Colgado de la suave meseta que guarda el fértil valle,
por donde el Nalón teje sus recortadas curvas en vueltas y revueltas, se alzan
las ruinas del castillo de Blimea. Las altas cumbres, que caminan a ambos lados
del río hasta perderse en la lejanía del paisaje, son como dos guardias
legendarios, adormilados en su eterna melancolía de siglos. Tal parece como si
aguardaran el sonido de un gong que les sacase de su triste letargo.
Bajo su sombra, en un gemido que trae el viento de
lejanos horizontes, se mezclan al unísono, en extraña amalgama, la historia y
la leyenda.
Al principio es como un susurro que va cobrando vida
al rebotar en el azul cobalto de las rocas en este anochecer de estío, cuando
el sol no es más que un manchón de sangre en el horizonte tachonado de nubes.
El sol ha muerto en el horizonte. Unas nubes ruedan en
el cielo. La voz ha callado de pronto y el silencio ha invadido el valle. Por
el sendero que conduce al castillo resuena el ruido de unos pasos.
El viajero se ha detenido ante los muros y en su
imaginación se agolpan confusos los recuerdos.
Fue el castillo de Blimea casa de señorío y
misericordia. Las cadenas que hasta hace pocos años se conservaron en los poyos
de la fachada así lo pregonaban. Todo aquel que huyese de un peligro,
cualquiere que fuese, sabía que encontraba asilo tras aquellos hierros.
Era el dueño del castillo un noble caballero, señor de
todo el valle. Era su mayor vicio, a la caída de la tarde, asomarse a las
almenas para contemplar los dominios que allí se le ofrecían bajo los muros. La
providencia solamente le había otorgado una hija, Florinda, adorada por todos
los pobres de la comarca, tanto por sus dádivas como por su belleza. No causaba,
por eso, extrañeza a los vecinos de Blimea ver enfilar el sendero que conducía
al castillo a los nobles infanzones de las proximidades, jinetes sobre sus poderosos
alazanes. Sin embargo, ninguno de ellos había logrado ganarse el amor de la
apuesta muchacha. Sólo el hidalgo de la Buelga , a quien los elegantes, pero firmes, desplantes
de la joven habían espoleado su orgullo, habíase hecho cuestión de honor rendir
la entereza y hermosura de aquella mujer.
Cierto día llamó el padre a la joven para comunicarle
su decisión de que se convirtiese en la esposa del señor de la Buelga. Entristecióse
el semblante de la hija y, con voz temblorosa, no exenta de resolución, le
respondió que su petición le resultaba imposible, pues había entregado su amor
a otro hombre.
-¿Quién es? -quiso saber el padre. ¿Un noble como
corresponde a nuestro linaje?
La joven bajó los ojos y no contestó a la pregunta del
padre. Llamearon los ojos de éste, comprendiendo el silencio de su hija.
-¡Un villano! -rugió- ¡Dime su nombre y yo le haré
pagar cara su osadía colgándole de la almena más alta del castillo para que
sirva de ejemplo a todos los habitantes del valle!
-¡A ese precio -contestó la hija- jamás lo sabréis! Hace
mucho tiempo que le quiero y antes prefiero la muerte que ser de otro hombre...
-¡Dispónte ja unirte en matrimonio al señor de la Buel ga; de otro modo
sufrirás la misma pena que ese villano que se ha atrevido a poner los ojos en
ti! ¡Todo menos mancillar el honor de nuestra alcurnia!
Dio orden para que la encerrasen en lo más alto de la
torre y envió un mensajero al señor de la Buelga anunciándole su consen-timiento.
Pasaron los días. En el castillo dio comienzo una
agitación inusitada. Ningún habitante del valle recordaba nada parecido. Era
el día señalado para la boda de la desdichada Florinda con el orgulloso
hidalgo, que llegó acompañado de lucida y poderosa escolta.
En los momentos de mayor agitación sonaron unos fuertes
golpes a la puerta del castillo. Salió el señor presuroso, seguido de algunos
invitados, a comprobar quién había llamado de aquella forma tan violenta. Su
sorpresa no tuvo límites al encontrar pegado a las cadenas a un apuesto
mancebo, antiguo servidor suyo, que con el semblante demudado le dijo:
-Ved, señor, el tributo que cuesta separar dos almas
que se aman desde niños; para librar a mi amada de los brazos de otro hombre yo
mismo le he dado muerte. ¡Ella me lo ha suplicado y he cumplido su ruego!
-¿Quién ha sido esa infeliz criatura? -preguntó el hidalgo.
-¡Su hija, señor! -respondió con calma el joven.
Un alarido salvaje brotó de la garganta del hidalgo de
Blimea que, ciego de ira, desenvainó su espada, pero, en un supremo esfuerzo,
al ir a atravesarlo de una estocada, se contuvo.
-¡Libre eres!; esas cadenas gozan de inmunidad y mi
casa es de señorío y misericordia -dijo mordiendo las palabras como si le
estuviesen golpeando.
-Gracias, señor -dijo el mancebo; vuestra sangre es
tan noble como el apellido que lleváis; pero ved qué hago con esa libertad que
tan generosa-mente me otorgáis.
Y sacando un puñal, rojo aún de la sangre de la amada,
se lo hundió en el corazón.
Fue como un velo que le cubriese de pronto los ojos.
Lentamente se fue deslizando por las cadenas hasta caer tendido en el suelo.
Un ramalazo de horror cruzó el rostro de los presentes.
A lo lejos, el aullido largo y lastimero de un perro se dejó caer en el
silencio de la mañana como epílogo de aquella tragedia de la que fue testigo
mudo el castillo de la
Cabezada de Blimea[1].
Leyenda historica
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
[1] Tanto esta narración como la
siguiente fueron recogidas directa-mente por nosotros de la tradición oral en
el verano de 1963.