En la parte más escarpada
de la sierra de Chapines se hallan las ruinas de un castillo que fue fortaleza
invulnerable de los árabes durante mucho tiempo. Un aventurero audaz, llamado
Giribaile, logró tomarlo y se lo ofreció al rey Alfonso VIII. Agradecido éste
por tan gran servicio, premió al temerario guerrero regalándole el castillo y
todas las tierras que alcanzara con la vista desde la torre más alta.
Giribaile, con el pretexto de que se había estropeado, la restauró, elevándola
considerablemente.
Cuando subió a lo alto de
la torre, se quedó admirado de lo espléndido del regalo regio. Al contemplar
los bosques, caseríos y tierras fertilísimas que se extendían bajo su vista,
no pudo menos de exclamar con orgullo:
-Soy señor de Giribaile.
No me muero de sed ni de hambre.
Y desde entonces todos
sus descendientes repitieron esta altiva frase.
En los comienzos del
siglo XV vivía en los dominios del señor de Giribaile, cerca de Vilches, un
matrimonio venturoso: Antón y María. Sus dos hijos, Miguel y Magdalena, eran
la pareja más bella del contorno. Sobre todo Magdalena, que unía a su lozana
hermosura un alma noble.
Magdalena no había
encontrado todavía el hombre que pudiera despertar sus ilusiones. Había
rechazado a todos sus pretendientes; pero viendo que el ser soñado no se
presentaba, consintió en casarse con el molinero Pedro, amigo de su hermano
Miguel, si en el plazo de un año no encontraba a otro a quien entregar su
amor.
Un día, cuando cantaba
lánguidamente a la puerta de su casa, mientras desgranaba unas habichuelas, apareció
ante ella un joven hermoso y atrayente. Vestía un magnífico traje de cazador.
Magdalena, al verle, no pudo menos de sentirse fascinada por unos momentos;
antes de que se pudiera dar cuenta, el joven se acercó a ella con descaro y le
dio un beso.
Magdalena gritó, y su madre
salió corriendo de la casa, abalan-zándose sobre el osado caballero, que se
retiraba tan tranquilo. Al volverse éste, con semblante airado, se quedó
petrificada por el terror: era el señor de Giribaile.
Desde aquel día, la
alarma y el terror no abandonaron a la familia de María y Antón. Todos
conocían las fechorías que acostumbraba cometer el señor. Al herrero, que se
atrevió a pedirle el pago por un trabajo, le despidió, después de haberle
marcado la espalda con un hierro candente; a un campesino, porque se atrasaba
en el pago de los tributos, le quitó ganado y bienes y le echó a palos de la
casa, y a otro le arrebató la mujer, después de haberle colgado de un árbol.
Temerosos de la maldad y
los caprichos del señor, rodearon a Magdalena de toda clase de precauciones,
evitando dejarla sola en ningún momento.
Pasaron los días, y como
el señor no volvió a aparecer por los alrededores, comenzaron a
tranquilizarse.
Un día se encontraba
Magdalena en la casa, acompañada de su fiel mastín, cuando llegó una mendiga con
la noticia de que su madre se había puesto mala en mitad del campo.
Magdalena, sin hacer caso
de los lastimeros aullidos del perro, que parecían presagiar una desgracia, lo
encerró en la casa y salió corriendo en busca de su madre.
Al atravesar el bosque,
se encontró con un espléndida cabalgata: el señor de Giribaile marchaba de
caza, al frente de sus amigos, acompañado de una hermosa dama. Magdalena, como
la primera vez que le vio, no pudo menos de sentirse fascinada, y se detuvo,
contemplándole por unos momentos; pero la risa descarada de los caballeros,
al advertir su admiración, le heló la sangre en las venas y echó a correr con
todas sus fuerzas.
El señor de Giribaile la
había reconocido y envió dos monteros en su persecución. Éstos la alcanzaron y
la llevaron, atada y amor-dazada, a presencia del señor, en el momento en que
llegaba María. Sin hacer caso éste de los lamentos de la madre, se alejó
alegremente con su hermosa presa.
La familia de Magdalena
se quedó en medio de la mayor desolación. Miguel y Antón, sin perder un momento,
se dirigieron a casa de Pedro el molinero y le contaron lo sucedido. La sed de
venganza despertó en el alma de los tres hombres.
Antes de rayar el alba
habían reunido en el molino a todos sus deudos y amigos; eran muchos los que tenían
afrentas que vengar. Cuando planeaban cómo llevar a cabo su venganza, llegó
una hermosa señora con los vestidos rasgados por haber caminado entre las malezas.
Era la amante del señor de Giribaile, que, humillada por los malos tratos,
huía del castillo y al momento se unió a los servidores agraviados. Les aconsejó
que desistieran de atacar la morada del señor, que estaba muy bien defendida;
mas les reveló la existencia de una entrada oculta, por la que podrían
penetrar uno o dos hombres y sorprenderle mientras dormía.
Se acordó que fuera el
robusto molinero el encargado de cumplir la justicia, y partió en compañía de
la dama. Pero el plan ideado fracasó. Cuando se hallaban a punto de alcanzar
la entrada secreta, uno de los guardianes sintió ruido y disparó contra ellos
una ballesta.
Como continuar era una
temeridad, decidieron volverse; lo que hicieron con las mismas precauciones
con que habían ido. Pero no por el fracaso de este intento abandonaron los
agraviados el plan de venganza, y esperaron a la primera ocasión.
Mientras tanto, Magdalena
había sido conducida al castillo. A pesar del odio feroz que sentía contra su
raptor, supo fingir resignación.
Confiado el señor por la
actitud de Magdalena, la dejó en una cámara espléndida y le envió una doncella
con ricos vestidos.
Cuando la joven se quedó
sola con la servidora, se apoderó de una daga que había en una panoplia y la
obligó a que la ayudase a hacer un parapeto con todos los muebles de la
habitación, delante de la ventana. Ésta estaba abierta, y bajo ella se abría un
precipicio profundo.
Después ordenó a la
doncella que le devolviera al señor los ricos vestidos y le anunciara que
estaba decidida a que sus padres recogieran su cadáver antes de que la
volvieran a ver sin honra.
Giribaile se sintió
humillado por el heroísmo de la aldeana, y pensando que podría rendirla por
hambre y sed, la mandó encerrar en un calabozo.
Dos días después se
organizaba en el castillo una espléndida cacería. El castellano salió al
frente de la lucida comitiva, cantando, mientras contemplaba las riquezas de
su dilatado señorío. «El señor de Giribaile no se muere de sed ni de hambre»
Pronto la excitación de la caza le hizo olvidar a la joven labradora. Se
enfrascó tanto en la persecución de un jabalí, que se alejó, sin darse cuenta,
del resto de sus compañeros.
Cuando se bajó del
caballo para registrar unos jarales, tres hombres se abalanzaron sobre él, le
ataron de pies y manos y se lo llevaron tumbado sobre su propio caballo. Eran
Antón, Miguel y Pedro el molinero, que habían estado al acecho, esperando el
momento oportuno para apoderarse de él. Sin pronunciar una palabra, lo
llevaron al fondo de un barranco, lo depositaron sobre una roca y se sentaron
a su lado.
El señor de Giribaile
podía leer en los ojos de sus vasallos la sentencia de muerte: pero su orgullo
no le permitió hacer el menor gesto ni pronunciar palabra.
Al día siguiente, el
molinero se ausentó para buscar comida, y cuando regresó, los tres hombres
satisficieron su apetito sin mirar siquiera a su víctima.
Así pasaron el segundo
día y el tercero. El rostro del señor se volvía cada vez más amarillento; pero
sus facciones no se contraían por el hambre y la sed que le devoraba. Sus
guardianes sólo le miraban de soslayo cuando comían y bebían.
Al quinto día, sus ojos
se volvieron a sus verdugos, pidiendo unas gotas de agua. El molinero fue el
único que se conmovió; pero sus compañeros no le dejaban auxiliar al moribundo.
Al sexto día salió Antón
y se quedaron los dos jóvenes al lado de su víctima, cuya palidez era ya
cadavérica. Con la escasa vida que en sus ojos quedaba, volvió a pedirles
agua. Cuando el molinero, conmovido, se disponía a coger el cántaro, Antón le
observó que recordase a Magdalena, y que se tenía que cumplir la sentencia de
sus padres: el señor de Giribaile moriría de sed y de hambre. Entonces, el
caballero les hizo señas, como si quisiera decirles algo. Pedro mezcló un poco
de vino con agua y se la dio. Reanimado algo, pudo pronunciar unas palabras:
-Magdalena está pura...
Cuando regresó Antón, el
caballero estaba ya moribundo. Los dos jóvenes le repitieron las palabras que
había pronunciado. El señor ya no podía hablar; pero se puso una mano en el
corazón y elevó la mirada, poniendo a Dios por testigo de que era verdad lo
que había dicho. En la mirada del señor se podía leer que, a su vez, perdonaba
a sus verdugos. Instantes después, el señor de Giribaile moría de sed y de
hambre.
Magdalena había huido del
castillo, aprovechando el alboroto que se había originado con motivo de la
desaparición del señor, y regresó a su casa. Cuando se encontró el cadáver del
castellano en el fondo del barranco, todos creyeron que había muerto víctima
de su intrepidez.
Magdalena se casó con
Pedro. La familia de María y Antón volvió a conocer días venturosos.
099. anonimo (andalucia)
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