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sábado, 25 de agosto de 2012

La leyenda de magacela

El pueblo de Magacela se derrama en una breve colina, en medio de la llanada de la Serena, en la hermosa tierra extremeña. En la cumbre de esa colina hay unas ruinas, recuerdo lejano de uno de los castillos mejor fortificados, de los puntos fuer­tes más difíciles de conquistar por los cristianos en la época en que la Media Luna cedía a la Cruz.
Por los años de 1229, el castillo que hoy vemos desamparado y en ruinas era el punto de partida de numerosas excursiones y algaras moras contra los cristianos de Zalamea, Medellín y Benquerencia.
Reinaba en el castillo un bravo guerrero: Ahmed-Ben-Alí, descendiente del gran Almotamid. Y tenía una hija cuya belleza era proverbial en todo el contorno, así como su valentía y decisión.
En la época que hemos indicado, dióse un fuerte impulso en la Reconquista. Por allí, los guiones cristianos ostentaban la cruz de Alcántara, y los caballeros de esta Orden heroica se aprestaban a la lucha, que por fin estalló. Primero fueron algaras, expediciones de espionaje y tala; después, la masa del ejército cristiano se puso en movimiento, y al mando de Arias Pérez, tercer maestre de la Orden, empezaron a conquistar castillos y plazas fuertes. Ahmed-Ben-Alí hizo más potentes aún las defensas de su torreado cerro; cavó nuevos fosos, preparó trampas y esperó así los acontecimientos.
Éstos se precipitaban. Tras una batalla encarni­zada, el castillo de Benquerencia cayó. Un supervi­viente que pudo llegar hasta el fuerte de Ben-Alí le advirtió que los cristianos se preparaban para ata­car su fortaleza. Y entonces el bravo guerrero musulmán, dejando encomendada la defensa del castillo a su hija, marchó a presentar batalla. Tra­bada ésta, fue desfavorable a las huestes musulma­nas, y el valiente Ben-Ali cayó, después de haber luchado heroicamente. Unos fieles esclavos pu­dieron llevar la triste noticia al castillo en donde Leila esperaba. Grande fue el dolor de la bella mora, que juró que aquel castillo nunca se rendiría si no fuera con la destrucción de los defensores.
Fueron pasando los días, y la lucha continuaba violenta; mas siempre se decidía a favor de los cris­tianos.
Al fin, el Maestre de Alcántara, después de haber tomado Trujillo, se aproximó a la fortaleza en donde Leila esperaba impaciente el momento del combate. Llegadas las huestes al llano que está al pie de la colina, fueron dados varios asaltos, en los cuales los cristianos, a pesar de haber conseguido poner pie varias veces en lo alto de la muralla, fueron rechazados.
Era el último día del año, y deseoso Arias Pérez de obtener la victoria aquella misma noche, ideó un ardid. Una parte de la caballería, llevando antorchas, atacaría por un ala, mientras los peo­nes aprovecharían el engaño de los moros ata­cando por la opuesta. Así se hizo. Hacia media noche, la caballería se puso en marcha, agitando las antorchas. Los defensores del castillo, pues­tos al alerta, ocuparon sus posiciones en los adar­ves, gritando:
-¡Los cristianos!
Mas creyendo que toda la fuerza enemiga llega­ba por la parte de los jinetes con antorchas, descui­daron el lado opuesto, y por allí penetraron los peo­nes, que se lanzaron sobre los musulmanes, hacien­do en ellos terribles estragos. Leila, que estaba cenando, exclamó:
-¡Amarga cena para mí!
Y se lanzó al combate; pero como sus leales habían ido cayendo uno tras otro, vióse rodeada de caballeros cristianos, y antes de que ninguno pu­diera apresarla, dióse muerte.
Y de la frase «Amarga cena para mí» dicen que salió el nombre de «Magacela».

104. anonimo (extremadura)

Mary-cuchilla

Hace muchísimos años vivía en Oviedo una joven lla­mada María, la cual unía a su prodigiosa hermosura un corazón frío como la nieve. Había rechazado con altivo desdén a los mejores caballeros del país y no se había con­movido lo más mínimo por las desgracias que a algunos había acarreado su hermosura: hubo un caballero que enloqueció y galán desesperado que se quitó la vida.
En cierta ocasión fue a vivir cerca de Oviedo en una casuca perdida en el monte, un caballero mozo, que pron­to ganó por su conducta, fama de santidad. Alternaba su vida retirada de ermitaño con frecuentes excursiones en las que llevaba socorros a las familias más pobres de la comarca. Desde el momento en que la desdeñosa María tuvo ocasión de tropezarse con el, se fundió el hielo de su corazón para dejar paso a la más encendida de las pasio­nes. De nada le sirvieron sus artes seductoras ni la prodi­galidad de sus exuberantes y extraordinarios encantos, porque el joven anacoreta se mantuvo tan imperturbable como inaccesible. Entonces María conoció por vez prime­ra la desesperación y el dolor.
Sus hechizos no le habían servido para nada; pero, no queriéndose dar por vencida, acudió a otra clase de recur­sos. Y un día visitó a una vieja hechicera pidiéndole ayu­da. La bruja se ofreció a prestársela si a cambio le entregaba su alma al diablo. Cuenta la tradición que la desventu­rada María se entrevistó con el mismísimo Satanás y que recibió de él una cuchilla con la orden de que le cortase la cabeza a su hermano menor en una gruta cercana a donde moraba el joven caballero; sólo así seria eficaz el maleficio diabólico y el hombre amado y deseado acabaría cayendo, rendido e implorante, a sus pies.
María hizo todo como se había pactado.
Cuando a la mañana siguiente cantó el primer gallo, cogió cuidadosamente a su hermanito que dormía profun­da y plácidamente en la cuna, y se lo llevó a la gruta. Se cuenta que los gritos de una bandada de búhos la guiaron en la oscuridad y, que al llegar a la entrada de la cueva, las aves se posaron en los árboles vecinos graznando de un modo siniestro. María entró en la gruta, colocó al niño todavía dormido, en una peña, y sin un momento de vaci­lación, le separó la cabeza del tronco con un solo golpe de cuchilla. La sangre salpicó la piedra, y las aves, levantan­do el vuelo, se alejaron sin cesar en su estridente griterío. Entonces el terror se apoderó de María y quiso huir, pero tropezó con la cabeza del niño que había caído al suelo y se desplomó sin sentido.
Cuando volvió en sí ya era de día. Ante ella estaba el joven ermi-taño que la contemplaba, no como un enamo­rado rendido, sino con acusadora severidad. María le miró por primera vez con los ojos, que no eran de peca­dora: estaba profundamente arrepentida. Cayó de rodi­llas, y el anacoreta, imitándola, rezó fervorosamente durante un rato. Después se levantó para notificarle en qué habría de consistir su penitencia. Para merecer el per­dón divino pasaría el resto de su vida en el lugar del cri­men; era preciso, borrar aquella sangre. Y así hablando, tocó en la roca con su báculo y de ella brotó un manantial. Después dijo:
-Pero por mucho que este arroyo limpie las manchas de sangre, no podrá hacerlas desaparecer si no mezclas tu llanto a sus águas.
Nadie volvió a ver desde entonces al virtuoso eremita. María vivió en los lugares que él había habitado y llevó por el resto de sus días una vida de penitencia. Las pocas personas que se acercaban por aquellos contornos conta­ban que en más de una ocasión la habían visto raspar furio­samente la roca con su cuchilla. Todavía existe la creencia de que de cuando en cuando vuelve a la cueva para raspar de nuevo las manchas de sangre que todavía no han desaparecido por completo.
Cerca de Oviedo se puede ver la gruta, con su techum­bre abovedada, desde donde se desprende el manantial y la roca de las manchas rojizas. Este lugar se conoce con el nombre de Mary-Cuchilla.

100. anonimo (asturias)

Los huesos del pozo de funeres

En tiempos antiguos existía en Asturias, muy cerca del famoso pozo de Fúneres, un señorial palacio conocido con el nombre de Álvarez de las Asturias por sus primiti­vos moradores. Vivía en él el último descendiente de la ilustre casa, de quien se sabe que llevaba con mucho orgu­llo y poca dignidad el título de conde. Era conocido y temido por todos por su soberbia, su despotismo y su cóle­ra indomable para aquéllos que no pertenecían a su misma nobleza.
Cuentan que un día en que vio trabajar a uno de sus colonos en algo que no era de su gusto, le acometió tal arrebato de ira, que después de insultarle injustamente, le dio muerte allí mismo. Todos sus siervos se enteraron de lo ocurrido: pero, aunque los sueldos eran exiguos y el contacto con el perverso conde insoportable, transigieron una vez más y siguieron a su lado por conservar el mísero pedazo de pan diario.
Poco tiempo después de este luctuoso suceso, paseando un día el tiránico caballero por unos terrenos de su propie­dad, acertó a ver por primera vez a la hija, ya moza, de uno de los labradores y, al observar su belleza, la mandó llamar a su presencia y le ordenó con extraña sonrisa que se pre­sentara al día siguiente en su palacio. Prometió ella obede­cer y, como era de esperar, sucedió lo que ya había ocurrido con muchas de las trabajadoras del Conde: la mucha-cha qiiedó deshonrada y nadie pudo tan siquiera formular una queja al causante de tamaña crueldad.
Pasaron así los arios sin que mejorarse un ápice la situación de aquellos desgraciados. La conducta del pérfido y libertino Conde seguía siendo el terror de aquellos alrededores. Tanto trascendieron sus maldades, que llegó a oídos del rey su despotismo y vesanía, sintiéndose el monarca obligado a hacer justicia. Para ello le mandó llamar a su presencia, y una vez que confirmó la verdad de sus desmanes, ordenó que se le diera muerte. Su cadáver, para ejemplo y escarmiento de otros como él, fue colgado como el de un criminal cualquiera en Peña Corbera, y una noche tras otras los cuervos lo fueron devorando hasta dejarlo reducido al esqueleto. Entonces sus huesos fueron recogidos de allí y arrojados al pozo de Fúneres.
En pocos meses todo el mundo se olvidó de él.
Sólo el perro del Conde, único ser a quien en vida había profesado algún cariño, abandonó el palacio y se fue a vagar por los alrede-dores del pozo, aullando incansable todas las noches en la boca negra y tenebrosa que recogía el eco de sus angustiosos ladridos.
Dicen que poco a poco, a raíz de ser arrojados al pozo los huesos del Conde, se empezó a notar por allí un hedor repugnante que cada día se hacía más insoportable. Los vecinos de aquellos alrededores empezaron a creer desde entonces que en el fondo de las cenagosas aguas habían nacido bichos asquerosos de todas clases y esta idea hizo que las gentes se alejaran más cada día de aquel pozo que parecía haberse contaminado de todas las miserias del malvado Conde.
Con los años se fue olvidando la historia, pero un día, un pastorcillo ignorante de todo que llevaba allí sus vacas, distraído, pisó en falso cayendo al fondo del pozo. Lo advirtieron unos labriegos y corrieron a salvarle. Comprobaron en seguida que no se había ahogada, porque era muy escasa, su profundidad, y le echaron una gruesa cuerda para que trepase por ella. Pero el pastorcillo, negándose á subir, les rogó que le dejaran morir en el fondo de aquel pozo. Los labradores le preguntaron el por qué de su acti­tud, y el pobre muchacho repuso que eran tantos los bichos asquerosos que se habían adherido a su cuerpo, que no quería contaminar el mundo con el contacto ponzoñoso de tantas garifas, larvas y culebras como tenía sobre sí.
Hubo, pues, necesidad de dejar abandonado allí al pobre pastorcillo: Pero, desde entonces, la creencia de que el espíritu del perverso Conde vaga todavía en el fondo del pozo ha reavivado sus recuerdos, alejando de allí a los curiosos.

100. anonimo (asturias)

La venganza de la ondina caricea

En tiempos de la invasión romana en España, dos jefes del ejército invasor, Carisio y Antistio, penetraron con sus tropas en la Asturias tramontana trabando con los natura­les una gran batalla y haciéndoles huir hacia el río Nalón.
Carisio, alejándose entonces de Antistio, remontó con sus hombres el Narcea hasta cerca de Hernio. Enamorado del colorido del paisaje, el caudillo romano sintió deseos de dar un paseo por la campiña, y un día, mientras su tro­pa descansaba, marchó solo por el camino que conduce al Lago Noceda. Paseaba distraído entre la fronda cuando distinguió allí cerca la figura esbelta de una mujer hermo­sísima, con abundanté cabello, suelto hasta la cintura. Era la xana Caricea, espíritu maligno de los lagos y las fuentes, cuyo odio hacia los profanadores de sus dominios le ha­bían hecho concebir una cruel venganza contra Carisio. Este, al verla tan hermosa, se le acercó con el intento de hacerla prisionera y agregarla al botín, ya nutrido, de bellas asturianas que llevaba. Pero la hermosa xana huyó, de su lado sin darle tiempo a pronunciar palabra. Carisio, cada vez más encendido de pasión ante tan rara hermosu­ra, la siguió algunos minutos sin alcanzarla. Llegaron así a la misma orilla del Lago Noceda, y la xana, jadeante, detu­vo su carrera extenuada por la fatiga. Carisio pudo entonces llegar hasta ella, la contempló extasiado unos instan­tes, se miró un segundo en sus verdes y transparentes ojos, y sin poder aguantar por más tiempo su desbordado amor, la estrechó apasionadamente entre sus brazos. La xana le dejó hacer pero luego, abandonando su papel pasivo, rodeó con tal fuerza y con sus brazos el cuerpo del solda­do que lo asfixió. Cuando estuvo segura de que los pulmo­nes de Carisio no respiraban, lo arrastró hacia el lago arro­jándolo a las aguas.
Inútiles fueron las buscas de sus hombres por aquellos alrededores; nadie pudo nunca más hallar el cuerpo del joven Carisio sepultado para siempre en las aguas del Lago Noceda.

100. anonimo (asturias)

La vaca y la mula (1)

Cuando nació el Niño Jesús, el establo donde se habían alojado San José y la Virgen María estaba medio derrum­bado y casi sin paja.
El pobre Niño temblaba de frío, y su Madre apenas podía abrigarlo con sus propias ropas. Por los senderos del país ya llegaban los pastores, levantados por el prodigioso anuncio del ángel.
Pero el Niño tiritaba, yerto de frío.
La Virgen y San José recogieron, a duras penas, unos puñados de paja para abrigar al recién nacido. La paja ya hemos dicho que era escasa.
Al fin pudieron abrigar un poco a Jesús.
Había en el establo una vaca y una mula. La vaca se acercó lentamente y con su vaho calentó al Niño. Pero la mula, indiferente, empezó a comerse la paja.
Entonces la Virgen María, mirando a la vaca, le dijo:
-Como has tenido piedad de mi hijo, nacerán seres de tu vientre, serás fecunda y los podrás alimentar.
Pero a la mula la miró muy severa, diciéndole:
-Tú, que por causa de la gula no has vacilado en comer la paja que cubre a mi hijo, serás estéril.

100. anonimo (asturias)

La luz en las ruinas

En medio de un bosque espeso e intrincado, donde ape­nas llegaba un rayo de sol, había un viejo castillo solitario. Era un paisaje áspero y frío: ni la más pequeña flor ni el menor arroyuelo cantarín endulzaban la abrupta majestad de aquel paraje. Sólo allá lejos, en el confín del bosque, unas cuantas casuchas miserables, donde vivían unos pobres labriegos, rompíán la monotonía de aquel verde sin fin.
El duelo del castillo era odiado y temido por todo el contorno. Hombre despótico y cruel, vivía solo, sin ami­gos ni familiares apenas servido por una vieja mujercilla. Muchos días se le veía pasear entre las almenas de su torre vigilando todo lo que sucedía en sus dominios.
Cierto día, un chiquillo, hijo de uno de los labradores que vivían en las casuchas allá en el llano, se le ocurrió encender fuego ante su cueva para calentarse. Las llamas subían saltarinas y chisporroteaban alegres entre la triste niebla del atardecer. Desde su atalaya vio el fiero castella­no aquel inusitado resplandor, y furioso, mandó venir al causante de tal desmán. El pobre labriego confesó humil­demente la fechoría de su retoño y pidió clemencia al señor. Pero aquel hombre inflexible le mandó azotar. Para su constitución débil y enfermiza el castigo fue excesivo y le produjo la muerte. Al ver el niño el cadáver de supadre, levantó lleno de horror su manita en gesto amena­zador hacia aquel castillo, al tiempo que sus labios pro­nuncia-ban:
-¡Maldito sea!
Aquella maldición del inocente huerfanito tuvo un efecto prodigioso.
Al poco tiempo murió el señor. Tras él, la vieja que le servia. Y el castillo, no se sabe por qué fuerza sobrenatu­ral, fue desmoronándose como si fuese construido de are­na, hasta quedar reducido a un montón de escombros.
Y cuentan los labradores de aquella comarca que en los atardeceres de invierno se ve una luz muy clara que sale de entre las ruinas, mientras que el alma en pena del señor vaga por ellas. A veces se queja como si le azotaran.

 100. anonimo (asturias)

La leyenda del nuberu

¿No conocéis al Nuberu?
Pues en Asturias es un personaje de lo más popular.
Es como ser entre dios y genio.
O sease, hombre sobrenatural que dirige las nubes y descarga las tormen-tas donde le parece con grave riesgo de las cosechas y de los frutos.
Por eso los labradores asturianos, cuando le ven venir montado en su nube, lanzan las campanas al vuelo y lo exorcizan de mil maneras distintas; porque el Nuberu no es cristiano.
Algunos cristianos le buscan un parentesco con el viejo Wotan de los teutones. Pero los asturianos dicen que vive en tierras de Egipto y que...
Pero por si a alguno le interesa lo que dicen los asturia­nos, vamos a referir su leyenda.
El Nuberu vive muy lejos, lejísimos, en Egipto, en lo más alto de una abrupta y escarpada montaña y también por encima de ella, naturalmente. Allí, cuando baja de sus nubes, tiene un magnífico palacio que comparte con su esposa y sus hijos. Todos los días, el Nuberu inicia su via­je en una nube, claro. Su verdadero nombre es Juan Cabri­to; es muy alto y muy feo. Viste pieles sobre el cuerpo y se toca con un viejo sombrerón de anchas alas. Su fuerza es hercú-lea, colosal.

Cierto día, como tantos otros, el Nuberu se vino para Asturias a lanzar sus tormentas. Era por Meguyines, en el puerto Sueve, y cuando le vieron venir se asustaron mucho y acudieron al señor cura. Éste, que era un santo varón, se encaró con el Nuberu y, después de tocar un rato la cam­paná, le dijo a grandes voces:
-¡¡DESCÁRGALO AQUÍ!!
Y puso su zapato en medio de una huerta que era ni más ni menos que la suya propia.
¡Y hubo que ver cómo se puso de granizo la huerta del señor cura!
Al Nuberu le hizo mucha gracia aquella salida y tanta risa le dio, que, se le escapó la nube y se le hizo de noche en Asturias. Entonces pidió hospitalidad en casa de un labrador quien, sin saber por supuesto con quién se la jugaba, se la negó. Un poco más allá llamó a otra puerta. Era un labrador joven pero pobre, y cordialmente le dio entrada en su casa. A la mañana siguiente, cuando ya se iba a marchar, el Nuberu le dio las gracias por su afectuo­sa y amable acogida, y le dijo:            

Si vas a tierra de Egipto
pregunta por Juan Cabrito.

Y desapareció.
Se dio el caso de que poco tiempo después llamó el rey a los cristianos para que fuesen a defender al Santo Sepul­cro en Palestina.
Y allá fue nuestro labrador.
Tuvo la mala fortuna de caer prisionero y, después de mil y una peripecias, fue a dar con sus huesos en Egipto.
Entonces se acordó de su huésped de aqtrel día, de aquella noche para ser más exactos y concretos, y pregun­tó sencillamente por el don Juan Cabrito. Muy extrañados quedaron todos al ver que conocía a tan alto y poderoso señor y le indicaron su morada en lo alto del monte.
El asturiano subió pacientemente la montaña y alcanzó las puer-tas del castillo. Preguntó por el amo y su mujer salió a decirle que no estaba en casa; pero que no tardaría en llegar y que esperase. A poco aparecieron por allí los hijos de Nuberu y dijeron a su proge-nitora:
-Madre, a cristianazu nos huele!
-Callad, hijos. Se trata de un asturiano muy amigo de vuestro padre que le está esperando.
Por fin llegó el Nuberu y tuvo lana gran alegría al encontrarse con el labrador que aquella noche no muy lejana le diese cobijo en su hogar.
-¡Hombre -exclamó, casualmente vengo de tu pueblo! Pero no te apures que tus tierras están bien, muy bien. Yo me encargo de, regarlas suavemente y te estás haciendo muy rico. No así tu vecino; a ése le echo pie­dras y el hombre no levanta cabeza. No me olvido jamás del que me hace bien, pero tampoco del que me hace mal.
-¿Y qué novedades hay por mi pueblo? -preguntó, con vivo interés, el asturiano.
-Pues ciertamente importantes para ti. Todos te supo­nen muerto y, como estás haciéndote tan rico, creo que hay varios que cortejan a tu mujer y no sé si la convencerán. No puedo darte excesivos detalles porque, en cuanto me ven llegar, se las ingenian con las mil y una artimañas para echarme y dispongo de poco tiempo para poder escuchar conversaciones. Pero piensa en lo que te he dicho respecto de tu mujer porque las cosas, más o menos, van por ese camino.
El joven labrador, obviamente, se disgustó muchísi­mo por aquella noticia. Entonces el Nuberu le prometió que al día siguiente le llevaría a su pueblo en una nube antes de que su esposa tomara la decisión de casarse de nuevo.
Y así fue. El labriego llegó a su casa y fue recibido por su mujer con los brazos abiertos encontrándose con un saneado patrimonio. Que aún fue a más, pues el Nuberu agradecido, no dejó de regarle las tierras suavemente.

100. anonimo (asturias)


La huella de sangre

Cerca de Oviedo, entre los robledales de la ribera del Nalón, se alzaba en el siglo XIV el castillo de don Rodrigo, señor de Priorio. Tenía fama éste de ser un caballero intransigente y desmedidamente orgulloso. Quiso el desti­no que su bellísima hija Irene, único ser de este mundo capaz de despertar la ternura del inaccesible don Rodrigo, llegara a ser la más desgraciada víctima de su altivez y al mismo tiempo de su falta de comprensión e incluso de caridad, hecho éste último del que aquel caballero había vivido permanentemente alejado.
Irene arriaba a Pablo, el zallardo paje del infatúe don Alfonso. Aunque muy joven, había dado ya el doncel cumplidas y sobradas muestras de su arrojo y valor y espe­raba que pronto le premiasen con la distinción de armarle caballero. El temor que los dos componentes de la enamo­rada pareja tenían al orgullo de don Rodrigo era la causa de que guardasen celosamente el secreto de sus amores.
Un día, Irene, cuando dialogaba románticamente con Pablo desde la ventana de su aposento se vio sorprendida por su padre que, sospechando algo de lo que ocurría, había entrado en la estancia con el mayor sigilo. Resultó inútil pretender disimular. Don Rodrigo escuchó de labios de su hija la confesión de los sentimientos que le inspiraba el valiente doncel del infante. A pesar de las excelentes cualidades de Pablo y de su reconocido valor, ya elogiado por el rey en más de una ocasión, el castellano de Priorio le despreciaba por su bastardía y le consideraba indigno de merecer la mano de su ilustre heredera, a quien tenía por tan noble como la misma reina.
Escuchó, pues con enojo, la confesión de su hija, aban­donando el recinto con gesto sombrío y amenazador. Sus pasos resonaron como tañidos de fúnebre campana por todo el castillo, en dirección a la puerta, e Irene compren­dió que iba en busca de Pablo.
En vano rogó la joven a su amado desde la ventana que huyera, advirtién-dolé del peligro que se cernía sobre él. Permaneció el paje en el lugar donde se encontraba, lo mismo que si unas raíces invisibles hubiesen clavado las plantas de sus pies en la tierra. ¿Cómo iba a dejar su ver­dadera vida por miedo a la muerte? Momentos más tarde el castellano de Priorio se hallaba ante él y le vociferaba palabras ofensivas e injuriosas. Pablo trató de reprimir la cólera que le producían aquellos insultos y ni siquiera sacó la espada al arrinco-narle don Rodrigo con la suya.
De pronto se abrieron las puertas del castillo y apareció Irene pálida como una difunta. Escuchó impasible las durísimas palabras que le dirigía su padre; pero al ver a Pablo cubierto de sangre, se desmayó. El desolado joven corrió rápidamente a socorrerla; pero don Rodrigo se lo impidió alzando su espada con ambas manos y exclaman­do con la ira y el odio asomando con virulencia por sus encendidos ojos:
-¡Miserable, no cometas el sacrilegio y la infamia de mancharla con tu sangre bastarda!
Aquellas crueles palabras aniquilaron la paciencia del paje y, no pudiendo contenerse ni un segundo más, se aba­lanzó sobre el castellano, ciego de furor, y le clavó la espa­da en el pecho.

Las gentes del castillo acudieron al ruido de las armas, y al ver el cuerpo de su señor tendido en tierra, se lanzaron sobre el matador deseosos de venganza. Pablo, que había permanecido durante unos momentos contem-plando fija­mente el cadáver como si el horror de su acción le hubiera conver-tido en piedra, se preparó, reaccionando a tiempo, para defenderse.
Consciente de que la superioridad numérica sería un obstáculo difícil de salvar, haciendo no obstante gala y arrojo de que aquel valor que había ganado en circunstan­cias tan difíciles como aquella o más, se plantó temeraria­mente frente a los agresores dispuesto a vender muy cara su vida.
Se cruzaban ya las espadas con, el ruido característico del acero al chocar, cuando Irene se recuperó de su des­mayo.
Haciéndose con centelleante rapidez a la realidad detu­vo con un gesto a los contendientes, y los hombres de su padre obedeciéndola, se retiraron al punto. Pero en aquel momento descubrió el ensangrentado cadáver de su padre. Entonces, dando pruebas de una serenidad y entereza que antes no había tenido, se arrodilló ante él ordenando con voz segura:
-¡Apoderaos del matador!
Pablo tiró la espada dispuesto a dejarse prender sin ofrecer la más mínima resistencia y suplicó a su amada que se le diera la muerte que merecía, pero que por el amor de Dios no le negase el supremo consuelo de su perdón.
Las tumultuosas lágrimas que brotaron caudalosamen­te de los hermosos ojos de la doncella le hicieron com­prender que todavía le amaba, y por unos momentos una expresión de paz y felicidad iluminó su rostro.
Después, al escuchar la voz de su adorada asegurando con tono inapelable que quedaban definitiva e irremediablemente separados por aquella muerte, se sintió el mál desdichado de los hombres y murmurando un triste adiós, se arrojó al río.
Nadie se atrevió a detenerle.
Sólo Irene quiso seguirle pero sus doncellas se lo impi­dieron sujetándola fuertemente al tiernpó que la obligaban a regresar al interior del castillo, mientras las aguas del Nalón arrastraban el cadáver del infortunado Pablo.
Irene pasó en Priorio el resto de su existencia llevando una vida más sombría que la muerte. La impresión que recibió por aquella doble desgracia la volvió loca.
En la orilla izquierda del Nalón, no lejos de Caldas, hay una peña musgosa salpicada de sombras rojizas. Es la peña desde donde Pablo se arrojó al agua que conserva las señales de sus pies manchados con la sangre de don Rodrigo.

100. anonimo (asturias)

La cueva blanca

Hubo una época en Luarca en que la tragedia y el llan­to unificó a todos los habitantes en un mismo dolor co­mún. Poco a poco empezaron a desaparecer misteriosa­mente, y sin dejar la menor huella, hombres, mujeres y niños, sin que nadie pudiese tener la más remota idea del por qué, del cómo, ni de la causa que podía originar tama­ña contrariedad.
En una ocasión se encontró un trozo del vestido de una de las víctimas. Pero tampoco sirvió para proporcionar el menor rastro de la desaparecida. El pánico de todos iba en aumento, siempre con el temor de que el próximo sacrifi­cado por el poder desconocido, pudiese ser uno cualquiera de ellos, como de hecho había venido sucediendo última­mente.
Cada día más horrorizados, los vecinos de Luarca acu­dieron con devoto respeto y los corazones encendidos por la fe, y también por la necesidad, a la capilla de la Virgen para pedirle a la Madre del Divino Redentor que pusiera fin a tanta desdicha. Después de muchas rogativas, la Vir­gen les reveló que la guaxa, espíritu maligno de la Cueva Blanca, era el causante de todas sus desgracias y que de­bían conjurarle llevando su imagen hasta la misma puerta de la guarida.
Al día siguiente, todos los habitantes de Luarca marcharon en procesión hasta  el lugar llevando en andas la imagen de la Virgen. Con paso lento, llegaron a la altura de la Cueva Blanca, y no bien penetraron en ella, se escuchó el agudo silbido de un ser siniestro seguido de una serie de extraños ruidos: la guaxa estaba abandonando la cueva.

Los vecinos, entonces, se adentraron hasta lo más pro­fundo, y allí encontraron el horrible espectáculo de todas las víctimas desaparecidas, cuyos cuerpos en estado de descomposición, colgaban, como trofeos, de las paredes. Entre llantos y patéticas escenas de dolor, fueron descol­gados para darles posteriormente sagrada sepultura.
Desde entonces, Luarca recobró su habitual normali­dad, y aseguran los del lugar que jamás guaxa alguna vol­vió nunca a aposentarse en aquellos andurriales.

100. anonimo (asturias)

El puente del beso

Durante la Edad Media los mares españoles estaban infestados de piratas. En el Mediterráneo, los bajeles tur­cos y argelinos capturaban cuantas naves encontraban en sus aguas apoderándose del botín, asesinaban a los tripu­lantes y hundían las embarcaciones una vez consumado el saqueo.
A veces, incluso, aquellas bandas de desalmados, de criminales sin escrú-pulos, habían tenido el atrevimiento de asaltar algunos pueblos costeros, robando doncellas y violándolas, para más tarde traficar con ellas en los mer­cados de Argel y Constantinopla donde las vendían como esclavas.
En el Cantábrico, el tristemente famoso pirata nortea­fricano Cambaral que capitaneaba un libero bajel, sembra­ra terror y pánico en sus correrías por aquellas latitudes.
Los pocos navíos que se aventuraban a surcar este mar eran presas seguras del corsario Los pescadores estaban atemorizados, sin atreverse a embarcar, con sus naves fon­deadas en los puertos y dársenas, mientras el hambre se cebaba en sus pobres familias a las que, por miedo al pira­ta, se veían imposibilitados de alimentar debidamente. Pero por mucho que trataban de encontrar soluciones, el temor de caer en manos de aquel asesino les tenía conde­nados a la impotencia.

Tomó parte en elfo ej gobierno enviando unos barcos de guerra para capturar al bandido; le persiguieron con ahínco, con la orden de cumplir la ley que condenaba al pirata hallado in fraganti a ser colgado del palo mayor de su propio navío. Mas no lograron dar alcance a la ligera goleta, que navegaba veloz a toda vela, rompiendo con su proa las impetuosas olas que barrían la cubierta y dejaba tras de sí una larguísima estela de espuma. Desalentados los persegui-dores, tenían que volver al puerto, y el temido Camaral quedaba dueño de aquellas aguas y plenas condi­ciones de seguir cometiendo fechorías.
En la hermosa y pintoresca villa de Luarca se alzaba, a la orilla del mar construido sobre la roca viva, un suntuo­so palacio señorial de espesos muros, a los que llegaban las fuertes olas cuando arreciaban las galernas del Cantá­brico. Habitaba en él un muy noble caballero que, indig­nado ante aquel estado de cosas, se propuso capturar por su cuenta y riesgo al famoso pirata que tenía aterrorizados a los habitantes y sobre todo a los pescadores que faenaban por aquellos entornos.
Preparó para ello algunos navíos de su propiedad y, embarcando a sus hombres de armas, marchó al frente de ellos en busca del maldito corsario.
Varias millas habían recorrido ya, cuando el muy noble señor divisó en lontananza un bergantín con todo el apare­jo desplegado y llevando izada la bandera negra de la pira­tería. Dio orden el señor de enfilarlo, pero el velero, cuyo capitán, sobre el puente, oteaba el horizonte con su catale­jo, ya había descubierto la flota enemiga y se dirigía veloz hacia ella pensando que fueran nuevas presas.
Con gran arrogancia había dado orden al timonel de acercarse a las naves, mientras él se reunía en proa con sus hombres y les daba instrucciones para el ataque y posterior abordaje, revisando bien los cuchillos y las armas blancas. Pronto el buque pirata llegó al suso-dicho abordaje junto al barco enemigo, y unos y otros saltaron a la embarcación contraria trabándose encarnizados combates cuerpo a cuerpo en medio de la más terrible y caótica confusión, cayendo continuamente por la borda los cuerpos ehsan­grentados de los contendientes de ambos bandos. Se buscó a Cambaral y fue, encon-trado sobre cubierta en un charco de sangre con heridas en la cabeza y en el resto de su na­turaleza, laos cuales le había privado del sentido. Herido el capitán, fue relativamente fácil someter al resto de los piratas.

El muy noble señor desde el puente de mando dio órde­nes: que el herido fuera trasladado a su nave, los cadáveres arrojados al mar y los corsarios que estaban presos, ence­rrados bajo severas medidas de seguridad en las bodegas de los navíos vencedores. Y, bien cerradas las escotillas del navío corsario, fue remolcado hasta Luarca.
Allí, el caballeroso hidalgo, decidió curar al bandido antes de entregarle a la justicia para que ésta actuase en consecuencia y le aplicase el castigo que se considerase de ley a los muchos crímenes por él. cometidos. Mandó lle­varle a su casa y que le acostaran en un blando lecho, en­cargando que se le atendiese como un ser humano y que le curaran las heridas. Llamó para ello a su bellísima hija, que ayudó con, sus delicadas manos a restañar la sangre que manaba de las heridas del atrevido corsario.
Cuando el terror de los mares recobró el conocimiento, se encontró en una suntuosa estancia y junto a su cama vio a una joven de hermosura fascinante, de rostro nacarino, que le miraba atenta y curiosamente con sus grandes ojos azabache. El pirata, al verla, extasiado primero y sorpren­dido después porque aún no tenía noción ni consciencia exacta de lo que había sucedido, pensó en una bella hurí dél paraíso y trató de preguntar si se trataba de una aparición perteneciente a otro mundo. Pero ella, llevándose un dedo a sus rojos y golosos labios que tenían el color san­grante de las fresas maduras, le obligó a guardar silencio. El bandido, entonces, sintió todo el dolor atroz de sus heri­das y tuvo la certeza interior de que se aproximaba su últi­ma hora; pero aun la muerte le parecía una auténtica ben­dición si se le presentaba encontrán-dose él a la vera de aquella hermosura de doncella.
Varios días pasó el herido entre la vida y la muerte, continuadamente atendido por la bellísima asturiana que le había llegado hasta el fondo de su alma, y con un senti­miento para él desconocido, creyó amarla más que a su propia vida y se dijo que era preferible morir mil veces que verse separado de ella. También la pura y encantadora jovencita se había enamorado profunda-mente del alta-nero y gallardo terror de los mares, por su apostura y encanta­dora buena apariencia, sintiendo su corazón prisionero de los latidos del de él; y ambos, en silencio y con solo las miradas, intensas y profundas miradas, se comunicaban la grandeza de su amor y el fuego que encendía sus senti­mientos.
Llegó la ocasión en que de manera mutua se confesaron la maravillosa realidad de lo que sus corazones se expre­saban el uno por el otro y, ya desbordada la pasión conte­nida, se sumergieron en un mar de dichas -que no de combates esta vez para el avezado y temerario pirata- y embriagadores sueños. Decidieron huir adonde nadie pudiera encontarlos para oponerse a su dicha, y una noche se dieron cita a la orilla del mara Esperó la muchacha que su padre durmiera, y con refinada cautela salió del palacio deslizándose como una sombra por la entreabierta porte­zuela de la parte trasera de la enorme edificación.
Alcanzó el embarcadero que estaba a unos metros de la señoría! residencia, y allí la esperaba ya el altivo pirata junto al navío que había de conducirles a lejanos mares e ignorados puertos. Las olas lamían las rocas de la orilla mientras un rayo de luna, rompiendo la bruma, caía sobre las dormidas aguas y dejaba sobre ellas su rostro de plata bruñida. El pirata, transido de amor, recibió entre sus brazos a la doncella y, al notar su pálpito amoroso, sintió el fuego en sus venas y sus almas se unieron en un apasio­nado beso al mismo tiempo que también lo hacían sus bocas. En aquel momento, el padre, que había sido avisa­do de la fuga de su hija, sorprendió a los enamorados en el supremo instante y, ciego de ira, levantó su recio y fuerte brazo enarbolando la pesada espada y segó de un solo tajo las cabezas de los dos amantes, que rodaron al mar, mien­tras sus cuerpos quedaron para siempre fuertemente abra­zados.
Todavía se conserva vivo el recuerdo de este hecho tan singular como romántico.
El barrio de pescadores situado en torno de la dársena luarquesa sigue llamándose el barrio de Cambaral en memoria del famoso pirata. Y sobre el mismo sitio en que cayeron los cuerpos de los dos enamorados se construyó más tarde un puente, del que todos los habitantes conocen la historia, y que conserva el nombre del Puente del Beso.

100. anonimo (asturias)

El monstruo de santo domingo


En tiempos remotos, los frailes de Santo Domingo de Oviedo, vivían en plácida y santa paz dedicados a la ora­ción y a cultivar la pequeña porción de terreno que rodea­ba el convento. Un día, luego de su cotidiano trabajo sobre la tierra, los frailes regresaron, como de costumbre, a hacer sus oraciones. Pero el Superior se apercibió, no sin asombrarse por ello, que uno de los bancos del coro se encontraba vacío.
Terminados los rezos preguntó por el fraile ausente pero nadie supo darle razón de él. Le buscaron en su celda y en el huerto, y no hallaron el menor rastro que pudiera ponerles sobre su pista. Muy intrigados por lo ocurrido, se dirigieron al anochecer a sus celdas, pero ninguno de ellos fue capaz de conciliar el sueño haciendo cábalas y formu­lando hipótesis sobre aquella sorprendente desaparición que nadie se atrevía a creer voluntaria.
Al otro día se levantaron obsesionados con el suceso, y hora tras hora, fueron cumpliendo, sin olvidar la preocu­pación, con sus cotidianos deberes. Estuvieron, como siempre, trabajando en el huerto, y cuál no sería su asom­bro cuando todos, al abandonar los aperos para hacer las consiguientes oraciones, se percataron de que otro fraile había desaparecido. Decidieron entonces investigar sobre los misteriosos sucesos, seguros ya de que algo muy extraño estaba sucediendo entre las paredes de aquel sacro recinto:
Recorrieron el huerto palmo a palmo y salieron de sus limites para asegurar-se de que no se encontrara por los aledaños del entorno el causante de sus males. Uno de los frailes pudo descubrir que a pocos pasos del terreno del convento, en una hondonada que quedaba oculta desde donde trabajaban, había una enorme gruta, guarida de un reptil antediluviano, con grandes alas y cuerpo.monstruo­so contra el que nada podía la fuerza huniana. Comunicó a sus compañerós la noticia; pero el Superior no se atre­vió a faltar al reglamento ni a dar solución alguna. Con más miedo que los días anteriores, salieron al huerto los frailes encomendándose todos al Señor y temiendo cada uno ser elegido como nueva víctima de aquel ser mons­truoso.
Como estaba previsto, el reptil, a la misma hora de todos los días, abandonó su gruta y con sólo un leve movi­miento de cabeza arrebató del huerto a otro de los frailes.
Así pasaron los días y el terror iba cundiendo en el con­vento sin ninguna posibilidad de defensa. Hasta que por fin, el más joven de los hermanos, que era uno dedos coci­neros, se presentó ante el Superior y le expuso que había ideado un plan para hacer desaparecer al monstruo, solici­tando su permiso para llevarlo a cabo.
A la mañana siguiente todos los frailes pudieron obsef­var cómo el hermano cocinero bajaba hasta la gruta del monstruo con un hermoso pan debajo del brazo que él mis­itio había amasado. El reptil, al percibir su aroma, salió de la gruta batiendo pesadamente sus enormes alas y echando fuego por las abiertas fauces. El hermano, entonces, le arrojó el pan, y la bestia se precipitó a engullirlo. Luego, en silencio y con la mayor humildad, regresó el hermano a su celda.
Aquella tarde, los frailes, ya más tranquilos y confia­dos, salieron al huerto sin que el monstruo hiciera su aparición. Bajaron entonces hasta la cueva para comprobar a qué podía deberse su ausencia y se encontraron a la horri­ble serpiente alada retorciéndose entre tremendos dolores y dando grandes rugidps. A los pocos minutos dio una bru­tal sacudida y quedó muerta. El hermano cocinero les explicó entonces que aquel pan, de calidad exquisita, lo había tellenádo de punzantes alfileres que probablemente habían perforado los intestinos del monstruo.
De esta suerte, el convento de los frailes de Santo Domingo de Oviedo, volvió a recobrar su paz y tranquili­dad habituales.

100. anonimo (asturias)

El encantamiento de la princesa

Vivía en Asturias, en la localidad de Tereños, un rey con una hija cuya mano se disputaban cuantos príncipes contemplaban su hermosura. La princesa, que estaba ena­morada de un conde, sostenía tenazmente su actitud de rechazar las brillantes proposiciones de matrimonio,que se le brindaban. Día tras día, su padre, el rey, trataba de hacerle comprender con cariño y suavidad lo conveniente de un enlace que fuera digno de ella y la tranquilidad que para él supondría el verla bien casada.
La princesa, a pesar de sus pocos años, no fue fácil de convencer. Estaba decidida a casarse por amor; y a ningu­no de cuantos príncipes la habían solicitado por esposa consideraba digno de su afecto. Así pasaron los meses sin que nadie lograra disuadirla en sentido contrario. El rey se sentía envejecer por momentos y deseaba cada vez con más angustia un heredero del trono.
Viendo que por los caminos de la buena voluntad y la persuasión no podría nada contra la férrea tenacidad de su joven hija, se decidió por tomar una actitud mas enérgica; la mandó llamar a su presencia y con gesto grave le orde­nó que eligiese, en el plazo de unos días, entre los prínci­pes que habían solicitado su mano, si no quería exponerse a un severo castigo. La princesa no se inmutó ante tales palabras, y con la misma serenidad de siempre le hizo saber que su decisión era demasiado firme para dejarse doblegar, y que persistía en su idea de casarse con el con­de y que, en caso de que no se lo permitiese, no tendría el menor inconveniente en quedar soltera.
Comprendió el rey que las cosas estaban prácticamente como al principio. Pero lo cierto es que tampoco se encon­traba dispuesto a permitir que aquella jovencita rebelde se saliera con la suya tan fácilmente, por lo cual, optó por aplicarle un castigo ejemplar, seguro de que ya ninguna buena razón podía influir en el ánimo de la testaruda prin­cesa.
Así, pues, la invitó a dar un paseo en carroza, mas sin comunicarle sus proyectos, y la condujo hasta el campo de la Perola donde abríase una famosa cueva encantada de la que el pueblo refería cosas extraordinarias; decían de ella que su interior comunicaba con el infierno, y que el demo­nio cuando venía al mundo a tentar a los hombres, salía por ella. Lo cierto era que aquella cueva exhalaba un tre, mendo olor a azufre que hacía volar la imaginación hacia toda clase de sucesos diabólicos.
El carruaje del rey paró en la misma entrada de la gruta y descendieron de él la princesa y el monarca. Mientras ella miraba curiosamente a su alrededor, su padre, mirán­dola con fijeza, la condujo para que, en castigo a su desobediencia, se convirtiese en culebra y viviera por siempre en la oscuridad de aquella terrible cueva por la que se suponía transitaba el diablo. Y añadió que sólo se desharía el hechizo en el caso de que un hombre le diera tres besos en la lengua.
Al instante, la rubia y frágil belleza de la princesa desa­pareció y en su lugar contempló el rey la ondulante y vis­cosa forma de una culebra monstruosa que se deslizó hacia el interior de la gruta.
Satisfecho al ver cumplido así su castigo, volvió el monarca a palacio; pero he aquí qüe, entretanto, un pastorcillo que apacentaba su ganado por aquellos contornos y que había presenciado y oído lo que allí acababa de suce­der, se dirigió a la cueva y, venciendo su natural repugnan­cia, cogió la culebra y sujetándole la cabeza le dio tres besos en la lengua.
El conjuro quedó deshecho y la princesita recobró su maravillosa forma humana. Agradecida al pastor, aceptó su demanda de matrimonio, y dicen que se quisieron mucho y vivieron felices el resto de sus días alejados del palacio del rey.

100. anonimo (asturias)

Leyenda del astrólogo árabe

Hace siglos, Aben Habuz, rey moro, gobernaba en tierras de Granada. Era un antiguo guerrero, ya retirado, que, habiendo llevado en su juventud una vida dedicada por completo al saqueo y a la pelea, al sentirse viejo y achacoso, sólo deseaba vivir tranquilo y en paz con sus enemigos, gozando de las tierras usurpadas.
Pero sucedió que el sensato monarca vióse obligado a mantener aún la lucha con algunos príncipes jóvenes, dispuestos a pedirle cuenta de sus usurpaciones. Ciertas provincias lejanas de su reino, tratadas cruelmente en los días de su poderío, se sublevaron al verle achacoso, y se unieron para atacarle. Viéndose, pues, rodeado de descontentos y con la capital de su reino, Granada, hundida entre escabrosas montañas que ocultaban la aproximación del enemigo, Aben Habuz vivía en constante alarma, sin saber por qué lado ataca-rían.
De nada le sirvió colocar guardias en los desfiladeros, con orden de encender hogueras por la noche y levantar columnas de humo durante el día para señalar la proximidad del enemigo, ya que éste avanzaba por pasos ocultos y asolaba el país en las mismas barbas del Monarca, retirándose con los prisioneros, y cargado de botín, a la montaña.
Hallábase Aben Habuz triste por tantos desastres, cuando llegó a su corte un viejo médico árabe de larga barba blanca que, a pesar de su edad, hizo el viaje desde Egipto a Granada sin otro apoyo que su cayado cubierto de jeroglíficos. Llamábase Ibraím Eben Abu Ajib, y se le creía contemporáneo de Mahoma.
En su juventud, siguió al ejército de Omar a Egipto, y allí vivió muchos años estudiando ciencias ocultas, especialmente la magia.
Contaba que poseía el secreto de prolongar la vida. Este extra-ordinario anciano fue muy bien acogido por el Soberano, que, como la mayoría de los monarcas achacosos, concedía a los médicos su privanza. Quiso aposentarlo en su palacio; pero el astrólogo prefirió una cueva situada en la ladera de la colina que dominaba a Granada y donde más tarde se levantó la Alhambra. Ordenó ensanchar la caverna en forma de un gran salón, con un agujero circular en el techo, a modo de tragaluz, por donde observaba las estrellas. Cubrió las paredes de su aposento con jeroglíficos egipcios, símbolos cabalísticos y constelaciones de estrellas, y se proveyó de instrumentos fabricados bajó su dirección.
Pronto llegó a ser el sabio Ibrahím el consejero favorito del Rey. Una vez que Aben Habuz se lamentaba de la maldad de sus vecinos, el astrólogo escuchó en silencio, y luego le dijo:
-Sabe, ¡oh Rey!, que en Egipto vi una maravilla inventada por una sacerdotisa pagana. En un monte que domina la ciudad de Borsa y el gran valle del Nilo había una figura representando un camero con un gallo a cuestas, ambos fundidos en bronce y de forma que giraban sobre un eje. Cuando alguna invasión amenazaba el país, cantaba el gallo, y el carnero señalaba la dirección del enemigo. Así, los habitantes de la ciudad conocían el peligro y de dónde venía.
Aben Habuz dijo:
-¡Qué gran tesoro sería para mí un camero semejante y un gallo que cantase ante la proximidad del peligro!
El astrólogo continuó:
-Después que el victorioso Omar terminó la conquista de Egipto, permanecí algún tiempo entre los ancianos sacerdotes del país, instruyéndome en las ciencias ocultas que tanto renombre les dieron. Estando sentado un día a orillas del Nilo con un sacerdote, me indicó las enormes Pirámides que se levantaban en medio del desierto, y me dijo: «Todo cuanto podemos enseñarte no tiene comparación con la ciencia que se encierra en ellas. En el interior de la Pirámide central está la cámara mortuoria donde se conserva la momia del gran sacerdote que ordenó erigir esta gran mole, y con él estaba enterrado el maravilloso Libro de la Sabiduría, que contiene todos los secretos del arte de la magia. Este libro lo recibió Adán después de su caída, y ha pasado de generación en generación hasta llegar al rey Salomón, el cual, con su ayuda, construyó el templo de Jerusalén». Al oír estas palabras del sacerdote egipcio, tuve deseos de poseer el libro, y con buen número de egipcios y soldados de nuestro ejército me puse a abrir la Pirámide, hasta que después de ímprobos trabajos di con uno de sus pasillos, entré por él y, siguiendo un laberinto, llegué a la cámara sepulcral donde se guardaba la momia del gran sacerdote. Rompí la caja que la contenía, deslié sus vendajes, y al fin encontré el libro que buscaba. Me apoderé de él.
El rey Aben Habuz se maravilló al oír tales cosas, y dijo:
-Pero ¿para qué me servirá a mí el Libro de la Sabiduría?
Entonces el astrólogo le contestó:
-Estudiando aquel libro aprendí las artes mágicas, y por medio de ellas puedo realizar mis planes. Puedo hacer un talismán igual o mejor que el de Borsa.
Aben Habuz dijo que deseaba aquel talismán mejor que centinelas y atalayas.
Inmediatamente el astrólogo se puso a trabajar para cumplir los deseos del Monarca. Hizo una gran torre en el centro del palacio real, construida con piedras traídas de Egipto, procedentes de una de las Pirámides. En lo alto de la torre había una sala circular con ventanas que dominaban los cuatro puntos cardinales, y delante de ellas puso unas mesas sobre las cuales colocó tropas de infantería y caballería talladas en madera, con un rey dirigiéndolas. En cada una de las mesas había una pequeña lanza del tamaño de un punzón grabada con caracteres caldeos. Aquella sala siempre estaba cerrada por una puerta de bronce, y la llave la guardaba el Rey.
En lo más alto de la torre colocó un moro a caballo, de bronce, que giraba sobre un eje, con escudo y lanza. El jinete miraba a la ciudad; pero al aproximarse algún enemigo, la figura giraba en aquella dirección.
Cuando el talismán estuvo concluido, Aben Habuz deseaba, impaciente, una invasión. Pronto quedó satisfecho, pues una mañana el centinela que guardaba la torre dio la noticia de que el jinete de bronce señalaba hacia: Sierra Elvira, apuntando la lanza en dirección del Paso de Lope. Al oírlo, Aben Habuz mandó preparar el ejército para la defensa; pero el astrólogo le aconsejó que no hicieran tal cosa, porque no era esa la forma de librarse de sus enemigos. Y, diciendo esto, subieron los dos a la sala secreta de la torre. Una vez allí, el astrólogo mandó acercarse a una de las mesas que parecía un tablero de ajedrez con figuras de madera y observó que todas estaban en movimiento: los caballos se encabritaban, los guerreros blandían sus armas y se oía un redoble semejante al rumor de los tambores.
He aquí -dijo el astrólogo- la prueba de que tus enemigos están todavía en el campo. Si quieres que haya confusión entre ellos y se retiren sin derramar sangre, golpea estas figuras con el palo de la lanza mágica; pero si quieres que haya gran matanza, tienes que herirlos con la punta.
El Rey, lívido, temblando de emoción, hirió con la lanza encantada algunas de las figuras, y a otras las hizo caer por el suelo, y así todo aquel ejército quedó deshecho y aterrorizado. Después de esto, el astrólogó aconsejó al Rey que enviara avanzadas por el Paso de Lope. Estos regresaron con la noticia de que un ejército cristiano había entrado casi hasta Granada, pero que al surgir divergencias, habían luchado unos contra otros, hasta que se retiraron en desorden a sus fronteras.
Aben Habuz estaba loco de alegría al contemplar la maravilla de su talismán, pensando que podría disfrutar de tranquilidad y tener a todos sus enemigos bajo su poder.
Deseó premiar al astrólogo por tal maravilla. Éste contestó:
-Me daré por satisfecho si me proporcionas los medios para hacer habitable mi cueva.
Aben Habuz ordenó a su tesorero que entregara a Ibraím todo lo necesario para acondicionar su morada.
El astrólogo mandó abrir varias habitaciones en la roca viva y las decoró y amuebló lujosamente; también se hizo construir baños con perfumes y aceites aromáticos. Hizo colgar por todas las habitaciones lámparas de plata y cristal, en las que ardía un aceite preparado con una receta que encontró en los sepulcros de Egipto. Este aceite duraba siempre y daba un resplandor tan suave como la luz del día.
El tesorero real se lamentaba de las grandes cantidades que se le pedían para arreglar aquella vivienda, y dio sus quejas al Rey. Pero éste le ordenó que tuviese paciencia y entregara todo lo que se le pidiera. Cuando la vivienda quedó convertida en un suntuoso palacio subterráneo, Ibraím dijo al Rey:
-Ya estoy contento; ahora me encerraré en mi celda y me dedica-ré al estudio. Pero quisiera que se me dieran algunas bailarinas, para que, con su juventud, reanimen mi vejez.
Mientras Ibraím se entregaba, en su retiro, al estudio, el rey Aben Habuz libraba desde su torre prodigiosas batallas. Era muy cómodo para el anciano destruir ejércitos desde su palacio con tan gran facilidad.
Durante mucho tiempo dio rienda suelta a su placer, y hasta llegó a instigar a sus enemigos para obligarlos al ataque; pero los descala-bros que sufrían los hicieron prudentes y ninguno se atrevió a invadir sus territorios.
Por muchos años estuvo la figura de bronce indicando la paz, y el viejo y achacoso monarca se volvió gruñón con la monotonía de la tranquilidad.
Cierto día el guerrero mágico giró de repente, señalando hacia las montañas de Guadix. Aben Habuz subió en cuatro zancadas a la torre; pero en la mesa mágica de aquella dirección no se movía ningún guerrero. Sorprendido ante esto, envió fuerzas de caballería a registrar las montañas, y volvieron los exploradores diciendo que no habían encontrado ejército alguno; solamente una joven cristiana de gran belleza, que traían cautiva. El Rey ordenó que la condujeran a su presencia. Iba ataviada con los adornos usados por los hispano-góticos en el tiempo de la conquista árabe. Sus trenzas se adornaban con riquísimas perlas; en su frente brillaban joyas que rivalizaban con la hermosura de sus ojos, y de su cuello pendía, colgada de una cadena, una lira de plata.
El viejo Rey, al verla tan hermosa, enamoróse de ella y le pre-guntó quién era. Respondió que era hija de un príncipe cristiano reducido al cautiverio al haber sido derrotado de forma muy extraña, casi como por arte de magia.
Al verla, Ibraím le hizo saber al Rey que aquella bella muchacha podía ser el enemigo que señalaba el talismán.
El Rey, indignado, dijo que no veía nada maléfico en aquella joven, a lo que el astrólogo contestó:
-Sospecho que se trata de una hechicera; dame a esa cautiva para que me distraiga en mi soledad pulsando la lira de plata. Te he proporcionado muchas victorias con el mágico talismán y nunca he participado de tu botín; si la joven es una hechicera, desharé sus maleficios.
Agotada la paciencia del Rey, se la negó y le dijo:
-Su presencia me agrada tanto como a David, padre de Salomón, la compañía de Abisag la sulamita.
La insistencia del astrólogo agrió más aún la negativa del Rey, separándose ambos muy despechados. El sabio se retiró a su caverna, muy contrariado, y aconsejó al Rey que no se fiara de su peligrosa cautiva.
Aben Habuz no escuchó sus consejos. No pensaba más que en atraerse a la joven cristiana, rodeándola de bienestar y de lujo. Revolvió el Zacatín de Granada, comprando los productos orientales más espléndidos: sedas, alhajas, piedras preciosas y perfumes exquisitos.
También organizó en su honor fiestas y diversiones: conciertos, bailes y torneos. Granada estaba en continua diversión.
La princesa cristiana recibía todos los obsequios como homenaje a su belleza más que a su linaje. Se complacía en que el Monarca gastase sumas fabulosas, sin demostrar el menor agradecimiento, y estimaba la generosidad del Soberano como la cosa más natural del mundo. A pesar de la esplendidez de Aben Habuz, no consiguió nunca interesar a la joven cristiana; nunca le sonreía. Le correspondía solamente tocando su lira de plata. Había cierta magia en los acordes de aquella lira, pues producían en Aben Habuz una especie de letargo que le duraba horas y horas y a veces varios días.
Mientras tanto, una sublevación estalló en la capital. A punto estuvo el Rey de perder el trono; mas logró dominar la sublevación. En seguida fue a pedir consejo al astrólogo.
Éste le aconsejó que abandonara a la cristiana; pero a eso respondió el Monarca que antes abandonaría su propia vida.
Le pidió al sabio Abu Ajib que le construyera un recinto donde pudiera dedicarse a la soledad y al amor.
El astrólogo le dijo:
-¿Qué me daríais si os hiciera un palacio maravilloso?
-Tú mismo señalarás la recompensa -repuso el Rey.
Entonces el sabio le explicó que levantaría un palacio tan bello como el que describe el Corán en el capítulo «La aurora del día».
-Hazme un palacio como aquél y pídeme la mitad de mi reino - contestó Aben Habuz.
-La única recompensa que te pido es que me regales la primera bestia, con su correspondiente carga, que entre por la mágica puerta del palacio -replicó el astrológo.
Aceptó, jubiloso, el Monarca una condición tan modesta, y el mago comenzó su obra. En lo más alto de la colina y encima de su recinto subterráneo, hizo construir una gran muralla, y en medio una enorme torre. Un portal de macizas puertas daba acceso al zaguán. En la clave del portal esculpió el astrólogo una gran llave, y en la otra clave del arco exterior grabó una mano gigantesca.
Estos signos eran poderosos talismanes ante los cuales pronunció determinadas palabras en lengua desconocida.
Cuando la obra estuvo terminada, encerróse durante varios días en su salón astrológico, y después fue a comunicar la nueva al Rey.
A la madrugada, el Rey montó a caballo, acompañado de algunos criados y de la princesa, que cabalgaba sobre un blanco palafrén resplandeciente
-¿Qué me daríais si os hiciera un palacio maravilloso? de pedrería y con su lira de plata colgada del cuello. También le acompañaba el astrólogo, apoyado en su cayado cubierto de jeroglíficos.
Cuando llegaron al portalón, se detuvo el astrólogo para señalar al Rey la llave y la mano grabadas sobre el portal y el arco.
-Éstos son -dijo- los amuletos que guardan la entrada de este paraíso. Mientras la mano no coja la llave, nadie podrá dañar al señor de esta montaña.
Mientras Aben Habuz contemplaba los talismanes, el palafrén de la princesa avanzó unos pasos y penetró en el vestíbulo.
-¡He aquí -gritó el astrólogo- la recompensa que me prometiste: la primera bestia, con su carga, que entrase por la puerta mágica!
El Rey soltó la risa, creyendo que el sabio bromeaba; mas cuando comprendió que hablaba formalmente, se encendió de indignación y le prometió la mula más robusta de sus caballerizas cargada con los objetos más preciosos de su tesoro.
-Pero no intentes llevarte a esta cautiva, que es dueña de mi corazón.
El astrólogo le dijo que no deseaba ninguna riqueza, pues poseía el Libro de la Sabiduría, que ponía a su disposición todos los tesoros de la Tierra.
-Has empeñado tu palabra real y reclamo a la joven como cosa mía.
Mientras tanto, la princesa sonreía con gesto despectivo ante aquellos dos viejos.
La cólera del Monarca estalló al fin en insultos contra el sabio astrólogo.
Entonces éste replicó:
-Adiós, Aben Habuz; gobierna tus tristes dominios y disfruta de este mísero paraíso mientras yo me río de ti desde mi recinto subterráneo.
Y, diciendo esto, tomó el caballo de la princesa por la brida, golpeó la tierra con su cayado y se hundió con la bella cautiva en la tierra.
El Rey, enfurecido, mandó a mil hombres que cavaran hasta lograr encontrarla; pero nada se consiguió.
Al desaparecer Ibraím, se desvaneció el poder de su talismán. El jinete de bronce quedó fijo, con la cara vuelta a la colina, señalando el lugar por donde había desaparecido el astrólogo.
Desde entonces ya no hubo paz en el reino de Aben Habuz y continuamente le atacaron sus enemigos, hasta que murió.
Al desaparecer el sabio, desapareció el maravilloso palacio, excepto su portalón y sus barbacanas. Las gentes llamaron a aquel lugar «La locura del Rey», y pasados los años, se construyó allí mismo la Alhambra.
Rodeando la Alhambra, aún existe la encantada barbacana, protegida por la mano y la llave mágicas, y hoy aún forma parte de la puerta de la Justicia, que constituye la entrada principal de la fortaleza. Bajo esta puerta permanece el viejo astrólogo, en su salón subterráneo, dormido en su diván, arrullado por los tañidos de la lira de plata de la encantadora princesa.
Los centinelas inválidos que hacen guardia en la puerta suelen oír, en las noches de verano, el eco de la música, y bajo su influencia quedan dormidos tranquilamente en sus puestos. En aquel lugar el sueño se hace irresistible, y así, de los centinelas que suelen velar allí, ninguno se libra de caer profundamente dormido. Y todo esto seguirá ocurriendo, siglo tras siglo, y la princesa seguirá cautiva en poder del sabio astrólogo, y éste continuará durmiendo, en su mágico sueño, hasta el fin del mundo.

099. anonimo (andalucia)