Hace mucho tiempo, en Katrü‑Katrü, junto al lago
Nonthúe, un muchacho cuidaba sus ovejas. Cada día las llevaba donde había
mejores pastos, en el sector de las grandes rocas que se alzan en el valle. Gracias
a la sombra y a la protección de las inmensas piedras, los verdes y tiernos
brotes crecían vigorosos para el deleite de los animales.
Una tarde, casi de regreso, cuando intentaba juntar
a su disperso rebaño, el joven observó intrigado entre las piedras, huesos,
plumas, cueros y otros restos de animales que, ubicados de modo extraño
formaban una suerte de sendero. La curiosidad se le despertó y no pudo evitar
seguir el rastro, incluso a riesgo de perder alguna de sus ovejas. Las huellas
se adentraban en la montaña y parecían dirigirse al interior de una oscura
caverna.
No le entusiasmaba la idea de penetrar a tientas a
la gruta que se mostraba bastante inhóspita y demasiado profunda, pero el
creciente interés pudo más y el pastor se introdujo en la cavidad en cuatro
patas, tanteando el suelo con sus dos precavidas manos para no encontrarse con
ninguna sorpresa desagradable. Al apoyar las palmas sobre la superficie fría y
húmeda, sentía la presión de pequeñas piedritas que llegaban a lastimarlo.
Molesto por esta inesperada alfombrita de cascotes, tomó un puñado y, siempre
en cuatro patas, caminó hacia atrás como cangrejo, se acercó a la entrada para
recibir la luz del sol y descubrió maravillado que lo que tenía en sus manos
eran pepitas de oro.
Juntó a sus ovejas y emprendió el camino de regreso
muy ensimismado, trataba de resolver qué hacer con la revelación. Ya en
su casa, decidió visitar a sus amigos, contarles lo sucedido, para juntos
explorar el resto de la
gruta. Al enterarse de tamaño descubrimiento, los otros
muchachos quedaron encantados de poder ayudarlo. Esa misma noche volverían a la
cueva a llevarse el tesoro.
El pastor, orgulloso de ser el guía del grupo,
caminaba confiado. Muy próximos a llegar, la confianza del joven guía se
convirtió en temor e hizo detener al grupo cerca de la boca de la caverna, que
se veía curiosamente iluminada por una imponente luna llena. Esa luz fue
suficiente para ver, apoyado en un costado de la cueva, a un hombre tan negro
como una rama quemada. Su cabeza altiva miraba hacia la luna y el pelo
brillaba, liso y prolijo, bajo el reflejo plateado.
El temor se transformó en pánico, cuando, observando
mejor, pudieron ver que hasta la cintura era un hombre, pero de allí para abajo
se trataba del cuerpo grueso y largo de una inmensa serpiente, enroscado debajo
de su torso. El corazón de estos jóvenes no resultó ser fuerte y ante tamaño
terror murieron en el acto.
El pastor‑guía, quién sabe por qué milagro,
permaneció con vida. Aunque su cuerpo temblaba y transpiraba frío, contó con el
valor suficiente como para ir en busca de ayuda.
Una hora después retornaba al espantoso lugar con
los familiares de los amigos muertos. El grupo era numeroso y la rabia y el
odio lo hacia culpable de tan dolorosas muertes: antes de intentar recoger los
cadáveres, quiso abalanzarse sobre el monstruo. Fue en ese momento cuando el
pastor quedó inmovilizado y todo el grupo cayó, del mismo modo que los otros,
fulminado.
Obviamente no eran los corazones que fallaron frente
al miedo, sino el poder del hombre‑serpiente. El desesperado muchacho decidió
formar un ejército para atrapar al asesino, que seguía impávido, sentado en su
roca, enroscando y desenroscando lentamente su larga cola.
De regreso al pueblo, con su terrible relato, poco
le costó al vengador juntar a los valerosos que se aprestaron a acompañarlo.
Provistos de grandes palos llegaron los hombres y lo rodearon. Eran demasiados
y, entre gritos, juramen-tos y amenazas pudieron apresarlo.
Con terrible repugnancia lo cargaron como pudieron
en un carro, aferrándolo por debajo de los brazos, sosteniendo entre varios la
pesada cola. A todos les producía un asco tremendo su cuerpo escamoso y frío.
Después de tanta amenaza y forcejeo para subirlo al
carro, su prolijo peinado había quedado intacto, todos comenzaron a llamarlo el
bienpeinado.
El medio hombre fue llevado a una gran llanura,
donde pensaban matarlo. Entre todos lo empujaron para bajarlo del transporte y
allí quedó, como si nada, tirado sobre el pasto, mirando ahora hacia el lago
pero con la misma altivez con que el pastor y sus amigos lo habían encontrado.
Mucha gente esperaba ansiosa el fin de ese ser tan
distinto y tan horrible. Algunos querían venganza, habían perdido a uno o más
seres queridos, otros buscaban distracción... pero todos gritaban enfurecidos:
"¡Muerte del hombre‑serpiente! ".
Nadie se acercaba a cumplir el deseo de la multitud. Entonces ,
de entre la muchedumbre, se abrió paso una anciana mapuche, se acercó despacio
al monstruo y se sentó frente a él protegida solo por su manta.
El bienpeinado, tal vez conmovido por la audacia de
la viejita, explicó:
‑¡No me maten! Está escrito que quien lo haga;
sufrirá gran penuria. El lago se desbordará inundará todo el valle, los
sembrados, las viviendas y los montes. El agua correrá tan fuerte que
arrastrará consigo animales y niños. Lo que no se ahogue lo destruirá la misma
tierra resquebrajada en mil pedazos por los movimientos sísmicos: lo perderán
todo. Si, por el contrario, me tratan bien, les ofrezco una parte de mi tesoro,
será suficiente para repartir entre todos. Eso sí, deberán llevarme nuevamente
a mi caverna.
Y ante la sorprendida mirada de los presentes, el
bienpeinado comenzó a escupir, como si estuviera relleno de ellas, pepitas de
oro. En instantes, el valle se tiñó de dorado, una alfombra de trocitos de oro
lo cubría todo. Hombres, mujeres y niños, descontrolados, llenaban bolsillos,
cuencos y manos...
La única que quedó al margen fue la anciana: quieta,
serena y curiosa, permaneció sentada observando al bienpeinado. No sentía ni
odio, ni miedo, ni codicia, su mirada estaba llena de pena hacia ese ser tan
solitario. Luego, con la misma parsimonia con que se había sentado, se levantó,
se escupió en la mano derecha y se la extendió al hombre‑serpiente, que la
apretó con fuerza. Y en ese apretón de manos compartieron sus secretos.
Cosechado todo el oro, los obsequiados, con menos
rencor, volvieron a alzar al generoso monstruo en el carro, que retomó el
camino. Así cumplían con la parte del pacto que les tocaba. Nadie prestó atención
a la anciana.
Llegaron al lugar indicado, pero todo había
cambiado: la gruta desapareció. Dos árboles servían de sostén a una piel de
guanaco que el viento hacía sacudir como si fuera una bandera en medio de un
temporal... Frente a tan espantosa señal, quienes acompañaban el carro, se
asomaron y lo descubrie-ron vacío, nadie vería nunca más al bienpeinado. Como
impulsados por un resorte todos buscaron en sus bolsillos el tesoro recolectado
pero con desesperación comprobaron que solo contaban con excrementos en sus
manos...
Se acordaron de la anciana, ella sabría.
Volvieron al valle del milagro, pero allí crecía un
frondoso bosque, y su suelo se cubría de bonitas flores doradas jamás vistas
por los mapuches. Fue bautizada kuram‑filu, que significa "huevo de
culebra".
Hoy pueden vérselas en los caminos del sur, y si el
buen observador detiene su mirada en sus pétalos distingue la silueta de una
mujer sentada y envuelta en su amplio küpan (manta).
059. anonimo (mapuche)
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