De las altas hierbas surgió la voz de un recién nacido
que lloraba. Los cazadores que pasaban cerca de allí lo oyeron y se detuvieron.
El más alto de todos ellos se apresuró hacia el lugar
de donde provenía la voz con pasos largos y cautelosos, avanzando entre matas
de hierba tan altas que enas le sobresalía la cabeza. "¡Hunhe!" -exclamó pronto, y se
perdió de vista. Un instante más tarde reaparecía sosteniendo en sus brazos un
pequeño rorro envuelto en suaves pieles de ciervo color castaño.
"¡Oh, ho,
un Niño del Bosque!" -gritaron los otros, pues se encontraban cazando por
el fondo del río que cruzaba los bosques.
Mientras los cazadores discutían sí debían llevárselo
o no al campamento, la diminuta criatura seguía emitiendo sin cesar su pequeño
aullido.
"¡Tiene una voz potente!" -dijo uno.
"¡A veces parece la voz de un viejo!"
-susurró otro cazador, un tipo supersticioso que temía hubiese algún espíritu
maligno escondido en el niño, dispuesto a jugarles alguna treta.
"Llevémosle ante nuestro sabio Gran jefe"
-decidieron al fin, y en el momento mismo en que iniciaron el regreso al
campamento el pequeñín dejó de llorar.
La partida de cazadores se quedó a la puerta del tipi
del Gran Jefe, mientras el más alto entraba a la tienda con el niño.
"¡How!,
¡how!" -asintió el jefe con rostro amable al escuchar la extraña
historia del hallazgo del recién nacido. Luego se levantó, tomó al pequeño de
oscuros ojos con sus fuertes brazos y lo depositó en el regazo de su hija.
"¡Este será tu hijito!' -dijo el jefe, sonriendo.
"Sí, padre" -contestó su hija que, encantada
con el niño, se puso a acariciarle el largo pelo negro que rodeaba su moreno
rostro redondo.
"Decid a la gente que voy a organizar una fiesta
y un baile hoy para dar nombre al niño de mi hija" -ordenó el Gran Jefe.
Mientras tanto los cazadores que esperaban a la puerta
conversaban. Uno de ellos dijo en voz baja: “He oído que los malos espíritus
llegan en forma de niños pequeños y se introducen así en los campamentos que
quieren destruir".
"¡No! ¡no! No nos pasemos de precavidos. ¡Sería
una cobardía dejar a un recién nacido abandonado en el bosque donde merodean
los lobos hambrientos! -respondióle un indio más viejo.
En aquel momento el cazador alto salió del tipi del
gran jefe, y con unas pocas palabras les mandó a sus tiendas casi corriendo de
alegría.
"¡Una fiesta! ¡Un baile para ponerle nombre al
nieto del Gran Jefe!" -gritó luego en voz alta a todo el poblado.
"¿Qué? ¿Qué?" -preguntaron sorprendidos, poniéndose
las manos en la oreja para percibir mejor las palabras del portavoz del jefe.
Por un instante reinó el silencio, mientras todos
escuchaban. Después el campamento entero rompió en un murmullo de risas que se
extendió como un reguero de pólvora. Todos estaban muy contentos tras oír las
noticias del nuevo nieto del Gran Jefe, y de la fiesta que iba a celebrarse en
su nombre. Con dedos nerviosos peinaron sus cabellos en trenzas brillantes y
colorearon sus mejillas con pintura roja. Las mujeres corrían de un lado a
otro, todas muy guapas con sus atavíos de gala. Los hombres, vestidos con
holgadas pieles de ciervos profusamente adornadas con largos flecos metálicos,
se acercaban en pequeños grupos al centro del campamento circular.
Allí levantaron un toldo de hojas verdes para bailar y
comer a su sombra. Los niños, vestidos con pieles de ciervo y los rostros
pintados como los mayores, parecían hombrecitos y mujercitas alegres, y junto a
sus entusias-mados padres se dirigieron saltando y jugando hacia el lugar del
baile.
Se sentaron todos en un gran círculo, y el Gran Jefe
se levantó orgulloso con el niñito en los brazos. El ruidoso murmullo de voces
fue apagándose hasta que ni el más leve tintineo de flecos de metal turbó el
profundo silencio. El Portavoz de la tribu se adelantó para saludar al Gran
Jefe, y a continuación se inclinó atento sobre el pequeño mientras escuchaba
las palabras del anciano. Cuando éste terminó de hablar, el Portavoz dijo en
voz alta a todo el poblado:
"Este Niño de los Bosques ha sido adoptado por la
hija mayor del Gran Jefe. Se llamará Chaske, y llevará el título de Hijo Mayor.
¡El Gran Jefe celebra esta fiesta y baile en honor de Chaske! Tales son las
palabras de quien veis sujetando al bebé en sus brazos".
"¡Sí! ¡Sí! ¡Hinnu!¡How!"
-respondieron voces desde el círculo. Al momento los tamborileros comenzaron a
tocar suave y lentamente sus tambores, mientras los cantores tarareaban al
tiempo para ponerse todos a tono. El sonido de los tambores fue haciéndose más
alto y rápido. Los cantores arrancaron por fin con una canción alegre, y los
tambores bajaron de intensidad hasta marcar ligeramente el ritmo del canto.
Por todos lados saltaban hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bailando y
cantando con corazones felices. Después vendría la hora del banquete.
Cayó la noche, y el aire del campamento vibraba aún
con las risas de las mujeres y el canto unísono de los jóvenes. En la tienda
del Gran Jefe estaba sentada la nueva madre, mirando orgullosa al pequeño que
dormía en su regazo.
Gradualmente un silencio profundo se adueñó del
campamento, a medida que uno a uno los indios fueron sumiéndose en agradables
sueños. La aldea quedó en calma. La joven y hermosa madre aún permanecía
sentada sola, observando al bebé que dormía con la boquita abierta. De pronto
su oído advirtió algo así como un murmullo lejano de voces que flotara en el
aire. La muchacha miró hacia arriba, hacia el agujero de la tienda por donde
salía el humo, y vio una estrella brillante que parecía espiarla. "¿Habrá
espíritus en el aire?" -se preguntó. Sin embargo, nada indicaba la
presencia de los supuestos espíritus. No obstante, el suave murmullo de voces
fue haciéndose más y más intenso y cercano.
"¡Padre! ¡Levántate! Oigo el ruido de una tribu
que se acerca. Hostiles o amigos, no puedo saberlo. ¡Levántate y mira!"
-susurró la joven a su padre.
"¡Sí, hija mía!" -respondió el Gran jefe,
poniéndose en pie de un salto. Pues, aunque dormido, el oído del Gran Jefe
permanecía siempre alerta. Salió rápidamente al exterior dispuesto a
interpretar los extraños sonidos. Con su ojo de águila escrutó el campamento a
la busca de algún indicio.
Volvió luego a la tienda y le dijo a la luna
"Hija mía, no he oído nada ni he visto señal alguna de peligro
cerca".
"¡Oh! ¡Oigo el sonido de muchas voces que parecen
venir del suelo a mi alrededor! -exclamó otra vez la hija, y se inclinó sobre
el pequeño con la intención de pegar la oreja al suelo. Horrorizada, advirtió
entonces que el misterioso sonido procedía ¡de la boca abierta de su niño
dormido!
"¡Es tan distinto a otros bebés!" -pensó la
joven, levantando cuidadosa-mente al niño de su regazo y dejándolo en el suelo.
"Madre, escucha y dime si este niño es un espíritu malvado que ha venido
para destruir nuestro campamento" -susurró.
El Gran Jefe y su esposa acercaron entonces el oído a
la boca abierta del recién nacido, y ambos oyeron las voces de lo que parecía
un gran campamento indio: el canto de las mujeres y hombres, el sonido de los
tambores, el repiqueteo de pezuñas de ciervo cual campanillas...
"Debemos marcharnos inmediatamente" -dijo el
Gran Jefe, sacando a las mujeres de la tienda. Ya fuera, susurró al oído de la
joven madre: "Iya, el Devorador de Campamentos, ha venido aquí bajo el
disfraz de un niño. Si te hubieses quedado dormida, habría adquirido su
naturaleza verdadera y devorado a todo nuestro campamento. Iya es un gigante de
piernas larguiruchas y finas como palillos. No puede luchar, porque no puede
correr. Unicamente es poderoso durante la noche, con sus tretas. En cuanto
amanezca estaremos a salvo". Y después, acercándose aún más a la joven, añadió:
"Si se despierta ahora ¡de un solo bocado se tragará a la tribu entera!
Ven, debemos huir con nuestra gente."
Así, deslizándose en silencio de un tipi a otro, pasaron
la voz de alarma a todo el poblado. Al caer la medianoche todas las tiendas
habían desaparecido, y no quedaba señal alguna del poblado a excepción de
algunos montones de cenizas apagadas. Tan calladamente habían los indios
plegado sus tiendas y atado los palos que consiguieron escapar sin que el niño
Iya se despertase.
Cuando el sol de la mañana apareció en el cielo
despertó, y viéndose abandonado, Iya se deshizo su forma de bebé, presa de una
furia terrible.
Ya con su forma verdadera se puso a caminar, y su
enorme cuerpo horrible avanzaba a tropezones, balanceándose hacia adelante y
hacia atrás, de un lado a otro, apoyado en dos piernas demasiado pequeñas para
la carga que debían soportar. Aunque a cada paso que daba estaba a punto de
caerse, Iya decidió seguir el rastro de la tribu fugitiva.
"¡Os comeré a todos bajo el sol del
mediodía!" -gritaba el enfurecido Iya, cuando por fin divisó a la tribu
acampada al otro lado de un río. Echando mano de alguna artimaña desconocida,
consiguió cruzar a nado el río y comenzó a avanzar hacia los tipis.
"¡Hin!
¡Hin!" -gruñía y refunfuñaba. Con el entrecejo bañado en sudor,
pugnaba por mover sus finas piernecitas bajo su cuerpo gigantesco.
"¡Ja, Ja!" -rieron las gentes del poblado al
ver al iracundo Iya avanzando tan ridículamente. "¡Con esas piernas de
palillo no puede pelear a la luz del día!" -gritaron los guerreros; los
mismos que la noche anterior, habían quedado paralizados de terror al oír
pronunciar aquel nombre, "Iya".
Entonces una partida de bravos se abalanzó sobre el
gigante armada de largos cuchillos y dieron muerte al Devorador de
Campamentos.
Y de pronto ¡zás!, del cuerpo del gigante salió toda
una tribu india enterita: su campamento, los tipis dispuestos en un gran
círculo y la gente, riendo y bailando.
"¡Qué alegría! ¡Por fin somos libres!"
-exclamaban.
Y así es como Iya fue muerto, por eso ahora los
campamentos indios no temen ser devorados en una sola noche.
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