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miércoles, 5 de septiembre de 2012

La higuera encantada

En el año 1640, en la hermosa ciudad de Granada y en el barrio del Albaicín, los habitantes trabajaban pacíficamente en sus ocupaciones.
En un estrecho callejón que conduce a un escondi­do aljibe había un pequeño huerto habitado por Ma­ría Tomillo. Esta mujer vivía sola y era avara y gruñona.
Los vecinos la tenían como un ser extraño. Cifraba todo su cariño en su huerto, en el que había hermosos frutales, que eran la tentación de los chicos del barrio, los cuales aprovechaban todos los descuidos de la vie­ja para trepar a los árboles y llenarse los bolsillos de fruta. Pero siempre eran descubiertos por la bruja, y tenían que tirarse del árbol y huir más que aprisa, pa­ra no ser alcanzados por sus iras, que en forma de pe­dradas los perseguían, mientras salían de su boca ho­rribles blasfemias.
Lo que más exasperaba a la vieja era que se comie­ran los higos que en gran abundancia producía una es­pléndida higuera, cuyas frondosas ramas sombreaban la mitad de su huerto y era, para su desesperación, el fruto que más gustaba a los chicos, atrayendo a legio­nes de pilletes.
Cansada ya la Tomillo de aquellos asaltos a su huerto, pactó con el diablo para que hechizara a aquel árbol y nadie pudiese comer de sus higos. Desde en­tonces adquirieron un amargor tal, que si algún chico cogía alguno, tenía que escupir enseguida, quedándo­le como si hubiera tomado rejalgar, con gran satisfac­ción de la vieja, que ahora gozaba cuando veía acer­carse a algún rapaz a coger de sus frutos.
La sombra de la higuera era también maléfica, y pro­ducía desconocidas enfermedades a los que en ella se cobijaban.
Pasaron muchos años sin que nadie volviese a pro­bar de sus higos, y un día la vieja murió, desaparecien­do su cuerpo al ser conducido al cementerio.
Desde la noche de su muerte empezaron a oír los ve­cinos ruidos raros en el aljibe, justo al dar las doce de la noche, y aseguraban que la vieja se aparecía vagan­do por su huerto.
Pero unas curiosas mujeres quisieron observarlo des­de una ventana que dominaba el huerto de María To­millo, ya difunta, y una noche se asomaron, y espera­ron que dieran las doce campanadas.
Al terminar de dar el reloj las horas, vieron salir del aljibe la sombra de la vieja y, dando agudos chillidos, empezó a dar vueltas alrededor de la higuera, que, co­mo por encanto, se iba cubriendo de dorados frutos. Enseguida aparecieron nuevas sombras, que, forman­do un círculo, giraban alrededor de la higuera, mien­tras la Tomillo les iba repartiendo de aquellos higos, que eran de oro.
Cuando estuvieron todas satisfechas, comenzaron a danzar en torno al árbol, cada vez más aprisa, y así continuaron hasta que empezaba a alborear la maña­na. Entonces la vieja se convirtió de repente en una le­chuza que, lanzando un terrible graznido, se precipitó en el aljibe.
Las demás sombras se transformaron también en feos pajarracos, que se pusieron a picotear furiosos el árbol, hasta hacer que lanzara hondos gemidos y des­pués desaparecieron todos detrás de la lechuza.
Las mujeres quedaron aterradas y, al llegar a sus ca­sas, refirieron a sus familiares el espectáculo que ha­bían presenciado.
Algunos de sus hijos mozos, creyendo que sería una broma, se apostaron, en la noche siguiente, tapando el aljibe; pero las sombras se filtraron igual por él, y dieron tal paliza a los mozos, que hubieron de ser cu­rados de sus lesiones.
La Iglesia tomó parte en el asunto, y se hicieron allí exorcismos y se cortaron los árboles del huerto. Pero la higuera retoñaba siempre, sin poderla extirpar.
Todavía existe el Aljibe de la Vieja, y algunas mo­zas acuden a medianoche a él, en espera de que la som­bra de la bruja se aparezca y les reparta de sus higos de oro.

099. anonimo (andalucia)

La herencia del cura

Una vez vivió en Granada un albañil muy pobre. Te­nía mucha familia, y como apenas ganaba dinero, iban todos muy mal vestidos.
Aunque nuestro hombre era un vago, era muy pia­doso, y se pasaba las horas rezando en la iglesia. El cura ya le conocía, de verle por allí, y un buen día se presentó en su casa.
-Buenos días, buen hombre -le dijo; como eres un buen cristiano, quisiera darte algo a ganar con un trabajillo que tengo entre manos.
El albañil contestó:
-Con mucho gusto, padre, si me lo paga bien.
El cura le aseguró que, si lo hacía, no habría de arre­pentirse. Pero le advirtió que debería vendarle los ojos.
El albañil no opuso a esto el menor reparo y, una vez vendado, el cura se lo llevó por calles estrechas, hasta que llegaron al portal de una casa.
El cura metió la llave en la cerradura y abrió una pesada puerta, que volvió a cerrar con cerrojo cuando hubieron entrado, conduciendo luego al albañil por una espaciosa sala al interior del edificio.
Cuando le quitaron la venda de los ojos, se encon­tró en un patio o corral, alumbrado por la luz de un candil, y en cuyo centro había una fuente con un pi­lón, bajo la cual le ordenó el cura que hiciese como una especie de nicho, para lo que dejaba a su dispo­ción ladrillos y cemento.
Trabajó el albañil toda la noche, sin acabar la obra, y al amanecer le entregó el cura una moneda de oro, y después de vendarlo de nuevo le condujo a su casa.
-¿Estás dispuesto -le preguntó- a volver y con­cluir tu trabajo?
-Con mucho gusto, mientras me pague bien.
-Mañana, a medianoche, volveré a buscarte.
Así fue, y la obra quedó terminada.
-Ahora -dijo el cura- habrás de ayudarme a transportar los cadáveres que han de enterrarse en es­te nicho.
El pobre albañil se quedó muerto de susto al oír aquello.
Temblando, siguió al cura a una apartada salita del edificio, en espera de presenciar un horroroso espec­táculo; pero se tranquilizó al no ver otra cosa que tres grandes cajas arrimadas a un rincón. Por lo que pesa­ban, no podía dudarse de que estaban llenas de dine­ro, y con gran trabajo consiguieron sacarlas entre los dos y meterlas en la tumba, que quedó cerrada, y, lue­go de arreglado el pavimento, nadie hubiera dicho que allí se había removido nada.
El albañil, siempre vendado, salió por lugar distin­to de donde entró, y después de conducirlo el cura por estrechos callejones y de hacerle dar muchas vueltas, lo detuvo, le puso en la mano dos monedas de oro y le advirtió:
-Espera aquí hasta que oigas la campana de la ca­tedral, que toca a maitines. Si antes tratas de quitarte la venda de los ojos, te ocurrirá una gran desgracia.
Y, dicho esto, se alejó.
El albañil hizo como se le había ordenado, distra­yéndose con el sonecillo de las monedas de oro que te­nía en la mano, y apenas la campana de la catedral to­có a maitines, se arrancó la venda y se encontró en la ribera del Genil, de donde se apresuró a marchar a ca­sa, y con su familia gozó durante quince días de las ganancias de dos noches de trabajo, y volvió a quedar después tan pobre como antes.
Siguió trabajando poco y rezando mucho y guardan­do las fiestas del domingo y de los santos de año en año, mientras su familia andaba famélica y des­arrapada.
Cuando estaba un día sentado a la puerta de su ca­sucha, se le acercó un viejo rico y avariento, muy co­nocido en el lugar. Se le quedó mirando un rato, a tra­vés de sus espesas cejas, y le dijo:
-Tengo entendido, amigo, que eres muy pobre.
-No hay por qué negarlo, señor, pues bien se ve.
-Entonces tal vez te gustaría hacer un ligero remien­do, y trabajarías barato.
-Más barato, señor mío, que ningún otro albañil de Granada.
-Eso es lo que yo quería. Tengo una casa que ame­naza ruina, y he de gastarme en reparaciones más de lo que me produce de renta, porque nadie quiere vivir en ella. Por eso me propongo hacerle algunos remien­dos, para dejarla habitable con el menor dinero posible.
El albañil fue, pues, con el propietario a una casa desierta, que parecía próxima a desplomarse y cuando después de atravesar varias salas llegó a un patio inte­rior y vio una vieja fuente se detuvo un momento, pen­sando que aquel lugar no le era desconocido.
-¿Puede usted decirme quién fue el que habitó es­ta casa últimamente?
-Un clérigo viejo que no se ocupaba más que de sí mismo. Se decía que era muy rico y que, como no tenía parientes, dejaría toda su riqueza a la Iglesia. Mu­rió de repente, y curas y frailes vinieron corriendo a tomar posesión de su fortuna; pero no hallaron sino unos pocos ducados en una bolsa de cuero. La gente dice que se oyen todas las noches sonidos de monedas en el cuarto en que dormía el cura, como si estuviera contando su dinero, y a veces lamentos y gemidos en el patio. Por estas habladurías, no hay nadie que quie­ra habitarla.
-En tal caso -dijo el albañil resueltamente, dé­jeme instalarme aquí de balde, mientras se presenta un inquilino mejor, y yo me comprometo a restaurar po­co a poco la casa.
El albañil, una vez que el propietario aceptó el tra­to, se trasladó a vivir a ella.
Pasó el tiempo y la casa pronto apareció restaurada por completo. Las gentes, no obstante, no se atrevie­ron a habitarla, y el albañil siguió viviendo en ella.
Apenas trabajaba; mas, sin saberse cómo, aquella familia comenzó a prosperar. Comían bien, vestían me­jor y llegaron a ser unos personajes en Granada. Cla­ro está que todo aquello salió del nicho del patio, don­de estaba enterrada la herencia del cura.
Ésta es la leyenda que se cuenta en Granada acerca de una espaciosa casa de una oscura calle del Albaicín.

099. anonimo (andalucia)

La fuente encantada

En la hermosa ciudad de Granada, en un fértil valle que los antiguos llamaron de Valparaíso y que hoy se conoce con el nombre de La Salud, corre el río Darro, cuyas aguas arrastran entre sus arenas pepitas de oro, y cerca de él hay un accidentado barranco, que se ele­va hasta los cerros de la Silla del Moro, por donde se despeñaban las aguas torrenciales, formando bellas cas­cadas, cuyas aguas van a mezclarse con las del río. Allí existía, en tiempo de Boabdil, una gruta pintoresca, a la que daba acceso una estrecha vereda, que partía del que hoy se llama puente de las Cornetas.
Las cortas épocas de paz que podían disfrutar los ha­bitantes del último reino granadino las aprovechaban las doncellas árabes, en las plácidas noches de verano, para bajar desde el Albaicín a llenar su cántaro en un arroyo que arrancaba de aquella misteriosa gruta, a cu­yas aguas atribuían grandes beneficios.
Pero se daba el caso curioso de que unas veces las aguas tenían un pronunciado sabor amargo, mientras que otras su dulzor era parecido al de la miel. Y a la vez de su sabor, variaban también los efectos en los que las bebían: ya inspiraban fuertes pasiones en los seres más indiferentes, ya los más rendidos amantes se convertían en burladores de sus amados, sintiendo en su pecho la frialdad del hielo. En otros encendían ins­tintos bélicos, o producían gran languidez y flojedad en los más esforzados guerreros y, por último, esto daba origen a continuos incidentes y cuestiones pasio­nales, en los que en algunas ocasiones llegaba a correr la sangre.
Hubo de intervenir el cadí, poniendo a la entrada de la cueva una guardia de negros etíopes. Pero cuando el sueño los rendía, una maravillosa doncella que ha­bitaba en aquella cueva se entretenía en cortarles los cabellos y atar los unos a los otros. Al despertar, que­daban sorprendidos ante aquellas mudanzas, llegando a sentir temor a las travesuras del hada, conocida por todos con el nombre de Agrilla.
Un moro más valiente y atrevido que sus compañe­ros se decidió a penetrar en la cueva, y sus acompa­ñantes esperaron en vano su vuelta, porque no se vol­vió a saber nada del intrépido que había penetrado en su mansión, y sólo vieron un gran búho que chiflaba cerca de ellos.
El hada que habitaba en la gruta era en extremo ca­prichosa y voluble, cambiando a su placer el sabor del agua que nacía en su morada.
Cuando se sentía alegre y dichosa, las aguas adqui­rían un sabor dulce y proporcionaban la felicidad a cuantos las bebían; pero si, contrariada en sus amo­res, derramaba alguna lágrima, al mezclarse ésta con las aguas, las tornaba amargas, perturbando la paz de cuantos las bebían.
Al ser conquistada Granada por los Reyes Católicos y entrar en ella los cristianos, el hada de la cueva desapareció a la vez que los habitantes moros, dejan­do el manantial con el último sabor que le comunicara su dueña, que, al abandonar aquella hermosa mansión, sin duda apenada, dejó verter alguna lágrima, mien­tras la belleza del paisaje, contemplado por última vez, llenó de dulzor su espíritu, quedando las aguas para siempre un poco agridulces, como aún hoy se con­servan.
A ellas acuden constantemente numerosas doncellas en busca de su poder benéfico, devolviendo los bellos colores a los rostros pálidos y enfermizos, aunque a ve­ces encuentran también maleficios en las aguas de la cueva de Agrilla.

099. anonimo (andalucia)

La flor de granado

Allá por los años en que don Fernando y doña Isa­bel se disponían a expulsar a los moros del reino de Granada, vivía en tierra cordobesa el noble caballero don Juan de Sotomayor, señor de Belalcázar. Toda­vía se conserva su castillo, no lejos de la confluencia del Guadamatilla con el Júcar.
Don Juan era un joven generoso y valiente. El úni­co defecto que tenía era el ser excesivamente enamo­radizo. Su madre, doña Elvira de Zúñiga, le adoraba, y cuando los reyes hicieron un llamamiento a la noble­za para poner fin a la Reconquista, consiguió que don Juan se quedase a su lado.
Don Gutierre, el hermano menor, cumplió este de­ber en nombre de los condes de Belalcázar y marchó a la guerra al frente de sus huestes.
Don Juan, mientras tanto, pasaba alegremente en Córdoba los años de su mocedad. Su madre, viéndole mariposear de continuo entre damas y doncellas, in­tentó casarle, con la esperanza de que el matrimonio pusiera fin a sus devaneos. No consiguió convencerle; el joven conde rechazaba todos los partidos que doña Elvira le proponía.
Sólo una vez, contra lo esperado, don Juan dio prue­bas de constancia tenaz: había encontrado el verdade­ro amor de su vida.
Todos los años, por Navidad, los campesinos del se­ñorío ofrecían regalos a doña Elvira, en agradecimiento a los favores que de ella recibían. Un año acudieron a Belalcázar, entre los donantes, una viuda muy pobre y su hija. La muchacha era muy hermosa y llevaba co­mo ofrenda un cesto de jugosas granadas. Don Juan, sorprendido al verla, le habló en tono que revelaba su admiración. La muchacha se retiró con las mejillas en­cendidas, y doña Elvira reprochó a su hijo el haber em­pleado un lenguaje tan galante con una muchacha tan pobre como honrada. Y observando que se había que­dado realmente impresionado, le hizo prometer que no trataría de buscar de nuevo a la muchacha.
Sin embargo, el primer día que don Juan salió de su casa dirigió su caballo al huerto donde trabajaban la bella aldeana María y su madre.
Pasó a su lado y las saludó cortésmente, emprendien­do después el regreso. Aquella noche no pudo dormir.
Al día siguiente se dirigió de nuevo al huerto, y esta vez saltó la valla. Y así, con un pretexto o con otro, repitió sus visitas cada vez con más frecuencia.
Una tarde, el conde halló a María sola entre la espe­sura de los granados. Era primavera. El ambiente y la ocasión se presentaban de lo más propicios. Don Juan le declaró su amor con encendidas frases. Ella, que le amaba también desde el primer día, apenas supo qué contestarle. Antes de retirarse, don Juan le pidió una de las hermosas flores de granado cogida por su ma­no, y en el momento en que ella levantó el brazo para atender a tan sencilla petición, se acercó y, ciñéndola por la cintura, le dio un beso.
María le rechazó, turbada, y el joven conde compren­dió, por la emoción que se reflejaba en el rostro de la doncella, que era correspondido. Profundamente con­movido, le pidió perdón. Recogió la flor de granado, que se le había caído al suelo, y se despidió, diciendo:
-Adiós, María; nunca podré olvidarte.
Desde aquel día don Juan se sintió muy desgracia­do. Confesó a su madre que amaba a María como no había amado nunca a ninguna mujer y que el único re­medio para su pasión era casarse con ella. Doña Elvi­ra recibió un disgusto tan grande con estas palabras, que cayó en los brazos de su hijo presa de grave acci­dente. Para aliviarla fue preciso que éste prometiera renunciar a aquel matrimonio.
Don Juan, desolado, decidió marchar a la guerra. Obtuvo el consentimiento de su madre, que esperaba que la ausencia le curase, y partió sin despedirse de Ma­ría: temía que al verla, flaquease su resolución.
Antes de abandonar Belalcázar, le mandó por su paje un relicario de oro que contenía la flor de granado que ella le había dado, y este sencillo mensaje: «Nunca te olvidaré». María recibió el regalo al mismo tiempo que la noticia de que su señor partía. Aquel día acabaron todas sus ilusiones y esperanzas.
Transcurrió un año, y el conde de Belalcázar regre­só ileso de la guerra y cubierto de gloria. María, en cam­bio, yacía enferma. El médico no conocía su enferme­dad, pero sabía que era mortal. La melancolía que se había apoderado de ella había extinguido sus fuerzas y había marchitado su belleza.
Un día se enteró de que se iba a celebrar una gran fiesta para conmemorar el regreso de su señor.
Al oír que don Juan había vuelto, sus colores rea­parecieron momentáneamente y su emoción fue tan vi­va, que la madre adivinó la causa del mal que la consumía.
Pasados los primeros días que siguieron a las fies­tas, la tristeza volvió a apoderarse de la joven. Su pos­tración y abatimiento fueron tales, que la desesperada madre tomó una atrevida resolución: se dirigió al al­cázar y solicitó ver al conde.
Don Juan la recibió afectuosamente y la pobre viu­da le contó, entre sollozos, que su hija estaba a punto de morir. Momentos después, el conde, profundamente conmovido, se presentaba en la humilde casa de Ma­ría. Al enterarse ésta por su madre de que el señor se acercaba, vistió sus modestas galas de fiesta y salió a recibirle a una salita oreada por el aire del campo, desde la que podía verse el huerto de los granados.
Don Juan no pudo ocultar la penosa impresión que María le produjo. Su belleza se había marchitado y su cuerpo se arqueaba como el de una vieja. ¡Y él había sido la causa de la ruina de aquella maravillosa her­mosura! Grande-mente emocionado, y sintiendo que su amor se elevaba y se ennoblecía, cayó a los pies de Ma­ría y, confesándole la cobardía que le había hecho ce­der a los ruegos de su madre, y que le había llevado a la guerra, le prometió que ya nada podría cambiar su decisión. Si era necesario, renunciaría a sus rique­zas y a su título, pero sería su esposo.
María, que no hubiera admitido nunca tal sacrifi­cio, al escuchar estas palabras se puso intensamente pá­lida por la emoción. Por unos momentos sus ojos bri­llaron, como antaño, radiantes de felicidad y la vida animó su rostro demacrado; pero, instantes después, dejó caer la cabeza sobre el pecho: la emoción que ha­bía sentido le produjo la muerte.
Pocos días después, don Juan de Sotomayor hacía renuncia de todos sus derechos y de su fortuna en su hermano menor don Gutierre y tomaba el hábito de franciscano bajo el nombre de fray Juan de la Puebla.
La tierra que vio su bulliciosa juventud conoció tam­bién su humildad y su caridad.

099. anonimo (andalucia)

La doncella soldado

En Almería habitaba don Antonio Acevedo, acau­dalado y noble caballero que, casado con doña Victo­ria, tuvieron una hija, a quien pusieron el nombre de la madre. Esta niña, al crecer, llegó a ser una maravi­llosa muchacha.
Tuvo la desgracia de enamorarse perdidamente de un joven llamado Florencio de Granada, de noble abo­lengo también, pero cuya familia era enemiga mortal de la suya, por lo que los jóvenes no se atrevieron a descubrir aquel amor a sus padres, y lo ocultaban co­mo un avaro oculta su tesoro ante el miedo de perder­lo, y lo mantenían en el mayor secreto.
Los padres de Victoria, que nada sospechaban de las relaciones de su hija, concertaron su boda con un po­deroso caballero que la solicitaba por esposa, y dobla­ba en edad a la muchacha, y comunica-ron a ésta la de­cisión tomada de casarla con él.
Victoria, no atreviéndose a una oposición abierta, intentó aplazar el matrimonio, con el pretexto de su corta edad, y poder mientras comunicárselo a su ado­rado, para buscar juntos alguna solución al conflicto.
Mas su prometido estaba ausente, y con un criado de toda su confianza tuvo que enviarle un mensaje.
Partió veloz el servidor; pero fue asaltado por unos bandoleros, que le dieron muerte, sin poder llegar a su destino, evitando así que don Florencio supiera los su­frimientos de su amada ante la decisión paterna.
El nuevo pretendiente, deseando desposarse cuanto antes con la bellísima doncella, asediaba a los padres con sus prisas; ellos se rindieron, al fin, a pesar de los obstáculos que oponía la hija, y se fijó una fecha pró­xima para la boda.
De nada le sirvieron a Victoria todas sus súplicas y llantos. El padre, inflexible, le ordenó en tono severo que, con lágrimas o sin ellas, sería pronto la esposa de aquel caballero. Y, horrorizada, vio llegar el día trági­co de su boda, y sin la ayuda de Florencio, se dejó arrastrar hasta el altar, donde se celebró la ceremonia.
Con angustia resistió las fiestas y banquetes nupcia­les, sintiendo que un odio creciente hacia su esposo se apoderaba de su corazón.
Llegada la noche, y despedidos los invitados, una doncella le comunicó la vuelta de don Florencio. En­tonces ella concibió la idea de romper como fuera aque­lla cadena que la unía para siempre con aquel hombre odiado y escapar con su amor.
Con aparente tranquilidad entró en su cuarto nup­cial, seguida de su esposo, y cuando éste estuvo acos­tado, le atravesó el corazón con un puñal, dejándole muerto en el lecho.
Se vistió con todos los trajes de su esposo, y con to­das sus armas, y disfrazada como nadie podía cono­cerla, huyó en busca de su amado y, comunicándole su terrible crimen, juntos intentaron huir a través de las calles. Pero, sorprendidos por la ronda nocturna, se armó una refriega, de la que pudo escapar la mu­chacha; pero no así don Florencio, que quedó prisionero.
Al día siguiente, al saberse la muerte del caballero, fue acusado también como autor del crimen, que él no negó, por salvar a su amada.
La muchacha, transida de dolor, vagó por los cam­pos, hasta que cayó prisionera de unos bandidos, que, creyéndola un joven escapado de la justicia, le permi­tieron vivir con ellos, tomando parte en todos los asal­tos con tan increíble valor, que llegó a ser la admira­ción de los bandoleros.
Sin más obsesión que salvar a don Florencio, pro­puso un día a la partida asaltar la cárcel y libertar a los condenados a muerte.
Los bandoleros siguieron al fingido joven y penetra­ron de noche en la ciudad, llegando a las cercanías de la cárcel. Allí llamó ella a la puerta, y con sus ricos tra­jes no despertó sospechas en los guardia-nes, que la to­maron por un señor principal y le abrieron las puer­tas. Al instante acudieron los bandidos, que se abalan­zaron sobre los guardianes de la prisión, los ataron y dieron suelta a todos los condenados, y, entre ellos, a don Florencio, que se unió a la partida, y huyeron, no sin incendiar antes el edificio, que quedó envuelto en llamas.
Llegaron salvos a la guarida de los bandoleros, y los enamorados se sintieron dichosos de poder estar, al fin, juntos. Pero, pasado el primer momento, aquella vida de farsa era para los novios un continuo tormento.
Desesperado don Florencio ante la imposibilidad de casarse ni de satisfacer su amor, intentaba unirse a ella, a lo que ésta se negaba siempre mientras no estuviesen casados, y, no pudiendo resistir más, descubrió a uno de la partida el secreto de su novia, para que le ayuda­ra a sorprenderla. Pero ella se defendió, y, disparan­do sobre don Florencio, le dejó muerto.
Alocada por el sufrimiento, huyó por valles y cami­nos, sin encontrar guarida, y sintiéndose morir de ham­bre y de cansancio, decidió aturdirse en la lucha y bus­car la muerte en la guerra. Se alistó como soldado y marchó en los Tercios de voluntarios a Flandes, don­de admiró a sus compañeros de armas por su valor y heroísmo en el combate, consiguiendo por ello ascen­sos y condecoraciones. Pero el capitán del Tercio, lla­mado don Anselmo de Torres, entusias-mado con el va­lor de su soldado y atraído por su gran simpatía, tra­bó una estrecha amistad con él, que se transformó en un gran amor al descubrir su sexo declarándole su pa­sión. Ella le rechazó y, al verse descubierta, huyó del campamento. Al punto de partir, intentó matar al que. sabía su secreto, para que no pudiese revelarlo, y, dis­parando contra él, le dejó herido.
Otra vez se encontró sin rumbo por aquel país y ca­minó hasta caer desfallecida. Vuelta en sí, levantando sus ojos al cielo y sintiendo en su conciencia los remor­dimientos de sus crímenes, lloró con arrepentimiento.
Se dirigió entonces al convento de Santo Domingo; llamó a sus puertas y pidió ser oída en confesión. Ho­rrorizado quedó el fraile ante aquella pecadora, sin sa­ber qué aconsejarle y le impuso de penitencia vivir en una cueva próxima al convento, sin ver ni hablar a na­die. Entregada a una rigurosísima penitencia, en ex­piación de sus culpas, allí permaneció hasta su muerte.

099. anonimo (andalucia)

La cerca de don gonzalo

La cerca llamada de Don Gonzalo estaba, hace al­gún tiempo, en los alrededores del cerro donde se le­vanta la ermita de San Miguel. Fue construida en tiem­po del rey Ibn Ismaíl, monarca granadino. Y cuentan algunas tradiciones que su origen fue el siguiente:
Ibn Ismail había subido al trono después de haber vencido a Mohamed Ibnozin el Cojo. Mas había ha­llado la ciudad casi sin fortificar, porque el dinero de los tesoros se había gastado en la construcción de be­llos palacios.
Ibn Ismail solía lamentarse con frecuencia del peli­gro en que estaba su ciudad, ya que los cristianos iban extendiendo su dominio cada vez con más pujanza y audacia. Y meditaba en la forma de terminar una cer­ca que, empezada hacía tiempo, había sido medio aban­donada por falta de recursos para seguir su construcción.
Un día, Reduan, joven guerrero distinguido en to­dos los combates, pidió ser recibido por el rey y, una vez que se halló en su presencia, le dijo:
-He sabido que en tu amor por nuestra ciudad te apenas de lo desguarnecida que se halla y de la falta de recursos que sufren tus arcas para poder alzar la cer­ca comenzada. No has de pedir ayuda a los jefes de las tribuas, pues deshonra tamaña para un rey no pue­des sufrir. Yo, Reduan, te ofrezco ganar tributos sufi­cientes para esa obra y aun para otras más. Ahí está Jaén, la ciudad cristiana. En cierta ocasión, te di pala­bra de ganar a Jaén en una hora y ha llegado el mo­mento de que cumpla mi promesa. Llama a tus gue­rreros, ordena la marcha y dentro de un día Jaén será nuestra y tendremos el oro necesario, ya que impon­dremos fuertes tributos a nuestros prisione-ros.
Ibn Ismaíl aceptó con entusiasmo la proposición de Reduan. A la mañana siguiente piafaban ya los caba­llos de los mejores guerreros granadinos, que se pre­paraban para marchar contra Jaén.
Avanzaron a la carrera, y ya divisaban la ansiada ciu­dad, cuando se vieron sorprendidos por la salida de nu­merosas tropas formadas por caballeros y peones.
Reduan se llenó de desesperación al ver que los cris­tianos habían advertido la llegada de los granadinos y que, por lo tanto, no había ocasión de dar la sorpre­sa. Trabóse la batalla y fueron derrotados, si bien pu­dieron llevar algunos prisioneros.
Pasaron unos días tristes para los granadinos y de mortal angustia para Reduan, que veía deshechas sus ilusiones y deshonrada su palabra. Además, había pen­sado pedir, como gracia, a Ibn Ismafl la libertad de una esclava a la que amaba desde hacía tiempo, y ahora veía cómo se habían desvanecido todos sus ensueños.
Desdeñado de todos, el desdichado guerrero estaba sumido en los pensamientos más tristes.
Ibn Ismaíl se lamentaba de la desgracia que le per­seguía; así lo comentaba una tarde, viendo correr las fuentes de un patio en donde solía descansar. Llegó un esclavo y pidió la venía a su señor para recibir a un cris­tiano que llegaba de Jaén. Era un emisario portador de un mensaje de la ciudad cristiana, en el que se decía que entre los prisioneros hechos por los moros se en­contraba nada menos que don Gonzalo, el obispo de Jaén, que, llevado de su natural belicoso, había queri­do tomar parte en la acción de defensa de la ciudad, siendo hecho prisionero y no reconocido.
Entonces la tristeza de todos se trocó en alegría y esperanza.
Ibn Ismaíl mandó llamar a Reduan y, comunicán­dole la buena nueva, le dijo:
-Ahora, con el rescate del obispo de Jaén, tendre­mos para construir la cerca. Al fin, gracias a tus con­sejos y también a tu valor, pues luchaste con excelen­cia en aquella desdichada escaramuza, tenemos lo que queríamos.
Pero Reduan contestó que convenía no pedir dine­ro, sino que los cristianos aportaran hombres para construir el trozo de muralla que faltaba. Así se hizo; Ibn Ismaíl mandó al mensajero con el docu-mento en que constaba su petición.
Se levantó la cerca y Reduan obtuvo como premio la libertad de su amada esclava.

099. anonimo (andalucia)

Fernán alfonso de córdoba

Fernán Alfonso de Córdoba era el caballero más im­portante de esta ciudad; sus riquezas y su amistad con el rey don Juan le daban una posición ventajosa en la corte. Estaba casado con doña Beatriz de Hinestrosa, mujer joven y de extraordinaria belleza. Amaba a su mujer como el día de la boda y era ella la única que hacía brotar de su carácter duro y feroz las fuentes de ternura y dulzura. Envidiábanla todas las damas de Córdoba por su hermosura, por el amor de su esposo y, sobre todo, por su vida regalada y lujosa.
Un solo deseo no había conseguido el feliz matrimo­nio: tener hijos, y ésta era la sombra que enturbiaba su felicidad. Hicieron todo lo posible por tenerlos: des­de fervientes votos y funciones esplendorosas a la vir­gen hasta conjuros profanos de vagabundos egipcios y sortilegios de hechiceros árabes de Granada. Pero to­do fue inútil.
Fernán Alfonso esperaba siempre, confiando en su amor y en la naturaleza antes que en doctores y bru­jos, y, enseñoreada esta idea en su razón, se le hizo la corte tan insoportable, pensando que su poder y su glo­ria se enterrarían con él, que decidió despedirse de la corte y refugiarse en Córdoba con su mujer, alejados de todo.
El rey, al despedirse, le regaló un anillo primorosa­mente labrado, en premio a su fidelidad, que don Al­fonso entregó inmediatamente a su mujer.
Al poco tiempo de su vida retirada, fueron a visitar­los sus primos, los comendadores don Fernando y don Jorge de Córdoba, jóvenes apuestos y cortesanos, y de tan extraordinaria semejanza, que incluso su padre no acertaba a distinguirlos.
Doña Beatriz se dedicó a agasajarlos y festejarlos, como corres-pondía a la familia de su esposo. Los ban­quetes se sucedían a cual más espléndido, todos presi­didos por doña Beatriz, más hermosa que nunca. Don Jorge, el comendador, no podía quitar los ojos de ella, deslumbrado por su belleza.
Los comendadores quedaron una temporada en la ciudad y seguían frecuentando la casa, donde eran siempre muy bien recibidos. Pero necesitando el Ayun­tamiento de Córdoba elevar una petición al rey, se de­cidió que el más apropiado para hacerlo, por su cate­goría y favor con él, era don Fernán Alfonso.
A pesar de la pena que le causaba el abandonar a su mujer, aceptó el encargo y partió entristecido, con­fiando en la lealtad y honor de sus primos, que queda­ban con el encargo de cuidar de doña Beatriz.
La ausencia se prolongó más de lo esperado. Las car­tas de su esposa mitigaban algo la tristeza de la sepa­ración, pues veía latir en ellas todo el amor que le profesaba.
Al cabo de tres meses empezaron a no ser tan fre­cuentes y, en cambio, las de su fiel criado Rodrigo me­nudeaban, pidiéndole que regresara.
Un día recibió la visita de su primo el comendador, que venía de Córdoba para visitar al rey.
Hablaron alegremente de doña Beatriz, y don Fer­nán se sentía dichoso de poder recordar su vida cordobesa.
Marchó don Jorge a besar la mano del rey, y al po­co rato llegó un emisario del monarca, que ordenó a don Fernán que se presentase inmediatamente. Chocó al caballero la urgencia del mandato, y fue presto a su presencia. Lo encontró enojado y al preguntarle la cau­sa, don Juan contestó que le creía fiel vasallo suyo y que sus dones y regalos significarían algo para don Fer­nán. Éste no entendía nada de lo que pasaba, y así se lo contó. El monarca, entonces, le dijo que acababa de ver en la mano del comendador el anillo que le re­galara al despedirse de la corte, y no le dolía por su deslealtad, sino por el desengaño que suponía, ya que lo quería bien.
Fernán Alfonso, ahogado de ira y con el infierno en su corazón, sólo pudo decir que guardaba su anillo al par que su honra y que perder el anillo era señal de ha­ber perdido su honra. Y pidió licencia al rey para re­cuperar ambas cosas. Concedióselo el rey, compren­diendo vagamente que algo anormal pasaba, y, solo y desesperado, marchó don Fernán camino de su ho­gar. Llegó sin aliento y destro-zado. Doña Beatriz le es­peraba más bella y amorosa que nunca.
Dudó el caballero de que fuera verdad tal afrenta y decidió esperar para convercerse por sí mismo de si exis­tía tal villanía.
La alegría reinaba en la casa; todo eran risas y can­ciones, y don Fernán, intranquilo, pensaba si su mu­jer podría tener tanta hipocresía.
Al amanecer marchó al jardín, donde le esperaba su fiel criado Rodrigo. Y le contó la terrible verdad: do­ña Beatrizz y su primo se amaban. La cólera y la rabia devoraban el alma del caballero, que juró vengar su afrenta. Y aquella misma noche organizó una partida de caza para probar a sus primos. Efectivamente, nin­guno de los dos quisieron ser de la partida, pretextan­do quehaceres urgentes en la ciudad. Simuló entonces que partía solo y los dejó en libertad.
En cuanto marchó, reuniéronse en el cuarto de do­ña Beatriz los dos comendadores, con ella y una de sus más bellas doncellas; cenaron y bailaron alegremente al son del laúd, que tocaba maravillosamente don Jorge.
Mientras tanto, don Fernán se arrastraba por el jar­dín, espiando sus acciones. Cuando hubo acabado la reunión y se separaron ambas parejas, entró en el cuar­to donde estaban los dos amantes. Loco de rabia, se lanzó sobre doña Beatriz, clavándole un puñal en el pe­cho. Don Jorge corrió en busca de su espada; pero la furia de don Fernán era mucho más veloz y le mató antes de que pudiera defenderse. Después huyó con su criado, para tratar de olvidar su horrible desgracia, a un lugar solitario y lejano.
-Enterado el rey don Juan de lo ocurrido, y a peti­ción de la ciudad de Antequera, en cuyo cerco había peleado bravamente don Fernán, le conceció el indul­to. Pero el caballero no quiso aparecer nunca más en la corte ni en lugar alguno y no se supo jamás qué fue de él.

099. anonimo (andalucia)

El tejedor y el estudiante

Una noche de julio, allá por el año de gracia de 1693, el tejedor Juan Martínez cantaba coplas de ronda a Ma­ría, bella muchacha morena que le tenía sorbido el se­so. Pero como la muchacha, después de haber cambia­do con él algunas palabras en un baile, no quiso vol­ver a verle, el mozo ponía en sus coplas frases alusivas a su desdén.
Aquella noche estaba María en su casa con su ma­dre, mujer de aspecto hombruno, a la que su marido, al morir, no había dejado mal acomodada.
Cuando la madre de la muchacha oyó las coplas del rondador, preguntó a su hija si correspondía al cariño del mozo. La joven contestó negativamente. Y enton­ces la mujer, molesta por las palabras mordaces que el tejedor tenía para el desprecio de su hija, decidió ha­cerle callar de una vez, y cogiendo un barreño lleno de agua, lo tiró a la cabeza del mozo y aun le amenazó con denunciarle al alcalde.
Juan Martínez, al recibir la inesperada ducha de agua fría, dejó de cantar y se retiró hacia su casa, mas sin dejar de pensar en la bella joven.
María tenía, con todo, motivos para no correspon­der al cariño del tejedor.
Una vez, con motivo de las fiestas de Granada, fue a un baile que hicieron en su barrio y allí conoció al estudiante don Luis de Arias, hijo de un oidor de la Chancillería.
Ambos jóvenes se enamoraron, y desde entonces nin­guno de los dos dejó de pensar en el otro.
Cuando llegó Juan Martínez a su casa, se quejó del desprecio de que le hacía objeto la muchacha a uno de sus amigos y éste le preguntó si estaba seguro de que el corazón de la chica no estaba ocupado por ningún rival. Aquello abrió los ojos al tejedor, y a partir de aquel día no cesó de espiar la casa de María; si él no podía estar por sus alrededores, dejaba en su lugar a un muchacho. Y así pudo enterarse un día de que un embozado, con más trazas de hidalgo que de villano, se había detenido junto a la casa de la muchacha.
Al asomarse ella a la ventana, él le había tirado un ramo de claveles con una nota. Poco después el caba­llero desaparecía de allí.
Juan Martínez no quiso saber más; con el corazón henchido de ira, decidió vengarse de la joven matando al caballero.
Mientras tanto, los amores de María y Luis fueron progresando. La muchacha contó a su madre lo que sentía por el estudiante y cómo era correspondida por él. La madre, tras enterarse de la posición del joven y ver que era muy superior a la suya, decidió arreglar el matrimonio.
Para ello se fue un buen día a la casa del oidor, pa­dre de don Luis, y tal maña se dio para lograr lo que se proponía, que el matrimonio quedó concertado en­tre los novios, a pesar de la desigual condición de ambos.
Desde entonces, don Luis acompañaba a su prome­tida a todas partes.
Ya se habían dicho las primeras amonestaciones, cuando una noche, al despedirse los jóvenes, María ad­virtió a su amante que no volviera solo a su casa; la noche era oscura y la calle estaba solitaria. Temía que pudiera ocurrirle algún mal; parecía que un extraño pre­sentimiento así se lo anunciara, y ofreció al caballero que le acompañaran dos de los mozos del servicio de su madre. El joven hidalgo rechazó tal oferta y procu­ró tranquilizarla. No podía ocurrirle nada, y si alguien le salía al paso, llevaba una buena espada para defen­derse.
Dichas estas palabras, se despidió de su novia, y a continuación María pudo oír cómo resonaban sus pa­sos en la calleja, hasta que poco a poco se fue alejan­do de su vista. Entonces, obsesionada con la idea de que algún peligro le amenazaba, corrió tras él, dispuesta a socorrerle en lo que pudiera pasarle.
Don Luis caminaba tranquilamente, cuando al ir a doblar la esquina de cierta calle, escuchó un rumor de alguien que parecía seguirle. Se volvió, y pudo ver có­mo se le iban acercando cinco hombres armados. Com­prendió el peligro que le amenazaba y se guareció ba­jo una puerta, en cuyo dintel se veía un altarcito de la virgen, alumbrada por un farolillo y hacia cuya ima­gen tenían gran devoción las mujeres que iban a un la­vadero que estaba allí cerca.
Los cinco hombres armados se fueron acercando a don Luis. Al frente de ellos iba el tejedor Juan Martí­nez, dispuesto a tomar su venganza.
El estudiante se dispuso a vender cara su vida. Ya se habían cruzado las espadas, cuando apareció Ma­ría, que al contemplar la escena y darse cuenta del pe­ligro que corría su novio, invocó en su auxilio a la vir­gen, pidiéndole con todo fervor que salvara a su amante de tan crítica situación. En aquel momento la débil luz del farolillo que alumbraba a la imagen de la virgen se hizo resplandeciente y dio de lleno en los rostros de los atacantes, tiñén-doles de un extraño color verdoso.
Los mozos, espantados, huyeron más que aprisa, abandonando las armas con que atacaran al joven es­tudiante. Éste fue hacia María, que se había desmaya­do, y con ella en brazos se dirigió a su casa.
Cuando la muchacha volvió en sí, dieron juntos gra­cias a la virgen y pocos días después se celebraba su matrimonio.
Del tejedor nada volvió a saberse. Algunos dijeron que se fue para América.
Aquel suceso se divulgó pronto entre la gente de Gra­nada, y desde entonces creció en aquel lugar la devo­ción a la Virgen del Lavadero.

099. anonimo (andalucia)

El sótano del judío

En épocas muy remotas vivía en una lóbrega casa de Córdoba un viejo y avaro judío, cuya única preocupación durante su vida había consistido en reunir to­da clase de objetos preciosos y una gran cantidad de monedas de oro.
Deseoso de almacenar una cuantiosa fortuna, vivía miserable-mente y no desperdiciaba ocasión de hacer usura a costa de los necesitados.
Tenía la casa un sótano oscuro y profundo, en cuyo interior guardaba celosamente de todas las miradas su cuantiosa fortuna, de la cual sólo tenía noticias su única hija, una doncella hermosísima, que con alguna fre­cuencia solía entrar en el sótano siguiendo órdenes paternas.
Cuenta la leyenda que una noche en que el judío que­ría llevar al sótano en secreto un pequeño tesoro re­cién conseguido, mandó a su hija que lo bajara.
La obediente doncella encendió una vela y con el te­soro en la mano bajó las oscuras y empinadas escale­ras, hasta llegar a lo más profundo del sótano.
Se disponía ya a subir cunado sonaron las campa­nadas de las doce.
De repente, y ante la mirada atónita del judío y el terror de la doncella, se apagó la vela y se cerró la en­trada de la cueva.
La muchacha empezó a pedir auxilió desde abajo. Su padre volvió a levantar la trampa de acceso y con un candil bajó las escaleras, hasta llegar a las galerías subterráneas, para sacar de allí a su hija. Guiado por el eco de sus lamentaciones, trató de orientarse repeti­das veces; pero no le fue posible encontrarla.
Durante toda la noche, recorriendo una a una las ga­lerías, el avaro judío, cada vez más horrorizado, con­tinuó buscando a su hija, que le llamaba insistentemen­te con voz angustiada. Pero todo fue inútil.
Llegó la mañana, y el padre, desalentado, conside­rando que aquella desgracia sería castigo del cielo a su avaricia, desistió de la infructuosa búsqueda y subió hasta su casa.
Pasaron los días y multitud de conocidos y amigos, conmovidos por la suerte de la desdichada doncella, intentaron recorrer el sótano en su busca.
Las lamentaciones se seguían oyendo, pero siempre en lugares distintos, como si la hubiera arrebatado la Tierra a lo profundo de sus entrañas.
Desde la casa hicieron un sinfín de agujeros siguien­do la voz de la desgraciada muchacha.
Ya se oía detrás de un tabique, ya bajo el suelo de cualquier habitación, ya en lo más profundo del subterráneo.            ,
Todo fue en vano, y el judío, pasados los años, mu­rió torturado por la angustiosa convicción de no po­der hallar a su hija, a la que no dejó de escuchar un momento, llamándole y solicitando su auxilio.
Pasaron los siglos, y esta edificación en que habita­ra el avariento judío fue adquirida para mansión de los Villalones, nombre con el que aún hoy se la conoce. Fue reformada y ampliada hasta en sus sótanos y, pe­se a la curiosidad que inspiró siempre tan triste suce­so, nadie halló nunca el menor rastro del paradero de la hermosa judía.
Dicen que aún se escuchan de vez en cuando sus la­mentos y que muchas veces se han llevado a cabo nue­vas intentonas, cavando en diversos lugares de la ca­sa, guiados por la voz que pide auxilio, pero todos los esfuerzos por encontrar a la infeliz doncella han sido inútiles.

099. anonimo (andalucia)

El señor de giribaile no se muere de sed ni de hambre

En la parte más escarpada de la sierra de Chapines se hallan las ruinas de un castillo que fue fortaleza in­vulnerable de los árabes durante mucho tiempo. Un aventurero audaz, llamado Giribaile, logró tomarlo y se lo ofreció al rey Alfonso VIII. Agradecido éste por tan gran servicio, premió al temerario guerrero rega­lándole el castillo y todas las tierras que alcanzara con la vista desde la torre más alta. Giribaile, con el pre­texto de que se había estropeado, la restauró, eleván­dola considerablemente.
Cuando subió a lo alto de la torre, se quedó admi­rado de lo espléndido del regalo regio. Al contemplar los bosques, caseríos y tierras fertilísimas que se exten­dían bajo su vista, no pudo menos de exclamar con orgullo:
-Soy señor de Giribaile. No me muero de sed ni de hambre.
Y desde entonces todos sus descendientes repitieron esta altiva frase.
En los comienzos del siglo XV vivía en los dominios del señor de Giribaile, cerca de Vilches, un matrimo­nio venturoso: Antón y María. Sus dos hijos, Miguel y Magdalena, eran la pareja más bella del contorno. Sobre todo Magdalena, que unía a su lozana hermo­sura un alma noble.
Magdalena no había encontrado todavía el hombre que pudiera despertar sus ilusiones. Había rechazado a todos sus pretendientes; pero viendo que el ser soña­do no se presentaba, consintió en casarse con el moli­nero Pedro, amigo de su hermano Miguel, si en el pla­zo de un año no encontraba a otro a quien entregar su amor.
Un día, cuando cantaba lánguidamente a la puerta de su casa, mientras desgranaba unas habichuelas, apa­reció ante ella un joven hermoso y atrayente. Vestía un magnífico traje de cazador. Magdalena, al verle, no pudo menos de sentirse fascinada por unos momentos; antes de que se pudiera dar cuenta, el joven se acercó a ella con descaro y le dio un beso.
Magdalena gritó, y su madre salió corriendo de la casa, abalan-zándose sobre el osado caballero, que se retiraba tan tranquilo. Al volverse éste, con semblante airado, se quedó petrificada por el terror: era el señor de Giribaile.
Desde aquel día, la alarma y el terror no abandona­ron a la familia de María y Antón. Todos conocían las fechorías que acostumbraba cometer el señor. Al he­rrero, que se atrevió a pedirle el pago por un trabajo, le despidió, después de haberle marcado la espalda con un hierro candente; a un campesino, porque se atrasa­ba en el pago de los tributos, le quitó ganado y bienes y le echó a palos de la casa, y a otro le arrebató la mu­jer, después de haberle colgado de un árbol.
Temerosos de la maldad y los caprichos del señor, rodearon a Magdalena de toda clase de precauciones, evitando dejarla sola en ningún momento.
Pasaron los días, y como el señor no volvió a apare­cer por los alrededores, comenzaron a tranquilizarse.
Un día se encontraba Magdalena en la casa, acom­pañada de su fiel mastín, cuando llegó una mendiga con la noticia de que su madre se había puesto mala en mitad del campo.
Magdalena, sin hacer caso de los lastimeros aullidos del perro, que parecían presagiar una desgracia, lo en­cerró en la casa y salió corriendo en busca de su madre.
Al atravesar el bosque, se encontró con un espléndi­da cabalgata: el señor de Giribaile marchaba de caza, al frente de sus amigos, acompañado de una hermosa dama. Magdalena, como la primera vez que le vio, no pudo menos de sentirse fascinada, y se detuvo, con­templándole por unos momentos; pero la risa desca­rada de los caballeros, al advertir su admiración, le heló la sangre en las venas y echó a correr con todas sus fuerzas.
El señor de Giribaile la había reconocido y envió dos monteros en su persecución. Éstos la alcanzaron y la llevaron, atada y amor-dazada, a presencia del señor, en el momento en que llegaba María. Sin hacer caso éste de los lamentos de la madre, se alejó alegremente con su hermosa presa.
La familia de Magdalena se quedó en medio de la mayor desolación. Miguel y Antón, sin perder un mo­mento, se dirigieron a casa de Pedro el molinero y le contaron lo sucedido. La sed de venganza despertó en el alma de los tres hombres.
Antes de rayar el alba habían reunido en el molino a todos sus deudos y amigos; eran muchos los que te­nían afrentas que vengar. Cuando planeaban cómo lle­var a cabo su venganza, llegó una hermosa señora con los vestidos rasgados por haber caminado entre las ma­lezas. Era la amante del señor de Giribaile, que, humi­llada por los malos tratos, huía del castillo y al mo­mento se unió a los servidores agraviados. Les aconse­jó que desistieran de atacar la morada del señor, que estaba muy bien defendida; mas les reveló la existen­cia de una entrada oculta, por la que podrían penetrar uno o dos hombres y sorprenderle mientras dormía.
Se acordó que fuera el robusto molinero el encarga­do de cumplir la justicia, y partió en compañía de la dama. Pero el plan ideado fracasó. Cuando se halla­ban a punto de alcanzar la entrada secreta, uno de los guardianes sintió ruido y disparó contra ellos una ballesta.
Como continuar era una temeridad, decidieron vol­verse; lo que hicieron con las mismas precauciones con que habían ido. Pero no por el fracaso de este intento abandonaron los agraviados el plan de venganza, y es­peraron a la primera ocasión.
Mientras tanto, Magdalena había sido conducida al castillo. A pesar del odio feroz que sentía contra su rap­tor, supo fingir resignación.
Confiado el señor por la actitud de Magdalena, la dejó en una cámara espléndida y le envió una doncella con ricos vestidos.
Cuando la joven se quedó sola con la servidora, se apoderó de una daga que había en una panoplia y la obligó a que la ayudase a hacer un parapeto con todos los muebles de la habitación, delante de la ventana. Ésta estaba abierta, y bajo ella se abría un precipicio profundo.
Después ordenó a la doncella que le devolviera al se­ñor los ricos vestidos y le anunciara que estaba decidi­da a que sus padres recogieran su cadáver antes de que la volvieran a ver sin honra.
Giribaile se sintió humillado por el heroísmo de la aldeana, y pensando que podría rendirla por hambre y sed, la mandó encerrar en un calabozo.
Dos días después se organizaba en el castillo una es­pléndida cacería. El castellano salió al frente de la lu­cida comitiva, cantando, mientras contemplaba las ri­quezas de su dilatado señorío. «El señor de Giribaile no se muere de sed ni de hambre» Pronto la excita­ción de la caza le hizo olvidar a la joven labradora. Se enfrascó tanto en la persecución de un jabalí, que se alejó, sin darse cuenta, del resto de sus compañeros.
Cuando se bajó del caballo para registrar unos jara­les, tres hombres se abalanzaron sobre él, le ataron de pies y manos y se lo llevaron tumbado sobre su propio caballo. Eran Antón, Miguel y Pedro el molinero, que habían estado al acecho, esperando el momento opor­tuno para apoderarse de él. Sin pronunciar una pala­bra, lo llevaron al fondo de un barranco, lo deposita­ron sobre una roca y se sentaron a su lado.
El señor de Giribaile podía leer en los ojos de sus vasallos la sentencia de muerte: pero su orgullo no le permitió hacer el menor gesto ni pronunciar palabra.
Al día siguiente, el molinero se ausentó para buscar comida, y cuando regresó, los tres hombres satisficie­ron su apetito sin mirar siquiera a su víctima.
Así pasaron el segundo día y el tercero. El rostro del señor se volvía cada vez más amarillento; pero sus fac­ciones no se contraían por el hambre y la sed que le devoraba. Sus guardianes sólo le miraban de soslayo cuando comían y bebían.
Al quinto día, sus ojos se volvieron a sus verdugos, pidiendo unas gotas de agua. El molinero fue el único que se conmovió; pero sus compañeros no le dejaban auxiliar al moribundo.
Al sexto día salió Antón y se quedaron los dos jóve­nes al lado de su víctima, cuya palidez era ya cadavéri­ca. Con la escasa vida que en sus ojos quedaba, volvió a pedirles agua. Cuando el molinero, conmovido, se disponía a coger el cántaro, Antón le observó que re­cordase a Magdalena, y que se tenía que cumplir la sen­tencia de sus padres: el señor de Giribaile moriría de sed y de hambre. Entonces, el caballero les hizo señas, como si quisiera decirles algo. Pedro mezcló un poco de vino con agua y se la dio. Reanimado algo, pudo pronunciar unas palabras:
-Magdalena está pura...
Cuando regresó Antón, el caballero estaba ya mori­bundo. Los dos jóvenes le repitieron las palabras que había pronunciado. El señor ya no podía hablar; pero se puso una mano en el corazón y elevó la mirada, po­niendo a Dios por testigo de que era verdad lo que ha­bía dicho. En la mirada del señor se podía leer que, a su vez, perdonaba a sus verdugos. Instantes después, el señor de Giribaile moría de sed y de hambre.
Magdalena había huido del castillo, aprovechando el alboroto que se había originado con motivo de la desaparición del señor, y regresó a su casa. Cuando se encontró el cadáver del castellano en el fondo del ba­rranco, todos creyeron que había muerto víctima de su intrepidez.
Magdalena se casó con Pedro. La familia de María y Antón volvió a conocer días venturosos.

099. anonimo (andalucia)

El palacio del emperador

Junto a los múltiples y diversos edificios que consti­tuyen el antiguo alcázar de los reyes de Taifas grana­dinos, se alza un palacio cristiano, espléndido por su bella y noble traza; es el palacio del emperador, man­dado construir por Carlos V. En su majestuosidad, pa­rece querer igualar a las filigranas de la arquitectura árabe o, más aún, sobrepujarlas. Sin embargo, tan her­mosa mansión está sin terminar.
Cuenta la tradición que, enamorados Carlos V y su esposa la reina doña Isabel de Portugal de tan bello lugar, quisieron dejar allí una casa propia, dispuesta para los pocos momentos de descanso que los muchos quehaceres del reinar y gobernar tan inmensos territo­rios les permitieran.
Pero, a pesar de este deseo regio, no se consiguió dar fin a la obra; parecía como si sobre ella pesara alguna maldición. Y, en efecto, no sólo era una maldición, si­no muchas: las de todos los musulmanes arruinados por su causa.
Entre las muchas órdenes dadas por los reyes, fue prohibido el uso del traje árabe. El efecto causado por tal disposición, una vez que fue conocida por todos, no pudo ser mayor, al mismo tiempo que los sumió en una inmensa tristeza.
De todo lo ordenado, lo que les hería más, y que ad­mitirlo significaba deshonrarse, era el no poder vestir a la usanza mora, tal como se venía haciendo desde sus más antiguos antepasados. ¿Cómo conseguir su anula­ción? Vivía entre la población musulmana un anciano venerable, respetado y considerado entre ellos como un jefe. Se llamaba Abul-Aswad y poseía una gran fortu­na. Su hija, Haraxa, era la más bella entre todas las be­llas y prometida del valiente y gallardo Abd-el-Melek.
La boda iba a realizarse en breve y los dos jóvenes esperaban impacientes su fecha.
Por entonces tuvo lugar la promulgación de la or­den por el emperador y ello deshizo la felicidad de es­ta familia.
Consultado y estudiado el caso por Abul-Aswad, se determinó, cómo último recurso, entregar al empera­dor todas sus riquezas. Abul-Aswad iría como emba­jador, presentándolas y dándole cuenta de su misión. Inmediatamente después se asomaría al mirador de la plaza de los Aljibes. Si había tenido éxito su embaja­da, aparecería con el turbante: ello significaba la mi­seria para todos y, por consiguiente, la imposibilidad de la boda de su hija; pero, a pesar de todo, también significaría seguir llevando aquellas ropas sagradas y con las cuales permanecerían siendo dignos sucesores de Mahoma. Si la propuesta había sido rechazada, lle­varía quitado el turbante: su hija podría contraer ma­trimonio; pero no sería ya una musulmana, como lo habían sido su madre y todos los suyos.
El plan fue realizado tal como se había pensado. Re­cibido Abul-Aswad por el emperador, consideró éste que el castigo que los árabes se infligían a sí mismos ya era suficiente: pobreza absoluta y, además, por otro lado, sus ojos no pudieron por menos de alegrarse al contemplar tanto oro y pensar en el soñado palacio. ¡Sería para su construcción!
La orden fue revocada y Abul-Aswad, entristecido hasta el alma, pensando en su adorada hija, se asomó al mirador de los Aljibes, parándose un rato y dejan­do que el aire, agitara el largo velo de su turbante. In­mediatamente después salía para su casa; parecía que los pies no le querían llevar, tanto temía el encuentro con Haraxa y Abd-el-Melek.
Pero antes de llegar salieron a su encuentro algunos amigos, que le contaron lo que había sucedido.
Abd-el-Melek, no pudieron resignarse a perder a su bien amada, se había dado muerte, y Haraxa, al ver­lo, había perdido la razón. Era ahora ella la que venía corriendo, con los cabellos sueltos y desordenados.
-¡Padre mío, corre, corre! ¡Vamos a casarnos Me­lek y yo! ¡Anda! ¡No te detengas, es preciso que ven­gas a las bodas!
¡Pobre loca! Todo esto le costó al viejo Abul-Aswad la fidelidad a sus mayores.
Poco tiempo después se empezó la construcción del palacio. En torno a él vaga siempre, como alma en pe­na, un viejecito andrajoso que apenas puede mante­nerse en pie. Parece representar toda la pobreza de su pueblo.
Y, sin embargo, no hubo dinero bastante para ter­minarlo. Estaba mojado en demasiadas lágrimas, y se deshizo.

099. anonimo (andalucia)