Translate

jueves, 10 de enero de 2013

Un trozo de pan

Un indigente tocó la puerta de un hombre pudiente, para pedir un trozo de pan. Desde el interior de la casa se oyó una voz:
-El señor no se encuentra en casa.
-Es que yo pregunté por un trozo de pan, no por el señor.

0.084.3 anonimo (persia) - 013

Un dulce y tres amigos

Tres amigos decidieron viajar caminando. Al atarde­cer, agotados, acamparon cerca de un río para des­cansar antes de proseguir el viaje. Mientras dos de ellos terminaban de comer, llegaron unos viajeros. Éstos dijeron que pronto iban a llegar a su destino y les ofrecieron unos dulces que les sobraban.
-Os lo agradecemos, amigos -dijo uno, y se dirigió a sus compañeros: Yo acabo de comer. Comedlos vosotros.
-Yo también estoy lleno -contestó el otro.
El tercero, que estaba realizando un ayuno, alegó:
-Yo hasta la puesta del sol no puedo comer nada, pero al caer la tarde los comeré con vosotros. El primero, en desacuerdo, discrepó:
-Yo quiero comerlos mañana por la mañana.
Y el segundo respondió que él deseaba hacer lo mis­mo.
-Entonces vamos a dividirlos y que cada uno haga con su parte lo que quiera -propuso el tercero.
-No me gusta dividir -rechazó el primero. Yo de­ploro la división de los bienes. El segundo se mostró de acuerdo con su amigo otra vez.
El tercero, que estaba en minoría, se sometió a la vo­luntad de sus compañeros. A la mañana siguiente, co­mo tenían por costumbre, se contaron sus sueños, acordando que los dulces serían el premio para el que hubiera tenido el sueño más bonito.
El primero, que era judío, empezó a contar su sueño:
-Vi que Moisés, el gran profeta, me cogía de la mano para llevarme a la cima del Monte Sinaí, para mos­trarme la grandeza de la creación. Allí, los ángeles cantaban alabanzas a Dios y yo los contemplaba.
Después le tocó el turno al segundo, que era cristiano:
-Soñé que Jesús me llevaba al paraíso. Allí contem­plé las mujeres más bellas que he visto en toda mi vi­da, mientras caminaba sobre la manta de nubes, es­cuchando el canto de los ángeles.
El tercero, que practicaba la religión musulmana, contó:
-En mi sueño, parecía que estuviera despierto. Vi al profeta Mahoma, felicitándome por mis prácticas religiosas y por no haber comido los dulces, aunque el hambre me atenazara. Pero, de repente, me orde­nó que los comiera, como recompensa a mi paciencia. Y así lo hice.

0.084.3 anonimo (persia) - 013

Pan quemado y la vista

Una persona acudió al médico, con un dolor fuerte en la tripa. El médico le preguntó:
-¿Qué has comido hoy?
-Pan quemado -contestó el paciente.
El médico fue a echarle gotas en los ojos. El hombre, sorprendido, le preguntó:
-¿Desde cuando se cura el dolor de tripa a través de los ojos?
-Primero hay que curarte la vista, pues si hubieras visto bien no habrías comido pan quemado.

0.084.3 anonimo (persia) - 013

La tumba

Un niño se lamentaba ante el féretro de su madre:
-¡Madre! ¡En adelante tu hogar estará bajo tierra! Un sitio estrecho, desprovisto de todo. Pasarás frío y no habrá pan que calme tu hambre. ¡Un lugar sin puertas, ni techo, ni olor a comida!
Otro niño, que se encontraba entre los asistentes, di­rigiéndose a su padre, dijo:
-¡Papá! Me temo que esa señora va a ir a nuestra casa.

0.084.3 anonimo (persia) - 013

El vendedor de olores

Un día, un hambriento indigente que pasaba por una calle, se dejó llevar por el olor de manjares va­riados que emanaba de la ventana de un mesón. El indigente se detuvo y empezó a sacar los trozos de pan duro que llevaba en su mochila, acercándolos a la ventana para que se impregnaran de aquellos su­gestivos aromas y comiéndoselos con deleite. El me­sonero, que observaba lo que sucedía desde el inte­rior del local, se le acercó y le pidió que pagara por el olor del asado. Ante la negativa del mendigo, que además no llevaba encima ni una sola moneda, el mesonero le llevó ante el juez. Éste, al oír a las dos partes, pidió al mesonero que se le acercara, sacó dos monedas de su bolsillo y las hizo tintinear.
-¿Oyes el sonido de las monedas? -dijo el juez. Pues ya puedes irte, porque has cobrado lo que este hombre te debía.
Ante la protesta del pícaro mesonero, el juez le res­pondió:
-Quien vende el olor de un manjar, sólo puede co­brar el tintineo de unas monedas.

0.084.3 anonimo (persia) - 013

El sexo del pez

Cuentan que Khosró, el rey de Persia, era un verda­dero adicto al pescado. Un día, sentado en la terraza de su palacio, acompañado por su hermosa esposa, Shirin, recibió a un pescador que les llevaba como regalo un enorme pescado. El rey, maravillado por el presente, ordenó que le dieran al pescador cuatro mil derhames. Al marcharse el pescador, la bella Shi­rin le dijo a su esposo:
-No es conveniente pagar tanto dinero por un solo pescado. A partir de ahora, quien te traiga un obse­quio tomará como punto de referencia ese precio y no podrás complacerles a todos.
El rey respondió:
-Bueno, ya es historia pasada.
-Claro que existe una solución -contestó Shirin. Puedes hacerle venir de nuevo y preguntarle por el sexo del pescado; si te dice que es hembra, le dices que lo que querías era un macho y al revés.
Khosró, que era incapaz de resistirse a las exigencias de su hermosa mujer, así lo hizo. Cuando llegó el pescador, le preguntó:
-Aquel pescado que nos trajiste, ¿Era hembra o ma­cho?
-¡Oh, Majestad! -contestó el ingenioso pescador: ¡Ese pescado era hermafrodita!
El rey, al oír tan ingeniosa respuesta, se echó a reír y gratificó al pescador con ocho mil derhames.

0.084.3 anonimo (persia) - 013

El enigma del pan

Un hombre iba cada mañana a la panadería y com­praba seis barras de pan. Un día, el panadero, picado por la curiosidad, le preguntó:
-¿Qué haces cada día con las seis barras de pan?
-Guardo una -contestó, tiro otra, devuelvo dos y las dos restantes las presto.
-¡No entiendo qué quieres decir! -exclamó el pana­dero.
-El pan que guardo me lo como yo. El que tiro, es el que doy a mi suegra. Devuelvo dos barras a mis pa­dres, y a mis dos hijos se las presto.

0.084.3 anonimo (persia) - 013

Cuando las ollas paren

Un día, Molá Nasreddín le pidió a su vecino sus ollas para cocinar, porque iba a dar una fiesta. Al día siguiente, al devolvérselas, agregó una pequeña olla.
El vecino, sorprendido, preguntó:
-¿Qué es esta ollita?
-Una de tus ollas anoche parió y ha traído al mundo esta pequeña olla -contestó Molá Nasreddín. Y co­mo soy una persona honesta, te la doy, puesto que la olla madre es tuya.
El vecino, contento por haber sacado provecho de sus pucheros, le dio las gracias a Molá y le dijo que cuando los necesitara no dudara en volver a pedírse­los.
Nasreddín le tomó la palabra y unos días después lla­mó a la puerta de su amable vecino para pedirle las ollas. Pasaron unos días y Nasreddín no se las devol­vía. Entonces, el vecino decidió ir personalmente a recuperarlas.
-Lo siento -dijo Nasreddín. Tus ollas están muertas.
-¿Te estas burlando de mí? ¿Desde cuando las ollas pueden morir?
-Pues si una olla puede parir, también puede morir, ¿O no?

0.084.3 anonimo (persia) - 013

Comer con los puños

Un día, Nasreddín fue a la mansión del alcalde, que ofrecía un banquete a todos los habitantes del po­blado. Cuando el anfitrión vio sus andrajosos hara­pos, le ordenó que se sentara en el sitio más alejado de la gran mesa, que era el lugar reservado a las per­sonas menos distinguidas. Sin decir nada, Nasreddín degustó aquellos manjares y regresó a su casa.Tiempo después, el alcalde volvió a celebrar otro banquete popular. Esta vez, Nasreddín se vistió con una espléndida túnica y se presentó a la fiesta.
El anfitrión, al ver su atavío, le condujo al lugar re­servado para la gente importante.
Cuando sirvieron las delicias, Nasreddín, ni corto ni perezoso, empezó a introducir la comida en la man­ga de su túnica.
-¡Señor! -exclamó el alcalde. Me íntrigan sus mane­ras de mesa, pues son realmente novedosas.
-No hay ningún misterio -contestó Nasreddín. La verdad es que esta túnica tiene su mérito; si no fuera por ella, yo no podría sentarme a su lado. Por eso­ merece su ración.

0.084.3 anonimo (persia) - 013

Alimentos para el alma

La trampa por fin funcionó y el precioso pájaro cayó en ella. Un pájaro sabio y parlanchín:
-Por favor, deja que me vaya. Mi carne no es bue­na.
El cazador, fascinado por la belleza del ave, le ob­servaba con admiración.
-Soy muy sabio -dijo el pájaro. Si me perdonas la vida te daré tres consejos muy útiles.
-¿Cuáles son tus condiciones? -preguntó el caza­dor, que se mostró dispuesto a negociar.
-Te daré tres consejos desde tres lugares distintos. El primero te lo daré en tus manos. El segundo desde la rama de un árbol. Y el último desde su copa, donde no me podrás atrapar nunca. Te ase­guro que merece la pena escucharlos.
El hombre aceptó, pues en el peor de los casos se quedaría sin el pájaro; además, quizás fuera cierto que su carne no sabía bien.
En manos del cazador, el ave dio su primer consejo:
-¡Nunca creas en los razonamientos absurdos!
Una vez en la rama de un árbol, pronunció el se­gundo:
-¡No te lamentes de lo pasado, de lo que ha trans­currido! -y añadió: Tengo que confesarte un se­creto: he escondido una perla en mi cuerpo. Has perdido la oportunidad de tu vida.
Y al decir eso, el ave voló hasta la copa del árbol. El hombre, desolado, maldijo su estupidez:
-¿Cómo he podido hacer caso a un insignificante pájaro?
El ave, en tono de advertencia, replicó:
-Cierto, eres desdichado, pero no por lo que crees. Tengo que recordarte mis consejos. Con el segun­do te sugerí que no te lamentaras por lo que ya ha pasado. Eso incluye las oportunidades perdidas. ¿Así me haces caso, lamentándote de una riqueza que se ha esfumado? Y además se te ha olvidado el primer consejo: "No hagas caso a los razonamien­tos tontos: ¿Cómo puedes creer que yo haya podi­do esconder una perla en un cuerpo tan pequeño? Sólo lo dije para ver si seguías mis consejos.
El hombre, maravillado por la sabiduría del paja­rito, le pidió que le diera el tercer consejo. Tenía la impresión de que era el más importante. Pero el ave con tono despectivo contestó:
-No te lo voy a dar, puesto que no has sabido uti­lizar los otros dos. Es como sembrar en un terreno estéril. Mis palabras te entrarían por un oído y te saldrían por el otro. Será mejor que me vaya ahora que soy libre.
0.084.3 anonimo (persia) - 013

Manstin, el conejo

Manstin era un valiente guerrero, y tenía un gran corazón. Un día, al ponerse los pantalones de ante, dio un pisotón en el suelo con sus mocasines y dijo: "Abuela, ¡ten cuidado con Iktomi! No dejes que te atrape con alguna de sus tretas. Me voy al norte a una larga cacería."
Con estas palabras de advertencia, Manstin se des­pidió de su vieja Abuela Conejo, con quien había vi­vido desde que naciera, y salió hacia el norte. Apenas hubo escalado las altas colinas, escúehó el llanto de un bebé humano.
Wan!" -exclamó, moviendo sus largas orejas en la áirección del sonido; "¡Wan! ¡Esto es obra del cruel Doble Rostro! ¡Cobarde sinvergüenza! ¡Se re­crea torturando a criaturas indefensas!”
Murmurando palabras incomprensibles, Manstin subió corriendo la última colina y ¡Ay! ¡En el si­guiente barranco estaba el terrible monstruo con una cara por delante y otra por detrás!
El gigante de piel oscura no llevaba ropa ninguna, a excepción de una piel de gato salvaje sobre el lo­mo. Con sus malvados ojos brillantes observaba al pequeño de pelo negro, a quien sujetaba con su fuer­te brazo. Tarareaba entre risas una nana india, "¡A-boo! ¡A-boo!", y al mismo tiempo pinchaba al ni­ño desnudo con una espinosa mata de rosas salvajes.
Manstin se ocultó rápidamente tras un alto arbus­to de salvia en la cumbre de la colina. Dobló su arco y la cuerda vibró en el aire: ¡Twang! Una flecha gol­peó al monstruo justo encima de la oreja. Era una fle­cha envenenada, y el gigante cayó muerto. Manstin tomó en sus brazos al pequeño y se marchó corriendo de allí. Pronto llegó a un tipi del que salían agudos la­mentos. Era el tipi de donde había sido robado el be­bé, y los gemidos pertenecían sus desolados padres.
Cuando el valiente Manstin devolvió el niño a los ansiosos brazos de su madre, un terror repentino apareció en los ojos de los dos Dakotas: temían que se tratase otra vez de Doble Rostro que regresaba con un nuevo disfraz para torturarles. El conejo comprendió sus temores y les dijo: "Soy Manstin, el del corazón bondadoso; Manstin, el famoso cazador. Soy vuestro amigo. No temáis."
Esa noche ocurrió, sin embargo, algo extraño. Mientras los padres dormían, Manstin cogió al di­minuto bebé, puso los pies suave pero firmemente sobre los minúsculos pulgares de los pies del peque­ño, le agarró de las manitas y estiró hacia arriba, has­ta que el pequeño durmiente se convirtió en un hombre hecho y derecho. Con el dedo índice le hizo entonces una abertura en el labio superior, y cuando por la mañana el padre y la madre se despertaron, no podían distinguir a su propio hijo de Manstin, de lo parecidos que eran ambos guerreros.
"De aquí en adelante seremos amigos, y nos ayu­daremos el uno al otro", dijo Manstin agitando la mano derecha en señal de despedida. "¡La tierra será nuestra oreja común, y a través de ella podremos co­municarnos el uno al otro nuestros más pequeños deseos por lejos que estemos!"
“¡Ho! ¡Así sea!", respondió el hombre recién hecho.
Manstin continuó su viaje hacia el norte, donde le esperaba una larga cacería.
Llegó de pronto a la orilla de un amplio riachuelo. Su ojo alerta advirtió una cuerda de cuero amarrada a una estaca clavada al borde del agua, que termina­ba en una pequeña cabaña circular situada a cierta distancia. Bajo la cuerda, el suelo había sido pisado hasta convertirse en un profundo surco.
Hun-he!" -exclamó Manstin, inclinándose so­bre las huellas todavía frescas en la ribera húmeda del río. "¡Huellas de hombre!" -se dijo- "¡Un ciego vive en esa cabaña! Esta cuerda es la guía con la que se acerca a coger el agua todos los días" -adivinó Manstin, que conocía todos los ingenios de la gen­te. Al momento sus ojos quedaron fijos sobre la vi­vienda solitaria, y su curiosidad le encaminó hacia ella. ¡Una auténtica cuerda de ciego!
Levantó con cuidado la cortina de la entrada y entró a la cabaña. Un anciano sin dientes, ciego y tembloro­so por la edad, estaba sentado en el suelo. Sin embargo no era sordo, y advirtió la presencia del extraño.           -
"How, nieto", murmuró, pues era lo bastante viejo como para ser abuelo de cualquier bicho viviente.
How! No puedo verte. ¡Por favor, dí tu nombre!"
"Abuelo, soy Man's'tin," -respondió el conejo, examinando con curiosidad el interior de la cabaña. "Abuelo, ¿ qué es eso que tienes tan bien envuelto en todas estas bolsas de piel que veo junto a los palos de la tienda?" -preguntó.
"Mi nieto, esto es carne seca de búfalo y venado. Son bolsas mágicas que nunca se quedan vacías. Soy ciego, y no puedo cazar, así que el generoso Hacedor me proporciona estas bolsas mágicas de deliciosos alimentos."
Entonces el encorvado viejo dio un tirón a una cuerda que había junto a su mano derecha. "Esta me lleva al arroyo donde bebo, y esta..." -dijo, señalan­do la que había junto a su mano izquierda- "y esta me lleva al bosque, donde busco a tientas ramas se­cas para mi hoguera."
"Abuelo, ¡Ojalá pudiera yo vivir con esta abun­dancia asegurada! Apoyaría la espalda en un palo de la tienda y con las piernas cruzadas fumaría la dul­ce corteza del sauce durante el resto de mis días" -suspiró Manstin.
"Mi nieto, ¡Tus ojos son tu abundancia! ¡Serías desgraciado si no los tuvieras!" -replicó el viejo. "Abuelo, -Te daría mis dos ojos a cambio de este lugar!" -exclamó Manstin.
How! Tú lo has dicho. Levántate. Sácate los ojos y dámelos. A partir de ahora este será tu hogar en vez de el mío."
Al momento ¡Manstin se sacó los dos ojos y el vie­jo se los puso! Con enorme regocijo el abuelo se alejó con sus ojos jóvenes, mientras el conejo ciego llenó su pipa de los sueños y se apoyó perezosamente con­tra el palo de la tienda. Durante un ratito fue muy agradable fumar corteza de sauce y comer de las bol­sas mágicas.
Al cabo le entró sed, pero no había agua en la pe­queña vivienda. Agarró una de las cuerdas de cuero y se encaminó hacia el arroyo para apagarla. Era joven y no le apetecía avanzar lentamente por el sendero que había dejado el anciano. Se sentía lleno de vitali­dad, pues hacía muchas lunas que no había probado comida tan buena, así que comenzó a saltar confiado dando tirones de la vieja cuerda ya muy gastada por el tiempo; hasta que en uno de ellos se rompió y Manstin cayó de cabeza al agua.
"¡En! ¡En!" -gruñó, moviendo frenético los pies y manos en la corriente. Intentó en vano subir por la resbaladiza orilla, hasta que por fin se encontró por casualidad con la vieja estaca y el profundo y gastado sendero. Agotado y enfadado por sus des­gracias, se arrastró cuidadosamente sobre las cua­tro patas hasta la puerta de la tienda. Estaba empapado por su caída al río, así que se sentó en la vivienda sin fuego, con los dientes castañeteán­dole de frío.
El sol se ocultó y el aire de la noche era gélido, pero no había leña en la tienda. "¡Hin!" -murmuró Manstin, y se agarró valientemente a la otra cuerda. "¡Iré a buscar algo de leña!" -dijo, siguiendo la cuerda que llevaba al bosque. Pronto tropezó con un montón de ramas secas de sauce. Extendió su manta y con ambas manos recogió ávidamente la leña. Manstin era por naturaleza un tipo enérgico.
Cuando hubo apilado un buen montón, ató dos extremos de la manta y cargó la leña a su espalda, pero ¡zas!, sin darse cuenta había soltado el extremo de la cuerda, y ahora estaba perdido en el bosque.
"¡Hin! ¡hin!" -gimió. Se detuvo un instante y desplegó sus orejas en forma de abanico para po­der advertir cualquier sonido de pasos cercanos. No se oía nada. Ni siquiera el gorjeo de un pájaro nocturno que pudiera ayudarle a salir de aquella situación. Con expresión atrevida, comenzó a avanzar en una dirección elegida al azar. Enseguida fue a dar a un bosque enmarañado donde quedó atrapado. Manstin soltó la leña de su espalda y co­menzó a lamentarse de haber cedido sus dos ojos:
"Amigo, amigo mío, ¡Te necesito! ¡El viejo Abuelo Roble se ha ido con mis ojos y estoy perdido en el bosque!" -gritó con los labios pegados al suelo.
Apenas había hablado cuando se oyeron voces en el extremo del bosque. Las voces fueron acercándose y haciéndose más fuertes; una tenía un tono claro de flauta, la voz de un hombre joven, y la otra el ron­quido trémulo de un viejo abuelo.
Eran el amigo de Manstin con su Oreja Tierra y el Abuelo Roble. "Manstin, toma, aquí tienes tus ojos" -dijo el Abuelo- "Ya sabía que no estarías contento en mi lugar, pero quería que aprendieras la lección. Me lo he pasado muy bien viendo con tus ojos y ti­rando con tu arco y tus flechas, pero como soy viejo y débil, ¡prefiero mi propio tipi y mis bolsas mági­cas!
Tras esta conversación los tres emprendieron el ca­mino de regreso. El viejo Abuelo se metió en su ca­baña, que a menudo los niños y niñas indias confunden con un simple roble.
Manstin, con sus ojos brillantes de nuevo en la ca­ra, siguió feliz su viaje hacia el norte.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

Los siete guerreros

En una ocasión siete personas partieron a hacer la guerra: las Cenizas, el Fuego, el Globo, el Saltamon­tes, la Libélula, el Pez y la Tortuga.
Estaban charlando muy excitados, agitando los puños con gestos violentos cuando llegó una ráfaga de aire y se llevó las Cenizas. "¡Ho!" -exclamaron los otros- "¡Este no podía pelear!"
Los seis que quedaban siguieron su camino corrien­do, para llegar antes a la batalla. Emprendieron un empinado descenso hacia un valle profundo; el Fuego se puso en vanguardia hasta que llegaron a un río, y entonces el Fuego dijo: "¡Hsss-tchu!", y desapareció. "¡Ho." -dijeron los demás- "¡Este no podía pelear."
Así que los cinco restantes continuaron aún más deprisa. Llegaron a un gran bosque, y cuando lo es­taban atravesando oyeron al Globo reírse de ellos con desprecio, diciéndoles: "¡Eh! ¡Deberíais pasar por encima, hermanos!", y con estas palabras co­menzó a ascender entre las copas de los árboles; pero la espina del manzano le pinchó, y cayó entre las ra­mas, ¡quedándose en nada! "¡Ya veis!" -dijeron los otros cuatro- "Este no podía pelear".
A pesar de todo, los restantes guerreros no pensa­ron siquiera en regresar, y los cuatro siguieron ade­lante a hacer la guerra. El Saltamontes iba ahora por delante con su prima la Libélula. Llegaron a una zo­na pantanosa en que las ciénagas eran muy profundas. Comenzaron a cruzar el barro, pero al Saltamontes se le quedaron las patas pegadas; así que tiró de ellas ¡hasta que se las arrancó! Se arrastró como pudo hasta un tronco y se puso a llorar: "¡Ya me véis, hermanos! ¡No puedo continuar!"
La Libélula siguió adelante, llorando por su pri­mo. Se sentía muy mal, pues le quería mucho. Cuanto más pensaba en él, más fuerte lloraba; de modo que su cuerpo se puso a temblar con gran vio­lencia. En ese momento se sonó la roja nariz hincha­da con tal fuerza que la cabeza se le separó de su fino cuello, y cayó muerta sobre la hierba.
"¡Ya ves cómo son las cosas!" -dijo el Pez, agitan­do su cola impa-ciente- ¡Esta gente no eran guerre­ros! ¡Vamos! ¡Sigamos adelante a hacer la guerra!"
Así, el Pez y la Tortuga llegaron hasta un gran campamento indio.
Ho!" -exclamaron las gentes del poblado de tipis­"¿Quiénes son estos canijitos? ¿Qué es lo que buscan?"
Ninguno de los dos guerreros llevaba armas, y su poco imponente estatura confundía a los curiosos del poblado.
El Pez actuó de portavoz, y comiéndose las sílabas de un modo muy peculiar dijo: "¡Shu...hi pi!'
Wan! ¿Qué? ¿Qué?" -clamaron ansiosas voces de hombres y mujeres.
Otra vez el Pez dijo: "¡Shu...hi pi!"
Jóvenes y viejos escuchaban con la palma de la mano en la oreja, pero ¡nadie conseguía adivinar qué estaba diciendo!
De la confundida muchedumbre se adelantó en­tonces el pícaro y viejo Iktomi. "¡He, escuchad!" -gritó, frotándose con satisfacción las manos, pues allí donde se cocía algún problema, en medio estaría Iktomi.
"Este extraño hombrecillo dice: "¡Zuya unhipi!: ¡Venimos a haceros la guerra!"
Uun!" -respondió la ofendida gente del pobla­do, con rostros repentina-mente sombríos- "¡Mate­mos a este par de idiotas! ¡No pueden hacer nada! No conocen el verdadero significado de la frase. ¡Va­mos a hacer un fuego y a cocerles!"
"Si nos ponéis a cocer" -dijo el Pez- "habrá pro­blemas."
Ho ho!" -rieron los del poblado. "Ya veremos." Así que hicieron el fuego.
"¡Nunca he estado tan furioso!" -dijo el Pez. La Tortuga le contestó en un susurro: "¡Vamos a mo­rir!"
Un par de fuertes manos izaron al Pez sobre el pu­chero burbuje-ante, y entonces el Pez apuntó con su boca hacia abajo. "¡Whssh!" -sopló, echando el agua por encima de la gente, de forma que muchos se quemaron y quedaron cegados, y gritando de dolor huyeron despavoridos.
"Oh, ¿qué vamos a hacer con ese par de diablos?" -dijeron unos.
Otros exclamaron: "¡Vamos a llevarles al lago de aguas cenagosas y los ahogaremos allí!".
Al instante se dirigieron para allá llevándose a la Tortuga y al Pez, y los arrojaron a la ciénaga. La Tor­tuga se sumergió y nadó hacia el centro del lago, y una vez allí sacó la cabeza del agua y saludando con una mano a la gente del poblado dijo alegre, "¡Aquí es donde vivo!"
El Pez nadaba de un lado a otro con movimientos juguetones, levantando el agua con su aleta dorsal. "¡E han!" -jaleaba feliz- "¡Aquí es donde vivo!"
"¡Oh, qué hemos hecho!' -dijeron los asustados indios- "¡Esto será nuestra perdición!"
Entonces un jefe sabio dijo: "¡Que venga Iya el Devorador y se trague todo el lago!"
Así que uno, corriendo, se trajo a Iya el Devora­dor, e Iya se pasó todo el día bebiéndose el lago has­ta que la tripa se le puso tan grande como la Tierra. Entonces el Pez y la Tortuga se escondieron sumer­giéndose en el barro, e Iya dijo: "No los tengo den­tro", y toda la gente del poblado se puso a gritar.
Iktomi, que se encontraba vadeando el lago, había sido también engullido como un mosquito. En el in­terior del enorme Iya, Iktomi miró hacia arriba: las aguas tragadas eran tan profundas que la superficie del lago llegaba casi hasta el cielo.
"Subiré por ahí" -dijo Iktomi, mirando a la super­ficie cóncava que se encontraba al alcance de su mano.
Golpeó entonces con su cuchillo hacia arriba en el estómago del Devorador; y el agua que salió, ahogó a las gentes del poblado.
Cuando el agua volvió a su lugar habitual, el Pez y la Tortuga nadaron hasta la orilla, y regresaron a casa pintados como guerreros victoriosos y cantando a pleno pulmón.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

La manta de iktomi

Iktomi estaba sentado solo dentro de su tipi. Ape­nas el ancho de una mano separaba ya al sol del ho­rizonte en el oeste.
"¡Esos malvados lobos grises! ¡Se han comido to­dos mis hermosos patos!" -murmuró balanceándose hacia delante y hacia atrás. No podía dejar de recor­dar con rabia a aquellos lobos hambrientos. Final­mente cesó de tambalearse y se quedó quieto y rígido como una imagen de piedra.
"¡Oh! ¡Iré a ver a Inyan, el Gran Abuelo, y le roga­ré que me dé comida!' -exclamó.
Al momento salió corriendo de su tipi y echán­dose la manta al hombro se fue hasta una enorme roca situada en la ladera de una colina. Se acercó a la roca encorvado y con pasos rápidos, y se dejó ca­er ante Inyan extendiendo las manos.
"¡Gran Abuelo! ¡Ten compasión! Estoy hambrien­to. Me muero de hambre. Dame comida. ¡Gran Abuelo, dame carne para comer!" gritó, mientras acariciaba el rostro del gran dios de piedra.
El Gran Espíritu Todopoderoso, que hace los ár­boles y la hierba, puede oír la voz de quienes le rue­gan de una forma u otra. La mayoría de los indios rogaba a Inyan, la Gran Roca Dura. Inyan era el Gran Abuelo, pues llevaba sentado en la ladera de la colina durante muchas, muchas estaciones. Había visto más de un millar de veces cómo la pradera se cubría de un blanco manto de nieve y cómo lo cam­biaba luego por otro de color verde brillante.
Impasible a las miles de lunas, descansaba sobre la ancestral colina escuchando las oraciones de los gue­rreros indios, desde antes incluso que fuese hallada la Flecha Mágica.
Ahora, Iktomi rezaba y lloraba ante el Gran Abuelo bajo un cielo teñido de rojo al oeste como un rostro encendido. El ocaso arrojaba una suave luz amarilla sobre la enorme roca gris y la solitaria figura inclinada sobre ella. Era la sonrisa que el Gran Espíritu dedicaba al Abuelo y al niño desobe­diente.
La oración fue escuchada. Iktomi lo supo. "Aho­ra, Abuelo, acepta mi ofrenda; esto es todo lo que tengo" -dijo Iktomi, extendiendo su gastada manta sobre los fríos hombros de Inyan. Después, feliz con la sonrisa del cielo del ocaso, siguió una senda que le condujo hasta un barranco cubierto de matorra­les. Apenas se había adentrado unos pasos entre los arbustos, cuando apareció ante sus ojos un ciervo recién muerto.
"¡Esta es la respuesta del Cielo Rojo del Oeste a mi súplica!" -exclamó con las manos alzadas.
Sacó de su cinto un largo y fino cuchillo y comen­zó a cortar grandes pedazos de la mejor carne del animal. Afiló luego varias ramas de sauce y las clavó en torno a una pila de madera que había preparado para hacer fuego, con la intención de asar en ellas la carne del ciervo.
Frotaba con energía dos largas varas para encender el fuego cuando el sol cayó bajo el horizonte. El cre­púsculo lo inundó todo, e Iktomi sintió el frío aire de la noche en su cuello y hombros desnudos.
"¡Ough!" -se estremeció, mientras limpiaba su cu­chillo en la hierba. Lo guardó en una hermosa funda que colgaba de su cinto, se puso en pie y miró a su alrededor. Volvió a temblar." ¡Ough! ¡Ah! Tengo frío. ¡Ojalá tuviese mi manta!" -murmuró, rondando sin parar en torno a la pila de palos secos y estacas clava­da a su alrededor. De pronto se detuvo y dejó caer los brazos.
"El viejo Gran Abuelo no siente el frío como yo. No necesita mi vieja manta tanto como yo. ¡Ojalá no se la hubiese dado! ¡Oh! ¡Me parece que voy a ir ahí corriendo y la voy a recuperar!" -dijo, apuntan­do con su larga barbilla hacia la enorme piedra gris.
Bajo el calor del sol Iktomi no necesitaba su man­ta, y había resultado muy fácil desprenderse de algo que no echaría entonces de menos. Pero el frío aire de la noche apagó el ímpetu de su ardiente ofrenda, así que Iktomi subió corriendo por la colina. Los dientes le castañeteaban sin parar, hasta que por fin llegó donde estaba Inyan, el Símbolo Sagrado. Aga­rró una esquina de la vieja manta y la arrancó de un tirón.
"¡Devuélveme mi manta, Gran Abuelo! ¡Tú no la necesitas. Yo sí!"
Esto hizo Iktomi, aunque estaba muy mal hecho, pero Iktomi no se distinguía precisamente por su sa­biduría. Se envolvió con la manta los hombros y descendió la colina a toda prisa.
Pronto llegó al borde del barranco. Una luna jo­ven como un arco brillante asomaba apenas por el cielo del suroeste. Bajo su pálida luz, Iktomi se que­dó quieto, paralizado como un fantasma entre los ma­torrales: la pila de leña seguía sin encender, y las esta­cas afiladas seguían desnudas como cuando las dejó. Pero, ¿dónde estaba el ciervo, la carne deliciosa que había tenido en sus manos hacía sólo un momento? Había desaparecido. Sólo quedaban en el suelo las costillas secas, como dedos gigantescos saliendo de una tumba abierta. Iktomi estaba anonadado. Por fin se inclinó sobre los blancos huesos secos, agarró uno y lo sacudió, y todo el esqueleto se agitó ruido­samente. Iktomi soltó el hueso y saltó hacia atrás asustado, y aunque llevaba la manta sobre los hom­bros, los dientes le castañeteaban más que nunca. Y ahora, pequeño lector, te sorprenderás ante su poco seso, pues Iktomi, en lugar de lamentarse por haber cogido la manta, se puso a gritar, "¡Hin-hin-hin! ¡Si me hubiera comido el venado antes de ir a por mi manta!"
Pero en esta ocasión sus lágrimas no conmovieron ya al Generoso Dador. Eran lágrimas egoístas, y el Gran Espíritu jamás hace caso de ellas.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

La caza del águila roja

Un hombre vestido con pieles de ciervo estaba sentado en la cima de una pequeña colina. El sol del ocaso brillaba con fuerza sobre el potente arco que sostenía en su mano. Tenía la cara vuelta hacia el círculo de tiendas del campamento indio situado al pie de la colina. Había caminado un largo trecho para llegar hasta allí, y esperaba a que los guerreros advirtiesen su presencia.
Pronto, cuatro hombres corrieron desde la tienda central hacia el pie de la colina, en cuya cima des­cansaba el arquero.
"Es el Vengador que ha venido a matar al Águila Roja" -se gritaron unos a otros, mientras se do­blaban hacia adelante balan-ceando los codos al tiempo.
Llegaron junto al extraño, que no les prestó la me­nor atención. Orgulloso y callado, miraba hacia las tiendas cónicas situadas más abajo. Dos de los gue­rreros extendieron ante él una hermosa manta de piel de búfalo, le izaron de los hombros y suavemen­te le depositaron sobre ella. Entonces, cada uno de los cuatro guerreros agarró una esquina y así trans­portaron al extraño, con pasos largos y orgullosos, hasta la tienda del jefe.
Éste esperaba de pie junto a la entrada, dispuesto a saludar al extraño. "¡How, tú debes ser el Vengador de la Flecha Mágica!" -le dijo, tendiéndole la mano.
How, gran jefe!" -replicó el otro, estrechándosela durante un buen rato. Entraron en el tipi, y el jefe llevó al joven al lado derecho de la puerta, mientras él mismo se sentó enfrente, al otro lado de una ho­guera que ardía en el centro de la tienda. Sin pro­nunciar palabra, como si de una tímida doncella india se tratase, el Vengador comió las viandas que le pusieron frente a sus piernas cruzadas. Cuando aca­bó, pasó el cuenco vacío a la muj er del jefe, dicién­dole: "¡Suegra, aquí está tu plato!'
Han, hijo mío!" -respondió la mujer cogiendo el cuenco.
Con la Flecha Mágica en su carcaj, al extraño no le parecía presuntuoso dirigirse a la esposa del jefe como su suegra.
Dijo entonces que estaba fatigado, así que se cu­brió la cara con una manta y al poco rato se quedó profundamente dormido en la tienda del jefe.
"¡Bueno, después de todo el )'oven guerrero no es tan guapo!" -susurró la mujer al oído del jefe.
"¡Ah, pero verás como después de matar al Águila Roja te lo parecerá!" -respondió éste.
Esa noche, los Hombres-estrella llegaron en su comitiva fúnebre hasta el horizonte norte antes de que los fuegos de los tipis se hubiesen extinguido. Las risas que subían a través de las aberturas para el humo enmudecieron, y sólo el distante aullido de los lobos turbaba la paz de la aldea. Sin embargo, la calma entre la media-noche y el amanecer fue en ver­dad breve. Muy temprano, las cortinas ovaladas de las tiendas se abrieron y muchos rostros morenos se asomaron mirando hacia la cima del gran peñasco.
El sol se alzaba ya por el este. El vengador perma­necía de pie en medio del campamento, con la cara pintada de rojo, listo para el vuelo del águila roja. ¡Entonces el terrible pájaro apareció una vez más, re­voloteando sobre el poblado como si fuese capaz de bajar y devorar a la tribu entera.
Cuando la primera flecha salió disparada hacia el cielo, los guerreros ansiosos se llevaron las manos a la boca "¡Hinnu!" Volaron después la segunda y la tercera flecha, pero pasaron bastante lejos del águila, que volaba con perezosa indiferencia sobre el hom­brecillo con el arco. El guerrero gastó todas sus fle­cha en vano."¡Ah, la manta me ha rozado el codo y ha desviado la flecha!" -dijo a la gente que se arre­molinaba a su alrededor.
Mientras esto ocurría, una joven detenía su pony junto a la tienda del jefe. ¡Era la mujer que había li­berado al prisionero del árbol! Contó su historia al jefe, que la escuchaba con rostro adusto. "Le he ade­lantado mientras venía para aquí. ¡Está cerca!", ter­minó la joven.
Los ojos del jefe, indignado por el osado impostor, ardían de odio como brasas en la noche. Tenía los la­bios cerrados. Por fin, dijo a la mujer: "How, me has hecho un gran favor". Después, tras rápido dicta­men, envió a una partida de sus guerreros para salir al encuentro del verdadero Venador. "Vestidle con éstas mis mejores pieles de ciervo” -les dijo, señalan­do una pila de ropa dentro de la tienda. Mientras tanto, un grupo de hombres fuertes agarró a Iktomi y lo llevaron hasta la cima de la colina arrastrándole del pelo. Allí cavaron un hoyo a modo de falsa tum­ba y en él lo metieron atado de pies y manos. Niños y mayores subieron a reírse y burlarse de él, y así du­rante medio día fue el blanco de las burlas de toda la tribu. Cuando llegó el auténtico Vengador, lo solta­ron y le hicieron huir a la carrera hasta más allá de los límites del poblado.
A la mañana siguiente, al alba, la gente volvió a asomarse desde las cortinas semiabiertas de sus tien­das. Una vez más, un hombre vestido con pieles de ciervo, profusamente adornadas, esperaba en mitad del campamento. Sostenía en sus manos un grueso arco y una flecha de punta roja. De nuevo el enorme Águila Roja apareció al borde del abismo, se alisó las plumas y batió sus inmensas alas.
El joven guerrero se agachó, puso la flecha en el arco y le colocó una punta envenenada. El pájaro se alzó en el aire. Movió sus alas extendidas una, dos, tres veces y entonces ¡zas!, se desplomó y cayó pesa­damente al suelo desde lo alto. ¡Una flecha aparecía clavada en su pecho! ¡Estaba muerto!
Tan rápida había sido la mano del Vengador, tan firme su puntería, que nadie logró siquiera ver a la flecha salir de su largo arco curvado.
El poblado entero quedó mudo de asombro. El Vengador arrancó una pluma del Águila Roja, se la puso sobre su cabello negro, y todo el campamento estalló en un clamor que subió hasta el cielo. Todos, hombres y mujeres, se pusieron a correr de un lado a otro para preparar una gran fiesta en honor del Ven­gador.
Así, el Vengador se ganó a la bella princesa india que nunca se cansó de contar a sus hijos la historia del Gran Águila Roja.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

Iya, el devorador de campamentos

De las altas hierbas surgió la voz de un recién na­cido que lloraba. Los cazadores que pasaban cerca de allí lo oyeron y se detuvieron.
El más alto de todos ellos se apresuró hacia el lugar de donde provenía la voz con pasos largos y cautelo­sos, avanzando entre matas de hierba tan altas que enas le sobresalía la cabeza. "¡Hunhe!" -exclamó pronto, y se perdió de vista. Un instante más tarde reaparecía sosteniendo en sus brazos un pequeño ro­rro envuelto en suaves pieles de ciervo color castaño.
Oh, ho, un Niño del Bosque!" -gritaron los otros, pues se encontraban cazando por el fondo del río que cruzaba los bosques.
Mientras los cazadores discutían sí debían llevárse­lo o no al campamento, la diminuta criatura seguía emitiendo sin cesar su pequeño aullido.
"¡Tiene una voz potente!" -dijo uno.
"¡A veces parece la voz de un viejo!" -susurró otro cazador, un tipo supersticioso que temía hubiese al­gún espíritu maligno escondido en el niño, dispues­to a jugarles alguna treta.
"Llevémosle ante nuestro sabio Gran jefe" -deci­dieron al fin, y en el momento mismo en que inicia­ron el regreso al campamento el pequeñín dejó de llorar.
La partida de cazadores se quedó a la puerta del ti­pi del Gran Jefe, mientras el más alto entraba a la tienda con el niño.
How!, ¡how!" -asintió el jefe con rostro amable al escuchar la extraña historia del hallazgo del recién nacido. Luego se levantó, tomó al pequeño de oscu­ros ojos con sus fuertes brazos y lo depositó en el re­gazo de su hija. "¡Este será tu hijito!' -dijo el jefe, sonriendo.
"Sí, padre" -contestó su hija que, encantada con el niño, se puso a acariciarle el largo pelo negro que rodeaba su moreno rostro redondo.
"Decid a la gente que voy a organizar una fiesta y un baile hoy para dar nombre al niño de mi hija" -ordenó el Gran Jefe.
Mientras tanto los cazadores que esperaban a la puerta conversaban. Uno de ellos dijo en voz baja: “He oído que los malos espíritus llegan en forma de niños pequeños y se introducen así en los campa­mentos que quieren destruir".
"¡No! ¡no! No nos pasemos de precavidos. ¡Sería una cobardía dejar a un recién nacido abandonado en el bosque donde merodean los lobos hambrien­tos! -respondióle un indio más viejo.
En aquel momento el cazador alto salió del tipi del gran jefe, y con unas pocas palabras les mandó a sus tiendas casi corriendo de alegría.
"¡Una fiesta! ¡Un baile para ponerle nombre al nie­to del Gran Jefe!" -gritó luego en voz alta a todo el poblado.
"¿Qué? ¿Qué?" -preguntaron sorprendidos, po­niéndose las manos en la oreja para percibir mejor las palabras del portavoz del jefe.
Por un instante reinó el silencio, mientras todos escuchaban. Después el campamento entero rompió en un murmullo de risas que se extendió como un reguero de pólvora. Todos estaban muy contentos tras oír las noticias del nuevo nieto del Gran Jefe, y de la fiesta que iba a celebrarse en su nombre. Con dedos nerviosos peinaron sus cabellos en trenzas bri­llantes y colorearon sus mejillas con pintura roja. Las mujeres corrían de un lado a otro, todas muy guapas con sus atavíos de gala. Los hombres, vestidos con holgadas pieles de ciervos profusamente adornadas con largos flecos metálicos, se acercaban en peque­ños grupos al centro del campamento circular.
Allí levantaron un toldo de hojas verdes para bailar y comer a su sombra. Los niños, vestidos con pieles de ciervo y los rostros pintados como los mayores, parecían hombrecitos y mujercitas alegres, y junto a sus entusias-mados padres se dirigieron saltando y ju­gando hacia el lugar del baile.
Se sentaron todos en un gran círculo, y el Gran Je­fe se levantó orgulloso con el niñito en los brazos. El ruidoso murmullo de voces fue apagándose hasta que ni el más leve tintineo de flecos de metal turbó el profundo silencio. El Portavoz de la tribu se ade­lantó para saludar al Gran Jefe, y a continuación se inclinó atento sobre el pequeño mientras escuchaba las palabras del anciano. Cuando éste terminó de ha­blar, el Portavoz dijo en voz alta a todo el poblado:
"Este Niño de los Bosques ha sido adoptado por la hija mayor del Gran Jefe. Se llamará Chaske, y llevará el título de Hijo Mayor. ¡El Gran Jefe celebra esta fiesta y baile en honor de Chaske! Tales son las pala­bras de quien veis sujetando al bebé en sus brazos".
"¡Sí! ¡Sí! ¡Hinnu!¡How!" -respondieron voces desde el círculo. Al momento los tamborileros comenzaron a tocar suave y lentamente sus tambores, mientras los cantores tarareaban al tiempo para ponerse todos a tono. El sonido de los tambores fue haciéndose más alto y rápido. Los cantores arrancaron por fin con una canción alegre, y los tambores bajaron de inten­sidad hasta marcar ligeramente el ritmo del canto. Por todos lados saltaban hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bailando y cantando con corazones felices. Después vendría la hora del banquete.
Cayó la noche, y el aire del campamento vibraba aún con las risas de las mujeres y el canto unísono de los jóvenes. En la tienda del Gran Jefe estaba sentada la nueva madre, mirando orgullosa al pequeño que dormía en su regazo.
Gradualmente un silencio profundo se adueñó del campamento, a medida que uno a uno los indios fueron sumiéndose en agradables sueños. La aldea quedó en calma. La joven y hermosa madre aún permanecía sentada sola, observando al bebé que dormía con la boquita abierta. De pronto su oído advirtió algo así como un murmullo lejano de voces que flotara en el aire. La muchacha miró hacia arriba, hacia el agujero de la tienda por donde salía el humo, y vio una estrella brillante que parecía espiarla. "¿Ha­brá espíritus en el aire?" -se preguntó. Sin embargo, nada indicaba la presencia de los supuestos espíritus. No obstante, el suave murmullo de voces fue hacién­dose más y más intenso y cercano.
"¡Padre! ¡Levántate! Oigo el ruido de una tribu que se acerca. Hostiles o amigos, no puedo saberlo. ¡Levántate y mira!" -susurró la joven a su padre.
"¡Sí, hija mía!" -respondió el Gran jefe, ponién­dose en pie de un salto. Pues, aunque dormido, el oído del Gran Jefe permanecía siempre alerta. Salió rápidamente al exterior dispuesto a interpretar los extraños sonidos. Con su ojo de águila escrutó el campamento a la busca de algún indicio.
Volvió luego a la tienda y le dijo a la luna "Hija mía, no he oído nada ni he visto señal alguna de pe­ligro cerca".
"¡Oh! ¡Oigo el sonido de muchas voces que pare­cen venir del suelo a mi alrededor! -exclamó otra vez la hija, y se inclinó sobre el pequeño con la inten­ción de pegar la oreja al suelo. Horrorizada, advirtió entonces que el misterioso sonido procedía ¡de la bo­ca abierta de su niño dormido!
"¡Es tan distinto a otros bebés!" -pensó la joven, levantando cuidadosa-mente al niño de su regazo y dejándolo en el suelo. "Madre, escucha y dime si es­te niño es un espíritu malvado que ha venido para destruir nuestro campamento" -susurró.
El Gran Jefe y su esposa acercaron entonces el oído a la boca abierta del recién nacido, y ambos oyeron las voces de lo que parecía un gran campamento in­dio: el canto de las mujeres y hombres, el sonido de los tambores, el repiqueteo de pezuñas de ciervo cual campanillas...
"Debemos marcharnos inmediatamente" -dijo el Gran Jefe, sacando a las mujeres de la tienda. Ya fue­ra, susurró al oído de la joven madre: "Iya, el Devo­rador de Campamentos, ha venido aquí bajo el disfraz de un niño. Si te hubieses quedado dormida, habría adquirido su naturaleza verdadera y devorado a todo nuestro campamento. Iya es un gigante de piernas larguiruchas y finas como palillos. No puede luchar, porque no puede correr. Unicamente es po­deroso durante la noche, con sus tretas. En cuanto amanezca estaremos a salvo". Y después, acercándose aún más a la joven, añadió: "Si se despierta ahora ¡de un solo bocado se tragará a la tribu entera! Ven, debemos huir con nuestra gente."
Así, deslizándose en silencio de un tipi a otro, pa­saron la voz de alarma a todo el poblado. Al caer la medianoche todas las tiendas habían desaparecido, y no quedaba señal alguna del poblado a excepción de algunos montones de cenizas apagadas. Tan callada­mente habían los indios plegado sus tiendas y atado los palos que consiguieron escapar sin que el niño Iya se despertase.
Cuando el sol de la mañana apareció en el cielo despertó, y viéndose abandonado, Iya se deshizo su forma de bebé, presa de una furia terrible.
Ya con su forma verdadera se puso a caminar, y su enorme cuerpo horrible avanzaba a tropezones, ba­lanceándose hacia adelante y hacia atrás, de un lado a otro, apoyado en dos piernas demasiado pequeñas para la carga que debían soportar. Aunque a cada pa­so que daba estaba a punto de caerse, Iya decidió se­guir el rastro de la tribu fugitiva.
"¡Os comeré a todos bajo el sol del mediodía!" -gritaba el enfurecido Iya, cuando por fin divisó a la tribu acampada al otro lado de un río. Echando ma­no de alguna artimaña desconocida, consiguió cru­zar a nado el río y comenzó a avanzar hacia los tipis.
"¡Hin! ¡Hin!" -gruñía y refunfuñaba. Con el en­trecejo bañado en sudor, pugnaba por mover sus fi­nas piernecitas bajo su cuerpo gigantesco.
"¡Ja, Ja!" -rieron las gentes del poblado al ver al iracundo Iya avanzando tan ridículamente. "¡Con esas piernas de palillo no puede pelear a la luz del día!" -gritaron los guerreros; los mismos que la no­che anterior, habían quedado paralizados de terror al oír pronunciar aquel nombre, "Iya".
Entonces una partida de bravos se abalanzó sobre el gigante armada de largos cuchillos y dieron muer­te al Devorador de Campamentos.
Y de pronto ¡zás!, del cuerpo del gigante salió to­da una tribu india enterita: su campamento, los tipis dispuestos en un gran círculo y la gente, riendo y bailando.
"¡Qué alegría! ¡Por fin somos libres!" -exclama­ban.
Y así es como Iya fue muerto, por eso ahora los campamentos indios no temen ser devorados en una sola noche.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

Iktomi y los patos

Iktomi es un Hombre-Araña. Viste pantalones marrones de piel de ciervo, con flecos largos y suaves a ambos lados, y calza finos mocasines adornados con cuentas. Lleva su largo pelo negro peinado con la raya en medio y sujeto mediante cintas de un rojo intenso. Las trenzas le caen sobre los hombros cu­briendo sus pequeñas orejas morenas.
A veces se pinta su cómico rostro de rojo y amari­llo, se dibuja grandes anillos negros alrededor de los ojos y se pone una chaqueta de piel de ciervo ador­nada con brillantes cuentas de colores bien cosidas a la piel. Iktomi viste como un verdadero guerrero Dakota. Ciertamente sus ropas y pinturas son lo me­jor de él, si es que puede decirse que la ropa es parte de un hombre o de un espíritu.
Iktomi es un pícaro. Siempre está haciendo alguna travesura. Prefiere poner lazos, a intentar cobrar la más pequeña pieza cazando honestamente. ¡Se ríe a carcajadas cuando algún incauto cae en sus trampas! Ninguna otra vida le parece tan espléndida como la suya, y a menudo su propia vanidad le lleva a chocar con el sentido común de la gente sencilla.
El pobre Iktomi no puede evitar ser un diablillo, y como es un malandrín no tiene un solo amigo. Na­die le ayuda cuando tiene problemas. Nadie le quie­re realmente. Los que se acercan a admirar su hermosa chaqueta y sus largos pantalones de flecos, pronto se marchan hartos de su palabrería vanidosa y risa sin corazón.
Así que Iktomi vive solo en una tienda situada so­bre la llanura.
Un día estaba sentado dentro de su tipi, ham­briento. De pronto salió afuera arrastrando una manta. La extendió sobre el suelo y la llenó de altas hierbas secas que arrancó con las manos. Ató des­pués con un nudo los cuatro extremos de la manta y se echó el bulto al hombro.
Con la mano izquierda desgajó una delgada vara de sauce y emprendió la marcha brincando y saltan­do. El hatillo de hierba se le balanceaba a un lado y otro de la espalda mientras corría con pies ligeros sobre el abrupto terreno. Pronto llegó hasta el borde de la gran planicie, y en a lo alto de una colina se detuvo para recuperar el aliento. Chasqueando sus resecos labios, como si estuviera probando una car­ne tierna, miró directamente hacia el fondo panta­noso del río. Protegióse los ojos con la delgada palma de la mano y contempló con atención las tierras bajas: "¡Ajá!" murmuró, satisfecho de lo que veía.
Un grupo de patos salvajes bailaba y se divertía en los pantanos. Formaban un gran círculo tocándose con las puntas de las alas extendidas. Dentro del co­rro se sentaban los cantores en torno a un pequeño tambor, moviendo las cabezas y guiñando los ojos. Cantaban al unísono una animada canción de baile, tocando alegre-mente el tambor.
Por el zigzagueante sendero cercano se aproximó hacia ellos la figura encorvada de un guerrero Dako­ta. Llevaba a la espalda un gran bulto, y avanzaba a trompicones ayudándose con una vara de sauce.
Ho! ¿Quién está ahí?" -dijo un viejo pato curio­so sin dejar de moverse en la danza circular. Los pa­tos tamborileros estiraron el cuello hasta estrangular su canto, intentando echar una ojeada al extraño.
Ho, Iktomi! Viejo amigo, dinos por favor lo que llevas en la manta. ¡No corras! ¡Alto! ¡Detente!" -le urió uno de los cantores.
“¡Para! ¡Quieto! ¡Muéstranos lo que llevas en la manta!" -gritaron otras voces.
"Amigos míos, no quiero echar a perder vuestra danza. Si supiérais lo que llevo en la manta ni siquie­ra os molestaríais en echarle un vistazo. ¡Seguid can­tando! ¡Seguid bailando! No debo mostraros lo que llevo a la espalda" -respondió Iktomi. Su respuesta terminó de deshacer por completo el corro de patos, y todos se apiñaron a su alrededor.
"¡Tenemos que ver lo que llevas! ¡Tenemos que sa­ber lo que hay en tu manta!" -le gritaron en sus mis­mas orejas. Algunos de ellos empezaron incluso a frotar sus alas contra el misterioso bulto. Iktomi res­pondió astutamente: "Amigos míos, lo que llevo en mi manta no es más que un montón de canciones".
"¡Oh, entonces déjanos oír tus canciones!" -chilla­ron los patos curiosos.
Por fin Iktomi accedió a cantar sus canciones. To­dos los patos empezaron a agitar sus alas encantados, gritando "¡Hoye! ¡Hoye!"
Iktomi dejó el bulto en el suelo con mucho cui­dado.
"Primero voy a levantar una choza de paja, porque nunca canto mis canciones al aire libre", dijo.
Rápidamente dobló unas varas verdes de sauce, clavando las dos puntas de cada vara en el suelo. Las cubrió luego con una gruesa capa de paja y hierbas. Pronto la cabaña estuvo lista. Uno por uno los gor­dos patos entraron contoneándose por una pequeña abertura que era la única entrada de la cabaña. Junto a la puerta Iktomi les sonreía mientras entraban a la cabaña, sin quitar ojo a su hatillo de canciones.
Iktomi comenzó a cantar en voz baja sus extrañas y viejas melodías. Los patos se sentaron con los ojos muy abiertos, formando un círculo en torno al mis­terioso cantante. La cabaña estaba oscura, pues Ikto­mi se había cuidado de cubrir la pequeña entrada. De pronto elevó la voz. Los sorprendidos patos se agitaron mientras Iktomi cambiaba su canto a un to­no menor. Éstas eran sus palabras:
"Istokmus wacipo, tuwayatunwanpi kinhan ista ni­sasapi kta," que es, "Con los ojos cerrados deberéis bailar. Quien se atreva a abrirlos, rojos por siempre los tendrá".
Los patos se levantaron y comenzaron a bailar con las alas muy pegadas al cuerpo al ritmo de la voz y el tambor de Iktomi. ¡Y bailaban con los ojos cerrados! De pronto Iktomi dejó de golpear su tambor. Empe­zó a cantar más alto y más deprisa, mientras parecía moverse por el centro del círculo. Ningún pato se atrevía siquiera a pestañear. Tenían todos los ojos muy cerrados y bailaban más y más rápido.
¡Arriba y abajo, de izquierda a derecha saltaban los patos, dando vueltas sin parar en aquella danza ciega! Era una danza difícil para aquellos patos curiosos.
Por fin uno de ellos no aguantó más y abrió los ojos. Fue un Skiska quien se atrevió a entreabrir lige­ramente sus ojillos y echar una mirada a Iktomi, que seguía en el centro del círculo. "¡Oh! ¡Oh!" -graznó aterrorizado. "¡Corred! ¡Volad! ¡Iktomi está retor­ciéndonos la cabeza y rompiéndonos el cuello! ¡Salid corriendo y volad! ¡Volad! -gritó. Entonces los pa­tos abrieron los ojos. Allí, junto al hatillo de cancio­nes de Iktomi yacía sobre sus espaldas la mitad de la bandada.
Los demás salieron volando por la abertura que Skiska había efectuado en su huida mientras avisaba a sus compañeros, pero al elevarse en el cielo azul los patos se miraron los unos a los otros y empezaron a gritarse: "¡Oh! ¡Tienes los ojos rojos! ¡Y tú también!" Las palabras de advertencia del canto mágico de Ik­tomi habían resultado ciertas.
"¡Já, já!" -rió Iktomi, desatando las puntas de la manta, "Ya no tendré que volver a sentarme en mi tienda a pasar hambre". Volvió entonces a su casa ca­minando despacio con la manta llena de hermosos patos, y dejó que las lluvias y los vientos dieran cuenta de la pequeña cabaña de paja.
Llegó por fin a su tipi en las tierras altas e hizo un gran fuego junto a la entrada. En torno a las llamas plantó varias estacas afiladas, y en cada una ensartó un pato para que se asara, y enterró unos pocos para que se hicieran bajo las cenizas. Entró al tipi y volvió a salir con varias conchas muy grandes, que eran sus latos. Colocó una bajo cada pato, murmurando, “La deliciosa grasa que rezume sabrá muy bien con las pechugas bien hechas".
Avivó el fuego con más varas de sauce y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Su larga barbi­lla apuntaba hacia las rojas llamas apoyaca en sus rodillas, mientras los ojos descansaban en los patos que se tostaban. Iktomi cruzaba una y otra vez sus largas y huesudas manos por encima de los tobillos, olfateando impaciente tan delicioso aroma.
El fuerte viento que avivaba el fuego hacía al tiem­po crujir a un viejo árbol situado junto a la tienda. El árbol se balanceaba de un lado a otro, gimiendo con voz de viejo, "¡Ayuda! ¡Me voy a romper! ¡Me voy a caer!" Iktomi se encogió de hombros sin apar­tar ni un instante la vista de los patos. El goteo de la grasa ambarina sobre los platos nacarados regalaba sus ojos hambrientos. El viejo Árbol-Hombre conti­nuaba pidiendo ayuda.
"¿Eh? ¿Qué ruido es ese que hiere mis oídos?" -exclamó Iktomi llevándosela mano a la oreja. Se levantó y miró a su alrededor. El quejido procedía del árbol. Iktomi empezó a trepar por el tronco pa­ra averiguar la causa del desagradable sonido. Sin darse cuenta apoyó el pie derecho sobre una rama resquebrajada, y en ese mismo instante una ráfaga de viento cerró la hendidura de la rama, quedando el pie de Iktomi atrapado por una fuerte garra de madera.
"¡Oh! ¡Me ha aplastado el pie!" -aulló como un cobarde, y en vano tiró y se retorció tratando de li­berarse.
Sentado allí, prisionero del árbol, vio a través de las lágrimas que bañaban sus ojos una manada de lo­bos grises que vagaban por las praderas. Iktomi agitó sus manos hacia ellos gritándoles con todas sus fuer­zas: "¡Eh! ¡Lobos árbol ¡No vengáis aquí! Estoy atra­pado en este árbol y los patos se me están enfriando. ¡No vengáis aquí a comeros mi comida!"
Al oír estas palabras, el jefe de la manada se volvió hacia sus compañeros y dijo:
"¡Ah! ¡Escuchad a ese idiota! ¡Dice que tiene unos patos para comer! ¡Vamos allí corriendo a co er nuestra parte!", y los lobos partieron a toda prisa za­cia el hogar de Iktomi.
Desde lo alto del árbol Iktomi tuvo que contem­plar cómo los lobos devoraban sus hermosos patos asados. El pie le dolía cada vez más. Los lobos rom­pían los pequeños huesos de los patos con sus largos dientes, y se comían los tuétanos grasientos. El dolor del pie comenzó a subirle por todo el cuerpo. "¡Hin-hin-hin!" -sollozaba Iktomi, mientras las lá­grimas surcaban la pintura roja de sus mejillas.
Los lobos comenzaban ya a marcharse cuando Ik­tomi gritó llorando, "¡Al menos me habéis dejado los patos bajo las cenizas!"
"¡Ho!¡Po!" -exclamaron los malvados lobos- "¡Di­ce que hay más patos debajo de las cenizas! ¡Venid! ¡Vamos a dar buena cuenta de ellos!"
Volvieron entonces corriendo a la hoguera apaga­da y con sus garras sacaron a los patos con tal ansia que se levantó una nube de cenizas como humo gris.
Hin-hin-hin!" -gimió Iktomi cuando los lobos se marcharon.
Demasiado tarde ya, volvió la fuerte brisa y al pa­sar separó otra vez la hendidura del árbol, dejando libre a Iktomi. Pero ¡ay! Su festín de patos había de­saparecido.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014