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viernes, 26 de abril de 2013

San isidro labrador

Del aldeano llamado Isidro Merlo y Quintana se cuentan tantas leyendas e historias que resulta difícil resumir su vida en breves párrafos. Este Isidro era natural de Madrid y perteneció a una de las muchas familias de agricultores que poblaban los arrabales de Magerit: éste era el nombre que los árabes habían dado al pequeño villorrio amurallado que, con el tiempo, acabaría siendo la inmensa urbe que es hoy. Dice don Luis Carandell que la casa de sus padres estaba, seguramente, en los alrededores de la Puerta del Sol o en la actual calle de Bordadores, lugares que en aquellos años eran huertas, campos y tierras de labor. Durante mucho tiempo la familia Merlo estuvo sirviendo a don Juan de Vargas, llamado en ocasiones Iván de Vargas, y los curiosos visitantes de Madrid pueden ver en la calle del Doctor Letamendi (antes calle del Tentetieso) una estela que asegura que en aquella casa vivió el santo patrón de la Villa.
La piedad de Isidro era bien conocida entre sus convecinos. Se dice de él, por ejemplo, que abandonaba el catre a las cuatro de la maña­na y que, con gran devoción, iba de iglesia en iglesia, orando y pidiendo a Dios por su alma. Completaba el itinerario con algunas excursiones a ermitas cercanas y con rezos en los campos. Esta religiosidad extrema le propició algunas envidias y no faltaron malvados que se acercaran a su amo, don Juan de Vargas, para insinuarle que Isidro pasaba más tiempo en devociones beatas que en el trabajo. No se sabe que el dueño reprendiera al agricultor; más bien lo contrario. Daba la casualidad de que, a pesar de sus extravíos, Isidro era capaz de recoger más trigo él solo que todos los arrendadores juntos.
A pesar de las envidias, muchos labriegos conocían ya que Isidro había sido elegido por el Señor. En cierta ocasión se hallaban varios hortelanos lamentándose de la falta de agua con que regar sus lechugas: vieron pasar a Isidro y le rogaron que intercediese ante Dios para que lloviera pronto y pudieran sacar adelante a sus familias. Ni corto ni perezoso, el santo hizo brotar agua de una peña y aquel año hubo frutos más que abundantes. Se dice también que, bajando al Manzanares, Isidro se topó con una niña llorando. Era porque un lobo había matado a su burro y la pobre moza temía la reprensión de sus padres, porque ese animal era cuanto poseía la familia. Isidro resucitó al burro, que se levantó roznando con gran alegría.
Isidro acabó casándose con María Torribia. De ambos se afirma que pasaron el río sobre una mantilla. Los madrileños no saben si atribuir este prodigio al marido o a la esposa, pero, por si acaso, acabaron canonizando a María, que fue desde entonces Santa María de la Cabeza.
Con todo, el prodigio más conocido y famoso de los que le acontecieron a Isidro fue el que se narra a contunuación: se dice, con cierta verosimilitud, que el piadoso labrador había desatendido un tanto sus tierras, precisamente porque se ocupaba más de orar que de trabajar. Había llegado ya la primavera y, con ella, los primeros calores. Por entonces, ni siquiera había empezado a airear la tierra, que parecía más un baldío que campo de labranza. Naturalmente, tampoco había podido sembrar y, con toda seguridad, aquel año no tendría cosecha.
Isidro llegó al campo y, como era su costumbre, en vez de meter la reja en la tierra, se arrodilló y comenzó a orar bajo una encina. Al menos tres horas estuvo pidiendo a Dios por su alma y, llegado el mediodía, cayó rendido y se durmió profundamente.
Dios, que prefiere con mucho una devota oración que mil años de trabajos, no permitió que Isidro fuera amonestado por este desdén, ni que el resto de trabajadores le acusaran de holgazanería. Desde las alturas, el Señor observó cómo los labradores veían a su siervo tumbado bajo la encina y cómo decían:
-Mirad a Isidro: toda la mañana ha estado holgazaneando. Tiempo vendrá en que nos pida trigo para hacer pan...
Viendo esto, Dios envió a dos ángeles y mandó que hicieran el trabajo de Isidro, mientras éste descansaba. Los ángeles ayuntaron dos bueyes blancos como la nieve y amarraron un arado con reja de oro. Y en poco tiempo, todas las tierras de Isidro estuvieron aireadas con surcos tan perfectos que jamás se vieron otros iguales. Después, los propios ángeles esparcieron semillas en la tierra y sembraron el campo con trigo. Aún no había despertado el devoto siervo del Señor cuando las semillas germinaron y comenzaron a crecer: venían todas tan cargadas de fruto que algunas se doblaban y se tendían; y la más ligera brisa las acostaba. Cuando el Santo se desperezó, los campos brillaban con el color dorado de las mieses y todo el campo parecía un mar de oro. Aquí y allá se podían ver amapolas que daban colorido y gusto a quien lo miraba.
Isidro no tuvo más que coger la hoz y segar aquel campo maravilloso, pero antes oró de nuevo ante su Dios, agradeciéndole los bienes que le deparaba. Todo esto lo vieron muchos labriegos que, arrepentidos de su incredulidad, conocieron que aquel hombre al que habían insultado era verdaderamente un elegido del Señor.
Según las cuentas, Isidro murió cerca del año 1170 y fue enterrado en el cementerio de San Andrés, aunque después su cadáver incorrupto fue trasladado a otros lugares, hasta que vino a parar definitivamente a la basílica que lleva su nombre, en la calle de Toledo. 
                                          
Fuente: Jose Calles Vales- 018

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