche, se oyeron dos gritos: en aquel momento veía el sol por primera vez un niño y Trudnowski veía el múndo por última vez. Por el suelo rodaban dos ojos azules, inmensos.
Los lobos aullaron toda la noche, sin descanso. Mas ¿qué hacer con los ojos? Al río no los podían tirar; quemarlos, tampoco. Entonces, el fiel servidor dijo:
-Señor, yo me encargaré de eso.
Cogió los ojos, los envolvió bien, como si tuviese miedo de que se le escapasen, y salió del castillo. El buen viejo caminó toda la noche y, cuando creyó que se encontraba a bastante distancia del castillo, sacó una azada que había llevado consigo y se puso a cavar. Estanislao era viejo y tuvo que parar mu­chas veces. Pero por fin hizo un hoyo bastante pro­fundo para su gusto; ahí depositó los dos terribles. ojos ensangrentados y tapó el agujero. Por fin, el viejo sonreía. Se tumbó en la tierra, porque estaba muy cansado; cerro los ojos y se quedó dormido. Llegó la noche y.Estanislao no se movía; cayó el hielo del cielo y todavía Estanislao no se movía. Así entregó su alma el que había entregado su vida por salvar a su señor.
Largo tiempo le estuvo esperando Trudnowski. Dándose cuenta, por fin, de que algo le habría pa­sado, mandó celebrar varias misas por su fiel servi­dor y le lloró muchos años.
Largo tiempo ha pasado. En el castillo todo es fe­licidad. Los campos están labrados; los colonos ya no tienen miedo de saludar a su señor. El mismo Trudnowski parece más joven y las cuencas de sus ojos se han cicatrizado y ahora la luz de sus ojos va­cíos son su mujer y su hijo.

125. anonimo (polonia)

La gallina que quiso ser papisa, y el gallo, papa

De entre las muchas cosas inverosímiles que hay en el mundo, una es la leyenda de cómo un gallo y una gallina fueron a Roma.
Era un magnífico día de mayo, cuando la gallina, que era la más osada, le dijo al gallo:
-Oye, ¿por qué no nos vamos a Roma?
Figúrense la cara que puso el gallo. No obstante, dada su esmerada educación, pues era un gallo de raza fina, le preguntó:
-¿Y qué vamos a hacer allí?
La gallina le miró de reojo y contestó:
-Pues mira: tú serás papa, y yo, papisa.
La indignación del gallo no tuvo límites y la apos­trofó duramente, exponiéndole con mucha cordura adónde la podría conducir su exceso de orgullo.
Como sucede muchas veces, la plática no sirvió de nada y la gallina se retiró de su presencia.
Poco durmió el gallo esa noche, a pesar de su sa­biduría; eso del viaje a Roma le llenaba la imagi­nación.
«¿Por qué no hemos de ir? -se preguntaba. Al fin y al cabo, yo soy tan importante que hasta el sol responde a mi llamada. Quizá pudiese llegar a papa.»
Al día siguiente, se fue a buscar a la gallina, a in­dagar qué tal había pasado la noche y si la puesta del huevo matinal había sido buena. Mas la gallina se había levantado de mal talante y se estaba que­jando de todo: que la comida era mala, que los sitios destinados a poner los huevos están sucios:..; en fin, de mil y mil cosas más. Total: el gallo vio que la ga­llina estaba de mal humor por lo del viaje y empezó su labor:
-Oye, querida, ¿sabes que lo del viaje a Roma me está empezando a gustar? Al fin y al cabo, ¿por qué no hemos de ir?
La gallina aprovechó la ocasión y le dijo:
-Mira, eso es culpa tuya; porque si quisieses, partiríamos ense-guida. Tú serías papa, y yo, papisa.
El gallo se hizo rogar un poco, y por fin cedió.
Para transportarse en tan largo viaje, se constru­yeron una especie de vagón de cortezas de árbol, briznas, barro, etc., y a él enjaezaron cuatro razones. Como es natural el gallo iba de auriga y la gallina de pasajera. Habría caminado un buen rato, cuan­do oyeron que una voz les daba los buenos días. Mi­raron para arriba y vieron una paloma, que les preguntó:
¿Adóndé os dirigis?
La gallina contectó que iban a Roma y que el gallo iba a ser papa y ella papisa. La paloma rogó que se la llevasen consigo, diciendo que ell les serviría de doncella. A la gallina, eso de tener doncella le encantó y, a pesar que de los gruñidos del gallo dijo que sí. La paloma se comprometio a volar cuando viniesen cuestas arriba. La comitiva prosiguió su camino con un pasajero más.
Habrían andado una jornada, cuando otra vez fueron saludados. Esta vez por una corneja, que les preguntó adónde se dirigían. El gallo contestó que a Roma, que él iba a ser papa y la gallina papisa, aña­diendo que la paloma iba de doncella. La corneja rogó que la llevasen; mas la gallina protestó, di­ciendo que la carga ya era demasiado pesada y que los caballos que llevaban se cansarían antes de lle­gar. Mas la corneja insistió diciendo que iría de co­cinera y que en las cuestas arriba volaría, para ayu­dar a los animalitos que llevaban la carga. Tan pronto oyó el gallo lo de la cocina, convenció a la gallina, pues a él le gustaba comer bien, e incluye­ron a la corneja.
He aquí que nuestros amigos prosiguieron su jor­nada con uno de más.
Un poco más allá, se encontraron a un gorrión, que también quería saber adónde iban. El gallo contestó lo mismo, explicando el cometido que lle­vaba cada uno. El gorrión se ofreció de ama de cría; mas la gallina se ruborizó, diciendo que a ella no le hacía falta. Pero el gallo, que se sentía muy fuer­te, viendo al gorrión tan pequeño, le explicó a la gallina que un poco de peso más daba igual. La ga­llina pasó por ello y continuó la caravana.
En esto, nuestros amigos penetraron en un denso bosque, donde al poco rato dieron con un zorro, que estaba sentado al borde del camino. Éste les paró, mirándoles con curiosidad y les hizo la misma pre­gunta que los anteriores. Esta vez, el gallo, viendo el peligro que corrían, se levantó de su asiento y con la cresta toda colorada le dijo que a Roma, a ser papa; que la gallina iba a ser papisa; la paloma, doncella; la corneja, cocinera; el gorrión, ama de cría, y que los ratones eran los caballos. El zorro les preguntó si sabían el camino, a lo cual contestaron que no; pero que eso era cuestión de los ratones. El zorro les miró solícito y les contó que era una verdadera casuali­dad, porque él también había decidido ir a Roma a llorar sus pecados y que, por lo tanto, irían todos juntos, porque el bosque estaba lleno de lobos, y así él los podría proteger.
Anduvieron un rato, y el zorro les explicó que ha­bían llegado a un sitio donde él conocía un camino secreto que pasaba por debajo de la montaña, que era mucho más seguro. La gallina no quería seguir adelante. Pero los demás calmaron sus temorés y todos entraron en el pasadizo, conducidos por el zorro. La paloma se quejó de que aquello era dema­siado oscuro, mas el zorro le aseguró que dentro de poco verían la luz. Así fue, y a la vuelta de un recodo salieron a una especie de caverna, que no era más que la guarida del zorro. Cuando todos estuvieron dentro, el zorro cerró la única puerta de escape y se sentó sobre la cola, relamiéndose el hocico.
-Ahora -les dijo- vais a pagar vuestras culpas, cada uno como se las merece.
Y dirigiéndose al gallo, le dijo:
-Tú, gallo, me despiertas todas las mañanas con tu canto. Y en castigo a eso, te mataré.
Y de una dentellada lo mató.
-Tú, gallina, siempre pones tus huevos sobre las cenizas, por lo cual me he quemado muchas veces las patas; en castigo, te mataré también.
Y de un mordisco la mató.
-Tú, corneja, por hacer tus nidos tan altos que no puedo alcanzar a tus crías, te mataré también.
Una cosa parecida le dijo a la paloma, y la mató.
Entonces se dirigió al gorrión, que en todo este tiempo había estado trabajando sin cesar con el pico y con las uñas, y le dijo:
-Gorrión, prepárate a morir.
Mas el gorrión le contestó:
-¿Por qué me vas a matar a mí que soy tan pe­queño, teniendo ahí manjares tan suculentos?
Y en el momento en que el zorro iba a saltar sobre él, se escapó por un agujero que había hecho, dán­dole las gracias por su fina amabilidad.
Los ratones aprovecharon el intervalo de la ira del zorro para escaparse por el mismo agujero que la laboriosidad del gorrión les había brindado.
El único que llegó a Roma fue el gorrión; de todos los que salieron, el más humilde.
Así ocurre muchas veces en la vida.

125. anonimo (polonia)

El poder magico de tchernucha

Hubo una vez, lejos de aquí y de allí, un castillo, el Wewel, sobre el Vístula. Recibía el vasallaje de cuantos reinos le rodeaban. Su rey, llamado Wenet, tenía un ejército compuesto de tres regimientos: uno de infantería, uno de cosacos y uno de caballería, que con sus poderosas armas hacían temblar al ene­migo en sus tiendas.
Los tres regimientos estaban mandados por tres paladines a cual mejor, y tres eran también las hijas del Rey: Landochka, Diewonka y Sasanka; todas bellísimas e instruidas por los trabajos de su madre, la reina Weneta.
Todo esto llegó a oídos del terrible Tchernucha, horrible mago de barbas enmarañadas y pelo negro como ala de cuervo. Sus ojos insondables miraban a través de sus lentes con las cuales veía a mil leguas de distancia y a través de toda materia; siempre iba acompañado de una varita mágica, que era la que le daba el poder tan temido y casi igualado al del pro­pio diablo.
El terrible Tchernucha, envalentonado con tanto poder, pidió la mano a una de las hijas del rey de Polonia. Llegaron los embajado-res, ante el terror de todos los presentes, porque sabían que las hijas del rey Wenet amaban a los caudillos de los regimien­tos. Éstos, al enterarse de lo sucedido, quisieron ata­car en el acto a los embaja-dores de Tchernucha y matarlos; mas los Reyes les recordaron la inviolabi­lidad de la persona de los embajadores. Volvieron éstos con la negativa del Rey, dejando sentado que la culpa directa era de los tres jóvenes en cuestión.
Tchernucha juró vengarse; mas como su poder no llegaba hasta el exterminio, los fue encantando uno a uno con todos sus regimientos. Al primero le co­rrespondió ser transformado en cuadrilla de lobos; al segundo, en bandada de osos, y al tercero, en ma­nada de fieros bisontes. Todo esto transcurrió de noche y nadie lo advirtió. Solamente los centinelas, desde sus atalayas, pudieron avisar al Rey, con es­pantados ojos, cómo de los pueblos y campos no quedaba más que un desierto segado por las feroces bestias. Todo fue cerrado: puertas y ventanas. Nadie se atrevía a asomarse. Pero un día llegaron los lobos por millares capitaneados por un lobo gigantesco. El Rey salió a las murallas y el lobo que mandaba le dijo:
-Dame por mujer a tu hija Landochka.
Ante la confusión del Rey, el lobo amenazó con asaltar el castillo y destruir a todos los ocupantes. La hija mayor al oír esto se hincó de rodillas y le pidió a su padre que si alguien tenía que morir que la de­jasen a ella; pero que, a lo mejor, no le pasaba nada. Por fin, consintieron, y Landochka fue entregada a los lobos por medio de una cadena. Al pasar al lado del capitán de .ellos, vieron con asombro cómo le lamía los pies el lobo y que después de subirse sobre él desaparecieron en el bosque.
Al día siguiente, hasta donde la vista abarcaba, se llenó de enormes osos, que pidieron al Rey su hija Diewonka, con las mismas amenazas que el día an­terior los lobos. El Rey, tras largo llanto y a petición propia de su hija, la entregó a los osos, de la misma manera que a su hermana. Al quedar delante del oso jefe, ocurrió lo mismo. El oso se arrodilló, la subió encima y se la llevó en dirección al bosque.
Al tercer día todos despertaron por el furioso ga­lope de miles de cascos. Al asomarse, descubrieron que toda la llanura estaba cubierta de feroces bison­tes, capitaneados por uno más grande que los demás. Éstos pidieron la última de sus hijas, Sasanka. Por mucho que el Rey lloró, su hija Sasanka se fue con los bisontes, de la misma manera que las demás.
Pasaron los años y los reyes tuvieron un hijo varón, al cual pusieron el nombre de Zbigniew. El chico creció en fortaleza y templanza, hasta que, por fin, el padre le contó por qué estaban siempre tan tristes. En el acto el hijo pidió la bendición para ir a rescatar a sus hermanas a las cuales no conocía. Después de mucho rogar, el padre se la dio y el hijo pequeño partió en uno de los mejores corceles, con rumbo desconocido.
Había caminado un rato, cuando se encontró con dos hombres que se estaban peleando a muerte para repartirse unas prendas que les había dejado su padre, que acababa de expirar. El príncipe no com­prendía el porqué de la pelea, hasta que le explica­ron las cualidades mágicas de cada prenda. El que tenga la capa volará a través de los espacios; el que se calce estas botas, avanzará leguas a cada paso, y el que se ponga el sombrero se hará invisible. Y los dos siguieron dándose puñetazos. El príncipe, ni corto ni perezoso, se quitó su capa y sus botas, les dejó el caballo y una bolsa llena de dinero, y se puso esas prendas y desapareció. Poca distancia le pare­cía que había andado, cuando descubrió el para­dero de los lobos. Gracias al sombrero invisible, logró penetrar en el campamento de los lobos, don­de halló a su hermana Landochka acariciando a un formidable lobo. Esperó, y cuando se ausentó el te­mible animal, se le apareció y le dijo quién era; mas ella no le podía ayudar, pero le encomendó a casa de su hermana, que habitaba con los osos. Ahí llegó nuestro héroe y se encontró a Diewonka; se dio a co­nocer por el mismo método. Mas tampoco sabía ella nada; pero quizá supiese algo Sasanka, que habi­taba con los bisontes.
Zbigniew emprendió otra vez el camino, encon­trando a su otra hermana; mas ella tampoco sabía nada y le aconsejó que visitase a un santo eremita que todo lo sabía. Sin perder tiempo, allá se fue el príncipe, y después de un largo viaje llegó, por fin, a un desierto, donde encontró al sabio anacoreta, que le dijo:
-Esto es muy difícil; pero si sigues mis consejos, es probable que lo logres. Coge tu arco y mata a la primera paloma que te encuentres; ábrela con mucho cuidado, y dentro de ella hallarás el huevo que iba a poner. Con eso matarás al terrible mago Tchernu­cha; mas ten cuidado de no romper el huevo.
Le bendijo el santo, y el impetuoso joven partió en busca de lo que quería. Por fin encontró la pa­loma, la mató y sacó el huevo, que guardó con mucho cuidado. Largo rato estuvo caminando hasta dar con el castillo del feroz mago. Por fin lo halló, y de un salto se subió sobre los muros y vio al mago contemplando las estrellas. El mago se volvió al oír el ruido. Fue lo último que oyó. El joven lanzó el huevo, que fue a romperse contra la frente del mago. Apareció un agujerito, de donde brotó una llama violácea, y en pocos segundos se quedó reducido a un montón de cenizas.
De allí se dirigió a las moradas de sus hermanas, puesto que, muerto Tchernucha, había desapare­cido el encantamiento, y todos felices volvieron a casa de sus padres, que tanto les habían llorado.

125. anonimo (polonia)