Del aldeano llamado Isidro Merlo y Quintana se cuentan
tantas leyendas e historias que resulta difícil resumir su vida en breves
párrafos. Este Isidro era natural de Madrid y perteneció a una de las muchas
familias de agricultores que poblaban los arrabales de Magerit: éste era el
nombre que los árabes habían dado al pequeño villorrio amurallado que, con el
tiempo, acabaría siendo la inmensa urbe que es hoy. Dice don Luis Carandell que
la casa de sus padres estaba, seguramente, en los alrededores de la Puerta del Sol o en la
actual calle de Bordadores, lugares que en aquellos años eran huertas, campos y
tierras de labor. Durante mucho tiempo la familia Merlo estuvo sirviendo a don
Juan de Vargas, llamado en ocasiones Iván de Vargas, y los curiosos visitantes
de Madrid pueden ver en la calle del Doctor Letamendi (antes calle del
Tentetieso) una estela que asegura que en aquella casa vivió el santo patrón de
la Villa.
La piedad de Isidro era bien conocida entre sus
convecinos. Se dice de él, por ejemplo, que abandonaba el catre a las cuatro de
la mañana y que, con gran devoción, iba de iglesia en iglesia, orando y
pidiendo a Dios por su alma. Completaba el itinerario con algunas excursiones a
ermitas cercanas y con rezos en los campos. Esta religiosidad extrema le
propició algunas envidias y no faltaron malvados que se acercaran a su amo, don
Juan de Vargas, para insinuarle que Isidro pasaba más tiempo en devociones
beatas que en el trabajo. No se sabe que el dueño reprendiera al agricultor;
más bien lo contrario. Daba la casualidad de que, a pesar de sus extravíos,
Isidro era capaz de recoger más trigo él solo que todos los arrendadores
juntos.
A pesar de las envidias, muchos labriegos conocían ya
que Isidro había sido elegido por el Señor. En cierta ocasión se hallaban
varios hortelanos lamentándose de la falta de agua con que regar sus lechugas:
vieron pasar a Isidro y le rogaron que intercediese ante Dios para que lloviera
pronto y pudieran sacar adelante a sus familias. Ni corto ni perezoso, el santo
hizo brotar agua de una peña y aquel año hubo frutos más que abundantes. Se
dice también que, bajando al Manzanares, Isidro se topó con una niña llorando.
Era porque un lobo había matado a su burro y la pobre moza temía la reprensión
de sus padres, porque ese animal era cuanto poseía la familia. Isidro resucitó
al burro, que se levantó roznando con gran alegría.
Isidro acabó casándose con María Torribia. De ambos se
afirma que pasaron el río sobre una mantilla. Los madrileños no saben si
atribuir este prodigio al marido o a la esposa, pero, por si acaso, acabaron
canonizando a María, que fue desde entonces Santa María de la Cabeza.
Con todo, el prodigio más conocido y famoso de los que
le acontecieron a Isidro fue el que se narra a contunuación: se dice, con
cierta verosimilitud, que el piadoso labrador había desatendido un tanto sus
tierras, precisamente porque se ocupaba más de orar que de trabajar. Había
llegado ya la primavera y, con ella, los primeros calores. Por entonces, ni
siquiera había empezado a airear la tierra, que parecía más un baldío que campo
de labranza. Naturalmente, tampoco había podido sembrar y, con toda seguridad,
aquel año no tendría cosecha.
Isidro llegó al campo y, como era su costumbre, en vez
de meter la reja en la tierra, se arrodilló y comenzó a orar bajo una encina.
Al menos tres horas estuvo pidiendo a Dios por su alma y, llegado el mediodía,
cayó rendido y se durmió profundamente.
Dios, que prefiere con mucho una devota oración que
mil años de trabajos, no permitió que Isidro fuera amonestado por este desdén,
ni que el resto de trabajadores le acusaran de holgazanería. Desde las alturas,
el Señor observó cómo los labradores veían a su siervo tumbado bajo la encina y
cómo decían:
-Mirad a Isidro: toda la mañana ha estado
holgazaneando. Tiempo vendrá en que nos pida trigo para hacer pan...
Viendo esto, Dios envió a dos ángeles y mandó que
hicieran el trabajo de Isidro, mientras éste descansaba. Los ángeles ayuntaron
dos bueyes blancos como la nieve y amarraron un arado con reja de oro. Y en
poco tiempo, todas las tierras de Isidro estuvieron aireadas con surcos tan
perfectos que jamás se vieron otros iguales. Después, los propios ángeles
esparcieron semillas en la tierra y sembraron el campo con trigo. Aún no había
despertado el devoto siervo del Señor cuando las semillas germinaron y
comenzaron a crecer: venían todas tan cargadas de fruto que algunas se doblaban
y se tendían; y la más ligera brisa las acostaba. Cuando el Santo se desperezó,
los campos brillaban con el color dorado de las mieses y todo el campo parecía
un mar de oro. Aquí y allá se podían ver amapolas que daban colorido y gusto a
quien lo miraba.
Isidro no tuvo más que coger la hoz y segar aquel
campo maravilloso, pero antes oró de nuevo ante su Dios, agradeciéndole los
bienes que le deparaba. Todo esto lo vieron muchos labriegos que, arrepentidos
de su incredulidad, conocieron que aquel hombre al que habían insultado era
verdaderamente un elegido del Señor.
Según las cuentas, Isidro murió cerca del año 1170 y
fue enterrado en el cementerio de San Andrés, aunque después su cadáver
incorrupto fue trasladado a otros lugares, hasta que vino a parar
definitivamente a la basílica que lleva su nombre, en la calle de Toledo.
Fuente: Jose Calles Vales- 018
0.127.3 anonimo (madrid) - 018
No hay comentarios:
Publicar un comentario