Hace siglos, Aben Habuz, rey moro, gobernaba
en tierras de Granada. Era un antiguo guerrero, ya retirado, que, habiendo
llevado en su juventud una vida dedicada por completo al saqueo y a la pelea, al
sentirse viejo y achacoso, sólo deseaba vivir tranquilo y en paz con sus
enemigos, gozando de las tierras usurpadas.
Pero sucedió que el sensato monarca vióse
obligado a mantener aún la lucha con algunos príncipes jóvenes, dispuestos a
pedirle cuenta de sus usurpaciones. Ciertas provincias lejanas de su reino,
tratadas cruelmente en los días de su poderío, se sublevaron al verle achacoso,
y se unieron para atacarle. Viéndose, pues, rodeado de descontentos y con la
capital de su reino, Granada, hundida entre escabrosas montañas que ocultaban
la aproximación del enemigo, Aben Habuz vivía en constante alarma, sin saber
por qué lado ataca-rían.
De nada le sirvió colocar guardias en los
desfiladeros, con orden de encender hogueras por la noche y levantar columnas
de humo durante el día para señalar la proximidad del enemigo, ya que éste
avanzaba por pasos ocultos y asolaba el país en las mismas barbas del Monarca,
retirándose con los prisioneros, y cargado de botín, a la montaña.
Hallábase Aben Habuz triste por tantos
desastres, cuando llegó a su corte un viejo médico árabe de larga barba blanca
que, a pesar de su edad, hizo el viaje desde Egipto a Granada sin otro apoyo
que su cayado cubierto de jeroglíficos. Llamábase Ibraím Eben Abu Ajib, y se le
creía contemporáneo de Mahoma.
En su juventud, siguió al ejército de Omar a
Egipto, y allí vivió muchos años estudiando ciencias ocultas, especialmente la
magia.
Contaba que poseía el secreto de prolongar la
vida. Este extra-ordinario anciano fue muy bien acogido por el Soberano, que,
como la mayoría de los monarcas achacosos, concedía a los médicos su privanza.
Quiso aposentarlo en su palacio; pero el astrólogo prefirió una cueva situada
en la ladera de la colina que dominaba a Granada y donde más tarde se levantó la Alhambra. Ordenó
ensanchar la caverna en forma de un gran salón, con un agujero circular en el
techo, a modo de tragaluz, por donde observaba las estrellas. Cubrió las
paredes de su aposento con jeroglíficos egipcios, símbolos cabalísticos y
constelaciones de estrellas, y se proveyó de instrumentos fabricados bajó su
dirección.
Pronto llegó a ser el sabio Ibrahím el
consejero favorito del Rey. Una vez que Aben Habuz se lamentaba de la maldad de
sus vecinos, el astrólogo escuchó en silencio, y luego le dijo:
-Sabe, ¡oh Rey!, que en Egipto vi una
maravilla inventada por una sacerdotisa pagana. En un monte que domina la
ciudad de Borsa y el gran valle del Nilo había una figura representando un
camero con un gallo a cuestas, ambos fundidos en bronce y de forma que giraban
sobre un eje. Cuando alguna invasión amenazaba el país, cantaba el gallo, y el
carnero señalaba la dirección del enemigo. Así, los habitantes de la ciudad
conocían el peligro y de dónde venía.
Aben Habuz dijo:
-¡Qué gran tesoro sería para mí un camero
semejante y un gallo que cantase ante la proximidad del peligro!
El astrólogo continuó:
-Después que el victorioso Omar terminó la
conquista de Egipto, permanecí algún tiempo entre los ancianos sacerdotes del
país, instruyéndome en las ciencias ocultas que tanto renombre les dieron.
Estando sentado un día a orillas del Nilo con un sacerdote, me indicó las
enormes Pirámides que se levantaban en medio del desierto, y me dijo: «Todo
cuanto podemos enseñarte no tiene comparación con la ciencia que se encierra en
ellas. En el interior de la
Pirámide central está la cámara mortuoria donde se conserva
la momia del gran sacerdote que ordenó erigir esta gran mole, y con él estaba
enterrado el maravilloso Libro de la Sabiduría, que contiene todos los secretos del
arte de la magia. Este libro lo recibió Adán después de su caída, y ha pasado
de generación en generación hasta llegar al rey Salomón, el cual, con su ayuda,
construyó el templo de Jerusalén». Al oír estas palabras del sacerdote egipcio,
tuve deseos de poseer el libro, y con buen número de egipcios y soldados de
nuestro ejército me puse a abrir la
Pirámide, hasta que después de ímprobos trabajos di con uno
de sus pasillos, entré por él y, siguiendo un laberinto, llegué a la cámara
sepulcral donde se guardaba la momia del gran sacerdote. Rompí la caja que la
contenía, deslié sus vendajes, y al fin encontré el libro que buscaba. Me
apoderé de él.
El rey Aben Habuz se maravilló al oír tales
cosas, y dijo:
-Pero ¿para qué me servirá a mí el Libro de la Sabiduría?
Entonces el astrólogo le contestó:
-Estudiando aquel libro aprendí las artes
mágicas, y por medio de ellas puedo realizar mis planes. Puedo hacer un
talismán igual o mejor que el de Borsa.
Aben Habuz dijo que deseaba aquel talismán
mejor que centinelas y atalayas.
Inmediatamente el astrólogo se puso a trabajar
para cumplir los deseos del Monarca. Hizo una gran torre en el centro del
palacio real, construida con piedras traídas de Egipto, procedentes de una de
las Pirámides. En lo alto de la torre había una sala circular con ventanas que
dominaban los cuatro puntos cardinales, y delante de ellas puso unas mesas
sobre las cuales colocó tropas de infantería y caballería talladas en madera,
con un rey dirigiéndolas. En cada una de las mesas había una pequeña lanza del
tamaño de un punzón grabada con caracteres caldeos. Aquella sala siempre estaba
cerrada por una puerta de bronce, y la llave la guardaba el Rey.
En lo más alto de la torre colocó un moro a
caballo, de bronce, que giraba sobre un eje, con escudo y lanza. El jinete
miraba a la ciudad; pero al aproximarse algún enemigo, la figura giraba en
aquella dirección.
Cuando el talismán estuvo concluido, Aben
Habuz deseaba, impaciente, una invasión. Pronto quedó satisfecho, pues una
mañana el centinela que guardaba la torre dio la noticia de que el jinete de
bronce señalaba hacia: Sierra Elvira, apuntando la lanza en dirección del Paso
de Lope. Al oírlo, Aben Habuz mandó preparar el ejército para la defensa; pero
el astrólogo le aconsejó que no hicieran tal cosa, porque no era esa la forma
de librarse de sus enemigos. Y, diciendo esto, subieron los dos a la sala
secreta de la torre. Una vez allí, el astrólogo mandó acercarse a una de las
mesas que parecía un tablero de ajedrez con figuras de madera y observó que
todas estaban en movimiento: los caballos se encabritaban, los guerreros
blandían sus armas y se oía un redoble semejante al rumor de los tambores.
He aquí -dijo el astrólogo- la prueba de que
tus enemigos están todavía en el campo. Si quieres que haya confusión entre
ellos y se retiren sin derramar sangre, golpea estas figuras con el palo de la
lanza mágica; pero si quieres que haya gran matanza, tienes que herirlos con la
punta.
El Rey, lívido, temblando de emoción, hirió
con la lanza encantada algunas de las figuras, y a otras las hizo caer por el
suelo, y así todo aquel ejército quedó deshecho y aterrorizado. Después de
esto, el astrólogó aconsejó al Rey que enviara avanzadas por el Paso de Lope.
Estos regresaron con la noticia de que un ejército cristiano había entrado casi
hasta Granada, pero que al surgir divergencias, habían luchado unos contra
otros, hasta que se retiraron en desorden a sus fronteras.
Aben Habuz estaba loco de alegría al
contemplar la maravilla de su talismán, pensando que podría disfrutar de
tranquilidad y tener a todos sus enemigos bajo su poder.
Deseó premiar al astrólogo por tal maravilla.
Éste contestó:
-Me daré por satisfecho si me proporcionas los
medios para hacer habitable mi cueva.
Aben Habuz ordenó a su tesorero que entregara
a Ibraím todo lo necesario para acondicionar su morada.
El astrólogo mandó abrir varias habitaciones
en la roca viva y las decoró y amuebló lujosamente; también se hizo construir
baños con perfumes y aceites aromáticos. Hizo colgar por todas las habitaciones
lámparas de plata y cristal, en las que ardía un aceite preparado con una
receta que encontró en los sepulcros de Egipto. Este aceite duraba siempre y
daba un resplandor tan suave como la luz del día.
El tesorero real se lamentaba de las grandes cantidades
que se le pedían para arreglar aquella vivienda, y dio sus quejas al Rey. Pero
éste le ordenó que tuviese paciencia y entregara todo lo que se le pidiera.
Cuando la vivienda quedó convertida en un suntuoso palacio subterráneo, Ibraím
dijo al Rey:
-Ya estoy contento; ahora me encerraré en mi
celda y me dedica-ré al estudio. Pero quisiera que se me dieran algunas
bailarinas, para que, con su juventud, reanimen mi vejez.
Mientras Ibraím se entregaba, en su retiro, al
estudio, el rey Aben Habuz libraba desde su torre prodigiosas batallas. Era muy
cómodo para el anciano destruir ejércitos desde su palacio con tan gran
facilidad.
Durante mucho tiempo dio rienda suelta a su
placer, y hasta llegó a instigar a sus enemigos para obligarlos al ataque; pero
los descala-bros que sufrían los hicieron prudentes y ninguno se atrevió a
invadir sus territorios.
Por muchos años estuvo la figura de bronce
indicando la paz, y el viejo y achacoso monarca se volvió gruñón con la
monotonía de la tranquilidad.
Cierto día el guerrero mágico giró de repente,
señalando hacia las montañas de Guadix. Aben Habuz subió en cuatro zancadas a
la torre; pero en la mesa mágica de aquella dirección no se movía ningún
guerrero. Sorprendido ante esto, envió fuerzas de caballería a registrar las
montañas, y volvieron los exploradores diciendo que no habían encontrado
ejército alguno; solamente una joven cristiana de gran belleza, que traían
cautiva. El Rey ordenó que la condujeran a su presencia. Iba ataviada con los
adornos usados por los hispano-góticos en el tiempo de la conquista árabe. Sus
trenzas se adornaban con riquísimas perlas; en su frente brillaban joyas que
rivalizaban con la hermosura de sus ojos, y de su cuello pendía, colgada de una
cadena, una lira de plata.
El viejo Rey, al verla tan hermosa, enamoróse
de ella y le pre-guntó quién era. Respondió que era hija de un príncipe
cristiano reducido al cautiverio al haber sido derrotado de forma muy extraña,
casi como por arte de magia.
Al verla, Ibraím le hizo saber al Rey que
aquella bella muchacha podía ser el enemigo que señalaba el talismán.
El Rey, indignado, dijo que no veía nada
maléfico en aquella joven, a lo que el astrólogo contestó:
-Sospecho que se trata de una hechicera; dame
a esa cautiva para que me distraiga en mi soledad pulsando la lira de plata. Te
he proporcionado muchas victorias con el mágico talismán y nunca he participado
de tu botín; si la joven es una hechicera, desharé sus maleficios.
Agotada la paciencia del Rey, se la negó y le
dijo:
-Su presencia me agrada tanto como a David,
padre de Salomón, la compañía de Abisag la sulamita.
La insistencia del astrólogo agrió más aún la
negativa del Rey, separándose ambos muy despechados. El sabio se retiró a su
caverna, muy contrariado, y aconsejó al Rey que no se fiara de su peligrosa
cautiva.
Aben Habuz no escuchó sus consejos. No pensaba
más que en atraerse a la joven cristiana, rodeándola de bienestar y de lujo.
Revolvió el Zacatín de Granada, comprando los productos orientales más
espléndidos: sedas, alhajas, piedras preciosas y perfumes exquisitos.
También organizó en su honor fiestas y
diversiones: conciertos, bailes y torneos. Granada estaba en continua
diversión.
La princesa cristiana recibía todos los
obsequios como homenaje a su belleza más que a su linaje. Se complacía en que
el Monarca gastase sumas fabulosas, sin demostrar el menor agradecimiento, y
estimaba la generosidad del Soberano como la cosa más natural del mundo. A
pesar de la esplendidez de Aben Habuz, no consiguió nunca interesar a la joven
cristiana; nunca le sonreía. Le correspondía solamente tocando su lira de
plata. Había cierta magia en los acordes de aquella lira, pues producían en
Aben Habuz una especie de letargo que le duraba horas y horas y a veces varios
días.
Mientras tanto, una sublevación estalló en la
capital. A punto estuvo el Rey de perder el trono; mas logró dominar la
sublevación. En seguida fue a pedir consejo al astrólogo.
Éste le aconsejó que abandonara a la
cristiana; pero a eso respondió el Monarca que antes abandonaría su propia
vida.
Le pidió al sabio Abu Ajib que le construyera
un recinto donde pudiera dedicarse a la soledad y al amor.
El astrólogo le dijo:
-¿Qué me daríais si os hiciera un palacio
maravilloso?
-Tú mismo señalarás la recompensa -repuso el
Rey.
Entonces el sabio le explicó que levantaría un
palacio tan bello como el que describe el Corán en el capítulo «La aurora del
día».
-Hazme un palacio como aquél y pídeme la mitad
de mi reino - contestó Aben Habuz.
-La única recompensa que te pido es que me
regales la primera bestia, con su correspondiente carga, que entre por la
mágica puerta del palacio -replicó el astrológo.
Aceptó, jubiloso, el Monarca una condición tan
modesta, y el mago comenzó su obra. En lo más alto de la colina y encima de su
recinto subterráneo, hizo construir una gran muralla, y en medio una enorme
torre. Un portal de macizas puertas daba acceso al zaguán. En la clave del
portal esculpió el astrólogo una gran llave, y en la otra clave del arco
exterior grabó una mano gigantesca.
Estos signos eran poderosos talismanes ante
los cuales pronunció determinadas palabras en lengua desconocida.
Cuando la obra estuvo terminada, encerróse
durante varios días en su salón astrológico, y después fue a comunicar la nueva
al Rey.
A la madrugada, el Rey montó a caballo,
acompañado de algunos criados y de la princesa, que cabalgaba sobre un blanco
palafrén resplandeciente
-¿Qué me daríais si os hiciera un palacio
maravilloso? de pedrería y con su lira de plata colgada del cuello. También le
acompañaba el astrólogo, apoyado en su cayado cubierto de jeroglíficos.
Cuando llegaron al portalón, se detuvo el
astrólogo para señalar al Rey la llave y la mano grabadas sobre el portal y el
arco.
-Éstos son -dijo- los amuletos que guardan la
entrada de este paraíso. Mientras la mano no coja la llave, nadie podrá dañar
al señor de esta montaña.
Mientras Aben Habuz contemplaba los
talismanes, el palafrén de la princesa avanzó unos pasos y penetró en el
vestíbulo.
-¡He aquí -gritó el astrólogo- la recompensa
que me prometiste: la primera bestia, con su carga, que entrase por la puerta
mágica!
El Rey soltó la risa, creyendo que el sabio
bromeaba; mas cuando comprendió que hablaba formalmente, se encendió de
indignación y le prometió la mula más robusta de sus caballerizas cargada con
los objetos más preciosos de su tesoro.
-Pero no intentes llevarte a esta cautiva, que
es dueña de mi corazón.
El astrólogo le dijo que no deseaba ninguna
riqueza, pues poseía el Libro de la Sabiduría, que ponía a su disposición todos los
tesoros de la Tierra.
-Has empeñado tu palabra real y reclamo a la
joven como cosa mía.
Mientras tanto, la princesa sonreía con gesto
despectivo ante aquellos dos viejos.
La cólera del Monarca estalló al fin en
insultos contra el sabio astrólogo.
Entonces éste replicó:
-Adiós, Aben Habuz; gobierna tus tristes
dominios y disfruta de este mísero paraíso mientras yo me río de ti desde mi
recinto subterráneo.
Y, diciendo esto, tomó el caballo de la
princesa por la brida, golpeó la tierra con su cayado y se hundió con la bella
cautiva en la tierra.
El Rey, enfurecido, mandó a mil hombres que
cavaran hasta lograr encontrarla; pero nada se consiguió.
Al desaparecer Ibraím, se desvaneció el poder
de su talismán. El jinete de bronce quedó fijo, con la cara vuelta a la colina,
señalando el lugar por donde había desaparecido el astrólogo.
Desde entonces ya no hubo paz en el reino de
Aben Habuz y continuamente le atacaron sus enemigos, hasta que murió.
Al desaparecer el sabio, desapareció el
maravilloso palacio, excepto su portalón y sus barbacanas. Las gentes llamaron
a aquel lugar «La locura del Rey», y pasados los años, se construyó allí mismo la Alhambra.
Rodeando la Alhambra, aún existe la
encantada barbacana, protegida por la mano y la llave mágicas, y hoy aún forma
parte de la puerta de la
Justicia, que constituye la entrada principal de la
fortaleza. Bajo esta puerta permanece el viejo astrólogo, en su salón
subterráneo, dormido en su diván, arrullado por los tañidos de la lira de plata
de la encantadora princesa.
Los centinelas inválidos que hacen guardia en
la puerta suelen oír, en las noches de verano, el eco de la música, y bajo su
influencia quedan dormidos tranquilamente en sus puestos. En aquel lugar el
sueño se hace irresistible, y así, de los centinelas que suelen velar allí,
ninguno se libra de caer profundamente dormido. Y todo esto seguirá ocurriendo,
siglo tras siglo, y la princesa seguirá cautiva en poder del sabio astrólogo, y
éste continuará durmiendo, en su mágico sueño, hasta el fin del mundo.
099. anonimo (andalucia)