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jueves, 20 de diciembre de 2012

Un amor más fuerte que la sangre

Colgado de la suave meseta que guarda el fértil valle, por donde el Nalón teje sus recortadas curvas en vueltas y re­vueltas, se alzan las ruinas del castillo de Blimea. Las altas cumbres, que caminan a ambos lados del río hasta perderse en la lejanía del paisaje, son como dos guardias legendarios, adormilados en su eterna melancolía de siglos. Tal parece como si aguardaran el sonido de un gong que les sacase de su triste letargo.
Bajo su sombra, en un gemido que trae el viento de leja­nos horizontes, se mezclan al unísono, en extraña amalga­ma, la historia y la leyenda.
Al principio es como un susurro que va cobrando vida al rebotar en el azul cobalto de las rocas en este anochecer de estío, cuando el sol no es más que un manchón de sangre en el horizonte tachonado de nubes.
El sol ha muerto en el horizonte. Unas nubes ruedan en el cielo. La voz ha callado de pronto y el silencio ha invadi­do el valle. Por el sendero que conduce al castillo resuena el ruido de unos pasos.
El viajero se ha detenido ante los muros y en su imagina­ción se agolpan confusos los recuerdos.
Fue el castillo de Blimea casa de señorío y misericordia. Las cadenas que hasta hace pocos años se conservaron en los poyos de la fachada así lo pregonaban. Todo aquel que huyese de un peligro, cualquiere que fuese, sabía que en­contraba asilo tras aquellos hierros.
Era el dueño del castillo un noble caballero, señor de to­do el valle. Era su mayor vicio, a la caída de la tarde, aso­marse a las almenas para contemplar los dominios que allí se le ofrecían bajo los muros. La providencia solamente le había otorgado una hija, Florinda, adorada por todos los pobres de la comarca, tanto por sus dádivas como por su belleza. No causaba, por eso, extrañeza a los vecinos de Blimea ver enfilar el sendero que conducía al castillo a los nobles infanzones de las proximidades, jinetes sobre sus po­derosos alazanes. Sin embargo, ninguno de ellos había lo­grado ganarse el amor de la apuesta muchacha. Sólo el hi­dalgo de la Buelga, a quien los elegantes, pero firmes, des­plantes de la joven habían espoleado su orgullo, habíase hecho cuestión de honor rendir la entereza y hermosura de aquella mujer.
Cierto día llamó el padre a la joven para comunicarle su decisión de que se convirtiese en la esposa del señor de la Buelga. Entristecióse el semblante de la hija y, con voz tem­blorosa, no exenta de resolución, le respondió que su peti­ción le resultaba imposible, pues había entregado su amor a otro hombre.
-¿Quién es? -quiso saber el padre. ¿Un noble como corresponde a nuestro linaje?
La joven bajó los ojos y no contestó a la pregunta del padre. Llamearon los ojos de éste, comprendiendo el silen­cio de su hija.
-¡Un villano! -rugió- ¡Dime su nombre y yo le haré pagar cara su osadía colgándole de la almena más alta del castillo para que sirva de ejemplo a todos los habitantes del valle!
-¡A ese precio -contestó la hija- jamás lo sabréis! Ha­ce mucho tiempo que le quiero y antes prefiero la muerte que ser de otro hombre...
-¡Dispónte ja unirte en matrimonio al señor de la Buel­ga; de otro modo sufrirás la misma pena que ese villano que se ha atrevido a poner los ojos en ti! ¡Todo menos mancillar el honor de nuestra alcurnia!
Dio orden para que la encerrasen en lo más alto de la torre y envió un mensajero al señor de la Buelga anuncián­dole su consen-timiento.
Pasaron los días. En el castillo dio comienzo una agita­ción inusitada. Ningún habitante del valle recordaba nada parecido. Era el día señalado para la boda de la desdichada Florinda con el orgulloso hidalgo, que llegó acompañado de lucida y poderosa escolta.
En los momentos de mayor agitación sonaron unos fuer­tes golpes a la puerta del castillo. Salió el señor presuroso, seguido de algunos invitados, a comprobar quién había lla­mado de aquella forma tan violenta. Su sorpresa no tuvo límites al encontrar pegado a las cadenas a un apuesto mancebo, antiguo servidor suyo, que con el semblante de­mudado le dijo:
-Ved, señor, el tributo que cuesta separar dos almas que se aman desde niños; para librar a mi amada de los brazos de otro hombre yo mismo le he dado muerte. ¡Ella me lo ha suplicado y he cumplido su ruego!
-¿Quién ha sido esa infeliz criatura? -preguntó el hi­dalgo.
-¡Su hija, señor! -respondió con calma el joven.
Un alarido salvaje brotó de la garganta del hidalgo de Blimea que, ciego de ira, desenvainó su espada, pero, en un supremo esfuerzo, al ir a atravesarlo de una estocada, se contuvo.
-¡Libre eres!; esas cadenas gozan de inmunidad y mi casa es de señorío y misericordia -dijo mordiendo las pala­bras como si le estuviesen golpeando.
-Gracias, señor -dijo el mancebo; vuestra sangre es tan noble como el apellido que lleváis; pero ved qué hago con esa libertad que tan generosa-mente me otorgáis.
Y sacando un puñal, rojo aún de la sangre de la amada, se lo hundió en el corazón.
Fue como un velo que le cubriese de pronto los ojos. Len­tamente se fue deslizando por las cadenas hasta caer tendi­do en el suelo.
Un ramalazo de horror cruzó el rostro de los presentes. A lo lejos, el aullido largo y lastimero de un perro se dejó caer en el silencio de la mañana como epílogo de aquella trage­dia de la que fue testigo mudo el castillo de la Cabezada de Blimea[1].

Leyenda historica

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[1] Tanto esta narración como la siguiente fueron recogidas directa-mente por nosotros de la tradición oral en el verano de 1963.

San antolín de bedón

Para explicar la fundación del monasterio de San Antolín de Bedón, fechado en el siglo XI y ubicado en uno de los lugares más pintorescos del oriente de Asturias, la leyenda deriva dos aventuras del conde Muñazán. Habla la primera de una cacería con epílogo en milagro; la otra, de un cri­men, floración de una pasión no precisamente santa. Am­bas, como mérito, suplen la carencia de partida de naci­miento del fundador dándole un nombre con ascendencia histórica: Munio Rodríguez Can.
Cuentan que cierto día el conde Muñazán perseguía una pieza de caza por aquellos contornos. Se trataba de un enorme jabalí salido de la espesura. El conde echó tras él el caballo, hízole correr vertiginosamente, inundándole de su­dor y bañándole de sangre los ijares. De pronto aparece el mar y la pieza entra huyendo en una cueva, hasta entonces ignorada. Siguióle el conde y vio la imagen de San Antolín alumbrada por misteriosa luz. Atribuyó el hallazgo a un aviso del cielo y mandó construir en aquel paraje un mo­nasterio en honor del Santo.
La otra narración, envuelta aún más en un halo de exo­tismo, es la que corre todavía hoy entre los lugareños acerca del conde don Munio.
Era el referido conde, hijo de don Rodrigo Álvarez de las Asturias, un hombre sanguinario y cruel que mataba en la guerra por el placer de matar y cazaba por el placer de verter sangre.
Perdido una noche tormentosa en un bosque, percibió una luz que salía de una cabaña. Se acercó y miró a través de una ventana entreabierta. En la estancia estaba una jo­ven de rodillas ante una tosca imagen. Sus cabellos trigue­ños, el cuerpo bellamente dibujado y sus grandes ojos ver­des despertaron en el libertino los más bajos instintos. La joven, sola en el mundo, esperaba, casi sin esperanza, el regreso de su prometido que había ido a guerrear contra el invasor de la patria: los moros.
Loco de deseos, el conde se lanzó contra la puerta y cayó como un halcón sobre la indefensa presa. Tras una breve lucha, la joven, sacando fuerzas de su flaqueza, de su deses­peración, logró desasirse del conde y huir a la oscuridad. Nada pudo hacer el conde, des-conocedor de los secretos del bosque. La joven había desaparecido.
Al rayar la aurora, busca su caballo y sale del bosque jurando venganza.
Pasan los días. Murlio recuerda su juramento y sale de su castillo en busca de la muchacha que tan malos recuerdos le despierta. Localiza la cabaña y se acerca cauteloso. Por la ventana observa una escena que le llena de ira: cogidos de la mano y radiantes de contento los rostros, la joven y un desconocido se miran a los ojos en un hermoso idilio; él, su prometido, llorado por muerto y esperado hasta la desespe­ración. Pronto un sacerdote uniría sus vidas.
Ruge el conde y dispara su ballesta. La joven cae con el corazón atravesado. Apenas su prometido intenta socorrer­la, cuando otro venablo le hiere de muerte y se desploma sobre el cadáver de su amada.
Pasado el momento de cólera, algo en la larvada concien­cia del conde comienza a bullirle. Huye despavorido, pero en vano. El recuerdo le persigue y una voz le aconseja y oprime constantemente, con un murmullo eterno: «... ¿qué te habían hecho?». Solo, en su cruel soledad, logra encon­trar su destino. Son palabras de otro ser, muerto injusta­mente, quien le hace recobrar la confianza: «Vete; vende cuanto tienes y dalo a los pobres.»
Y se decide a dedicar su patrimonio a la construcción de un cenobio, y así lo hace. El hacha tala el espeso bosque. En el mismo lugar donde estaba la choza surge el monaste­rio de San Antolín de Bedón. Y el conde, arrepentido, se enfunda el tosco hábito de monje[1].

Leyenda historica

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[1] MARTÍNEZ, E., El monasterio de San Antolín de Bedón, en RG, núm. 44, Madrid 1967, pp. 53-57.

Martín porra

Desde que don Suero de Bimenes había conocido a la hermosa Covadonga, hija del venerable Menén Porra, no volvió a tener calma en su corazón. La humildad y la belle­za de la joven cautivaron en extremo al aguerrido soldado. No era para menos, pues, al decir de un viejo cronista, era la doncella

«de faz bellísima, vestía con halda e corpiño defino lienzo, bordado de seda e oro, y cubierta la cabeza con toca del mismo género, lo cual hacía resaltar el apiñonado tinte del cutis, las encendidas mejillas, el óvalo virginal de la noble cara e los ojos grandes e negros, entre amorosos y tristes».

Las visitas al castillo de la amada se hicieron frecuentes, familiares, dando lugar a que no fuera insensible el corazón de la joven a los dardos de Cupido. Así fue como el afortu­nado guerrero llegó a aspirar los perfumes de aquella flor.
Mas partió don Suero para la guerra. Tras muchos días, en una tregua, vuelve el guerrero a sus lares, pero no visita a su amigo ni rinde pleitesía a la hermosura de la flor des­hojada que, desespe-ranzada, desde el adarve del castillo, inútilmente, y día tras día, otea el camino por donde debía llegar el objeto de sus ensueños. Según el viejo cronista, un día confesó a su padre la causa de sus males:
«-Padre mío -le dixo- mis penas e cuitas son inmen­sas e imposibles de sobrellevallas; mis tristezas son hondas e mis melan-colías continuas e no hallan ni disipaciones ni consuelos; sospiro día y noche, porque él me tiene embarga­do todo mi corazón e toda mi ánima; e mis pensares son todos para él, que non se me aparta un momento solo, pues a cada instante...»
Quiso el noble Menén Porra poner remedio a las desgra­cias de la muchacha y comisionó a su otro hijo Martín, joven altivo y violento, para parlamentar con don Suero. Ignoraba éste el daño que había causado a la joven y se mostró propicio a repararlo, pero la palabra agria de Mar­tín Porra hizo que la entrevista degenerara en duelo.
-Aquí mismo, en este campo tuyo -dijo el orgulloso Martín, será el combate; elige padrinos y no olvides que ha de ser a muerte.
Ante el palacio del señor de Bimenes hay un amplio cam­po rodeado de gruesos robles. Para mayor desprecio de Sue­ro, quiso Martín Porra que fuera allí el combate. Se había cercado el palenque, dejando sólo dos entradas, al norte y al sur, respectivamente.
Acompañado de sus padrinos, entra el de Porra por la puerta sur; en la misma forma, por la puerta opuesta, lo hace el de Bimenes. Los jueces reconocen caballos, puestos y armas, les toman juramento y pasan al tablado de la pre­sidencia. Suenan los clarines. Ambos adversarios, lanza en ristre, se arrojan uno contra otro. Al choque, los caballos han doblado, pero los guerreros se mantienen firmes; se han roto las lanzas. Repuestas y enris-tradas, vuelven a la carga. Del encuentro los dos caballeros salen desmontados y echan mano a las espadas, continuando el combate a pie. Se dan estocadas, se tiran tajos y se paran los ataques con las espa­das y con las rodelas con destreza y con vigor. Las fuerzas de ambos guerreros permanecen inquebrantables y tal pare­ce que cascos, corazas y escudos son impenetrables al acero. Aprovechando Suero una descubierta de Martín, se lanza a fondo dándole una estocada en la axila derecha, haciéndole caer al suelo. Muy grave ha de ser la herida, mas como el combate es a muerte, el valiente Martín quiere continuarle; se niega don Suero que prodiga sus auxilios al que, desde entonces, llamó su hermano.
Desde aquel día el campo de la justa tomó el nombre de «Martín Porra», que aún conserva hoy.

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¡Marinero, guía, guía!

Lo saben muy bien los marineros; lo sintió muy pronto el tío Tono, patrón de la «Santa Ana»; su viejo instinto de peligro le enfrió la raíz de los cabellos, le secó la garganta y le aceleró el corazón: se aproximaba la tempestad.
El agua del cielo se teje, se espesa y se ondula. El patrón gruñía en la proa, ordenando recoger las redes, porque el viaje había sido inútil y aún faltaban muchas leguas para llegar al puerto de Llanes. Soplan recios los vientos y la lluvia se rompe y precipita. Abriendo sus pequeños ojos, un muchacho arapiento y pelambroso, el pinche, gritó entre aspavientos:
-¡Mirad, mirad...! Una caja que, flotando, viene hacia aquí y una gaviota revolotea encima.
-Tú ves visiones -replicó el patrón. Qué va a traer gaviota; es una caja de mercancías que se ha escurrido, se­guramente, de alguna velera.
Se iluminaron las aguas y vino la calma. Después de mu­chos esfuerzos lograron subir a bordo la flotante caja y, en tanto que la gaviota revoloteaba la caja, atónitos, oyéronla decir con dulce acento estas palabras:
-¡Marinero, guía, guía!
Volaba la gaviota en dirección a Llanes y, de trecho en trecho, suspendía el vuelo, como para esperar a la barca.
Al levantar la tapa de la caja, tras muchas dudas y ro­deos, quedáronse los marineros mudos de asombro al topar sus ojos con una bellísima efigie de la Santísima Virgen. El sol brillaba con esplendor inusitado. Descubriéronse todos, postráronse de rodillas y rebosándoles el corazón de piado­sa emoción, comenzaron a musitar:
-Dios te salve, Reina y Madre...
La gaviota, siempre delante de la embarcación, seguía diciendo:
-¡Marinero, guía, guía!
Con tal precioso cargamento, en pos de la gaviota, bien parecía que volaba la barca.
Cuando llegaron a puerto, ante la expectación de las ma­drugadoras mujeres que con sus cestos esperaban el pesca­do, tomaron la caja cuatro marineros y emprendieron el ca­mino hacia la iglesia de Santa María de la Asunción. De nuevo el revoloteo de la gaviota y las mismas dulces pala­bras:
-¡Marinero, guía, guía!
No fue posible; sus pies parecían clavados al suelo, en tanto la gaviota volaba y revoloteaba formando círculos so­bre la caja, ante una muchedumbre que se agolpaba expec­tante. Había que seguir -así lo entendieron los sacerdotes que, presurosos, habían llegado al lugar- a la gaviota, que les iba abriendo camino en dirección a un suave montículo que mira al mar. Se improvisó un rudimentario altar y se iniciaron las obras del santuario. El día que la Virgen fue entronizada, ante un apretado haz humano de plegarias y lágrimas, la gaviota emprendió su vuelo[1].
Queda en Llanes la tradición de la Virgen de Guía que un día flotó entre las aguas del mar, como otro lo hicieran la Virgen de la Barca, de Navia[2], y la Virgen de la Blan­ca, de Luarca[3].

Leyenda marinera

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[1] Cabal, que también recoge la tradición, apostilla: «Es toda literatura esta leyenda, y pienso que anduvo en ella el ingenio sutil de una escritora de méritos indudables: María Luisa Castellanos» CABAL, C., o.c., p. 245; CASTELLANOS, M. L., La leyenda de la Guía (Estudio histórico-fabuloso), Llanes 1913, obra que se incluye en Cuentos y Leyendas (Temas Llanes, núm. 17), Llanes 1981, pp. 89-110; ID., Baluarte de Gracia: Llanes, México 1963, pp. 267-273. El verdadero hilo de la leyenda, sin los ropajes litera­rios que pudieran mancillarla, puede verse en MORIA, A., Recuerdos gra­tos, México 1882, p. 20.
[2] JUNCEDA AVELLÓ, E., Leyenda e historia de la Virgen de la Barca, en Navia, en BIDEA, núm. 96-97, Oviedo 1979, pp. 347-361.
[3] CASARIEGO, J. E., Asturiasy la mar, Salinas 1976, p. 72.

Las tres vírgenes

Parecidos derroteros recorre la leyenda por el concejo de Colunga; en el Puerto de Sueve, a ciento cincuenta metros del Requexu, en los límites con Piloña, se halla el Paso de la Virgen, y es creencia de las gentes de Libardón que por allí pasó la Virgen camino de Covadonga.
El pueblo de la Isla esperaba. El sino, el sino de todos los pueblos del litoral asturiano fue siempre esperar. El hábito de aguardar les ató los nervios, les trocó silenciosos y les agudizó la mirada robada por el horizonte. Unido, silencio­so, inactivo y angustioso, de espaldas al pueblo y con el rostro en la turbulencia de las aguas, el pueblo de la Isla acechaba la galerna. Alguien levantó la voz:
-¡Agora se funde! ¡Agora se estrella contra les peñes! ¡Virgen Santísima, sálvalos!
La silueta del velamen se perdió con la interrogación mu­da del mar. A la amanecida, el mar se calmó y las Vírgenes, que eran tres, desembarcaron en la Isla, cerca del lugar hoy llamado del Pastón.
Una de ellas, tan pronto pisó tierra, dijo:
-Yo quédome 'n esta playa, porque a la mar quiero ver­la, oírla y combatirla.
Es la que veneramos hoy bajo la advocación de Nuestra Señora de la Velilla.
Emprendieron camino las otras dos; a la entrada de Co­lunga, dijo la segunda:
«A la mar non quiero verla nin combatirla, pero quiero oírla, y como desde aquí se oye, aquí me quedo.» Quien así hablaba era Nuestra Señora de Loreto[1].
La última aún siguió un pequeño trecho y fue a encontrar para siempre cobijo en la Riera de Colunga:
«Esti sitiu e buenu pa min, porque yo a la mar non quie­ro oírla, nin verla, nin combatirla.»
Todo esto, amigo lector, sucedió hace muchos años. En la creencia de las gentes del oriente de Asturias, antes de que Cangas de Onís ostentara el pomposo título de capital del pequeño territorio asturiano, y Covadonga, escenario de la primera victoria sobre los árabes, fuera considerada como Altar Mayor de España[2].

Leyenda marinera

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[1] Según Amador Juesas, de grata recordanza, el año de 1633 llegó a la villa de Colunga un caballero veneciano, llamado José del Onio, que traía consigo una imagen de María, réplica de la que se veneraba en la Santa Casa de Loreto, en Italia. La tradición colunguesa ofrece dos versiones: según unos, el caballero veneciano colocó la imagen bajo las ramas de un frondoso castaño; según otros, la depositó en una ermita sita en las inme­diaciones del árbol centenario; JUESAS LATORRE, A., Santuarios célebres. La Virgen de Loreto, en C, núm. 242, Covadonga 1932, pp. 348-349. FER­NÁNDEZ ÁLVAREZ, F., La Virgen en el Principado de Asturias, Oviedo 1982, p. 97: «A mediados del siglo XVII naufragó a causa de una galerna, frente al acantilado de Huerres y en términos de San Juan de Duz, un marinero italiano llamado José María Misso...»
[2] LLANO, A., Las tres Vírgenes, en C, núm. 50, Covadonga 1924, pp. 54-55; MARTÍNEZ, E., art. r., pp. 799-800.

La virgen del carbayo

Hay en la vida una encrucijada a donde concurren, de modo insospechado, circunstancias vitales que marcan sen­dero en el devenir del tiempo. La historia es testigo porque, como la leyenda, recoge hechos que sufrieron la impronta de un acontecimiento que viene a trastocar de raíz la fisono­mía de un pueblo, de un grupo étnico o bien de una simple cosa.
Esto es lo que ocurrió en nuestro caso.
Hace muchos años habíanse propuesto los habitantes de aquella parte de la parroquia de Ciaño, en el concejo de Langreo, construir una ermita en honor de Nuestra Señora. Como lugar más propicio habían elegido el llamado de la Armada.
Se afanaban, desde hacía pocos días, en el trabajo. Salta­ban las esquirlas de las rocas al golpe recio del martillo, diestramente manejado por los vecinos. El viento traía el olor dulce de los pomares y alguna que otra tonada aldea­na. Todo era alegría en el rincón donde se construía la capi­lla.
Pero aconteció lo inesperado. Cierta mañana, cuando los operarios llegaron al lugar donde comenzaba a levantarse la capilla se sintieron confusos por la sorpresa. La parte edifi­cada y los materiales allí acopiados habían desaparecido. Miráronse asombrados los devotos vecinos. En sus rostros podían leerse todas las impresiones y sentimientos que el hecho les producía. Mas su sorpresa no tuvo límites cuando comprobaron que el pan y el queso que guardaban para su frugal almuerzo habíanse convertido en piedra.
Todavía estaban en esta contemplación, sin atreverse a pronun-ciar palabra, meditando sobre los hechos, cuando de repente se vieron deslumbrados por un rayo de luz, y la imagen de la Santísima Virgen brotó como fogonazo res­plandeciente de hermosura en el tronco de un carbayu (ro­ble) que se erguía en aquel mismo lugar.
Aterrados cayeron al suelo y de sus torpes mentes brotó copiosa y sincera la plegaria.
Dio, entonces, comienzo la edificación de la nueva ermi­ta, situándola en el lugar que ocupa hoy; exactamente en el mismo que tenía el carbayu en que se apareció la Virgen.
Las piedras que fueron un tiempo pan y queso, cual san­tas reliquias, eran tocadas después por los devotos que allí acudían en busca de remedio para sus dolencias. La campa­na de la ermita se convirtió en verdadero valladar para temporales y nuberos, si se tocaba al presentarse éstos.
Todos los años, desde aquella lejana fecha, se viene cele­brando, el 8 de septiembre, una afamada romería, a donde acuden inconta-bles romeros de Langreo y de los concejos li­mítrofes. Así nos la rememora la lírica popular:

«Tengo subir al Carbayo
el día 8 de septiembre,
y le llevaré a la Virgen
un ramín de caña verde»[1].

Leyenda religiosa

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[1] El mayor número de datos los debemos a Cándido Fernández Riesgo (1890-1974), ilustre cronista oficial de Langreo, con cuya amistad nos vi­mos honrados. Vide BELLMUNT, O., y CANELLA, F., Asturias, T. III, Gijón 1897, pp. 121-122; F. RIESGO, C., El Santuario de Nuestra Señora del Carbayo, Langreo, en BIDEA, núm. 37, Oviedo 1959, pp. 270-282; GON­ZÁLEZ SOLÍS, P., Memorias Asturianas, Madrid 1890, p. 389; JUESAS LATORRE, A., Santuarios célebres. La Virgen del Carbayo, en C, núm. 151, Covadonga 1928, pp. 458-460.

La xana de xirús

En las entrañas de las fuentes se esconden, como si temie­sen emerger de su arcano de paz, curiosas historias que el paso de los años dejó atadas a sus remansadas aguas. Refié­rense a nuberos, a xanas, a cuélebres, a brujas y a encanta­mientos que, para solaz de pequeños y grandes, al calor del lar, cuentan las abuelas en las melancólicas atardecidas de invierno.
La que relatamos a continuación es una de estas narra­ciones recogidas a la luz de la lumbre en una lejana noche de diciembre.
Era una mañana de San Juan, cuando el sol estallaba en el horizonte y el cielo se esponjaba en un azul intenso. Ha­llábase un pastor de las majadas de Caso sentado a la puer­ta de su cabaña, cuando vio venir a una muchacha en di­rección a la fuente de Xirús. Quedóse el pastor prendado de su belleza y observó cómo se sentaba junto a la fuente.
Tentado en su curiosidad, acercóse al manantial y trabó conversación con ella. Al poco tiempo le dice la moza:
-Tú podrías desencantarme; si lo haces, te regalo un rebaño de vacas muy grande.
-Si es que puedo -respondió el pastor- lo haré con mucho gusto; tú me dirás lo que habré de hacer...
-Las vacas que te ofrezco van a salir por el ojo de la fuente, y a cada una habrás de decirle:
-¡San Antonio te guarde!
Habrás de poner mucha atención, ya que si pasa alguna sin que le digas la fórmula yo desaparezco y tú lo habrás perdido todo.
Y comenzaron a salir las vacas; el pastor iba diciendo:
-¡San Antonio te guarde! ¡San Antonio te guarde...!
Pasaba el tiempo y la hilera de vacas iba en aumento; ya ocupaba el larguísimo trecho que media entre la fuente y el Collau de la lllostayera, cuando el pastor empieza a sentir cansancio; los ojos se le nublaban por momentos y las vacas salían a la carrera. Pasó una sin recibir la salutación, y en aquel mismo instante moza y vacas se esfumaron.
Refieren las gentes de la comarca que el apuesto pastor perdió para siempre el sosiego. Muy de tarde en tarde rom­pía su mutismo para cantar:

«Desde la fuente de Xirús
al Collau la Moslayera,
perdí yo tres mil ducados
y una hermosa doncella».

Y dejaba caer su mirar melancólico por los tupidos pra­dos que resbalaban por las laderas del valle, mientras arreaba sus ganados[1].

Leyenda mitologica

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[1] Cr. LLANO, A.. Del fólklore asturiano, Madrid 1922, pp. 97-98. En la parroquia de Santiago de Albandi, en Carreño, existe un lugar con la de­nominación de la \ana. HaN también fuente de las Xanas. Según la tradi­ción oral recogida por Marino Busto, había aquí carias xanas que, no conformes con cuidar del secado de sus ropas, se pre-ocupaban igualmente por las de las vecinas cuando algunas noches las dejaban al sereno. Se dio el caso que al ir las dueñas a recogerlas en la mañana las hallaban secas y dobladas, a pesar de estar el césped mojado. De una de estas xanas llegó a enamorarse perdidamente un ciudo del lugar, padre de tres niños. Una noche de cortejo. mientras sus padres acunaban al menor de los hijos, dieron en cantarle:

«To madre te espera,
lo padre te llama;
tos neños tan solos
lo con la xana...»

La virgen de la cueva

Hay viejas narraciones que nunca envejecen, porque siempre conservan un no sé qué de sencillo y original. Tal sucede con la leyenda de la Virgen de la Cueva: todos la saben más o menos adulterada; todos la refieren, y acerca de ella se han escrito libros, poesías y artículos literarios. Sin embargo, cada vez que la cuentan nuestros poetas o que la relatan nuestros escritores, el pueblo la recuerda con cu­riosidad y con deleite.
Disculpe, pues, el amable lector que, una vez más escri­bamos sobre asunto tan conocido; pero, repetimos, hay su­cesos antiguos que siempre son nuevos y que agradan al lectorío tanto como al buen tomador el vino añejo.
Hace muchos años, ¡pero muchos!, allá cuando no había conta-minación ni abundaba la rara especie de los políticos, cuando la gente era más devota, más rica y más feliz, hubo en Piloña un caballero, señor de la Torre de Lodeña, gentil, valiente y piadoso.
Una noche, en sueños, apareciósele la Santísima Virgen, manifes-tándole el deseo de que recibiese culto una imagen que ella misma había dado a un venerable ermitaño que, en rigores y penitencias, vivía por aquellos contornos.
Muy de mañana monta a caballo y con desmedido afán inicia la búsqueda. Cuando apenas terminaba el rezo del santo rosario, a orillas del río Mon, término de la feligresía de Santa Eulalia de Qués, se vio sorprendido por una finísi­ma luz que salía de la oquedad de una quebrada peña; apartando jaras, espinos y rosales silvestres, penetra en la gruta y topa con la imagen; a su lado, postrado de hinojos, ataviado con tosco sayal, un hombre demacrado por fiebres, penitencias y soledades. Creyó el buen hidalgo reconocer la fisonomía del extenuado penitente; pronto se agolparon en su mente recuerdos de un noble guerrero, generoso y valiente, a quien en lejanos días había visto pelear bizarramente.
Tratábase, en efecto, de un caballero portugués que ha­bía luchado bajo los pendones de Castilla, al lado de un conde zamorano, cuya hija era su prometida. Al terminar la contienda, volvieron ambos al castillo que en tierras de Za­mora tenía el futuro suegro. Al acercarse a los territorios de la señorial morada los dos se sorprendieron de que en la torre del homenaje no flotara al aire la bandera condal. To­do el castillo parecía envuelto en una nube de tristeza.
Pronto supieron razones: la bella hija del conde luchaba, en aquella sombría hora, a muerte con la vida. Cuando hu­bo triunfado la muerte, cuando los despojos mortales de la infortunada joven encontraron, por fin, descanso bajo las losas de la capilla del castillo, sin despedirse de nadie, sin la fiel compañía de sus escuderos, salió de la condal casa el noble lusitano.
Después de muy largo y penoso peregrinaje, vino a parar a aquella cueva, donde tuvo el consuelo de la misma divina aparición que su compañero de armas.
Había llegado, pues, el castellano de Lodeña cuando el anacoreta estaba a punto de morir y la imagen iba a que­darse abandonada. Así que recibió el último suspiro del an­tiguo luchador; con virtuoso entusiasmo continuó el culto y propagó la devoción a la Madre de Dios.
Persiste hoy ese culto y esa devoción. Acaso con más fuerza y con redoblado calor; acaso, como para querer dar respuesta al interrogante de la musa popular:

«Virgen Santa de la Cueva,
¿cómo no mueres de frío,
debajo de ese peñón,
a la orilla del río?»

Otra leyenda hace referencia al retiro piadoso que para su consuelo topó un caballero desdeñado por su dama. No falta quien asocie este hecho al momento en que nació aquella otra bella tradición que dio escudo a Piloña y que pinta a don Pelayo vadeando el río por Pialla [1].

Leyenda religiosa

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[1] BARÓN, M. En la Cueva de Qués, en C, núm. 55, Covadonga 1924, pp. 152-154 BELLMUNT. O., y CANELLA, F., o.c. T. I, Gijón 1895, pp. 365-369: ESCALERA. E., Crónica del Principado de Asturias, Madrid 1865, p. 121; FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, F., La virgen en el Principado de Asturias, Oviedo 1982, pp. 157-158: GONZÁLEZ SOLIS. P.. Memorias Asturianas, Madrid 1890. pp. 391 y 552: LLANO ROZA DE AMPUDIA, A., Bellezas de Asturias. Oviedo 1928, p. 306; RODRÍGUEZ SA­LAS, M., El caballero eremita o la virgen del Sautuario de la Cueva, La Coruña 1969.

La vaca y la mula (2)

Para que puedan ser retenidas y comunicadas por el pue­blo, dos son las notas distintivas que los tratadistas asignan a las leyendas populares: breves y simples. Ambas caracterís­ticas se dan plenamente en esta leyenda asturiana, con sa­bor a evangelio apócrifo, y que podemos encontrar todavía hoy en cualquier rincón del Principado.
La conmemoración religiosa del Nacimiento de Cristo tu­vo siempre en Asturias un amplio eco popular. Nada, por eso, debe extrañarnos que para arropar la verdad desnuda y escueta del Evangelio el alma popular haya tejido estos ropajes de fantasía.
Había llegado el amanecer, la mañana del mundo. María da a luz a su unigénito y lo reclina en el pesebre. Tirita de frío. San José, a duras penas, logra reunir unos puñados de paja para abrigar al recién nacido. En el establo, una vaca y una mula, y silencio, soledad y frío.
La vaca, lentamente, se acerca al pesebre y con su vaho trata de calentar al Redentor. La mula, que no sabe de ter­nuras, comienza a comerse la paja.
Entonces, la Virgen María, bendiciendo a la vaca, le dice: «Como has tenido piedad de mi hijo, nacerán retoños de tu vientre, serás fecunda y los podrás alimentar.»
Para la mula tuvo María una mirada de seriedad. Le dijo: «Tú, que por tu gula no has vacilado en comer la paja que cubre a mi hijo, serás estéril.»

Leyenda religiosa

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La roca de la sangre

En muy lejanos tiempos habitaba el castillo de Priorio un severo y orgulloso noble, llamado don Rodrigo, con su úni­ca hija, Irene. Era ésta una bellísima joven de dulce y bon­dadoso carácter. Cuantos la trataban, quedábanse prenda­dos de su hermosura y suavidad de carácter y no eran pocos los nobles asturianos que la hubieran deseado para esposa de sus hijos.
Ocurrió lo propio con un encumbrado conde ovetense, cuyos deseos de verla convertida en nuera eran muy gran­des. Mas, ninguno de todos ellos fue complacido, toda vez que la joven había entregado su corazón a Pablo, gallardo paje del infante don Alfonso e hijo de un pobre peón que trabajaba a las órdenes del padre de Irene.
Aquellos dos jóvenes que tanto amor se profesaban ha­bían vivido desde niños en la mayor camaradería, de tal manera que el cariño que sentía el uno por el otro fue au­mentando con el transcurso del tiempo.
Más de una vez, Pablo que, a pesar de su juventud, ha­bía ya dado sobradas muestras de su valor y esperaba que pronto le hicieran el honox de armarle caballero, había de­cidido resueltamente visitar a don Rodrigo para pedirle la mano de su hija Irene. Pero como conocía el desmedido orgullo del señor de Priorio, considerando, por otra parte, las grandes influencias de éste en la Corte, no se atrevió a dar el paso, permaneciendo así secretos sus amores.
Una tarde, que creyeron ausente a don Rodrigo, conver­saban amorosamente los jóvenes, al lado de una fuente, en un claro del pequeño bosque que se extendía a los pies del castillo. El agua producía una dulce música, cuyos variados sonidos, en conjunto, parecían afinados como cuerdas de un suave instrumento. Era, por así decirlo, una armonía acuá­tica, cuyos acordes se unían a la dulzura de aquella atarde­cida primaveral. Al parecer, le decía las más hermosas fra­ses, ya que Irene se ruborizaba complacida una y otra vez.
Se oyeron unos pasos a sus espaldas. Era el señor de Priorio que, con enojo, había escuchado la confesión de su hija. Como si algo le atara a la tierra, el paje permaneció donde estaba, en tanto el castellano le vociferaba palabras injuriosas; ni siquiera desenvainó la espada cuando don Rodrigo le arrinconó con la suya.
Al ver a Pablo cubierto de sangre, Irenc se desmayó; co­rrió el joven a socorrerla, pero don Rodrigo se lo impidió, levantando la espada con ambas manos y profiriendo:
-¡Miserable, no se te ocurra mancillarla con tu sangre bastarda!
Aquellas palabras, como ramalazo de furia, cayeron so­bre el paje que, no pudiendo frenar su ímpetu, ciego de ira, se abalanzó sobre don Rodrigo y le clavó la espada en el pecho.
Al ruido de las armas corrieron los sirvientes que, al ver a su señor tendido en tierra, se aprestaron a acorralar al jo­ven. Ya se cruzaban las espadas cuando Irene volvió de su desmayo. Con fuerza increíble en su voz ordenó el cese de la lucha, yendo en aquel mismo instante sus ojos a topar con el cadáver de su padre; instintivamente se arrodilló an­te él y con voz segura ordenó de nuevo:
-¡Detengan al asesino!
Al tiempo que con sus ojos suplicaba el perdón de su amada, Pablo arrojó su espada y se entregó a la servidum­bre del castillo. Los dos se sintieron irremediablemente se­parados por aquella muerte. Creyéndose el paje el más des­dichado de los mortales, mascullando un lastimero adiós, se arrojó al río Nalón. Nadie había osado detenerle...
En la margen izquierda del Nalón, no muy lejos de Las Caldas, hay una roca enhiesta, salpicada de manchas roji­zas; es la peña a la que Pablo se arrojó desde el castillo antes de acoger su cuerpo las aguas del río. Todavía conser­va hoy las señales de sus pies manchados con la sangre del castellano de Priorio.

Leyenda naturalista

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La princesa encantada

No hay constancia en las historias, ni datos en las cróni­cas acerca de aquella mujer maravillosa; su nombre como mil detalles más lo oculta el pasado y sólo se sabe el presen­te por la tradición, que esconde la verdad, que modifica los hechos, pero que siempre encanta y siempre cautiva.
Cuenta, pues, la tradición que hace muchas centurias, y en la poética ciudad de Cangas de Onís, vivía un rey con una hija joven y bella; todos los nobles, prendados de su hermosura, disputaban su corazón. Pero a nadie correspon­día, a todos desdeñaba y de ahí que su padre, el rey, con severidad y con cariño tratara de hacerle comprender la ne­cesidad, por razones de Estado y para tranquilidad suya, de un enlace digno de ella.
Empero, la princesa, decidida a casarse únicamente por amor, desoía consejos y proposiciones; eso sí, asistía a los oficios, hacía caridades, y todo aquel que imploraba su au­xilio la tenía a su lado, en el umbral de la choza, lo mismo que junto al lecho del moribundo. Mientras, el monarca sentíase envejecer y cada vez más ansiaba sucesión para su trono.
Haciéndosele imposible la espera, un día ordenó el rey que la trajeran a su presencia y, con acento severo, advir­tióle:
-Tienes ocho días para elegir marido, si es que no quie­res exponerte a la suerte de un castigo.
-Breve me lo fiáis -contestó la joven; no me casaré hasta tanto no me sienta firmemente enamorada.
Había transcurrido el tiempo prefijado y propúsose el rey dar cumplimiento a su palabra. Sin expresarle sus propósi­tos, invitó a la princesa a un paseo y la condujo hasta un paraje de Abamia, donde se abría una cueva de la que el vulgo contaba cosas extraordinarias: decían unos que de allí salían gemidos y suspiros; referían otros que su interior co­municaba con el mismo infierno: no faltando quien asegura­ra que allí habitaba el misterioso cuélebre.
Abandonó el rey su montura y con curiosidad fingida acercóse a la puerta de la cueva; otro tanto hizo la princesa, momento que el padre aprovechó para, mirándola muy fija­mente, conjurarla con estas palabras:

«En esta cueva te meterás
y cuélebre le harás
y el que contigo quiera casar
tres besos en la lengua te tiene que dar».

Y al instante la frágil y bella princesa se convirtió en es­pantoso cuélebre que se deslizó pesadamente cueva aden­tro.
Cumplido el castigo, pesaroso, retornó el rey a palacio. Pero no supo que en las proximidades de la cueva andaba un pastor, mozo apuesto, que vio el encantamiento y oyó el conjuro. Armado de valor, penetró en la cueva, cogió al cuélebre, sujetándole bien la cabeza, y le dio los tres besos en la lengua. Al instante se rompió el conjuro y apareció la princesita, radiante, serena y pletórica de hermosura.
Asegura la tradición que esta vez sí se enamoró la prince­sa de su salvador, que se casaron y que fueron reyes felices [1].

Leyenda mitologica

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[1] Testimonios de Alfonso González García, Angel Cuervo y Perfecto González; vide CABAL, C., La mitología asturiana, Oviedo 1983, pp. 327-­328; CARDÍN SÁNCHEZ, H., La cueva de los suspiros, en LVA, 17 de mayo de 1970: GARCÍA DE DIEGO, V., o.c, pp. 304-305. Este tipo de narraciones, tan frecuentes en Asturias, a primera vista, podrían suponerse préstamo de la mitología clásica; pero al hallarse el tema en países y zonas sin relación de cultura o con señales internas de ser independiente, hay­que considerarlo en ellos como autónomo por la identidad del género hu­mano o por la semejanza del clima mental. En Asturias hemos localizado la leyenda en Gozón, Luarca, Oviedo. Llanes, C:aravia. llieres, etc.