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miércoles, 5 de septiembre de 2012

La sirena

Westerschouwen fue en tiempos pasados un gran puerto pesquero. Sus naves atravesaban en todas di­recciones el mar del Norte y traían ricos cargamen­tos de pescado. Esto hizo que sus habitantes se volvieran tan soberbios por su gran conocimiento del mar, que frecuentemente solían decir:
-Nosotros somos los dueños del mar. ¿En qué parte del mundo se puede encontrar unos pescado­res como los de Westerschouwen?
Un día que un grupo de estos pescadores estaba en sus botes, mar adentro, al sacar las redes encon­traron en ellas una hermosa sirena.
-¡Oh, dejadme escapar, buena gente! -suplicó.
Pero los pescadores, insensibles a los ruegos de la sirena, la metieron en la barca, para llevarla a tierra y enseñarla a la gente de su pueblo.
En el camino se fueron burlando de ella despia­dadamente.
-¡Por favor -repetía la sirena, dejadme mar­char, que yo sabré recompensaros!
Pero por toda respuesta los pescadores reían es­trepitosamente de sus ofrecimientos.
Entonces una voz desgarradora se dejó oír desde lo profundo del mar.
-¡Es el tritón! -exclamaron los pescadores, con una risa burlona. Miradle: allí está flotando, con su pequeño en brazos.
Efectivamente, el tritón surgía del agua con su ca­bellera verde, como las olas, y con el rostro cobrizo. En brazos llevaba a su hijito. Al verlos, la sirena ex­tendió sus brazos amorosamente hacia ellos.
-¡Devolvédmela! -gritó el tritón, llorando. ¡Éramos tan felices con nuestro pequeño! ¿Qué vais a hacer con ella? ¡Morirá en cuanto toque tierra!
Pero los pescadores, sin contestarle, siguieron na­vegando hacia el puerto.
Una y otra vez el tritón aparecía sobre el agua, mi­rando con pena a su querida esposa, mientras ella, con los ojos llenos de lágrimas, trataba de contem­plarlo a través de la pared.
Cuando llegaron a la playa, los pescadores salta­ron a tierra. Los esperaban sus mujeres e hijos, con gran alborozo. Entonces, sacando la red, la exhibie­ron ante todos, para que contemplaran a la sirena, mientras el tritón, en la orilla, extendiendo sus bra­zos con desespe-ración, nadaba, gritando:
-¡Escuchadme, pescadores! Nosotros vivimos en el fondo del mar, en una casita hecha de conchas blancas, azules y doradas, que la sirena y yo hemos ido recogiendo amorosamente. Tenemos un hijito que es nuestra alegría. ¿Vais a permitir que ella muera en tierra? ¡Tened piedad!
Pero los hombres y las mujeres gritaban alegre­mente, sin hacerle ningún caso, mientras arrastra­ban a la sirena, encerrada en la red, hasta el faro próximo, donde la abandonaron. Al poco tiempo, la pobre sirena murió.
El tritón, loco de desesperación, trataba de acer­carse todo lo que podía al faro, vigilando a su que­rida esposa, mientras los pescadores se burlaban de él, diciendo:
-¿En qué puedes tú dañamos? No posees espa­das, ni flechas, ni nada con que hacernos mal.
El tritón no comprendía sus gritos y la dureza de sus corazones; pero tenía el suyo lleno de odio, dolor y venganza. De pronto, empezó a hundirse, y de nuevo salía a la superficie transportando algas y arena. Con ellas fue rellenando los fondos de la ori­lla del mar, y en pocas horas las vías de salida de los barcos del puerto quedaron completamente obs­truidas.
Entonces, el tritón, nadando lentamente, se alejó con su niño hacia su casita de conchas azules, blancas y doradas, y nunca más volvió a Westers­chouwen.
La arena y las algas, lenta y silenciosamente, iban siendo arrojadas a la playa por la marea, llegando a bloquear el puerto y encallando las embarca-ciones que se hallaban en él.
Poco después, las tempestades y el viento empuja­ban la arena hasta cubrir las casas y las calles de Westerschouwen. Hasta que, al fin, tan imposible se hizo allí la vida, que los orgullosos pescadores tuvie­ron que abandonar la ciudad.
Sin embargo, la arena no invadió el faro, donde la sirena había muerto, y las olas, que tenían el color del pelo del tritón, siguieron meciendo dulcemente aquellos lugares.

174. anonimo (holanda)


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