Hay en el interior de la
fortaleza de la Alhambra, y frente al Palacio Real, una explanada grande y
extensa, llamada Plaza de los Aljibes. Toma su nombre de
los grandes depósitos de agua subterráneos que existen en ella desde el tiempo
de los moros. En un extremo de la plaza se ve un pozo árabe, cortado también en
el corazón de la roca, de una gran profundidad -que comunica con los Aljibes- y
cuya agua es fresca como la nieve y tan limpia y transparente como el cristal.
Los pozos abiertos por los moros gozan de gran fama, pues es bien sabido qué
esfuerzos empleaban hasta dar con los nacimientos y manantiales más puros y
agradables. Este pozo de que nos estamos ocupando es célebre en Granada,
principalmente porque los aguadores que de él se surten -unos con grandes
garrafas a las espaldas, y otros con jumentos llevándoles los cántaros- están
subiendo y bajando por las pendientes y frondosas alamedas de la Alhambra desde
por la mañana muy temprano hasta las horas bien avanzadas de la noche.
Las fuentes
y los pozos -desde los remotos tiempos de las Sagradas Escrituras- han sido muy
notables, por constituir los sitios de concurrencia y conversación en los
países cálidos. Ahora bien, el pozo de nuestra Alhambra es asimismo una especie
de tertulia perpetua, que dura todo el santo día, formada por los inválidos,
las viejas y todos los vagos y curiosos de la fortaleza, que se sientan sobre
los bancos de piedra, bajo un toldo que se extiende sobre el brocal para resguardar
del sol al cobrador. Allí se charla acerca de los sucesos de la fortaleza, se
pregunta a los aguadores que van llegando por las noticias que corren en la
capital, y se hacen largos comentarios sobre todo cuanto se ve y todo cuanto se
oye. No hay hora del día en que no se oiga cuchichear a las comadres y
holgazanas domésticas, que van allí con cántaros en la cabeza o en la mano,
ansiosas de enterarse del último tema de conversación de la cháchara sempiterna
de aquella buena gente.
Entre los
aguadores que concurrían a este pozo había uno robusto, ancho de espaldas y
corto y zambo de piernas, llamado Pedro Gil, conocido más bien por Peregil,
por contracción y abreviatura. Siendo aguador, tenía que ser gallego, pues la
Naturaleza parece haber formado razas, así de hombres como de animales, para
cada una de las diferentes ocupaciones; en Francia todos los limpiabotas son
saboyanos; los porteros de las casas, suizos; y cuando se usaban tontillos y
pelo empolvado en Inglaterra, nadie más que los irlandeses se cargaban con una
silla de manos. Lo mismo sucede en España: los aguadores y mozos de cordel son
todos robustos gallegos; nadie dice «Tráeme un mozo de cordel», sino «Anda y
tráeme un gallego».
Volviendo a
nuestra historia, Peregil, el gallego había empezado su
oficio con una sola garrafa grande, que llevaba a la espalda; poco a poco fue
prosperando, y pudo comprar una ayuda, consistente en un animal, el más útil
para su profesión; un pollino fuerte y de pelo largo. A cada costado de su
orejudo cirineo, y en las correspondientes aguaderas, llevaba colocados sus
cántaros, cubiertos con hojas de higuera para protegerlos del sol. No había en
toda Granada otro aguador más trabajador ni más alegre que Peregil;
en las calles resonaba su hermosa voz vibrante, cuando iba detrás de su
pollino, pregonando con el usual grito de verano que se oye en todos los
pueblos de España: «¿Quién quiere agua? ¡Agua más fría que la nieve!» Cuando
servía a un parroquiano el limpio vaso, le dirigía siempre alguna frasecilla
que le hiciese sonreír; y si tal vez atendía a alguna hermosa dama o remilgada
señorita, le endilgaba una picaresca mirada o algún gracioso requiebro, con lo
que el hombre se hacía irresistible. De tal manera, Peregil,
el gallego, era tenido en toda Granada por el más cortés, jovial y feliz de los
mortales. Pero, ¡ay!, en este mundo el que canta y bromea más suele ser a veces
el que devora más pesares; así, bajo toda su aparente alegría, el honra-do Peregil sufría mil penas y quebrantos. Tenía
el infeliz una extensa familia, una numerosa prole harapienta, a la que era
preciso dar el sustento, y la cual se le agolpaba hambrienta cuando volvía de
noche a su tugurio, exhalando gritos, cual nido de pollos de golondrinas,
pidiéndole a voces de comer. Su esposa y compañera le servía de todo, menos de
alivio; guapa lugareña, antes de casarse se había hecho notable por su
habilidad en bailar el bolero y en tocar las castañuelas, aficiones primitivas
que todavía conservaba, pues o bien gastaba en fruslerías el jornal que con tanto
trabajo y afán ganaba el pobre Peregil, o bien se apoderaba del
pollino para irse de jolgorio al campo los domingos, los días de los santos y
los innumerables días feriados, que en España son casi más numerosos que los
días de trabajo. Mujer desidiosa y abandonada, gustaba de estarse tendida a la
larga; pero, sobre todo, era una bachillera incansable, que abandonaba su casa,
sus hijos y sus quehaceres domésticos por irse, en chanclas, de visiteos a las
casas de sus habladoras vecinas.
Pero Aquel
que regula el viento para la esquilada oveja acomoda también el yugo del
matrimonio a la sumisa cerviz. Peregil sobrellevaba pacientemente los
despilfarros de su esposa y de sus hijos con tanta humildad como su pollino
llevaba los cántaros del agua; y, aunque algunas veces se quedaba pensativo y
caviloso, nunca se atrevió a poner en duda las virtudes caseras de su
descuidada esposa.
Amaba a sus
hijos del mismo modo que el búho ama a sus polluelos, viendo en ellos
multiplicada y perpetuada su propia imagen, pues eran fornidos, de pequeña
estatura y cortos y zambos de piernas, como él. El mayor placer del honrado Peregil,
cuando podía darse el gusto de celebrar un día de fiesta, por tener ahorrados
unos cuantos maravedises, cifrábase en coger a toda su prole, y unos en brazos,
otros agarrados a su chaqueta y andando por su pie, llevarlos a disfrutar en
saltar y brincar por las huertas de la Vega, mientras que su mujer se quedaba
de baile con sus amigotas en las Angosturas del Darro.
Era una
hora bastante avanzada de cierta noche de verano, y ya casi todos los aguadores
descansaban de su tarea. El día había sido extraordinariamente caluroso, y se
presentaba una de esas deliciosas noches que tientan a los habitantes de los
climas meridionales a desquitarse del calor enervante del día, quedándose al
aire libre para gozar de la frescura de la atmósfera hasta cerca de la medianoche. Aún
había por las calles consumidores de agua, por lo que Peregil,
como considerado y amantísimo padre de sus hijos, se dijo pensando en sus
retoños: «Daré un viaje más a los Aljibes para ganarles el puchero del domingo
a los chiquillos». Y así diciendo, emprendió con paso firme la pendiente
alameda de la Alhambra, cantando por el camino y descargando de vez en cuando
un varazo mayúsculo en los lomos de su borrico, como por vía de compás a su
canturía o de refresco para el animal, pues en España les sirve de forraje el
garrotazo limpio a las bestias de carga.
Cuando
llegó al pozo lo encontró enteramente desierto, excepción hecha de un solitario
extranjero vestido a la guisa morisca, que se veía sentado en uno de los bancos
de piedra a la luz de la luna. Peregil se detuvo de pronto, y lo miró con
extrañeza mezclada de terror; pero el moro le hizo señas para que se le
acercase.
-Estoy muy
débil y enfermo -le dijo; ayúdame a volver a la ciudad y te daré el doble de
lo que puedas ganar con tus cántaros de agua.
Ayudó, por
lo tanto, al moro a montar en su burro, y partió con él a paso lento para
Granada; pero el pobre musulmán iba tan extenuado, que fue necesario irle
sosteniendo sobre el animal para que no diese en tierra con su cuerpo.
-¡Ay! -dijo
el moro con voz apagada. No tengo casa ni hogar, pues soy extranjero en este
país. Permíteme que pase esta noche en tu casa y te recompensaré espléndidamente.
De esta
suerte viose el bueno de Peregil, cuando menos lo pensaba, con
el compromiso de un huésped infiel; pero el hombre era demasiado bueno y
compasivo para negar una noche de hospitalidad a una pobre criatura que se
hallaba en situación tan deplorable; por consiguiente, condujo al árabe a su
morada. Los chiquillos, que le habían salido a su encuentro, gritándole, como
de costumbre, al oír los pasos del pollino, huyeron asustados cuando vieron al
extranjero del turbante, y se fueron a cobijar detrás de su madre, la cual se
abalanzó enfurecida, como una gallina delante de sus polluelos cuando se le
acerca un perro.
-¿Qué
camarada es el infiel ese con que te nos vienes a la casa a estas horas, para
atraernos las miradas de la Inquisición? -dijo gritando la mujer.
-¡No te
incomodes, mujer! -le respondió el gallego. Es un pobre extranjero enfermo,
sin amigos y sin hogar. ¿Habrás tú de querer arrojarle, para que perezca en
medio de esas calles?
La mujer
hubiera seguido oponiéndose, pues, aunque habitante de una mala choza, era
celosa guardadora del crédito de su casa; el pobre aguador, sin embargo, se
puso serio por primera vez en su vida y se negó a acceder a los deseos de su
esposa. Ayudó, por lo tanto, al pobre musulmán a apearse del burro, y le extendió
una estera y una zalea en el sitio más fresco de la casa, única cama que podía
ofrecerle en su pobreza.
Al poco
tiempo se vio acometido el moro de convulsiones que desafiaban todo el arte
médico del sencillo aguador. Los ojos del pobre paciente expresaban su
gratitud. En un intervalo de sus accesos llamó al aguador a su lado y,
hablándole en voz baja, le dijo:
Y, así
diciendo, entreabrió su albornoz y dejó ver una cajita de madera de sándalo
pendiente de su cuerpo.
-Dios haga,
amigo mío -replicó el honrado gallego, que viváis muchos años, para disfrutar
de vuestro tesoro o lo que quiera que sea.
El moro
movió la cabeza, puso su mano sobre la caja y quiso decir algo acerca de ésta,
pero sus convulsiones se repitieron con mayor violencia, y a poco expiró.
-Esto nos
sucede -le decía- por tus bobadas, por meterte siempre donde no puedes salir
para servir a los demás. ¿Qué va a ser de nosotros cuando encuentren este
cadáver en nuestra casa? Nos mandarán a presidio por asesinos; y, si escapamos
con el pellejo, nos arruinarán los escribanos y alguaciles.
El pobre Peregil se hallaba también atribulado, y casi
empezó a arrepentirse de haber ejecutado aquella buena obra. Al fin le iluminó
una idea salvadora.
-Todavía no
es de día -dijo; puedo sacar el cuerpo del muerto fuera de la ciudad y
sepultarlo bajo la arena en la ribera del Genil. Nadie vio entrar al moro en
nuestra casa, y nadie sabrá nada de su muerte.
Dicho y
hecho. Ayudole su mujer, y envolvieron el cadáver del infortunado musulmán en
la estera donde había expirado; pusiéronle después atravesado en el burro, y
salió con él en dirección a la ribera del río.
Quiso la
mala suerte que viviese frente del aguador un barbero llamado Pedrillo Pedrugo,
el mayor charlatán, averiguador de vidas ajenas y el hombre más perverso del
mundo; con su cara de comadreja y sus patas de araña, era un tío en extremo
astuto, solapado y malicioso; ni el mismo famoso Barbero
de Sevilla le iba en
zaga en esto de enterarse de los negocios de todo el mundo -de los que, por
cierto, el hombre guardaba gran secreto, pues en él caían como agua en cedazo.
Decían las gentes que dormía con un ojo abierto y con el oído alerta; por lo
cual, aun durmiendo, veía y oía y se enteraba de todo cuanto pasaba. Lo cierto
es que el tal Pedrillo era la crónica escandalosa de Granada, y que tenía más
parroquianos que todos los de su gremio.
Este
entrometido rapabarbas oyó llegar a Peregil a una hora sospechosa de la noche, y
luego hirieron sus oídos las exclamaciones de la mujer y de los hijos del
aguador. Asomose inmediatamente por un ventanillo que le servía de
observatorio, y vio a su vecino que ayudaba a entrar en su casa a un hombre
vestido de moro. Era esto tan extraño y peregrino, que Pedrillo Pedrugo no pudo
pegar un ojo en toda la noche, asomándose al ventanillo cada cinco minutos y
observando la luz que brillaba por las rendijas de la puerta de su vecino,
hasta que le vio salir, antes de romper el día, con su pollino muy cargado.
El curioso
barbero, deshecho de impaciencia, se vistió en un abrir y cerrar de ojos, y,
saliendo cautelosamente, siguió al aguador a larga distancia, hasta que le vio
haciendo un hoyo en la arena ribera del Genil y enterrar después un bulto que
parecía un cadáver.
Diose prisa
el barbero en regresar a su casa, y empezó a dar vueltas y revueltas por la
tienda, colocándolo y haciendolo todo mal y de mala manera, hasta tanto que vio
salir el sol. Entonces tomó una bacía debajo del brazo y se dirigió a casa del
alcalde, que era su cliente cotidiano.
El alcalde
se acababa de levantar en aquel momento. Pedrillo Pedrugo le hizo sentar en una
silla, púsole el paño para afeitar, colocole la bacía con agua caliente en el
cuello, y empezó a ablandarle la barba con los dedos.
-¡Qué cosas
pasan tan grandes! -dijo Pedrugo, oficiando a la vez de barbero y de charlatán.
¡Qué cosas! ¡Qué cosas! ¡Un robo, un asesinato y un entierro en una misma
noche!
-Digo
-continuó el barbero, pasando a la vez el jabón por las narices y la boca de la
autoridad (pues los barberos españoles se desdeñan de usar brocha)- digo que Peregil el gallego ha robado y asesinado a un
moro y le ha enterrado en esta misma maldita noche.
-¡Oiga
usted con calma, señor, y se enterará de todo! -decía Pedrillo agarrándole por
la nariz mientras le pasaba la navaja por sus mejillas.
Y ce por be
contó al alcalde todo cuanto había visto, haciendo dos cosas a la par: afeitar,
lavar y enjugar el rostro del alcalde con la sucia toalla, al mismo tiempo que
robaba, asesinaba y enterraba al musulmán.
Es el caso
que el tal alcalde era el déspota más insufrible y el más codicioso e
insaciable avariento que se conocía en Granada. Con todo, no se puede negar que
tenía en bastante estima la justicia, pues el hombre la vendía a peso de oro.
Presumió, pues, que el caso en cuestión era un robo con asesinato, y que debía
ser de bastante consideración lo robado. ¿Cómo se arreglaría para ponerlo todo
en las legítimas manos de la ley? Atrapar sencillamente al delincuente no era
sino dar carne a la horca; pero atrapar el botín sería enriquecer al juez, y
eso es lo que él consideraba el fin principal de la justicia.
Y así
discurriendo, mandó llamar al alguacil de su mayor confianza, el cual era una
buena pieza: un tipo de rostro enjuto y famélico, vestido a la antigua
española, según correspondía a su cargo, con un sombrero ancho de castor con
alas vueltas hacia arriba por ambos lados, con cuello almidonado, capilla negra
colgando de los hombros y traje raído también negro, que dibujaba su raquítica
contextura de alambre, y con su vara en la mano, como distintivo e insignia
temible de su autoridad. Tal era el sabueso de antigua raza española a quien el
alcalde puso sobre la pista del infortunado aguador, y tal fue su diligencia y
su olfato, que al punto estaba ya pisando los talones del pobre Peregil,
quien aún no había acabado de llegar a su casa, y, cogiéndole, le llevó en
compañía del borrico ante la presencia del magistrado popular.
Dirigió el
alcalde una mirada terrible al pobre gallego y le dijo con voz amenazadora, que
le hizo caer, trémulo, de rodillas.
-¡Oye, infame!
No intentes negar tu delito, pues lo sé todo. La horca es el castigo que te
espera por el crimen que has cometido; pero yo, que soy compasivo, estoy
dispuesto a escuchar lo que sea razonable. El hombre que ha sido asesinado en
tu casa era moro, un infiel enemigo de nuestra fe, y sin duda tú le mataste en
un rapto de celo religioso; por lo tanto, quiero ser indulgente contigo, pero
entrégame lo que le has robado y le echaremos tierra al asunto.
El pobre
aguador ponía por testigo de su inocencia a todos los santos de la corte
celestial; mas, ¡ay!, ninguno venía en su ayuda, y, aunque se le hubiera
presentado, el alcalde no hubiera dado crédito ni al santoral entero. El
gallego contó toda la historia del moribundo moro con la justificadora
sencillez de la verdad, mas todo fue en vano.
-¿Pretenderás
seguir sosteniendo -le dijo el juez- que el tal moro no tenía ni dinero ni
alhaja, cuando ellas fueron las que tentaron tu codicia?
-Es tan
cierto como que soy inocente, señor -replicó el aguador, que no tenía más que
una cajita de sándalo, que me legó en premio de mi servicio.
-¡Una caja
de sándalo!, ¡una caja de sándalo! -exclamaba el alcalde, y le brillaban las
pupilas ante la esperanza de que sería una preciosa joya. ¿Dónde está esa caja?
¿Dónde la has escondido?
-Con perdón
de usía, está en una de las aguaderas de mi burro, y enteramente al servicio de
su señoría -contestó el aguador.
No bien
acabó de pronunciar estas palabras, cuando el astuto alguacil salió a escape y
volvió en un santiamén con la misteriosa caja de sándalo. Abriola el alcalde
con mano trémula, y se aproxima-ron todos para ver los tesoros que esperaban
que contuviese, cuando, ¡oh desencanto!, no había en el interior de ella más
que un rollo de pergamino escrito con caracteres arábigos y un cabo de bujía de
cera amarilla.
Cuando no
se va ganando nada con que un prisionero aparezca convicto y confeso, la
justicia, aun en España, se inclina siempre a ser imparcial. Así, pues, cuando
el alcalde se rehízo del chasco que había llevado y vio que no había en
realidad botín alguno de que echar mano, escuchó ya desa-pasionadamente las
explicaciones que le daba el aguador, corroboradas además con el testimonio de
su mujer. Convencido, por consiguiente, de su inocencia, lo absolvió de la pena
de arresto permitiéndole llevarse la dichosa herencia del moro, o sea la famosa
caja de sándalo y su contenido, en justo premio de su humanidad, si bien le
embargó el borrico para pago de costas.
Y he aquí
otra vez a nuestro infortunado gallego reducido a tener que llevar el agua a
cuestas, caminando fatigosamente hacia los Aljibes de la Alhambra con la
garrafa a la espalda.
Cierta vez
que subía la cuesta arriba con todo el calor del mediodía del estío le abandonó
su acostumbrado buen humor. «¡Perro alcalde! -iba diciendo. ¡Robar a un pobre
los medios de subsistencia; privarme del único apoyo que tenía en el mundo...»
Y dándose al recuerdo de su amado compañero de penas y fatigas, dejaba ver toda
la sensibilidad de su alma. «¡Ay, borriquito de mis entrañas! -exclamaba, dejando
la garrafa sobre una piedra y limpiándose con la manga el sudor que corría por
su frente. ¡Borriquito de mi corazón! ¡Bien seguro estoy, pobre animal, que
estarás echando de menos los cántaros del agua!»
Para alivio
de sus penas, no hacía también sino martirizarle su mujer cuando venía a la
casa, dirigiéndole continuas reconvenciones y quejas, aprovechándose de la
ventaja que le daba el haberle advertido para que no llevase a cabo el noble
acto de hospitalidad que les había acarreado tantos y tantos sinsabores, y como
perra intencionada, aprovechaba cuantas coyunturas se le ofrecían para echarle
en cara la superioridad de su previsión. Si sus hijos no tenían qué comer o si
necesitaban alguna prenda nueva, les decía la taimada con sarcástica ironía:
-Id a
vuestro padre, que a bien que ha quedado por heredero del Rey Chico de la
Alhambra: decidle que os dé del tesoro de la caja del moro.
¿Hubo nunca
mortal más castigado que el pobre Peregil por haber llevado a cabo una buena
acción? El infortunado aguador estaba herido física y moralmente, mas, sin
embargo, llevaba con paciencia los crueles sarcasmos de su mujer. Por último,
cierta noche, después de un día muy caluroso y de gran trabajo, empezó aquélla
a atormentarle, según costumbre, y concluyó el pobre aguador por perder la
paciencia; y, no atreviéndose a contestarla, como sus ojos se fijaran de pronto
en la caja de sándalo que se hallaba en el vasar con la tapa a medio abrir,
cual si se estuviese mofando de él, la cogió y, tirándola al suelo con furia, exclamó:
Pero he
aquí que, al chocar la caja en el suelo, abriose la tapa por completo y salió
rodando el pergamino. Peregil se quedó contemplando silencioso un
rato el misterioso rollo y por último, coordinando sus ideas, dijo para sí:
«¡Quién sabe! ¡Tal vez este escrito sea cosa de importancia, según el gran
esmero con que el moro parecía conservarlo!» Recogió, pues, el pergamino, se lo
guardó en el pecho, y a la mañana siguiente, cuando iba voceando el agua por
las calles, se paró en la tienda de un moro de Tánger que vendía quincalla y
perfumes en el Zacatín, y le rogó que le descifrase su contenido.
-Este
manuscrito es una fórmula de desencantamiento para recobrar un tesoro escondido
que se halla bajo el influjo de un hechizo, y por cierto que tiene tal virtud
que los cerrojos y barras más fuertes y hasta la misma roca viva se abrirán
ante él.
-¡Bah, bah!
-exclamó el gallego. ¿Qué me importa a mí eso? Yo no soy encantador, ni
entiendo una palabra de tesoros ocultos.
Y, diciendo
esto, se echó la garrafa a la espalda, dejó el rollo en manos del moro y se fue
a recorrer sus calles de costumbre.
Mas aquella
noche se fue a sentar un rato, al oscurecer, junto a los Aljibes de la
Alhambra, y encontró allí un coro de charlatanes reunidos, según era costumbre
a aquellas horas de la noche; y he aquí que recayó la conversación en los
cuentos y las tradiciones maravillosas. Como todos eran más pobres que las
ratas, se complacían en el consabido tema popular de las riquezas encantadas y
sepultadas por los moros en varios sitios de la Alhambra, y todos a una
afirmaban estar en la creencia de que había grandes tesoros escondidos en laTorre de los Siete Suelos.
Estos
cuentos produjeron honda impresión en la mente del honrado Peregil,
arraigándose más y más cuando volvió a pasar por las oscuras alamedas de la
Alhambra. «¡Qué tal que hubiera un tesoro escondido debajo de esa Torre, y que
pudiera yo sacarlo con la ayuda del pergamino que le dejó al moro!» Y, embobado
con esta adorada ilusión, faltó poco para que se le cayese la garrafa.
Durante
toda la noche no hizo más que dar vuelcos en la cama sin poder pegar un ojo, y
a la mañana siguiente, muy temprano, se fue a la tienda del moro y le contó lo
que se le había ocurrido.
-Usted sabe
el idioma árabe: supongamos que nos vamos juntos a la Torre y probamos el
efecto del encanto; si sale mal, nada hemos perdido; pero si sale bien,
partiremos entre los dos el tesoro que descubramos -le dijo el aguador.
-¡Poco a
poco! -replicó el moro. Este escrito no es suficiente, sino que ha de ser leído
a medianoche y a la luz de una bujía compuesta y preparada de una manera
especial, cuyos ingredientes no puedo proporcionar. Sin esa bujía el pergamino
no sirve de nada.
Y diciendo
esto corrió a su casa y volvió al momento con el cabo de la bujía que había
encontrado en la caja de sándalo.
-Aquí hay
raros y costosos perfumes -dijo- combinados con esta cera amarilla. Ésta es
precisamente la mágica bujía que se especifica en el pergamino. Mientras esté
alumbrando se abrirán los muros más fuertes y las cavernas más secretas, pero
quedará encantado con el tesoro.
Convinieron
entonces los dos en probar el desencanto aquella misma noche. A hora bastante
avanzada de la misma, cuando ya nadie había despierto más que las lechuzas y
los murciélagos, subieron a la colina de la Alhambra y se aproximaron a aquella
imponente y solitaria Torre rodeada de árboles, todavía más imponente por las
mil fantásticas historias que sobre ella se contaban. Merced a la luz de una
linterna atravesaron las zarzas y los bloques desprendidos del edificio, hasta
llegar a la entrada de una bóveda situada debajo de la Torre. Bajaron
llenos de temor y temblando de miedo una escalera cortada en la roca, la cual
conducía a un cuarto húmedo y oscuro, donde había otra escalera que conducía a
otra bóveda todavía más profunda. Bajaron luego hasta tres graderías más, que
correspondían a otras tantas habitaciones, las cuales se hallaban colocadas
unas debajo de otras. El pavimento de la cuarta era bastante sólido; pero,
según la tradición, quedaban otras tres bóvedas más: empero no se podía
penetrar a mayor profundidad, por hallarse los otros suelos cerrados por arte
de encantamiento. El aire de la cuarta bóveda era frío, con cierto pronunciado
olor a humedad, y en ella apenas penetraba ya la luz. Se detuvieron allí un
momento para tomar alientos, hasta que oyeron débilmente el toque de las doce
en la campana de la Vela, y a seguida encendieron el cabo de bujía amarilla,
que esparció un grato olor de mirra, incienso y esto-raque.
El moro
principió a leer de prisa el pergamino. No bien había concluido, cuando se oyó
un pavoroso ruido subterráneo: la tierra tembló y abriose el pavimento,
descubriendo una escalera de piedra. Muertos de miedo, descen-dieron por ella, y
divisaron a la luz de la linterna otra bóveda abigarrada con inscripciones
arábigas, y en cuyo centro se veía un cofre colosal asegurado por siete
barrotes de acero, y a cada lado del cofre mirábase un gran moro encantado,
armado de punta en blanco, pero inmóvil como una estatua y petrificado allí por
arte mágica. Delante del cofre veíanse varios jarrones repletos de oro, plata y
piedras preciosas. En el más grande de ellos metieron los brazos hasta el codo,
sacando puñados de grandes y hermosas monedas morunas, brazaletes y adornos del
mismo metal, con algún que otro collar de perlas orientales que se enredaban
entre los dedos. Pero con esto temblaban y respiraban temerosamente mientras
que se llenaban los bolsillos de ricas preciosidades, mirando con espanto
aquellos dos encantados morazos que se hallaban allí extáticos, horribles, sin
movimiento y con los ojos inmóviles y amenazadores. Al fin se apoderó de ellos
un pánico repentino, y corrieron escalera arriba, tropezando el uno con el otro
en el departamento superior, dejando caer el cabo de bujía, que se apagó al
momento, cerrándose el pavimento con horrible estruendo.
Llenos de
terror, no pararon hasta que se encontraron fuera de la Torre y vieron las
estrellas brillar entre el ramaje de los árboles. Entonces, sentándose sobre el
musgo, se repartieron el botín, determinando el darse por contentos por
entonces con aquel simple floreo del jarrón, resolviendo volver más adelante,
durante otra noche, para desocuparlos hasta el fondo. Para asegurarse de su
mutua fe se dividieron los talismanes entre los dos, quedándose uno con el
pergamino y el otro con la bujía; hecho lo cual partieron colina abajo con el
corazón ligero y los bolsillos pesados en dirección a Granada.
Cuando iban
por el pie de la colina, el precavido moro se acercó al oído del sencillo
aguador para darle un consejo.
-Amigo Peregil -le dijo, este asunto debe quedar en
el mayor secreto recaudo. ¡Si se enterara el alcalde del negocio, estamos
perdidos!
-Amigo Peregil -le dijo el moro, usted es una persona
discreta y no dudo que sabrá guardar un secreto; pero tiene usted mujer.
Positivamente
nunca se había dado palabra con más resolución ni de mejor buena fe; pero,
¡ay!, ¿qué marido es el que puede ocultar un secreto a su esposa? Ninguno, pero
mucho menos Peregil el aguador, que era un marido de
blandísima condición. Cuando volvió a su casa encontró a su mujer sollozando en
un rincón.
-¡Está muy
bien! -le dijo al entrar. ¡Gracias a Dios que has venido, después de haber
estado toda la noche danzando por ahí! ¡Vaya! Y lo extraño es que no te hayas
venido a casa con otro huésped como el anterior.
-¡Cuán
desgraciada soy! ¿Qué va a ser de mí? ¡Mi casa robada y saqueada por escribanos
y alguaciles, y este marido hecho un maltrabaja, sin pensar en ganar el
sustento de su familia y andándose de noche y de día por ahí como esos perros
de moros infieles! ¡Ay, hijos míos! ¡Ay, hijos de mi alma! ¿Qué va a ser de
nosotros? ¡Tendremos que irnos por esas calles a pedir limosna!
Conmoviose
de tal manera el honrado Peregil con las lamentaciones de su esposa,
que no pudo contener las lágrimas. Su corazón estaba reventando como su
bolsillo, y no podía sujetarlo. Metió, pues, la mano en él, sacó tres o cuatro
hermosas monedas de oro y se las echó a su contristada esposa en la falda. La pobre mujer
desencajó los ojos de asombro, no pudiendo comprender de dónde venía aquella
lluvia de oro; pero antes que volviera de su sorpresa, sacó el gallego una cadena
de oro y se la presentó, saltando de gozo y abriendo una boca colosal.
-¡La santísima Virgen
nos saque con bien! -dijo la esposa. ¿Qué has hecho, di, qué has hecho, Peregil?
¡No hay duda: tú has cometido algún robo, algún asesinato!
Asaltola
aquella horrible idea a la pobre mujer y al punto la creyó convertida en
espantosa realidad. Ya se imaginaba ver la prisión y la horca a cierta
distancia, y un gallego zambo de piernas colgado de ella; hasta que, vencida
por el horroroso cuadro forjado en su delirante fantasía, se vio acometida de
violentos ataques de histe-rismo.
¿Qué
recurso quedaba al pobre hombre? No tuvo más remedio que tranquilizar a su
mujer y desvanecer los fantasmas de su imaginación contándole la historia de su
buena suerte. Esto, por supuesto, no lo hizo sin que antes prestara aquélla
solemnísima promesa de guardar el más absoluto secreto, jurando no decir a
nadie la más mínima palabra.
Sería
imposible pintar la alegría que se apoderó de la mujer. Echó los brazos
al cuello de su marido, faltando poco para que lo ahogara con sus caricias.
-Vamos,
mujer -le decía el aguador con honrada exaltación; ¿qué te parece ahora la
herencia del moro? De aquí en adelante no me reconvengas ya cuando socorra en
sus necesidades a algún semejante.
El bueno del
gallego se acostó en su zalea y durmió a pierna suelta como si estuviese en un
mullido colchón de plumas; no así su esposa, pues se entretuvo en vaciar todo
el contenido de sus bolsillos sobre la estera, y se pasó la noche entera
contando y recontando las morunas monedas de oro y probándose los collares y
pendientes, y figurándose cuán elegante estaría el día que pudiera libremente
disfrutar de toda aquella riqueza.
A la mañana
siguiente tomó el honrado gallego una de aquellas magnificas monedas de oro, y
se fue a venderla a la tienda de un joyero de Zacatín, diciendo que la había
encontrado entre las ruinas de la Alhambra.
Vio, en
efecto, el joyero que tenía una inscripción arábiga y que era de oro purísimo,
por lo cual le ofreció la tercera parte de su valor, con lo que quedó el
aguador muy contento. A seguida, el buen Peregil compró vestidos nuevos para sus
pequeñuelos y aun algunos juguetes, no olvidándose de emplear en sabrosas
provisiones para una espléndida comida, y regresó después a su casa. Una vez
allí, puso a todos sus muchachos a bailar a su alrededor, en tanto que él hacía
cabriolas en medio, considerándose el padre más dichoso del mundo.
La mujer
del aguador guardó el secreto con sorprendente puntua-lidad: durante día y
medio no hacía sino ir de acá para allá con cierto aire misterioso e infatuado,
pero, en fin, no dijo una palabra, a pesar de haber andado en compañía de sus
locuaces convecinas. Pero, en cambio, no podía prescindir de darse cierta
importancia, disertando sobre el mal estado de sus vestidos y refiriendo que se
había mandado hacer una basquiña nueva guarnecida de galón dorado y de
abalorios, juntamente con una mantilla nueva de encaje. Dio también a entender
que su marido tenía propósitos de abandonar el oficio de aguador, por convenir
así a su salud; y, por último, indicó que quizá todos se irían a pasar el
verano al campo, para que los chiquillos respirasen los aires puros de la
montaña, pues no se podía vivir en la ciudad en tan calurosa estación.
Mirábanse
las vecinas unas a otras, creyendo que la pobre mujer había perdido el seso; y
sus arrogancias, maneras y fatuas pretensiones eran ya el motivo de las burlas
de todas y la diversión de sus amigas en cuanto aquélla volvía la espalda.
Pero si la
mujer del aguador obraba con prudencia fuera de la casa, bien se desquitaba
dentro poniéndose al cuello una sarta de ricas perlas orientales, brazaletes
moriscos en sus brazos y una diadema de brillantes en la cabeza, paseándose
ufana por su cuarto vestida de harapos y parándose de vez en cuando para
mirarse en un espejo roto. Aún más: en un impulso de indiscreta vanidad, no
pudo resistir el deseo de asomarse a la ventana para saborear el efecto que
producirían sus adornos entre los transeúntes.
Por
desgracia suya, el entrometido barbero Pedrillo Padrugo se hallaba en aquel
mismo momento sentado sin hacer nada en su tienda en el lado opuesto de la
calle, cuando hirió su vigilante ojo el brillo de los diamantes. Púsose al
instante en su ventanillo y reconoció a la andrajosa mujer del aguador adornada
con todo el esplendor de una recién desposada de Oriente. No bien hizo un
minucioso inventario de todos sus adornos, partió con la velocidad del rayo a
casa del alcalde. En un momento el hambriento alguacil se puso otra vez al
acecho, y antes de concluir el día fue conducido de nuevo el infortunado Peregil ante la presencia de la autoridad.
-¿Cómo es
esto, miserable? -gritó el alcalde enfurecido. ¿Me dijiste que el infiel que
murió en tu casa no había dejado más que una caja vacía, y ahora salimos con
que tu andrajosa mujer se pavonea en tu casa adornándose con perlas y
diamantes? ¡Ah, tunante! ¡Prepárate a darme los despojos de tu miserable
víctima, o irás a patalear a la horca, que ya está cansada de esperarte!
El
aterrorizado aguador cayó de hinojos y contó de pleno la maravillosa manera
como había ganado su riqueza. El alcalde, el alguacil y el barbero delator
escucharon con ávida codicia el cuento maravilloso del tesoro encantado, fue
despachado inmediatamente el alguacil para traerse al moro que había asistido
al maravilloso conjuro. Vino, en efecto, el musulmán, y quedó casi muerto de
miedo al verse entre las garras de los arpías de la ley. Cuando miró al
aguador de pie con aire tímido y abatido continente, lo comprendió todo.
La
descripción que hizo el moro coincidió perfectamente con la de su colega; pero
el alcalde fingió no creer nada, y empezó a amenazarles con la cárcel y una
rigurosa investigación.
-¡Despacito,
señor alcalde! -dijo el musulmán recobrando su aplomo y sangre fría. No
desperdicie usted los favores de la fortuna por quererlo todo. Nadie sabe una
palabra acerca de este asunto más que nosotros; guardemos, pues, el secreto
mutuamente. Aún queda en el subterráneo un inmenso tesoro con que todos podemos
enriquecernos; prometa usted dividirlo equitativa-mente, y todo se descubrirá;
pero, si usted rechaza esta proposición, el subterráneo seguirá cerrado para
siempre.
-Prometa
usted todo lo que quiera, hasta que se apodere del tesoro y, una vez en sus
manos, si él y su cómplice se atreven a murmurar, les amenaza usted con la
hoguera por infieles y hechiceros.
-Esa es una
historia bastante extraña que puede ser verdad, pero quiero ser testigo ocular
de ella. Esta misma noche, por lo tanto, va usted a repetir el conjuro en mi
presencia; si existe realmente tal tesoro, lo partiremos amigablemente entre
nosotros y no hablaremos más del asunto; pero, si me han engañado ustedes, no
esperen misericordia. Mientras tanto permanecerán custodiados.
Accedieron
gustosos a estas condiciones el moro y el aguador, satisfechos de que el
resultado probaría la verdad de sus palabras.
A eso de la
medianoche salió secretamente el alcalde acompañado del alguacil y del curioso
barbero, todos perfectamente armados. Condujeron al moro y al aguador como
prisionero, yendo provistos del vigoroso pollino del último, para transportar
el codiciado tesoro. Llegados a la Torre sin haber sido descubiertos por nadie,
ataron el borrico a una higuera y descendieron hasta el cuarto suelo de aquélla.
Sacaron el
pergamino y encendieron el cabo de bujía, procediendo el moro a leer la fórmula
del desencantamiento, y la tierra tembló como la primera vez, abriéndose el
pavimento con un ruido atronador, dejando descubierta la estrecha gradería. El
alcalde, el alguacil y el barbero se aterrorizaron y no se atrevieron a bajar
por ella; pero el moro y el aguador entraron en la bóveda de más abajo, y allí
se encontraron a los dos musulmanes sentados como antes, inmóviles y en
silencio. Cogieron los dos jarrones grandes llenos de monedas de oro y de
piedras preciosas, los cuales fueron subidos por el aguador uno a uno sobre sus
hombros; y por cierto que, a pesar de ser fuerte y estar acostumbrado a las
cargas pesadas, se bamboleaba el hombre; pero cuando estuvieron colocados los
jarrones a cada lado del borrico, manifestó que aquélla era la sola carga que
podía llevar el animal.
-Bastante
tenemos por ahora -dijo el moro; hemos sacado toda cuanta riqueza podemos
acarrear sin que nos vean, y la suficiente para hacernos tan poderosos como
pudiéramos desear.
-Queda lo
de más valía -dijo el moro; un cofre monstruoso guarnecido con fajas de acero
y lleno de perlas y piedras preciosas.
-Yo no bajo
más -dijo el moro tenazmente; esto es muy bastante para una persona razonable;
más todavía me parece superfluo.
Viendo que
eran inútiles las órdenes, amenazas y súplicas, volviose el alcalde a dos
acompañantes y les dijo:
No bien vio
el moro que habían bajado a todo lo hondo, apagó el cabo de bujía, y se cerró
el pavimento con el pavoroso estruendo consiguiente, quedándose sepultados en
su seno los tres soberbios personajes.
Diose prisa
el moro a subir las escaleras, y no paró hasta encontrarse al aire libre,
siguiéndole el aguador con la ligereza que le permitieron sus cortas piernas.
-¿Qué ha
hecho usted? -gritó Peregil tan pronto como pudo tomar alientos.
El alcalde y los otros dos han quedado sepultados en la bóveda.
-¡No lo
permita Allah! -replicó el moro pasándose la mano por la barba-. Está escrito
en el libro del destino que permanecerán encantados hasta que algún futuro
aventurero deshaga el hechizo. ¡Hágase la voluntad de Dios! Y esto diciendo,
arrojó el cabo de bujía en los oscuros bosquecillos de la cañada.
Ya no había
remedio; por lo cual el moro y el aguador se dirigieron a la ciudad con el
burro ricamente cargado, no pudiendo por menos el honrado Peregil de abrazar y besar a su orejudo
compañero de oficio, por tal modo librado de las garras de la ley; y en verdad
que no se sabía lo que causaba más placer al sencillo aguador: si haber sacado
el tesoro o haber recobrado su pollino.
Los dos
socios afortunados dividieron amigable y equitativamente el tesoro, excepción
hecha de que el moro, que gustaba más de las joyas, procuró poner en su parte
casi todas las perlas, piedras preciosas y demás adornos, dando en su lugar al
aguador magníficas piezas de oro macizo cinco o seis veces mayores, con lo que
el último quedó muy contento. Tuvieron gran cuidado de que no les sucediera
ningún otro percance, sino que se marcharon a disfrutar en paz sus riquezas a
tierras lejanas. Volvió el moro al África, a su país natal, Tetuán, y el
gallego se fue a Portugal con su mujer, sus hijos y su jumento. Allí, con los
consejos y dirección de su mujer, llegó a ser un personaje de importancia, pues
hizo aquélla que cubriese su cuerpo y sus cortas piernas con justillo y calzas,
que se cubriese con sombrero de pluma y que llevase espada al cinto, dejando el
nombre familiar de Peregil y tomando el título sonoro de don
Pedro Gil; su descendencia creció con maravillosa robustez y alegría, si bien
todos salieron patizambos; en tanto que la señora de Gil, cubierta de galones,
brocado y encajes, de pies a cabeza, y con brillantes sortijas en los dedos, se
hizo el acabado tipo de la abigarrada y grotesca elegancia.
En cuanto al alcalde y
sus camaradas, quedaron sepultados en la gran Torre de los Siete Suelos, y siguen
allí encantados hasta el fin del mundo. Cuando hagan falta en España barberos
curiosos, alguaciles bribones y alcaldes corruptibles, pueden ir a buscarlos a
la Torre; pero si tienen que aguardar su libertad, se corre peligro de que el
encantamiento dure hasta el día del Juicio final.
1.025.3 Irving (Washington) - 057
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