Cierta vez, un joven leñador que había salido al
bosque a cortar leña, cansado de trabajar durante toda la mañana, se sentó
debajo de una encina a descansar.
-Me comeré las nueces que me ha dado mi esposa -se
dijo, y así recobraré las fuerzas perdidas.
Desató el pañuelo en que llevaba las nueces, pero
éstas se le escaparon de las manos y, rodando, rodando por una pendiente,
fueron a caer dentro de una madriguera.
El joven leñador corrió detrás de las nueces, pero no
pudo alcanzarlas.
-¡Oh! -se lamentó. En mi casa somos tan pobres, que
sólo tenía estas nueces para comer.
-¿Qué te ocurre, leñador? -le preguntó una pequeña
pastora.
-Me disponía a comer unas nueces -respondió el
leñador, muy apenado, pero se me escaparon de las manos y fueron a parar al
interior de esta madriguera.
-Yo no puedo ofrecerte riada -dijo la pastora, pues he
terminado todas las provisiones que llevaba.
El leñador se arrodilló junto a la madriguera y empezó
a gritar:
-¡Si hay alguien ahí dentro, que me devuelva mis nueces,
por favor!
Pero nadie le respondió.
-¡Era lo único que tenía para comer! -se lamento el
joven, inclinándose cada vez más sobre el agujero.
Tanto se inclinó que, de repente, perdió el equilibrio
y cayó dentro del agujero de la madriguera.
-¡Auxilio! -gritó. ¡Este pozo no tiene fin!
Pero la verdad es que el pozo no era muy profundo, aunque
sí muy amplio en su base, que se ensanchaba en forma de cueva.
-¡Oh! -exclamó. No me hice mucho daño, pero me he
llevado un gran susto.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se
dio cuenta de que unas ardillas le estaban mirando.
-¡Hola, amiguitas! -dijo el leñador. ¿Habéis visto por
casualidad unas nueces que han caído por el agujero de vuestra madriguera?
-Sí -respondió una de las ardillas. Y la verdad es que
estaban muy buenas.
-¡Oh! -se lamentó el leñador. Ya veo que me quedaré
sin comer.
-Nosotros no sabíamos que esas nueces tuvieran dueño -dijo
otra de las ardillas. Pero estamos dispuestas a pagar por ellas un precio razonable.
-Bueno -murmuró el leñador. En realidad, no valían
gran cosa. Sólo eran iniportantes para mí, pues soy ni¡ pobre leñador.
Las ardillas enseñaron al joven un cofre repleto de monedas
de oro y le dijeron:
-Toma las que quieras.
El leñador tomó una sola moneda. Pero las ardillas,
sin hacer caso de sus protestas, le llenaron los bolsillos.
-Gracias, gracias -les dijo. Sois muy generosas.
El leñador trepó por el agujero de la madriguera y no
tardó en salir al exterior.
-¡Mira lo que me han regalado las ardillas! -exclamó
al llegar a su cabaña, depositando las monedas de oro ante los asombrados ojos
de su esposa.
-¿De dónde has sacado esas monedas, esposo mío? -le pregunto la joven.
-Ya te he dicho que me las han regalado las ardillas -respondió
el leñador. Y le contó todo lo ocurrido.
Pero, mientras los dos estaban hablando, un vecino les
estaba espiando por la ventana.
-¡Vaya! -se dijo el vecino, que no había perdido
detalle del relato del leñador. Voy a ir en seguida a esa madriguera y echaré
un puñado de nueces para que también las ardillas se muestren generosas
conmigo.
El vecino se marchó a toda prisa en busca de las
nueces y las arrojó por el agujero de la madriguera.
-¡Allá voy! -gritó poco después, tirándose por el
agujero de la estrecha madriguera.
Igual como le ocurrió al leñador, el vecino encontró a
las ardillas.
-¿Qué es lo que buscas? -le preguntaron.
-Busco unas nueces que me han caído por el agujero de
vuestra madriguera.
-Nos las hemos comido -dijo una ardilla. Pero, a
cambio de ellas, puedes tomar las monedas de oro que desees.
El hombre, sin hacerse rogar, llenó todos sus
bolsillos de piezas de oro y, sin despedirse de las ardillas, empezó a subir
por el agujero.
Pero, corno las monedas pesaban tanto y ocupaban tanto
espacio en sus bolsillos, el ambicioso vecino no pudo salir al exterior,
aprisionado entre las paredes de la madriguera.
-¡No puedo salir! ¡No puedo salir! -gritó.
-Tendrás que soltar algunas monedas -dijeron las ardillas.
El pobre hombre fue soltando monedas a toda prisa,
pues no deseaba quedar aprisionado en tan incómodo lugar.
Por fin, lanzando un suspiro de alivio, pudo salir al
exterior.
-¡Oh! -exclamó al ver sus bolsillos vacíos. ¡No me
queda ni una sola moneda de oro! Volveré a descender a la cueva para que las
ardillas me paguen el importe de las nueces.
Pero el agujero se había cerrado y el desconsolado
vecino no pudo encontrarlo.
-¡Me está bien empleado! -exclamó. Por culpa de mi
ambición, me he quedado sin el valioso regalo de las ardillas.
El leñador, en cambio, pudo disfrutar en paz de su pequeño
tesoro y salir de la miseria en que siempre había vivido.
0.999.3 anonimo leyenda - 035
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