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miércoles, 5 de septiembre de 2012

El señor de giribaile no se muere de sed ni de hambre

En la parte más escarpada de la sierra de Chapines se hallan las ruinas de un castillo que fue fortaleza in­vulnerable de los árabes durante mucho tiempo. Un aventurero audaz, llamado Giribaile, logró tomarlo y se lo ofreció al rey Alfonso VIII. Agradecido éste por tan gran servicio, premió al temerario guerrero rega­lándole el castillo y todas las tierras que alcanzara con la vista desde la torre más alta. Giribaile, con el pre­texto de que se había estropeado, la restauró, eleván­dola considerablemente.
Cuando subió a lo alto de la torre, se quedó admi­rado de lo espléndido del regalo regio. Al contemplar los bosques, caseríos y tierras fertilísimas que se exten­dían bajo su vista, no pudo menos de exclamar con orgullo:
-Soy señor de Giribaile. No me muero de sed ni de hambre.
Y desde entonces todos sus descendientes repitieron esta altiva frase.
En los comienzos del siglo XV vivía en los dominios del señor de Giribaile, cerca de Vilches, un matrimo­nio venturoso: Antón y María. Sus dos hijos, Miguel y Magdalena, eran la pareja más bella del contorno. Sobre todo Magdalena, que unía a su lozana hermo­sura un alma noble.
Magdalena no había encontrado todavía el hombre que pudiera despertar sus ilusiones. Había rechazado a todos sus pretendientes; pero viendo que el ser soña­do no se presentaba, consintió en casarse con el moli­nero Pedro, amigo de su hermano Miguel, si en el pla­zo de un año no encontraba a otro a quien entregar su amor.
Un día, cuando cantaba lánguidamente a la puerta de su casa, mientras desgranaba unas habichuelas, apa­reció ante ella un joven hermoso y atrayente. Vestía un magnífico traje de cazador. Magdalena, al verle, no pudo menos de sentirse fascinada por unos momentos; antes de que se pudiera dar cuenta, el joven se acercó a ella con descaro y le dio un beso.
Magdalena gritó, y su madre salió corriendo de la casa, abalan-zándose sobre el osado caballero, que se retiraba tan tranquilo. Al volverse éste, con semblante airado, se quedó petrificada por el terror: era el señor de Giribaile.
Desde aquel día, la alarma y el terror no abandona­ron a la familia de María y Antón. Todos conocían las fechorías que acostumbraba cometer el señor. Al he­rrero, que se atrevió a pedirle el pago por un trabajo, le despidió, después de haberle marcado la espalda con un hierro candente; a un campesino, porque se atrasa­ba en el pago de los tributos, le quitó ganado y bienes y le echó a palos de la casa, y a otro le arrebató la mu­jer, después de haberle colgado de un árbol.
Temerosos de la maldad y los caprichos del señor, rodearon a Magdalena de toda clase de precauciones, evitando dejarla sola en ningún momento.
Pasaron los días, y como el señor no volvió a apare­cer por los alrededores, comenzaron a tranquilizarse.
Un día se encontraba Magdalena en la casa, acom­pañada de su fiel mastín, cuando llegó una mendiga con la noticia de que su madre se había puesto mala en mitad del campo.
Magdalena, sin hacer caso de los lastimeros aullidos del perro, que parecían presagiar una desgracia, lo en­cerró en la casa y salió corriendo en busca de su madre.
Al atravesar el bosque, se encontró con un espléndi­da cabalgata: el señor de Giribaile marchaba de caza, al frente de sus amigos, acompañado de una hermosa dama. Magdalena, como la primera vez que le vio, no pudo menos de sentirse fascinada, y se detuvo, con­templándole por unos momentos; pero la risa desca­rada de los caballeros, al advertir su admiración, le heló la sangre en las venas y echó a correr con todas sus fuerzas.
El señor de Giribaile la había reconocido y envió dos monteros en su persecución. Éstos la alcanzaron y la llevaron, atada y amor-dazada, a presencia del señor, en el momento en que llegaba María. Sin hacer caso éste de los lamentos de la madre, se alejó alegremente con su hermosa presa.
La familia de Magdalena se quedó en medio de la mayor desolación. Miguel y Antón, sin perder un mo­mento, se dirigieron a casa de Pedro el molinero y le contaron lo sucedido. La sed de venganza despertó en el alma de los tres hombres.
Antes de rayar el alba habían reunido en el molino a todos sus deudos y amigos; eran muchos los que te­nían afrentas que vengar. Cuando planeaban cómo lle­var a cabo su venganza, llegó una hermosa señora con los vestidos rasgados por haber caminado entre las ma­lezas. Era la amante del señor de Giribaile, que, humi­llada por los malos tratos, huía del castillo y al mo­mento se unió a los servidores agraviados. Les aconse­jó que desistieran de atacar la morada del señor, que estaba muy bien defendida; mas les reveló la existen­cia de una entrada oculta, por la que podrían penetrar uno o dos hombres y sorprenderle mientras dormía.
Se acordó que fuera el robusto molinero el encarga­do de cumplir la justicia, y partió en compañía de la dama. Pero el plan ideado fracasó. Cuando se halla­ban a punto de alcanzar la entrada secreta, uno de los guardianes sintió ruido y disparó contra ellos una ballesta.
Como continuar era una temeridad, decidieron vol­verse; lo que hicieron con las mismas precauciones con que habían ido. Pero no por el fracaso de este intento abandonaron los agraviados el plan de venganza, y es­peraron a la primera ocasión.
Mientras tanto, Magdalena había sido conducida al castillo. A pesar del odio feroz que sentía contra su rap­tor, supo fingir resignación.
Confiado el señor por la actitud de Magdalena, la dejó en una cámara espléndida y le envió una doncella con ricos vestidos.
Cuando la joven se quedó sola con la servidora, se apoderó de una daga que había en una panoplia y la obligó a que la ayudase a hacer un parapeto con todos los muebles de la habitación, delante de la ventana. Ésta estaba abierta, y bajo ella se abría un precipicio profundo.
Después ordenó a la doncella que le devolviera al se­ñor los ricos vestidos y le anunciara que estaba decidi­da a que sus padres recogieran su cadáver antes de que la volvieran a ver sin honra.
Giribaile se sintió humillado por el heroísmo de la aldeana, y pensando que podría rendirla por hambre y sed, la mandó encerrar en un calabozo.
Dos días después se organizaba en el castillo una es­pléndida cacería. El castellano salió al frente de la lu­cida comitiva, cantando, mientras contemplaba las ri­quezas de su dilatado señorío. «El señor de Giribaile no se muere de sed ni de hambre» Pronto la excita­ción de la caza le hizo olvidar a la joven labradora. Se enfrascó tanto en la persecución de un jabalí, que se alejó, sin darse cuenta, del resto de sus compañeros.
Cuando se bajó del caballo para registrar unos jara­les, tres hombres se abalanzaron sobre él, le ataron de pies y manos y se lo llevaron tumbado sobre su propio caballo. Eran Antón, Miguel y Pedro el molinero, que habían estado al acecho, esperando el momento opor­tuno para apoderarse de él. Sin pronunciar una pala­bra, lo llevaron al fondo de un barranco, lo deposita­ron sobre una roca y se sentaron a su lado.
El señor de Giribaile podía leer en los ojos de sus vasallos la sentencia de muerte: pero su orgullo no le permitió hacer el menor gesto ni pronunciar palabra.
Al día siguiente, el molinero se ausentó para buscar comida, y cuando regresó, los tres hombres satisficie­ron su apetito sin mirar siquiera a su víctima.
Así pasaron el segundo día y el tercero. El rostro del señor se volvía cada vez más amarillento; pero sus fac­ciones no se contraían por el hambre y la sed que le devoraba. Sus guardianes sólo le miraban de soslayo cuando comían y bebían.
Al quinto día, sus ojos se volvieron a sus verdugos, pidiendo unas gotas de agua. El molinero fue el único que se conmovió; pero sus compañeros no le dejaban auxiliar al moribundo.
Al sexto día salió Antón y se quedaron los dos jóve­nes al lado de su víctima, cuya palidez era ya cadavéri­ca. Con la escasa vida que en sus ojos quedaba, volvió a pedirles agua. Cuando el molinero, conmovido, se disponía a coger el cántaro, Antón le observó que re­cordase a Magdalena, y que se tenía que cumplir la sen­tencia de sus padres: el señor de Giribaile moriría de sed y de hambre. Entonces, el caballero les hizo señas, como si quisiera decirles algo. Pedro mezcló un poco de vino con agua y se la dio. Reanimado algo, pudo pronunciar unas palabras:
-Magdalena está pura...
Cuando regresó Antón, el caballero estaba ya mori­bundo. Los dos jóvenes le repitieron las palabras que había pronunciado. El señor ya no podía hablar; pero se puso una mano en el corazón y elevó la mirada, po­niendo a Dios por testigo de que era verdad lo que ha­bía dicho. En la mirada del señor se podía leer que, a su vez, perdonaba a sus verdugos. Instantes después, el señor de Giribaile moría de sed y de hambre.
Magdalena había huido del castillo, aprovechando el alboroto que se había originado con motivo de la desaparición del señor, y regresó a su casa. Cuando se encontró el cadáver del castellano en el fondo del ba­rranco, todos creyeron que había muerto víctima de su intrepidez.
Magdalena se casó con Pedro. La familia de María y Antón volvió a conocer días venturosos.

099. anonimo (andalucia)

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