La naturaleza las hacía brujas:
las vascas son hijas del mar y de
la ilusión.
Nadan como peces y juegan entre
las olas.
JULES MICHELET, La sorcière
Uno de los libros más importantes en la disciplina del
análisis histórico es el que escribió a finales del siglo XIX el profesor Jules
Michelet: La sorciére, conocido en
España con el título Historia del
satanismo y la brujería. Según este autor, fue el terror a los dignatarios
eclesiásticos lo que propició que muchas mujeres creyeran efectivamente que
estaban poseídas por el demonio y, en términos generales, asumían su devoción
por Satanás con mucha tranquilidad. No menos decisiva fue la envidia: si una
mujer era bonita, bruja segura. Si tenía fortuna, bruja. Si encontraba buen
marido, bruja. Si la vecina caía enferma, bruja. Brujas por desdenes, por
amores, por riquezas o miserias... las brujas inundaron
Europa y fueron condenadas sin remedio. La simple
declaración o acusación servía para que cientos de mujeres fueran condenadas a
la hoguera. En sólo tres meses se quemaron en Ginebra a quinientas jóvenes
acusadas de brujería; y en Wurtzburg, Jules Michelet asegura que fueron
ochocientas; y mil quinientas en Bamberg.
Allá por el siglo XVII los vascos eran gentes que
miraban al mar antes que a la tierra. Se lanzaban en sus barcos a la caza de la
ballena y durante meses y años permanecían lejos de sus hogares. Su pueblo
tenía tantos privilegios que se puede decir con propiedad que eran una nación
independiente: sumidos en la miseria, vagaban por los mares o pastoreaban
pequeños rebaños de ovejas en los montes. Comían lo que podían y vestían a la
usanza de los pueblos primitivos. Las mujeres pasaban horas mirando el
horizonte, esperando a sus maridos o amantes. Como dice el historiador, se
sentaban en los cementerios y allí hablaban de la vida, de la muerte y, sobre
todo, de las reuniones nocturnas: los akelarres. Los marineros no amaban a sus
esposas: cuando volvían, la casa estaba llena de mocosos harapientos a los que
no podían reconocer como hijos propios.
Las mujeres son hermosas: incluso un juez que llevó a
cientos a la hoguera sentía que había algo en ellas que superaba su
comprensión. Cuando las veía pasar con la negra cabellera al viento y los rayos
del sol se entrelazaban en sus rizos, podría asegurarse que los relámpagos del
cielo y resplandores de fuego iluminaban sus almas. «De ahí» continúa el
eclesiástico, «proviene la fascinación de sus ojos, tan peligrosos para el amor
como para el sortilegio».
Durante los primeros años del siglo XVII se llevó a
cabo el proceso contra muchas brujas vascas: confesaban cosas horribles. Se
supo que en los aquelarres se despedazaban niños y que las poseídas los comían
crudos o asados, cortados en pedacitos. También se aseguraba que llevaban sapos
que hablaban y bailaban. Cuando aparecía Satanás, las brujas levantaban sus
faldas y el diablo las poseía una por una con gran algarabía y lujuria. El
demonio llevaba el brazo de un niño sin bautizar en su mano, y le prendía fuego
para iluminar la cueva. A veces, según las declaraciones, se nombraba a un obispo del aquelarre, o a una obispa: la
más sucia y desvergonzada de las brujas. Algunas de aquellas mujeres se
quedaban dormidas durante la vista judicial, y cuando despertaban aseguraban
con una sonrisa que allí mismo, delante del tribunal, habían sido gozadas por
Satanás con mucho placer. Otras, en cambio, hacían saber por señas que el
diablo no les permitía hablar, porque les colocaba un coágulo de sangre en la
garganta.
En aquel proceso tuvo mucho predicamento un juez
llamado Lancre, que era piadoso y, seguramente, no creía del todo las
barbaridades que aquellas muchachas proferían. Algunas brujas conocieron la
debilidad del juez y pensaron que si acusaban a otras, podrían salvarse. Una
mendiga llamada Margarita y su amiga Lisalda rompieron el pacto que había entre
las endemoniadas, y comenzaron a acusar a otras mujeres. La Murgui y Lisalda eran
conocidas por su lujuria y procedían escandalosamente delante de todo el pueblo,
besándose y acariciándose las vergüenzas en las plazas y las esquinas. También
se supo que habían ofrecido niños al diablo. Como acusadoras, la Murgui y Lisalda se
encargaron de descubrir a otras brujas. Buscaban en el cuerpo de las muchachas
la marca del Demonio: ha de saberse que este lugar era insensible y que se
podían clavar agujas en aquella parte sin que la bruja sintiese ningún dolor.
De modo que las dos viciosas torturaron a muchas mozas, clavándoles puntas y
aceros en todas las partes del cuerpo. En algunos casos, cuando la mujer
sospechosa era vieja, la echaban de su presencia sin querer tocarla; pero a las
jóvenes las maltrataban y las acuchillaban; y finalmente gritaban: «¡Ésta es
bruja! ¡Ésta es bruja!».
Pero el odio de la Murgui y su concubina Lisalda tenía un objetivo:
había en el pueblo una mujer hermosa llamada la Castellana de
Lancinena. Las dos malvadas acudieron a casa del juez Lancre y le dijeron:
-Señor juez, Dios nos asista. Hay una mujer que merece
ser ahorcada más que todas. Se hace llamar la Castellana de
Lancinena. Ha enviado a sus comadres a esta misma casa, para envenenarle a
usted, pero al ver tanto soldado, no se han atrevido. Esa bruja ha venido aquí
en espíritu y ha fornicado con el diablo en la misma cama que usted duerme y
han hecho una misa negra en la habitación.
Aquellas dos perversas acusaron también a ocho
sacerdotes y dijeron de ellos que andaban en asuntos de faldas y que durante
las noches de luna llena pasaban de casa en casa, fornicando con hombres y
mujeres hasta completar todo el pueblo. La Murgui y su compañera consiguieron incluso que
los niños declararan contra sus madres y los maridos contra las esposas.
Los jueces estaban aterrados: no podían quemar a todo
el pueblo. Se hicieron consultas al Papa de Roma y a los Inquisidores de
España, y se acordó que sólo se quemarían a aquellas mujeres que se obstinaran
en pertenecer a Satanás. La
Murgui sembró la cizaña entre los hombres y logró que éstos
acusaran a sus esposas, diciendo que eran perversas, lujuriosas y lascivas, y
que ellos mismos habían visto como el diablo yacía con ellas y hacían otras
cosas nefandas.
Finalmente, triunfó el buen hacer de los jueces y
cientos de brujas fueron conducidas a la hoguera. Se las llevaban en carros y
los verdaderos cristianos les lanzaban piedras y se subían por las ruedas para
golpearlas y darles cuchillazos. Después de hacer el oficio, se puso a todas en
el patíbulo y fueron excomulgadas: dijeron que cuando la última hechicera se
quemó entre las llamas de la purificación, se vio que de su cabeza salían
serpientes y sapos.
Las hijas de las brujas acudieron al sábado siguiente al akelarre y se quejaron ante Satanás.
-Satanás -decía una mientras fornicaba con él, eres
mal rey, porque has dejado que mueran tus esposas.
Y el diablo le contestó.
-¡Aparta, sucia asquerosa! ¡Vuestras madres aún están
vivas! ¡Yo he hablado con Juanito! -De este modo indecente llama Satanás a
Jesús de Nazaret. ¡Y Juanito me ha dicho que no han sido quemadas!
Pero el Gran Embustero mentía una vez más: todas
aquellas mujeres perecieron en la hoguera.
Una de las muchas leyendas que tienen como
protagonistas a las brujas vascas cuenta que en Saint Jean-Pied-de-Port vivía un jorobado. Su talante huraño y
receloso tenía una razón: todos se burlaban de él y estaba convencido de que
moriría sin encontrar esposa. Sin embargo, hizo amistad con una joven
hermosísima de Navarra y ésta le concedió su amor. Ni él mismo acababa de
explicarse tanta maravilla: que una mujer hermosa lo hubiera tratado con cariño
y aun se declarara su novia, era algo difícil de comprender. Los vecinos
comenzaron a chismorrear y a encizañar: en fin, todo eran envidias. Los hombres
se mofaban del jorobado y las mujeres insultaban por lo bajo a la muchacha.
Pero el amor de ambos iba en aumento, si no fuera
porque había una cosa que molestaba al pobre tullido. Era que la joven no
quería verlo el sábado. El jorobado insistía en que se reunieran ese día
concreto porque los sábados se reúnen los enamorados y en el pueblo significaba
la confirmación del noviazgo. Sin embargo, ella rehusaba.
Tanto insistió el desgraciado que la muchacha,
encarándose con él, le dijo:
-¡Está bien! Si quieres verme mañana, me verás, pero
has de prometerme que guardarás silencio sobre todo lo que veas y oigas.
El jorobado, loco de contento, aceptó el trato y al
anochecer del sábado fue a buscar a su novia. Demasiado tarde comprendió el
pobre que su novia era una bruja y que durante la noche de los sábados todos
los poseídos y las hechiceras se reúnen en sus akelarres.
Llegaron los dos a una cueva y allí estaban otras
brujas cometiendo horribles pecados y sacrilegios. En un extremo de la gruta
había una gran olla en la que un líquido apestoso inflamaba el aire con hedores
pestilentes. Dos mujeres hermosísimas atizaban el fuego y danzaban de modo
extravagante a su alrededor. Otras jóvenes estaban tendidas en un lecho de
pieles de lobo y fornicaban sin descanso dando grandes alaridos. El jorobado
también pudo ver a tres enanos con rostros infectados de llagas que estaban bañando
con sangre a una hechicera, la más hermosa de todas. En los rincones y en las
repisas había redomas con veneno, y calaveras, y alas de murciélago, y otros
mil objetos nefandos. Si uno se fijaba bien, al fondo había una suerte de
tarima hecha con huesos de difuntos, y sobre ella un escaño forrado con una
piel de chivo: allí era donde el Gran Cabrón se aparecía a sus prostitutas y
yacía con ellas en lujuriosas formas.
-Y ahora -dijo la hermosa bruja a su novio, has de
estar atento en el conjuro, porque iremos nombrando los días de la semana del siguiente
modo: «Astelehena, bat; bi, asteartea;
hiru, asteazkena; Iau, osteguna; bost, ostilara; sei, larumbata...»; pero
cuando llegue el último día, deberás callar.
El jorobado vio con horror que la hoguera central
comenzaba a exhalar un hedor a azufre y a carne quemada. Entonces, allí se hizo
carne el mismísimo Satanás y todas las brujas comenzaron a gritar como poseídas
y a mostrar sus vergüenzas, como deseando que Lucifer las poseyera. Al pronto,
todas comenzaron a recitar el conjuro diciendo los días de la semana: «Astelehena, bat; bi, asteartea...»; el
jorobado recordó el consejo de su novia y se prometió a sí mismo no decir el
domingo, pues éste es el día del Señor y ello irritaría mucho al demonio y sus
secuaces.
Pero la costumbre le jugó una mala pasada y tras el
sábado, el jorobado gritó con alegría: «¡Zazpi,
igandea!».
Cuando las brujas oyeron el nombre del día consagrado
a Dios, prorrumpieron en alaridos y gritos como si las estuvieran matando, y se
daban cabezadas contra las paredes o se arrojaban al fuego. Y el Gran Cabrón se
convirtió en humo y desapareció. Las hechiceras y los enanos querían arañar al
jorobado e iban hacia el con cuchillos y hachas con intención de
descuartizarlo. Pero su novia se compadeció de él y pidió que le perdonasen la
vida. Las brujas aceptaron el trato, con tal de que se dejara arrancar la
joroba para cocinarla y comérsela.
Con gran sufrimiento el jorobado permitió que le
arrancasen aquella parte de su cuerpo y volvió a su casa malherido y sangrando
por la espalda, con una gran llaga.
Durante tres meses estuvo en cama, con mucha fiebre y
a punto de morir, pero los médicos y un curandero lograron salvarle la vida. Ya
repuesto, el hombre se avergonzó de haber asistido a un cónclave tan horroroso
y quiso seguir a los peregrinos que pasaban por allí: tal vez si purgaba su
pecado yendo a ver al Apóstol Santiago, tal vez, pensaba, se salvaría.
Pero cuando los vecinos lo vieron sin joroba, no
quisieron que abandonara el pueblo sin explicar tan grave misterio. Y le
preguntaban el porqué de su pena, siendo que ya no tenía joroba y parecía un
hombre apuesto. Pero él nada quiso decir. También le preguntaban por su antigua
novia, pero él, avergonzado, nada quiso decir.
Había en el pueblo otro jorobado y era éste el más
interesado en la cuestión, pues si había algún modo de perder la joroba,
necesitaba saberlo, aunque hubiera de estar tres años en cama, enfermo y en
trance de muerte. Fue a preguntarle a nuestro amigo, que ya partía hacia Roncesvalles
con otros peregrinos, pero no pudo obtener de él ninguna respuesta. Tanto
insistió el jorobado que, finalmente, el arrepentido le dijo:
-Si tanto deseas perder tu joroba, vete a la cueva de
los akelarres el sábado por la noche
y cuando reciten el conjuro, no te detengas el sábado: sigue y pronuncia el día
del Señor.
Así lo hizo el jorobado, tal y como el peregrino se lo
había sugerido. Pero al oír el día domingo, igandea,
las brujas armaron tal escándalo que estuvieron a punto de quemarlo vivo allí
mismo. «Maldito jorobado» le decían, «¿qué has venido a hacer tú aquí?». Y
querían arrancarle las vergüenzas a mordiscos. Pero la bruja que fue novia del
peregrino, hizo la paz en aquella barahúnda y mirando fijamente al jorobado le
dijo:
-¡Ah, pícaro tullido! ¡Ya sé lo que quieres! ¡Pues le
arrancamos la joroba al otro, tú también deseas lo mismo! Pues... ¡toma!
Y lanzando fuego por los dedos hizo un conjuro
horroroso y al pobre envidioso le nació otra joroba, aún más grande y asquerosa
que la que tenía.
Fuente:
Jose Calles Vales - 018
0.108.3 anonimo (pais vasco) - 018