Era Peregil un gallego
fuerte, aguador de oficio, que se ganaba la vida vendiendo el agua fresca que
sacaba de un pozo de la
Alhambra. Tenía un aire jovial pero no era feliz, pues le
había tocado una mujer holgazana y descuidada, y además tenía una caterva de
hijos harapientos, que lo asediaban como una nidada de gorriones.
En uno de sus viajes al
pozo, para ganarse unas monedas, encontró sentado en un banco de piedra, junto
al brocal, a un moro desfallecido, el cual le pidió que en lugar de bajar los
cántaros de agua en el borrico, que le bajase a él y le pagaría doble de lo que
pudiera ganar con el agua.
Compadecido, Peregil
aceptó, diciéndole que no quería recom-pensa alguna.
Al llegar a Granada,
preguntó al moro adónde lo llevaba, y éste contestó que no tenía casa ni
conocidos y que le pagaría con creces si lo llevaba a su casa. El bueno de
Peregil, al verlo en tan extremado apuro, lo condujo a su choza. La mujer
protestó, por las consecuencias que tendría para ellos alojar en su casa un
huésped perseguido por ser moro.
El aguador era duro de
cabeza y no quiso someterse a lo que dijo su mujer. Colocó al moro en la parte
más fresca de su casa y le dio por cama una estera y una zalea.
Aquella noche un fuerte
ataque puso en peligro la vida del moro. Cuando recobró el conocimiento, con
voz desfallecida dijo a Peregil que temía morir, y en agradecimiento a lo que
había hecho por él le dejaba una cajita de sándalo que llevaba atada a su
cuerpo con una correa. Se repitieron las convulsiones, cada vez más violentas,
hasta que al fin el moro expiró.
El aguador y su mujer
estaban tristes, pensando que la gente los trataría de asesinos cuando
encontrasen al muerto en su casa y que pagarían con la horca la obra de caridad
que habían hecho.
Peregil tuvo una idea.
Era de noche; podía sacar el cadáver envuelto en la estera y enterrarlo a
orillas del Genil. Nadie había visto entrar al moro en casa y nadie tendría
noticias de su muerte.
Dicho y hecho. Su mujer
le ayudó a envolver el cadáver en la estera y a cargarlo sobre el asno. Pero
la fatalidad quiso que viviera enfrente del aguador un barbero llamado
Pedrillo, chismoso y charlatán, que vio entrar aquella noche en casa de Peregil
a éste con un hombre vestido de moro.
Por un ventanillo que le
servía de mirilla estuvo observando toda la noche la luz que se filtraba por
los resquicios de la puerta de su vecino, y antes de amanecer vio que Peregil
salía con su jumento, cargado de un modo muy raro. Siguió al aguador a cierta
distancia, hasta que vio que se detenía a cavar una fosa, a orillas del Genil,
para enterrar un bulto que parecía un cadáver.
El barbero volvió a su
casa, y cuando se hizo de día se dirigió a casa del alcalde, que era su cliente
de todos los días, y mientras le rasuraba, le contó lo que había visto,
afirmando que Peregil, el gallego, había dado muerte a un moro que tenía en su
casa y lo había enterrado aquella misma noche.
El alcalde era el hombre
más despótico y avariento de Granada. Examinó el caso desde el punto de vista
de robo con asesinato; el botín sería grande y lo importante era que pasara a
manos de la justicia.
Peregil iría a la horca.
Con esta idea llamó al alguacil, hombre flaco, vestido a la antigua usanza
española, con un gran sombrero negro, una capa negra que le caía de los
hombros, traje negro y una vara lisa, insignia de su autoridad. Ante su
presencia le dio orden de echar el guante al pobre Peregil. No tardó en cumplirla,
pues poco después comparecía ante el alcalde el acusado con su borrico. Con
aspecto ceñudo y voz dura, le dijo que sólo con el patíbulo se pagaba el crimen
que había cometido; pero que era caritativo con él y se hacía cargo de que el
muerto en su casa era un moro, y por ser enemigo de su religión, en un arrebato,
lo había matado.
-Echemos tierra al asunto
-dijo, y entrega lo que has robado.
El pobre aguador,
asustado, contó lo ocurrido con el moro enfermo. Pero fue inútil. El alcalde se
obstinaba en que el moro tendría joyas, a lo que contestó Peregil que sólo le
había dejado una caja de sándalo en pago a sus servicios.
-¿Dónde está esa caja?
-inquirió el alcalde.
-En uno de los cestos de
mi borrico -contestó el aguador.
Inmediatamente vino el
alguacil con la caja de sándalo. El alcalde, con mano temblorosa y ojos de
codicia, abrió la caja y no encontró más que un rollo de pergamino lleno de
caracteres arábigos y un cabo de vela. Convencido de que no había botín,
escuchó las explica-ciones del aguador y, en vista de su inocencia, le dejó en
libertad, pero se quedó con el burro.
Desde entonces, el
desgraciado gallego subía y bajaba desde la fuente de la Alhambra con el cántaro
al hombro y tenía que soportarlas injurias de su esposa, que le echaba en cara
el no haberla obedecido.
Un día en que, a causa de
estas riñas, se enfureció el desgraciado Peregil, agarró la caja de sándalo y
la estrelló contra el suelo.
La caja, al caer, se
abrió y de ella salió un rollo de pergamino. Lo cogió, se lo metió en el
bolsillo y se fue a la tienda de un moro de Tánger, pidiéndole que le explicara
el significado de aquél.
El moro le respondió que
servía para rescatar tesoros escondidos bajo el poder de algún encantamiento.
Pronto se enteró Peregil
de que, según la leyenda, bajo la torre de Siete Suelos había grandes tesoros, y
se lo comunicó al moro. Éste no había podido enterarse por completo del
significado del pergamino, puesto que había que leerlo a la luz de una vela
especial, que al fin se encontró en la caja de sándalo.
Aquella misma noche, a
las doce, fueron a la torre. Al oír las campanadas, encendieron el cabo de vela
y el moro empezó a leer el pergamino. Apenas terminó de leerlo, se produjo un
ruido subterráneo y el suelo se abrió, dejando al descubierto un tramo de
escalones.
Bajaron temblando y
vieron bajo una gran bóveda un arca custodiada por dos moros inmóviles, como encantados.
Ante ellos había enormes montones de monedas de oro. En cuanto las vieron
empezaron a llenarse los bolsillos; pero de pronto un gran ruido se dejó oír
y el moro y Peregil echaron a correr, despavoridos, no parando hasta llegar
afuera.
Ya más tranquilos, se
sentaron en el suelo, y decidieron no contar a nadie lo ocurrido y volver a la
noche siguiente por más dinero.
Al llegar a su casa, la
mujer se le quejó por su tardanza, y entonces Peregil no pudo menos de
contarle lo ocurrido. La mujer se echó al cuello de su marido, loca de alegría.
Aprovechó esto Peregil para decirle que no volviera en su vida a reñirle por
ayudar a un semejante en la desgracia.
Al otro día, con el
dinero que su marido había traído, se apresuró la mujer a comprar ropas y
alimentos, de los que estaban tan necesitados, y éste, a su vez, vendió
algunas monedas de oro a un joyero, que las calificó de extra-ordinarias, ya
que eran de purísimo oro y con inscripción árabe.
Todo el vecindario se
hacía lenguas del cambio operado en la familia de Peregil. De pobres y
miserables habían pasado a ser unos burgueses acomodados.
Un día una vecina que fue
a casa de Peregil vio sobre una mesa un gran montón de oro. La sospecha nació
en ella y le faltó tiempo para ir a contar al alcalde que en casa del
desgraciado Peregil había visto mucho oro, y que sin duda tenía que haber sido
robado de algún sitio.
El alcalde, sin perder un
momento, envió a la justicia en busca de Peregil.
Éste no tuvo más remedio
que contarle lo ocurrido. En cuanto lo supo el alcalde, que era muy ambicioso,
decidió visitar los sótanos de la torre.
De nuevo todo ocurrió
como la noche anterior. El alcalde, el barbero, el aguador y el moro salieron
de aquellos sótanos cargados de oro. Una vez arriba, el alcaide quiso bajar de
nuevo para subir el cofre. Peregil y el moro se opusieron; pero al alcalde no
hubo quien le convenciera y bajó otra vez acompañado del barbero. No habían
pasado unos minutos desde que se habían internado bajo tierra, cuando ésta, de
repente, se cerró, quedando enterrados bajo la gran torre de los Siete Suelos.
En cuanto a Peregil y el
moro, vivieron felices, disfrutando de las. riquezas sacadas de esta encantada
torre.
099. anonimo (andalucia)
Disculpen, ¿Qué este no es un cuento histórico?.
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