Para explicar la fundación del monasterio de San
Antolín de Bedón, fechado en el siglo XI y ubicado en uno de los lugares más
pintorescos del oriente de Asturias, la leyenda deriva dos aventuras del conde
Muñazán. Habla la primera de una cacería con epílogo en milagro; la otra, de un
crimen, floración de una pasión no precisamente santa. Ambas, como mérito,
suplen la carencia de partida de nacimiento del fundador dándole un nombre con
ascendencia histórica: Munio Rodríguez Can.
Cuentan que cierto día el conde Muñazán perseguía una
pieza de caza por aquellos contornos. Se trataba de un enorme jabalí salido de
la espesura. El conde echó tras él el caballo, hízole correr vertiginosamente,
inundándole de sudor y bañándole de sangre los ijares. De pronto aparece el
mar y la pieza entra huyendo en una cueva, hasta entonces ignorada. Siguióle el
conde y vio la imagen de San Antolín alumbrada por misteriosa luz. Atribuyó el
hallazgo a un aviso del cielo y mandó construir en aquel paraje un monasterio
en honor del Santo.
La otra narración, envuelta aún más en un halo de exotismo,
es la que corre todavía hoy entre los lugareños acerca del conde don Munio.
Era el referido conde, hijo de don Rodrigo Álvarez de
las Asturias, un hombre sanguinario y cruel que mataba en la guerra por el
placer de matar y cazaba por el placer de verter sangre.
Perdido una noche tormentosa en un bosque, percibió
una luz que salía de una cabaña. Se acercó y miró a través de una ventana
entreabierta. En la estancia estaba una joven de rodillas ante una tosca
imagen. Sus cabellos trigueños, el cuerpo bellamente dibujado y sus grandes
ojos verdes despertaron en el libertino los más bajos instintos. La joven,
sola en el mundo, esperaba, casi sin esperanza, el regreso de su prometido que
había ido a guerrear contra el invasor de la patria: los moros.
Loco de deseos, el conde se lanzó contra la puerta y
cayó como un halcón sobre la indefensa presa. Tras una breve lucha, la joven,
sacando fuerzas de su flaqueza, de su desesperación, logró desasirse del conde
y huir a la oscuridad. Nada pudo hacer el conde, des-conocedor de los secretos
del bosque. La joven había desaparecido.
Al rayar la aurora, busca su caballo y sale del bosque
jurando venganza.
Pasan los días. Murlio recuerda su juramento y sale de
su castillo en busca de la muchacha que tan malos recuerdos le despierta.
Localiza la cabaña y se acerca cauteloso. Por la ventana observa una escena que
le llena de ira: cogidos de la mano y radiantes de contento los rostros, la
joven y un desconocido se miran a los ojos en un hermoso idilio; él, su
prometido, llorado por muerto y esperado hasta la desesperación. Pronto un
sacerdote uniría sus vidas.
Ruge el conde y dispara su ballesta. La joven cae con
el corazón atravesado. Apenas su prometido intenta socorrerla, cuando otro
venablo le hiere de muerte y se desploma sobre el cadáver de su amada.
Pasado el momento de cólera, algo en la larvada
conciencia del conde comienza a bullirle. Huye despavorido, pero en vano. El
recuerdo le persigue y una voz le aconseja y oprime constantemente, con un
murmullo eterno: «... ¿qué te habían hecho?». Solo, en su cruel soledad, logra
encontrar su destino. Son palabras de otro ser, muerto injustamente, quien le
hace recobrar la confianza: «Vete; vende cuanto tienes y dalo a los pobres.»
Y se decide a dedicar su patrimonio a la construcción
de un cenobio, y así lo hace. El hacha tala el espeso bosque. En el mismo lugar
donde estaba la choza surge el monasterio de San Antolín de Bedón. Y el conde,
arrepentido, se enfunda el tosco hábito de monje[1].
Leyenda historica
0.100.3 anonimo (asturias) - 010
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