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lunes, 7 de abril de 2014

Robin, el gigante triste

Hace muchos años, en lo más profundo de un bosque, vivía un matrimonio de granjeros. Como no habían tenido hijos, a menudo se lamentaban de su suerte, envidian­do la felicidad de otros vecinos.
Ella, la esposa, era la que esta­ba más apenada.
-Tenemos que resignarnos, Berta -intentaba consolarla su marido. Debemos aceptar la vo­luntad del Señor.
Un día, cuando el granjero re­gresaba a su hogar, después de ven­der los productos de su granja en el mercado de la ciudad, se internó en el bosque para acortar el camino.
De pronto, cuando estaba en el lugar más espeso y lleno de vegeta­ción, escuchó el llanto de un niño recién nacido.
-¡Vaya! -se dijo, Éste no es lugar para escuchar tales co­sas. ¿Qué puede haber ocurrido?
Se acercó al lugar de donde provenía el llanto del pequeño y no tardó en encontrar a un hermoso niño, envuelto en ricos pañales y ro­
deado de varios animales del bosque, que le miraban sin saber qué hacer.
-Me lo llevaré a mi casa -dijo el granjero, tomando al pe­queño en sus brazos. Mi esposa se pondrá muy contenta y será una buena madre para ese angelito abandonado.
-¡Es un niño muy hermoso! -dijo un conejo.
-¡Es cierto! -observó una ardilla. ¡Nunca había visto un niño tan robusto!
El granjero se despidió de los animales del bosque y corrió hacia su casa con el niño en brazos.
-¡Mira que traigo, mujer! -dijo a su esposa. Dios se ha apiadado de nosotros y ya no estaremos solos.
-¡Gracias. Dios mío! -esclamó la esposa del granjero, tomando al recién nacido con manos amorosas.
-¿Estás contenta?
-Sí -respondió la mujer, que no hacía más que mirar al pequeño. Loc uidaremos como si fuera nuestro verdadero hijo.
Los días fueron pasando, y los granjeros se sentían cada vez más satisfechos de aquel regalo que el Ciclo les había enviado.
Pero, al cabo de algunos meses, los dueños de la pequeña granja se dieron cuenta de que algo extraño estaba ocurriendo.
-¿No te parece que nuestro hijo crece demasiado, -observo el granjero.
-Si, tienes razón -admitió su compañera. Tiene todos los dientes v él solo come mucho más que nosotros. Tal vez sea por eso que cada día está más gordo.
Pasados algunos años, el niño había ido creciendo, cre­ciendo, y se había convertido en un gigante.
Sus padres adoptivos le habían puesto el nombre de Ro­bín y los demás niños le gritaban:
-¡Ahí viene Robín, el gigante! ¡Ahí viene Robín, el gigante!
-¡Esperadme! ¡Esperadme! -gritaba Robín con su gran vozarrón. ¡Quiero jugar con vosotros!
Pero los niños no querían jugar con él, pues les rompía todos los juguetes con sus grandes manazas y les asustaba con sus bruscos ademanes y potente voz.
-¡Oh! ¡Oh! -lloraba Robín, lleno de tristeza.
Los dos granjeros estaban también muy tristes, pues Ro­bín devoraba todo lo que encontraba y no les dejaba nada para ellos ni para poder venderlo en el mercado.
-¡Tendremos que hacer algo! -dijo un día el gran­jero. ¡Este hijo nuestro nos va arruinar!
-¡No importa! -le defendió la mujer. Prometimos cuidarle como si fuera nuestro hijo y debemos hacer por él los sacrificios que sean necesarios.
Como cada día era mas alto, el granjero había tenido que constrirle una cabaña especial de grandes dimensiones.
Por la noche, cuando Robín se iba a acostar, su madre adoptiva le miraba a través de la ventana y le decía:
-¿Estás bien, hijo mío?
-Sí, madre -respondía el gigante. Pero estaría mucho mejor si pudiera comer todo lo que quisiera. ¡Siempre me quedo con hambre!
-Hijo –le decía la buena mujer, en nuestra granja ya no quedan gallinas ni patos, ni tampoco frutas en nuestro huerto. Somos pobres.
La pobre granjera se echaba a llorar y también Robín se ponía muy triste.
-¿Por qué no soy un niño como los demás? -pregun­taba. Todos dicen que soy un gigante y se apartan de mí. ¡Yo quiero ser como los otros niños!
-¡Eres el más hermoso de todos, hijo mío!
-No, mamá. Nadie quiere jugar conmigo, y hasta los animalitos del bosque huyen de mi presencia cuando quiero acercarme a ellos. ¡No sirvo para nada!
-No digas eso, Robín -quiso consolarle la buena granjera.
-Por mi culpa os habéis arruinado y la gente se burla de vosotros. Todos llaman a esta granja la casa del gigante.
-Duerme y descansa, hijo mío. Ya verás como todo se arreglará.
Pero Robín no pudo conciliar el sueño. Cuando más lo pensaba, más se convencía de que estaba perjudicando a los dos seres que tan buenos habían sido con él.
-¡Ya sé lo que haré! -se dijo. Me iré a recorrer el mundo en busca de fortuna, y así no seré una carga para los que hasta hoy me han hecho de padres.
Y, tal como lo pensó, lo hizo. Abandonó a media noche el lugar y, como sus pasos eran de gigante, al salir el sol ya es­taba muy lejos de la granja en que hasta entonces había vivido.
-¡Un gigante! ¡Un gigante! -gritaban los habitantes de los pueblos y ciudades cuando veían acercarse aquel niño de tan enorme estatura.
-Está visto que en todas partes habrá de ocurrirme igual -se dijo. Sólo en el país de los gigantes pasaría inad­vertido. Pero, ¿dónde estará el país de los gigantes?
Recorrió muchos países, muchas tierras extrañas, pero no pudo encontrar lo que tanto buscaba.
Pasaron los años y Robín se convirtió en un apuesto jo­ven. Pero, como era un gigante, todos seguían asustándose de él.
Un día, al cruzar una gran cordillera de montañas, llegó a un pequeño país en el que no había estado nunca.
-¡Qué extraño! -exclamó. No se ve a nadie por las calles.
Entonces se dio cuenta de que todos se habían encerrado en una gran fortaleza que estaba sobre una colina.
-Sin duda se habrán asustado de mí -se dijo.
Pero, en realidad; no era ése el motivo. El rey y los es­casos súbditos del país se habían encerrado en la fortaleza en espera del ataque de los soldados de un reino vecino, que les había declarado la guerra.
-¿Puedo ayudaros? -preguntó Robín.
Todos se asustaron mucho al escuchar aquella potente voz que se parecía a un trueno; todos, menos la hija del rey.
-¿Quién eres? -preguntó la princesa, desde la torre más alta de la fortaleza.
-Me llamo Robín -respondió el joven, y me vi obligado a abandonar la casa de mis padres por haberme con­vertido en un gigante. Voy en busca del País de los Gigantes, pues sólo allí podré vivir en paz y sin asustar a nadie.
-A mí no me asustas -le aseguró la hija del rey. En tus ojos brilla la bondad y la ternura, y sé que no nos harás ningún daño.
-Puedes estar tranquila, princesa -dijo Robín. Al contrario, si me lo permites, os ayudaré a defenderos de ese ejército enemigo que veo avanzar hacia la fortaleza.
-¡Adelante! -gritó el jefe del ejército del país vecino, que todavía no se había dado cuenta de la presencia del joven gigante.
Los soldados se disponían a obedecer la orden de su jefe, pero, de pronto, observaron con gran terror aquella extraña y enorme figura que se interponía entre ellos y la fortaleza.
-¡Fuera de aquí! -les gritó Robín, moviendo sus bra­zos como si fueran aspas de molino agitadas por el viento.
Los asaltantes, asustados, abandonaron sus armas sobre el campo y se alejaron a toda prisa.
-¡Nos ha salvado! -gritó el rey. A pesar de ser un gigante, eres un joven valiente y generoso. ¿Quieres quedarte con nosotros?
-Con mucho gusto me quedaría, pues ya estoy cansado dé recorrer el mundo -dijo Robín. Pero acabaría por oca­sionaros muchas molestias y será mejor que siga mi camino.
Pero entonces, volando sobre una mariposa gigante, apa­reció el hada del bosque.
-Puesto que así lo deseas, joven gigante -le dijo a Ro­bín, te convertiré en un ser normal.
El hada, ante la sorpresa y admiración de todos, tocó al simpático gigante con su varita mágica, y Robín quedó con­vertido en un joven de estatura similar a la de los demás mor­tales.
-Gracias -dijo Robín al hada. Ahora podré regre­sar junto a mis padres, pues ya no seré una carga para ellos.
Pero la hija del rey, antes de que el joven abandonara el país, organizó una gran fiesta en su honor.
-¿Volverás algún día a visitarnos? -le dijo al des­pedirle.
Robín prometió que así lo haría, y cumplió su promesa.
Pasado algún tiempo, Robín y la princesa se casaron y los padres del muchacho se fueron a vivir al palacio del rey, en compañía de su hijo, del que nunca jamás se separaron.

0.999.3 anonimo leyenda - 035

La madriguera de las ardillas

Cierta vez, un joven leñador que había salido al bosque a cortar leña, cansado de trabajar durante toda la mañana, se sentó debajo de una encina a descansar.
-Me comeré las nueces que me ha dado mi esposa -se dijo, y así recobraré las fuerzas perdidas.
Desató el pañuelo en que lle­vaba las nueces, pero éstas se le es­caparon de las manos y, rodando, rodando por una pendiente, fueron a caer dentro de una madriguera.
El joven leñador corrió detrás de las nueces, pero no pudo alcan­zarlas.
-¡Oh! -se lamentó. En mi casa somos tan pobres, que sólo tenía estas nueces para comer.
-¿Qué te ocurre, leñador? -le preguntó una pequeña pastora.
-Me disponía a comer unas nueces -respondió el leñador, muy apenado, pero se me escaparon de las manos y fueron a parar al interior de esta madriguera.
-Yo no puedo ofrecerte riada -dijo la pastora, pues he terminado todas las provisiones que llevaba.
El leñador se arrodilló junto a la madriguera y empezó a gritar:
-¡Si hay alguien ahí dentro, que me devuelva mis nue­ces, por favor!
Pero nadie le respondió.
-¡Era lo único que tenía para comer! -se lamento el joven, inclinándose cada vez más sobre el agujero.
Tanto se inclinó que, de repente, perdió el equilibrio y cayó dentro del agujero de la madriguera.
-¡Auxilio! -gritó. ¡Este pozo no tiene fin!
Pero la verdad es que el pozo no era muy profundo, aun­que sí muy amplio en su base, que se ensanchaba en forma de cueva.
-¡Oh! -exclamó. No me hice mucho daño, pero me he llevado un gran susto.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se dio cuenta de que unas ardillas le estaban mirando.
-¡Hola, amiguitas! -dijo el leñador. ¿Habéis visto por casualidad unas nueces que han caído por el agujero de vuestra madriguera?
-Sí -respondió una de las ardillas. Y la verdad es que estaban muy buenas.
-¡Oh! -se lamentó el leñador. Ya veo que me que­daré sin comer.
-Nosotros no sabíamos que esas nueces tuvieran dueño -dijo otra de las ardillas. Pero estamos dispuestas a pagar por ellas un precio razonable.
-Bueno -murmuró el leñador. En realidad, no va­lían gran cosa. Sólo eran iniportantes para mí, pues soy ni¡ pobre leñador.
Las ardillas enseñaron al joven un cofre repleto de mo­nedas de oro y le dijeron:
-Toma las que quieras.
El leñador tomó una sola moneda. Pero las ardillas, sin hacer caso de sus protestas, le llenaron los bolsillos.
-Gracias, gracias -les dijo. Sois muy generosas.
El leñador trepó por el agujero de la madriguera y no tardó en salir al exterior.
-¡Mira lo que me han regalado las ardillas! -exclamó al llegar a su cabaña, depositando las monedas de oro ante los asombrados ojos de su esposa.
-¿De dónde has sacado esas monedas, esposo mío? -le pregunto la joven.
-Ya te he dicho que me las han regalado las ardillas -respondió el leñador. Y le contó todo lo ocurrido.
Pero, mientras los dos estaban hablando, un vecino les estaba espiando por la ventana.
-¡Vaya! -se dijo el vecino, que no había perdido detalle del relato del leñador. Voy a ir en seguida a esa madri­guera y echaré un puñado de nueces para que también las ar­dillas se muestren generosas conmigo.
El vecino se marchó a toda prisa en busca de las nueces y las arrojó por el agujero de la madriguera.
-¡Allá voy! -gritó poco después, tirándose por el agujero de la estrecha madriguera.
Igual como le ocurrió al leñador, el vecino encontró a las ardillas.
-¿Qué es lo que buscas? -le preguntaron.
-Busco unas nueces que me han caído por el agujero de vuestra madriguera.
-Nos las hemos comido -dijo una ardilla. Pero, a cambio de ellas, puedes tomar las monedas de oro que desees.
El hombre, sin hacerse rogar, llenó todos sus bolsillos de piezas de oro y, sin despedirse de las ardillas, empezó a subir por el agujero.
Pero, corno las monedas pesaban tanto y ocupaban tanto espacio en sus bolsillos, el ambicioso vecino no pudo salir al exterior, aprisionado entre las paredes de la madriguera.
-¡No puedo salir! ¡No puedo salir! -gritó.
-Tendrás que soltar algunas monedas -dijeron las ar­dillas.
El pobre hombre fue soltando monedas a toda prisa, pues no deseaba quedar aprisionado en tan incómodo lugar.
Por fin, lanzando un suspiro de alivio, pudo salir al ex­terior.
-¡Oh! -exclamó al ver sus bolsillos vacíos. ¡No me queda ni una sola moneda de oro! Volveré a descender a la cueva para que las ardillas me paguen el importe de las nueces.
Pero el agujero se había cerrado y el desconsolado vecino no pudo encontrarlo.
-¡Me está bien empleado! -exclamó. Por culpa de mi ambición, me he quedado sin el valioso regalo de las ar­dillas.
El leñador, en cambio, pudo disfrutar en paz de su pe­queño tesoro y salir de la miseria en que siempre había vivido.


 0.999.3 anonimo leyenda - 035

El origen del «moai kava kava»

Iba un día el ariki, es decir, el rey de Rapa Nui, Tuu-ko-iho, camino a su casa cuando se cruzó con dos espíritus, es decir, dos aku-aku, que estaban durmiendo. El ariki se detuvo y los miró: sus cuerpos carecían de vientre y no tenían ni hígado ni intestinos. Solo se veían sus costillas y el esternón. Sintió temor.
En ese momento, otro aku-aku que estaba subido a un monte gritó espantado:
-¡Despertad, despertad! ¡Han visto vuestros cuerpos!
Tuu-ko-iho continuó caminando.
El shipibo-volvió a gritar:
-¡Despertad, despertad!
-¿Qué sucede? -preguntaron los dos espíritus.
-Tuu-ko-iho ha visto vuestros cuerpos.
Los dos aku-aku se levantaron presurosos, cubrieron sus huesos con carne y se transformaron en seres vivientes. Corrieron hacia donde había ido el ariki, le adelantaron rodeando un montículo y se le aparecieron como por casualidad.
-¡Oh, ariki, bienvenido seas! -dijeron los dos jóvenes al estar frente al rey.
-Igualmente tú y tu compañero -respondió Tuu-ko-iho.
-¿Qué te pareció lo que viste cuando venías?
-No he visto nada -agregó el ariki.
Los aku-aku se fueron y Tuu-ko-iho continuó su camino.
Al cabo de un rato, el ariki volvió a encontrarse con otros dos jóvenes. Los miró y, aunque no tenían los mismos rostros, como tenía mana, es decir, poder sobrenatural, supo que eran los mismos que había encontrado antes.
-¡Oh, ariki, bienvenido seas! -dijeron ellos.
-Y vosotros, ¡oh jóvenes!, igualmente bienvenidos seáis -respondió Tuu-ko-iho.
-¡Ah, la cosa que tú sabes! -le dijeron con un tono burlón.
-¡Nada! ¡Yo no sé nada!
-¿No encontraste nada cuando caminabas hacia acá?
-¡Nada!
El ariki llegó por fin a su casa y se dispuso a descansar un poco cuando aparecieron los dos aku-aku. Le preguntaron de nuevo:
-¿No has visto a nadie en tu camino?
-A nadie.
Los aku-aku se marcharon, riéndose y dando gritos de alegría.
El ariki se dispuso a dormir, y volvieron a aparecer los aku-aku, que se quedaron escondidos al lado de la casa para ver si Tuu-ko-iho hablaba en sueños de lo que había visto en el camino. Pero el ariki, que los había escuchado y no estaba dormido, nada dijo.
-Tuu-ko-iho no ha visto nuestros cuerpos -comentaron finalmente los aku-aku, y se marcharon.
Al día siguiente, llegaron hasta la casa Tuu-ko-iho tres muchachas para invitarle hasta la aldea de Akahanga, donde preparaban un umu, es decir, una comida cocinada en la tierra. El ariki fue allí por la tarde y le invitaron a comer. Las piedras que había en el agujero estaban todavía calientes y, sobre ellas, había algunos troncos quemados del árbol Toro­-Miro. Cogió dos tizones y dijo que se los llevaría.
-Apáguenlos con agua, por favor.
Después de la cena, el ariki regresó a su casa y descansó hasta el día siguiente.
Al otro día, cuando el sol asomaba por detrás de las cumbres, y las nubes corrían por el cielo, Tuu-ko-iho se levantó, cogió una piedra de obsidiana y comenzó a esculpir uno de los tizones de madera. Primero los ojos, luego la nariz, las orejas, el cuello, las manos, el vientre sin músculos, las costillas, las piernas y los pies. Cuando terminó, el moai se parecía a uno de los aku-aku. Luego esculpió el otro tizón y le apareció la figura del otro aku-aku. Con un cordel, ingenió un sistema para sostener las figuras y hacerlas caminar.
Desde ese día, su casa fue llamada Hare Haka ha ere moai mango, es decir, `la casa de las figuras que caminan'. Al conocer la noticia, los aku-aku se indignaron y se marcharon de Rapa Nui al verse ridiculizados. Nadie supo nunca nada de ellos.

0.075.3 anonimo (isla de pascua)

Tio conejo en apuros

Nadie sabía lo que Tío Conejo le había hecho a Tío Tigre, pero se veía que había quedado muy ardido y con ganas de desquite, porque juraba sin cesar que ese gran sinvergüenza no se iba a quedar sin castigo.
Como Tío Conejo vio que no estaba para bromas, se escapó del lugar, esperando que al otro se le bajara la cólera.
Tío Tigre llamó a varios amigos y les preguntó si querían ganarse un camaroncito, que él estaría dispuesto a entregárselo si lo ayudaban a buscar a Tío Conejo.
Tía Zorra, que era amiga de quedar bien si veía que podía sacar tajada y que además le tenía tirria a Tío Conejo por lo que la había hecho sufrir, se ofreció a ayudar sin interés, pero Tío Tigre insistió.

‑No, no, Tía Zorra. Como va a ser asunto serio, no quiero que por mí vaya Ud. a maltratarse.

Pero ella se negó, pues era una cuestión de honor a su nombre.
Un día lo pilló a Tío Conejo metiéndose en una cueva. Se quedó allí apostada largo rato para ver si salía. Sin perderlo de vista, fue acercándose de a poco hasta llegar al lugar. Puso la oreja a la entrada de la cueva y oyó a Tío Conejo roncando en su interior.
Paró el rabo y se dijo: '¡A correr!' y no paró hasta llegar al rancho de Tío Tigre con la campanada de que ya había dado con Tío Conejo.
Tío Tigre le dijo:

‑Bueno, Tía Zorra, cuidado, no me vaya a chasquear, porque entonces usted también saldrá rascando.
‑¡Adiós, compadre, cómo va a ser eso! Póngaseme detrás y se convence.
Así lo hizo y corrieron hasta llegar al lugar. Como la entrada de la cueva era muy angosta, Tío Tigre metió la mano y alcanzó a tocar la pancita de Tío Conejo, que se despertó sobresaltado.
Al darse cuenta del peligro, con voz hueca dijo:

‑¿Quién me toca la muñeca?

La voz dentro de la cueva sonaba muy fea y parecía venir de una boca más grande. Tío Tigre al escuchar esto se encogió sobresaltado.
¡Ni por la perica! ¿Quién sería el que hablaba así y tenía una muñeca tan grande? ¿De qué tamaño sería entonces la mano? ¿Y el cuerpo?
Ahí no más pensó lo tonto que había sido por creerle a esa gran sinvergüenza de su comadre. Y sin esperar razones, temiendo enfrentarse al monstruo gigante dueño de aquel vozarrón, emprendió la retirada. Pero antes, le dio tal zarpazo a Tía Zorra que la dejó patas arriba.
Tío Tigre no paró hasta llegar a su guarida. Tía Zorra todavía se está rascando y el pillo de Tío Conejo, terminada su siesta, volvió a su madriguera riendo a más y mejor.

Fuente: María Luísa Miretti

0.073.3 anonimo (venezuela)

Por que el tigre le teme al fuego

Cuentan que un día, un tigre que estaba buscando comida entró en un claro de la selva donde había un fuego que habían abandonado los pemones.
El fuego ya estaba a punto de extinguirse, pues apenas brillaban las cenizas, y no tenía ninguna llama.
El tigre, olfateando el rastro de comida, se acercó hasta el fuego, donde quedaban escamas de pescado y, sin darse cuenta, sopló. El fuego chisporroteó y se avivó.
Entonces, el tigre le preguntó:
-¿Qué haces aquí, hermano?
Y el fuego le dijo:
-Pues aquí, muriéndome de hambre, porque los hombres se fueron y me abandonaron.
-¿Y qué es lo que tú comes? -le preguntó el tigre.
Y el fuego dijo con voz apagada:
-¿Pues qué voy a comer? Con pajitas y hojas secas me conformo.
-Pues yo no -dijo el tigre. Yo como venados, tapires, guacamayos, bueyes, caballos, acutís[1] y, cuando no hay otra cosa, pescados del agua.
El fuego le contestó:
-Entonces yo como más que tú, porque apenas te he dicho una pequeña parte de mis alimentos.
El tigre le dijo:
-Vamos a ver si es verdad. Cuenta entonces todos tus alimentos.
-Yo me como todas las cosas que tú dijiste y, además, pajas, hojas y hasta los mismos árboles -contestó el fuego. Y como el tigre lo había ido agrandando con sus resoplidos al hablar, le chamuscó las cejas. Y dijo el tigre:
-¡Ah!, así que te comes hasta el tronco de un árbol. Eso me gustaría verlo a mí.
El fuego contestó:
-Eso depende de ti. Si me soplas, me lo comeré. Eso es lo malo que tengo yo, que no sé buscarme alimento por mí mismo.
El tigre comenzó a soplar. Saltaron varias chispas sobre él, y le quemaron la piel en varias partes. Hay quien dice que ese es el origen de las pintas negras que desde entonces lucen los tigres.
El tigre se asustó y le dijo:
-Hermano, no seas así y come con más cuidado. No me quemes a mí, que te estoy ayudando.
El fuego replicó:
-Ten cuidado tú, porque yo soy así. Ya te dije que comía de todo.
Siguió soplando el tigre, y entonces, se prendió un trozo de tierra lleno de hojas y palitos. El fuego se lo tragó todo y, después, volvió a quedarse pequeño. Le dijo al tigre:
-Ya ves que como paja, hojas y palos.
Pero el tigre, lleno de curiosidad, le replicó:
-Yo quiero verte comer no solo hojas y ramas, sino el mismo tronco de los árboles.
-Eso depende de ti -volvió a decir el fuego. Sóplame y verás que también como eso.
Entonces el tigre volvió a soplar, y el fuego se corrió de la paja del suelo hasta los árboles. En ese momento, sopló un viento fuerte, y el fuego subió hasta los árboles, propagándose en grandes llamaradas y extendiéndose con rapidez.
El tigre se asustó.
Y el fuego le dijo:
-¿No te dije que comía todas las cosas? Y a ti también puedo comerte...
Y, diciendo esto, una gran llamarada avanzó hacia el tigre con su lengua, y este, viéndose rodeado, echó a correr despavorido.
Y así supo el tigre que el fuego comía más que él y, desde entonces, le tiene miedo. Por eso, los pemones prenden fuego en sus campamentos, porque ahuyenta a los tigres.

0.073.3 anonimo (pemon, venezuela) - 040



[1] Acutí: roedor parecido a la liebre.

La leyenda de mochima

Cuentan los indios de la Gran Sabana que hace mucho tiempo existía un águila llamada Mochimá que cogía a los indios, se los llevaba a un cerro y allí los comía. Era un ave tan grande que sus alas eran como las hojas de los plátanos.
Cuentan también los indios que, en una ocasión, un niño comenzó a llorar, y la madre, para callarlo, le dijo:
-¡Cuidado, que viene Mochimá y te llevará!
Pero el niño seguía berreando, y la madre, para asustarlo más, lo sacó de la casa y dijo:
-¡Mochimá, ven a por este muchacho!
Y apenas dijo esto, cuando sintieron un viento muy fuerte como de huracán que no era otra cosa que el batir de alas de Mochimá.
Sin que nadie pudiera reaccionar, cogió al niño con una de sus garras y desapareció con él.
Mochimá aparecía cada vez con más frecuencia a llevarse niños y adultos, y por eso, uno de los indios pensó un día en darle caza. Afiló una de sus hachas y esperó escondido a que Mochimá apareciera.
Cuando finalmente apareció el águila, batió repetidas veces sus alas y enfiló hacia donde estaba el indio, al que agarró y llevó por los aires.
Lo transportó hasta el cerro, pero, antes de devorarlo, se puso a limpiarse. Mientras lo hacía, el indio le dio unos hachazos en las alas. Malherida, se fue volando a otro cerro, donde, con ellas rotas, murió.
Donde cayeron sus plumas, brotó una planta, que es con la que los indios fabrican desde entonces las cerbatanas.

0.073.3 anonimo (la gran sabana, venezuela) - 040

El pajaro carpintero y el tucan

Pues dicen los que lo vieron que hace mucho tiempo estaba el pájaro carpintero picoteando intensamente un hueco en lo alto de un árbol. Trabajaba con mucha prisa, porque quería poner un huevo en un lugar seguro. Con su fuerte pico golpeaba -toc, toc, toc, una y otra vez, rítmicamente, la corteza del tronco, que retumbaba en toda la selva como si fuera un tambor.
De pronto llegó volando el tucán, con sus preciosas plumas de colores y su enorme pico grueso y largo como su propio cuerpo, y se posó al lado del pájaro carpintero. Venía a ver cómo este hacía su nido, pues había escuchado decir que era el mejor constructor de nidos de toda la selva.
El tucán le preguntó:
-¿Es cierto que haces los mejores nidos?
-Pues eso dicen y es verdad: mira cómo los hago -respondió el pájaro carpintero -toc, toc, toc, sin dejar de golpear el tronco con el pico.
El tucán, que a pesar de tener un gran pico no sabía hacer huecos y tenía que vivir y dormir al aire libre, dijo:
-Pájaro carpintero, a mí me gustaría tener una casa como la tuya, para poner los huevos y vivir tranquilo.
El pájaro entonces tuvo una idea:
-Mira, compadre, ¿por qué no hacemos un trato? Tú me regalas las plumas de colores que tienes en la cabeza y que me gustan mucho, y, a cambio, yo te regalo mi casa para poner tus huevos y criar a tus hijos. ¿Te parece bien?
Al tucán le pareció muy buena idea y aceptó el cambio.
-Ea, hagámoslo ya.
Así que el tucán le entregó las plumas multicolores de su cresta al pájaro carpintero, y este a cambio le cedió su nido. A partir de aquel día se hicieron, además, muy buenos amigos. Y, desde entonces, los pájaros carpinteros golpean alegremente con su pico en los árboles y mueven con orgullo la cabeza, donde se ve un hermoso penacho de plumas rojas y amarillas.
Y también desde entonces los tucanes y sus familiares, los pájaros tabaqueros, siempre tienen un lugar donde resguardarse de las intensas lluvias tropicales de la selva peruana.

0.072.3 anonimo (peru-amazonas-huambisa) - 040

De como el sol trepo hasta el cielo

Cuentan los abuelos que sus abuelos les contaron que, antiguamente, el sol, la luna y los animales eran gente y vivían todos juntos. El cielo y la tierra estaban unidos por una soga y, un día que el sol se enfadó, decidió subirse al cielo trepando por la soga.
Cuando estuvo arriba, le gustó mucho la vista que tenía, pero se sentía solo y, por eso, empezó a llamar a sus amigos para que le acompañaran. Al primero que invitó fue a Onkiro, el que hoy es ratón, pero este le contestó:
-No puedo porque me duelen los dientes.
La verdad es que Onkiro estaba mintiendo. Lo que sucedía es que en ese mismo momento tenía la boca llena de comida, porque en ella guardaba trozos de yuca, maíz, zapallo[i], camote y otras verduras que ahora comen los amuesha. Onkiro tenía miedo de no tener suficiente comida.
El sol le dijo entonces:
-Bueno, entonces quédate, pero cuando se te haya pasado el dolor, subes por la soga.
Pero Onkiro no le hizo caso y, en lugar de subir por la soga, empezóa preparar un terreno para sembrar todo lo que había escondido en su boca. Cortó los árboles, amontonó las ramas y les prendió fuego. Luego sembró el maíz, la yuca, el zapallo y el camote. Entretanto, el humo del fuego subió hasta el sol, y este se dio cuenta de que Onkiro le había engañado. Como castigo, le transformó en ratón y le dejó dos grandes dientes en el centro de la boca. Dicen nuestros abuelos que por eso viene el ratón a los cultivos cada noche y se lleva el maíz, la yuca, el zapallo y el camote, porque en verdad le pertenecen, ya que fue quien primero los sembró.
El sol invitó también a Tontori, el que hoy es puercoespín. Pero Tontori no era capaz de subir por la soga, pues se caía a cada rato debido a que iba muy cargado de flechas. Cada vez que una flecha se le enredaba con la soga, se le clavaba en el cuerpo. Al ver esto, el sol se enfadó y le dijo:
-Como no puedes caminar rápidamente, te quedarás en tierra y serás un animal con todo el cuerpo cubierto de espinas, como si fueran flechas.
Y por eso vemos hoy al puercoespín por la selva lleno de flechas puntiagudas.
Y cuentan los viejos que algo parecido sucedió también con Ho, que hoy conocemos como perezoso. Ho era tan, pero tan lento en todos sus movimientos que el sol se enojó y le dijo:
-Tú quédate también en la tierra, pues nunca conseguirás llegar. No hay tiempo para esperarte.
Y por esta razón, Ho se convirtió en ese animal de la selva que anda muy despacio, y todos le conocen como perezoso. Trepa con dificultad a los árboles y, para bajar, se deja caer al suelo hecho una bola.
Y esto es lo que me contaron los abuelos.

0.072.3 anonimo (peru-amazonas-amuesha) - 040


[i] Zapallo: calabaza pequeña de pulpa amarilla.

Como surgio el camote

Cuentan que una vez salieron cinco cocamas, todos ellos brujos, a buscar alguna laguna para pescar paiches. El paiche es el más grande de los peces amazónicos, y su carne es muy sabrosa. Caminaron mucho tiempo por el interior de la selva, hasta que encontraron una enorme laguna de aguas oscuras con varias islas flotantes.
Cuando estaban preparándose para pescar, sintieron de repente un fuerte temblor, como si alguien desde abajo estuviera moviendo la tierra. Los cocamas, depués de reponerse del susto, dijeron:
-Sin duda hay una boa en el fondo de esta laguna y quiere devorarnos. Si no, ¿qué motivo hay para que la tierra se mueva? Y ¿cómo se habrá enterado de que hemos llegado?
De pronto cantó un papagayo, y su grito resonó por toda la selva. Inmediatamente, comenzó un nuevo temblor. Parecía que la tierra iba a venirse abajo. Los cocamas miraron con atención y descubrieron al papagayo en lo alto de una palmera que estaba en medio de la laguna.
Un cocama dijo:
-¡Ahí está el papagayo que avisa a la boa!
Y se fumó entonces unas hojas de tabaco para brujos, se desnudó y se lanzó a las aguas negras, diciendo:
-Voy a ver qué animal hay por ahí abajo.
Los demás se quedaron, y el tiempo pasaba, pasaba, y el cocama no salía a la superficie. Cansados de esperar, hicieron un plan para buscar al cocama desaparecido. Fumaron tabaco para brujos, se soplaron el humo por el cuerpo para darse valor y protegerse, y se lanzaron al agua. Bucearon hasta el fondo buscando a su compañero, pero solo vieron una boa muy grande y muy brava.
Salieron afuera y decidieron intentar hacerse amigos del reptil, que era una enorme anaconda. Se sumergieron de nuevo y, al ver que la boa seguía siendo muy agresiva, salieron y dijeron:
-Tenemos que matar a esa boa, pues seguro que es la misma que se ha comido a nuestro amigo.
Se sumergieron por tercera vez y trataban de herirla, pero su piel era tan dura que no podían hacerle nada, hasta que uno de ellos encontró el vientre y la hirió mortalmente. Después, los cocamas nadaron rápidamente a la orilla, que ya se estaba poniendo de color roja debido a la sangre que perdía la boa.
Como ya era de noche, caminaron alejándose de la laguna y se acostaron a la orilla de un riachuelo de aguas rojas, pero ninguno consiguió dormir y, a la mañana siguiente, regresaron a la laguna para ver si la boa había muerto. Al llegar se dieron cuenta, con gran sorpresa, de que la laguna, que era tan grande como un mar, ahora estaba como un río seco lleno de arena fina. Lo recorrieron hasta encontrar a la gigantesca boa, que atravesaba el río de orilla a orilla. Estaba muerta. Los cocamas se alegraron de que la boa hubiera muerto, pero regresaron a sus casas con pena por haber perdido a un compañero.
Pasó algún tiempo hasta que los brujos regresaron al lugar donde estaba la laguna y había muerto la boa. En aquel sitio observaron que había nacido una planta desconocida para ellos. Era el camote, un tubérculo parecido a la batata o patata dulce, que inmediatamente recogieron y se llevaron a sus casas. Después de cocinarlo, lo comieron, y les pareció de lo más sabroso.
Desde entonces, a los cocamas nunca les faltan camotes en sus terrenos cultivados, y así se explican la manera en que apareció este alimento. Las mujeres preparan con él una bebida deliciosa que se llama masato, que es parecida a la que se prepara con yuca, pero de sabor más fuerte.

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Como nacio la ciudad de Iquitos

Cuentan los viejos que durante muchos años los iquitos habían vivido tranquilos a las orillas del río Pintoyacu. Sin embargo, pronto comenzó a rondar por ahí un tigre pequeño que, según decían, era el espíritu de un hombre muerto. El tigre, mientras fue pequeño, se alimentaba de carne de animales que cazaba sin problemas. Pero cuando creció y se hizo grande, esta carne no le bastó, y comenzó a comerse a los niños de los iquitos.
Más tarde, no solo se comió a los niños, sino a cualquier persona
que encontraba. Y pronto, los iquitos comenzaron a ser cada vez menos.
Un día, los que todavía quedaban vivos acordaron huir, pues no podían dar caza al tigre, que seguía matándolos. Huyeron río abajo con sus frágiles canoas.
Solo quedó en el poblado una vieja con sus dos nietos pequeños que se negó a abandonar el lugar donde había vivido siempre. Se escondieron en una cueva, y la vieja, cuando salía de ella, se embadurnaba el cuerpo con barro y fango para que el tigre no la oliera y la devorara. El tigre se acercaba a ella y la husmeaba, pero su olor a podrido le hacía desistir y se alejaba.
Así pasó el tiempo, hasta que un día andaba el tigre buscando comida cuando encontró a la viejecita que estaba cocinando brea en una gran olla. La olla estaba rebosante de brea ya derretida. El tigre, curioso, se acercó y le preguntó:
-Abuela, ¿para qué cocinas brea?
-Para curarme los ojos y poder así ver mejor -le respondió.
-Ay, abuela, cúrame a mí también. Cada día veo peor y me cuesta más trabajo matar a mis presas para alimentarme.
A la vieja se le ocurrió, en ese momento, aprovechar la ocasión.
-Bien -le dijo-, te ayudaré. La brea ya está cocinada, así que acércate para que te curemos a ti primero.
Con una soga le amarró fuertemente a un árbol. El tigre protestó:
-No me aprietes tanto la soga, vieja. Vas a conseguir que me enfade.
-No te preocupes, hijo, te estoy amarrando bien para curarte mejor.
Y le ató tan fuerte que al tigre hasta le costaba respirar. La vieja le ordenó que abriera los ojos y mirara al cielo. Entonces, cogió la olla y derramó sobre él la brea ardiendo. El tigre dio un gran alarido y, rugiendo de dolor, se desplomó muerto.
Esta vieja tenía en su cueva un loro muy listo. Así que ató a su cuello las dos garras del tigre y le pidió que fuera con ellas hasta donde estaban los iquitos viviendo, en la desembocadura del río Pintoyacu, junto al Amazonas. El loro voló hasta donde estaba la gente, y cuando pasó por encima de las chozas, los iquitos le preguntaron:
-¿Eres el loro de la vieja?
Y el loro repetía una y otra vez:
-¡Garras, garras, garras del tigre!
Entonces bajó a tierra, y todos lo reconocieron. Y se alegraron mucho al saber que la vieja, a pesar de sus muchos años, había conseguido matar al tigre.
Algunos decidieron entonces regresar a la tierra donde habían vivido antes, pero la mayor parte, como ya se habían acostumbrado a aquel lugar, decidieron permanecer allí y organizar un gran pueblo.
Y allí estuvieron hasta que años después, cuando llegó el hombre blanco, llamaron a ese sitio Iquitos, como los hombres que lo habitaban.

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Los novios

Al este de la capital de Méjico hay dos volcanes que siempre están cubiertos de nieve. Se llaman Popocatépetl e lxtaccíhuatl. De vez en cuando Popo es activo y echa humo, pero lxy es quieta y pasiva.
Dicen que hace muchos siglos un emperador azteca que tenía una hija muy buena y hermosa llamada lxtaccíhuatl recibió noticias de que sus enemigos estaban preparando un ataque contra su pueblo. Llamó a sus jóvenes guerreros y les dijo:

‑Como soy muy viejo, ya no puedo pelear. Nombren al guerrero más valiente para que sirva de jefe de nuestro ejército. Si él puede vencer a nuestro enemigo y devolver la paz a nuestra tierra, le daré mi trono y la mano de mi hija.
‑iPopo! iPopo! ‑todos gritaron, menos uno‑. iPopo es el más valiente y el más fuerte! Él debe ser nuestro jefe ‑repitieron todos, menos uno.
‑Muy bien Popocatépeti, desde ahora tú eres el jefe ‑dijo el emperador‑. Sé que nuestros dioses te van a apoyar y te ayudarán a salir victorioso.

Pero entre los guerreros había uno que le tenía envidia a Popo y no dijo nada de lo que pensaba.
Mientras tanto, Popo se fue al jardín para saludar a la princesa.

‑Volveré pronto, querida princesa. Entonces nos casaremos.

Emocionada, la princesa contestó:

‑Sí, te esperaré. ¿Estarás siempre a mi lado? ‑le preguntó.
‑Voy a estar a tu lado para siempre ‑contestó el joven jefe.
Con esta despedida, Popo salió para la guerra larga y cruel.
Después de cruentos enfrentamientos, los aztecas vencieron. Mientras preparaban su regreso, el guerrero celoso de Popo salió primero. Corrió sin parar y llegó dos días antes que los demás.
Al llegar anunció que Popo había muerto en batalla y que ahora él era el nuevo héroe. Por eso, le correspondía el imperio y la mano de la princesa.
Pero la princesa estaba tan triste con la noticia que se quería morir. El viejo emperador creyó que el guerrero decía la verdad.
Al día siguiente hubo una gran fiesta para celebrar la boda entre la princesa y el guerrero celoso.
Momentos antes de la ceremonia, la princesa gritó:

‑¡Ay, mi pobre Popocatépeti!

Y cayó muerta al suelo.
En ese mismo instante llegaban los guerreros victoriosos al frente de Popo.

‑Hemos vencido. Ahora la princesa y yo nos podremos casar.

Hubo un gran silencio. Todos miraron en dirección a la princesa. Al ver a su prometida muerta, la tomó en sus brazos y dijo:

‑Te lo prometí, hasta el fin de¡ mundo voy a estar a tu lado, mi princesa.
Y diciendo esto, el jefe valiente llevó el cuerpo de la princesa a las montañas más altas. La puso en una cama de flores y se sentó a su lado.
Pasaron los días.
Popo sigue velando al lado de su novia lxy mientras duerme, y cuando llora por su amor perdido todo tiembla.

Fuente: María Luísa Miretti

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