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lunes, 4 de noviembre de 2013

Mburucuyá, la flor de la pasión

Entre las incontables maravillas que los españoles conocieron al pisar tierra americana, se encuentra la 'pasionaria", o `granadillo", nombre que se le da en el Caribe a causa de su fruto redondo y anaranjado, cuyas semillas están envueltas en una pulpa roja comestible, muy similar a la granada tradicional.
La Passionaria incarnata, que tal es su nombre botánico, es una enredadera o liana de hojas perennes color verde oscuro, que posee una leyenda propia, muy difundida en toda América Central y del Sur, basada en el hecho de que en sus estambres y pistilos algunos imaginativos botánicos han creído ver reminiscencias de los clavos, los martillos y las espinas de la corona con que Jesucristo fue torturado durante su crucifixión.

Según una tradición muy antigua, Mburucuyá era una her­mosísima joven española, llegada a tierras guaraníes en com­
pañía de su padre, un renombrado capitán murciano apelli­dado López de la Serna, llegado a estas tierras en busca de fortuna. Obviamente, Mburucuyá no era su nombre de bau­tismo, sino el que le daba un mburuvichá de la región, secre­tamente enamorado de ella.
Plenamente correspondido en su pasión, el cacique y Mbu­rucuyá se veían furtivamente, a espaldas del severo capitán español, que jamás habría permitido que su hija se casara con un hereje que, para colmo de males, consideraba su más acérrimo enemigo.
Hasta que, finalmente, llegó un día aciago para los jóvenes y desventu-rados amantes, en que el padre de la muchacha de­cidió desposarla con un apuesto marino de su raza, que la amaba y la había solicitado en matrimonio, aunque no reci­bía de ella más que desplantes e indiferencia.
Mburucuyá comenzó a sentirse cada vez más desdichada; si la sola presunción de una negativa la había llevado a ocul­tar a su padre los amores con el cacique, ¿qué podría esperar ahora, enfrentándolo abiertamente en sus pretensiones de casarla?
Así fue que los encuentros entre ambos amantes empeza­ron a hacerse cada vez más espaciados, pues el intolerante capitán comenzaba a sospechar. Ya no podían verse a diario, como era el deseo de ambos y, cuando lo hacían, debía ser amparados por la oscuridad, como si fueran delincuentes. Largas semanas pasaron en estas condiciones y el mburuvi­chá siempre aguardaba entre las sombras del monte, aunque no todas las veces la muchacha podía burlar la vigilancia de su padre.
Hasta que una noche en que Mburucuyá logró evadirse, el cacique no acudió a la cita; los dulces sonidos de la flauta que utilizaban para comunicarse dejó de oírse por completo. Mburucuyá buscó a su amante la noche siguiente, y la otra, y la otra, pero el joven cacique no aparecía por ningún lado
Desesperada por la incertidumbre y temiendo lo peor, su­mirada se tornó triste y melancólica, dejó de alimentarse y comenzó a demacrarse y a decaer, pues no podía comentar con nadie su profundo dolor y esto acrecentaba su desazón.
Finalmente, una tarde en que la muchacha se hallaba jun­to al río, contemplando con tristeza un hermoso atardecer, apareció a su vera una anciana india, precisamente la madre de quien ella tanto añoraba, que venía a ponerla en antece­dentes de lo que había sucedido con el mburuvichá.
-Hace mucho tiempo que mi hijo me había puesto al tan­to de tu relación con él -le dijo la anciana, pero ahora debo darte una mala noticia. Tu amante ha sido muerto por or­den de tu padre, quizás pensando que ésa sería la única manera de separarlos.
Destrozada por el dolor, Mburucuyá siguió a la anciana in­dia hasta donde se encontraban los restos mortales de su amado cacique, reposando en una tumba arbórea, según la ancestral costumbre guaraní. Luego de rezar una plegaria por su alma, cavó una profunda tumba, depositando en ella el cuerpo de quien muriera por su amor, y a continuación se atravesó su propio corazón con una de las flechas que había recogido de su tumba aérea y que siempre acompañan a los guerreros en su última morada. Y allí quedó la pequeña sae­ta fatal, clavada en el pecho de la infortunada joven, con sus plumas multicolores brotando de su corazón como una mu­da huella de la intran-sigencia humana.
La anciana india, con el alma transida por el dolor de la doble muerte injusta, fue la encargada de depositar el cuerpo de Mburucuyá junto al de su propio hijo, y ella fue también la primera en ver, asombrada, cómo, a los pocos días, brota­ban de la tumba reciente dos plantas que nunca había visto anteriormente. Se trataba de dos hermosas enredaderas de hojas verdes y lustrosas, cuyos troncos, estrechamente entre­lazados, sostenían flores encarnadas, amarillas y azules, y frutos anaranjados de corazón rojo y sabor agridulce. Y con el correr del tiempo también pudo comprobar cómo ambas lianas trepaban juntas por los añosos troncos de los lapachos y timbós, aferrándose a sus troncos y ramas y adornándolos con sus exóticas flores, como queriendo demostrar al mundo la pujanza de su soberbia belleza juvenil.
Inmediatamente comprendió la india lo sucedido y bautizó la nueva planta con el nombre que el amor de su hijo había da­do a la hermosa española que murió por él: mburucuyá.
Y dicen los conocedores que si en ella se pueden apre­ciar los símbolos de la pasión de quien se sacrificó por los hombres, es porque Él comprendió y perdonó su inmola­ción en aras de un amor casto y sublime, que todo lo enal­tece y purifica.

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Mbaí-n-umbí (el picaflor)

El mbaí-n-umbí (nombre guaraní del picaflor o colibrí) és, con mucho, la especie de aves más pequeña del mundo, ya que en algunos casos sólo alcanza unos pocos centímetros de largo, pues el pico y la cola se llevan más de la mitad. Su plumaje está coloreado en rojo rubí, anaranjado, amarillo y con eL cuello de un color azul metálico, sobre el origen de cuyas tonalidades existen varias leyendas sumamente pintorescas; la primera de estas historias me fue acércada por José Vazques, un ingeniero hídrico, consultor de la central hidroeléctrica de Yaciretá y entusiasta recopilador de leyendas litoraleñas.

En un intervalo entre sus luchas tribales, Mbaracayú, el in­dómito cacique y arquero sin par, quien ganó su nombre por ser un eximio intérprete de mbaracá y aún mejor cantor de gestas de guerra, persigue a un enorme yaguareté al que ha herido de muerte con su flecha. La bestia huye dando largos saltos, desangrándose por la herida que la saeta la abierto en su flanco. Aun en los estertores de la muerte, el animal seguía por su infalible instinto, que lo lleva hacia la parte más inaccesible de la selva. Pero el cazador sigue de muy cerca el rastro de roja muerte que salpica la vegetación; típico repre­sentante de su raza mbyá, el joven guerrero puede correr con la ligereza de un gamo, cubriendo distancias asombrosas, y su indómito coraje no conoce el miedo ni la duda.
Toda la noche corre Mbaracayú en pos de la fiera herida; su profundo respeto por todo tipo de vida lo insta a terminar de una vez con el sufrimiento de su presa. Finalmente, poco después del amanecer llega a un espeso matorral donde el ya­guareté había tratado en vano de ocultar su último suspiro. Rápidamente despoja a su víctima de los fieros colmillos, que pronto llevará en su collar, y desuella cuidadosamente el cuerpo muerto, cuya piel, después de un prolijo curtido y so­bado, se transformará en un soberbio manto, digno de un guerrero de su clase.
Una lluvia copiosa y repentina aleja de su cuerpo los últi­mos vestigios de sangre, pero cuando termina la tormenta puede comprobar que también ha lavado hasta el último ves­tigio de la sangre de la presa que lo guiara en su camino, por lo que, a su regreso, deberá moverse sólo por su instinto.
Finalmente, al cabo de varios días de camino, el sendero que sigue lo hace desembocar en un auténtico edén, donde la voluntad y el trabajo del hombre parecen haber dominado la lujuriosa naturaleza selvática. Una fina alfombra de césped cubre el suelo de la pradera; los animales de caza se mueven perezosamente al alcance de su mano; los pájaros desgranan sus trinos más melodiosos y el aire fragante del atardecer transmite una inefable sensación de calma y plenitud.
Cansado por el largo viaje a través de la selva, Mbaracayú se recuesta debajo de un árbol al azar y a los pocos minutos, ya casi dormido, siente que sobre sus hombros cae una llo­vizna fragante, tan fina y sutil como una neblina; desconcer­tado, abre los ojos y descubre que se ha acostado debajo de un ysapi, el árbol protector cuyas flores dejan caer un finí­simo rocío que aleja los espíritus malévolos de quien se acuesta bajo sus ramas. A pesar de haber dormitado sólo unos instantes, el cacique se siente renovado y seguro de que ya nada malo podrá pasarle nunca.
Sobre la copa de los gigantescos quebrachos, timbós y urunday comienza a asomarse una luna roja y oronda, pre­cursora de un verano tórrido, a cuya luz Mbaracayú puede adivinar unos extraños montículos como de rocas rojas que parecen diminutas 'montañas de juguete. Inmediatamente comprende que está en presencia de una cosecha de mandio­ca como jamás ha visto, que está esperando a las mujeres morenas que, a la mañana siguiente, rasparán las suculentas raíces con el tapá-yuí, las cortarán en trozos y las machaca­rán en los morteros de urunday.
Poco después, el pueblo comienza a despertar; algunas de las mujeres inician la molienda de la mandioca y la yuca pa­ra hacer el tipiog que alimentará a todo el pueblo, mientras otras cocinan boniatos para los niños o reparan las hamacas de dormir. Entretanto, los hombres preparan sus flechas y controlan la tensión de las cuerdas de sus arcos, organizan­do la próxima cacería.
Repentinamente, un presentimiento de peligro congela las actividades de la maloka; alguno de sus habitantes ha intui­do la presencia del forastero y ahora todos los ojos se vuelven hacia él. Mbaracayú ingresa a la cancha con el aplomo del que se sabe poderoso; tiende en el suelo la piel del jaguar, se sienta sobre ella, toma el mbaracá de manos de uno de los in­térpretes locales y se pone a cantar. Su porte salvaje, pero no­ble, apacigua a los guerreros, y el personaje protagónico de su canción provoca la manifiesta admiración de las mujeres, que siguen atentamente las gestas heroicas de Chamoí cacique de los karios, a quien Mbaracayú describe como un valien­te y temible guerrero que, sejún la canción, aguarda anhe­lante la compañía de una guayna en su blanco palacio de Mbaeverá-guazú.
El final de la cosecha de ñame, yuca y mandioca marca el momento para la fiesta de la nubilidad, en que todas las vír­genes de la orevá son presentadas en sociedad para que pue­dan elegir a su hombre. Finalmente, conducidas en andas por sus parientes más cercanos, adoradas como diosas, van llegando las vestales desde las distintas malokas. En medio del hipnótico sonido de los mbaracá y los terero-piá, familias enteras siguen a las jóvenes, cantando, bailando y procla­mando a gritos las virtudes de sus presentadas.
En cuanto el último mortero calló y se dio comienzo a la utaré- payú, la "danza del conocimiento", Mbaracayú pone sus ojos en una de las peladoras que se había unido al grupo de vírgenes y canta, casi sin darse cuenta de lo que hace: "Tu deslumbrante hermosura brilla resplandeciente como el fue­go mismo de Kuarajhí".
Al terminar su copla, Mbaracayú siente su corazón latir co­mo si fuera a salírsele del pecho y deja de lado toda precaución, acercándose a la niña. La familia de la joven, a quien dos de sus primos llevan sobre los hombros, se detiene de inmediato y los pálidos rayos de Yací, filtrados por las frondas, dibujan arabes­cos de luz sobre el rostro de la muchacha, confiriéndole una irreal apariencia etérea, casi luminosa, mientras ella trata in­fructuosamente de evitar los ojos del forastero, que arden fijos en los suyos. Los inacabables meses de penitencias y ayunos impuestos por la nubilidad y el largo encierro en la maloka, tendida en su hamaca sin ver la luz del sol, la habían conver­tido en una figura no terrenal, delicada y sutil, que no conde­cía con su natural agreste y selvático, herencia de su raza.
-¡Esta mujer será la esposa de Chamoí! -es el reto de Mbaracayú al padre de la virgen y sus palabras provocan un intento de rebelión en uno de sus primos, severamente re­frenado por el padre.

El consejo de familia, -rápidamente reunido, analiza la si­tuación y finalmente decide recabar el consejo de Oyampí, una anciana que, además de abuela de Ará-resá, es la payé más reconocida de la tribu. Evaluando la situación, Oyampí recuerda que la noche siguiente al nacimiento de Ará-resá ella había podido leer claras señales en las estrellas de que su nieta sería favorecida por los dioses. Y ahora, las profecías y augurios de aquella noche estaban a punto de cumplirse. ¡Ará-resá sería la esposa de un príncipe de Mbaverá-guazú! ¡Aquello era mucho más de lo que cualquier muchacha de la tribu estaba dispuesta a soñar ni en sus delirios más locos! Decidida a lograr la felicidad de su nieta, Oyampí decide pe­dirle a Mbaracayú que las guíe al palacio blanco. -
Esa misma madrugada, los tres inician la marcha hacia el palacio de Chamoí y, aunque Oyampí y el cacique parecían tener alas en los pies, Ará-resá parece caminar con renuencia volviendo frecuente-mente la cabeza para mirar con tristeza el camino recorrido, como si toda ella estuviera deseando re­gresar a su casa natal.
Hacia el mediodía Mbaracayú decide hacer un alto en el camino, anunciando que traería un venado para la cena; Ovampí retira una hamaca de su macuto, la cuelga entre dos árboles y acuesta en ella a la muchacha. Cuando vuelve de su sueño, el cacique conversa amistosamente con Oyampí, pero, al verla despierta, se acerca a la hamaca y, aún recosta­da en ella, la toma con pasión por los hombros. La interven­ción de Oyampí interrumpe momentáneamente sus intentos pasionales; luego ésta sirve el venado y al terminar de co­mer pregunta al joven cuánto les falta para llegar al pala­cio de Chamoí.
-Llegaremos cuando yo lo diga -responde él, pero tú no vendrás con nosotros. Así que ya puedes comenzar a desan­dar el camino porque no te llevaré. Y cuando llegue allí, Ará­resá será mía y no podrás hacer nada por evitarlo.
-Tú dijiste que mi nieta estaba destinada al Príncipe Cha­moí -objetó la anciana.
-¡No existe otro Chamoí más que yo! -exclamó el caci­que. Mbaracayú no es más que el nombre que mi gente me da, pero Chamoí es mi nombre de guerra, ¡mi verdadero nombre!
Ante la violencia contenida en la voz del mozo, Oyampí comprendió que, a causa de haber querido asegurar la felici­dad de su nieta, ahora estaba poniendo en peligro su propia vida y quizás también la de la joven.
-Hija mía, te dejo -dijo dirigiéndose a su nieta. Lamento que mi apresura-miento te haya puesto en este apuro. Sin embargo  aún confío en que serás feliz y que no tendré que arre­pentirme de lo que hice.
-Y mientras hablaba extendía sobre el rostro, la espalda y el pecho de la muchacha una espesa po­mada rojiza que había extraído de una calabaza colgada de su cintura.
El joven contempla la escena con serenidad, convencido de que la anciana se irá pronto pero, repentinamente, cree ver un destello de astucia en los ojos de la payé. Un escalofrío de premonición recorre su espina dorsal y al momento com­prende que algo no anda bien. Mira en dirección a Ará-resá y sus ojos sólo perciben una silueta imprecisa, apenas percep­tible. La sorpresa lo impacta de tal forma que por unos mo­mentos no puede ejecutar movimiento alguno. Finalmente sale de su momentáneo letargo y salta hacia la joven, exten­diendo sus brazos para tomarla entre ellos, aterrado de que el encantamiento de la vieja hechicera pueda apartarla de él.
En dos largas zancadas llega hasta la imprecisa silueta de la joven y trata de retenerla, pero descubre con horror que su cuerpo posee una flexibilidad extraña, que va más allá de to­do lo humano. Tira de ella con fuerza, tratando de atraerla hacia sí, pero los pies de su amada parecen aferrados al piso y no puede moverla. Trata de enfocar la vista y comprueba con estupor que está abrazando un arbusto y que a su alrede­dor no hay ni rastros de Ará-resá.
Enfurecido, se vuelve hacia la bruja, pero también ella ha desaparecido de su vista. Desesperado por descubrir algún rastro de lo que había sucedido, regresa junto al arbusto pa­ra asegurarse de que no había sido víctima de una ilusión, pe­ro el arbusto aún permanece allí. Quiere hacer un intento de perseguir a la hechicera, pero repentinamente siente que sus pies también parecen estar aferrados al piso. Los ojos se le nublan y su garganta está imposibilitada de emitir sonido al­guno. Desesperado y agotado por sus propias emociones se recuesta junto al tronco y apoya la espalda contra él, cayen­do poco a poco en un sueño inquieto y sobresaltado.
Al rayar el alba, Mbaracayú despierta invadido por una fragancia extraña pero subyugante; abre los ojos y se ve cu­bierto de pétalos blancos. El arbusto entero está cubierto de aquel níveo manto, pero su decepción es tan grande que no alcanza a apreciar su belleza. Huye del lugar como se huye de lo que no se comprende y continúa la búsqueda de Ará-re­sá, aunque sin resultados.
Sin embargo, al apartarse él del arbusto regresa al claro Oyampí, quien ha estado espiándolo toda la noche, con la in­tención de volver a su nieta a su forma original. Sabe cómo hacerlo, pero se detiene como herida por un rayo cuando percibe la figura de Mbaracayú alejándose por el sendero. Observa con más atención y ve que la figura del joven va cambiando a medida que se aleja. Su cuerpo se va achicando y redondeándose; su rostro se prolonga hacia adelante, como en un pico; sus brazos se alargan desmesuradamente, sus piernas se acortan y sus pies se dividen en tres desmesurados dedos terminados en largas uñas. En pocos pasos más su transformación es completa: su cuerpo se reduce a un tama­ño diminuto y se cubre de brillantes plumas iridiscentes, su cara está prolongada por un largo pico curvo y en su parte posterior puede verse una cola de plumas más larga que el cuerpo.
A pesar de sus conocimientos de magia, la hechicera no sabe qué actitud tomar, hasta que el pájaro pasa raudo junto a ella y comienza a revolotear alrededor del arbusto, introdu­ciendo su largo pico en las corolas de las flores para libar el néctar.
Ingrávido y etéreo, el colibrí circunda varias veces el ar­busto, alejándose y acercándose vertiginosamente a los tier­nos capullos para volver a introducir su pico en las corolas. Por momentos se aleja como una flecha, pero un instante después retorna con la misma velocidad, siempre con idénti­co fin, y se detiene frente a todas y cada una de las flores, sus­pendido en el aire, alerta y activo aún en el acto mismo de in­troducir su pico hasta el fondo de las corolas. Sus alas son un torbellino imposible de percibir con la vista y su diminuto cuerpecito se traslada de flor en flor, en un remolino voluble _v alocado.
Oyampí contempla aterrada las evoluciones del ave pero ni siquiera atina, como jamás ha pensado ni lo pensará na­die, en tomar al ave entre sus manos y destrozarla. Repenti­namente, el picaflor advierte la presencia de la hechicera y desaparece en un abrir y cerrar de ojos entre las frondas de la selva.
Las flores del arbusto, penetradas por el pico invasor del ave, se estremecen, agitadas por el cálido aire del atardecer, coloreadas por una sutil tonalidad rojiza que ahora empaña el anterior blanco níveo de las corolas. Pero lo que más ex­traña a la hechicera es que el tinte invasor parece surgir de ias venas mismas del arbusto, como el rubor que asoma al rostro de una doncella cuando un hombre trata de seducirla.
Oyampí se niega a contestarse a sí misma las preguntas que acosan su mente, porque la respuesta es demasiado ob­via, pero también demasiado aterradora. Contempla atónita las corolas, que se van tiñendo de un tono cada vez más su­bido, desde el rosado del rubor de una colegiala, hasta la in­tensa lividez de la carne lacerada.
La reaparición del ave interrumpe el doloroso fluir de sus pensamientos. La rutilante gema irisada pasa junto a ella co­mo una saeta y se detiene, ingrávido, sobre las corolas man­cilladas. Allí parece meditar sobre su pasado éxtasis; revivir ese efímero momento de embriaguez al introducir su pico en las flores blancas. Pero la proximidad de aquel ser centellean­te, descarada-mente hermoso e insospechadamente cruel en su insignificancia física, hace que las flores se agiten nueva­mente, aunque la hechicera, en su dolor, rehúye instintiva­mente preguntarse si aquella agitación es producto del temor o quizás de anticipación por una nueva intrusión de aquel amenazante pico.
Y entonces, en un ramalazo de comprensión, la hechicera recuerda. Se retrotrae a sus comienzos como aprendiz, cuan­do absorbía como una esponja las enseñanzas de sus mayo­res, y un lacerante grito de dolor surge desde lo más profun­do de sus entrañas:
-¡Es él! ¡El mbaí-n-umbí! -exclama, recordando la historia de un joven enamoradizo y veleidoso, cuya principal diversión era seducir doncellas vírgenes y ultrajarlas, para luego abando­narlas a su suerte para siempre. Por ese pecado, fue castigado por Tupá, quien envió a Kuarajhí para que lo convirtiera en ave y tuviera que pasar toda una eternidad volando de flor en flor, sin detenerse nunca en ninguna y sin poder posarse.
Cumpliendo las órdenes de Tupá, el Sol bajó a la Tierra y convirtió a mbaí-n-umbí en pájaro, agregando dos castigos por su propia cuenta: el primero, que su cuerpo sería tan chico que ya nunca podría aspirar a poseer a una mujer, y el segundo, que sus plumas serían tan vistosas que nadie po­dría dejar de advertir su presencia desde una considerable distancia.
Por eso, de allí en adelante, mbaí-n-umbí debió sublimizar sus nupcias en las corolas de las flores y fue condenado a va­gar eternamente entre ellas, sin pararse jamás en una.
-¡Ará-resá! -gime Oyampí, llorando su arrepentimiento. ¡Perdóname el mal que te he hecho con mi desmedida ambi­ción por ti! ¡Ahora ya nunca podremos regresar a la tribu y tendremos que refugiarnos en una cueva de la montaña; yo, como tantas otras payés, por haber cometido un error irrepa­rable, y tú, por haber perdido tu mará né í!
El dolor de la hechicera es doble, pues conoce perfecta­mente los pasos para recuperar a su nieta del hechizo. Pero también sabe que ya nunca se cumplirán los designios que ella, quizás erróneamente, ha leído en los astros. Incluso re­cuperando a la joven en todo su esplendor, ésta ya no podrá disfrutar jamás del amor humano, pues la única condición ineludible para que una mujer pueda ser elegida por un hom­bre reside en su mará né í: la inexistencia de todo pecado, la esencia de la virginidad y la virtud.
Desolada por el arrepentimiento, la hechicera ya está a punto de comenzar el proceso de traer nuevamente a su nie­ta al mundo de los humanos, cuando un anciano de larga ca­bellera blanca se acerca a ella, diciéndole:
-Piénsalo de nuevo, Oyampí; te estás apresurando nueva­mente. ¿Quién te asegura a ti que Ará-resá se encuentra a dis­eusto donde está?
-Pero, ¿cómo puede estar feliz encerrada en un manacá? -preguntó desconcertada la bruja.
-¿Y quién te dice a ti que prefiere exiliarse en las monta­ñas en vez de permanecer como una planta trepadora? Fíja­te las cosas que posee y que perdería si regresara: tiene ali­mento en abundancia que le entrega la tierra sin más necesi­dad que tomarlo; tiene un firme soporte en el aguaribay que, a la vez que la sostiene, le proporciona sombra en verano y protección en invierno y, lo que es más importante, tiene a su amado príncipe que todos los días le ofrece su amor desinte­resado y puro. No te quepa la menor duda de que, dadas las circunstancias y lo que ha sucedido, Ará-resá se encuentra en el mejor lugar en que puede estar y se siente feliz con lo que posee y con las caricias de su príncipe encantado, mbaí-n­umbí, que ha sido perdonado por Tupá y por mí, y hoy pue­de consagrarse a un único amor. ¡Yo, Kuarajhí, te lo puedo asegurar!

En un viaje de trabajo con un equipo de filmación a las Ca­taratas del Iguazú, tuvimos la mala suerte de romper una pie­za del vehículo que nos transportaba, por lo que nos fue nece­sario permanecer varios días en Paraje Tarumá, un pequeño pueblo a orillas del río homónimo.
Afortunadamente, aquello nos permitió, además de descan­sar de un viaje agotador, conocer a uno de los personajes más interesantes con que me he topado en mi vida: Don Desiderio Sosa, nombre con el cual obviamente había sido rebautizado, ya que se trataba de un indio abipón de pura cepa, de ciento dos `juveniles" años de edad, shamán, para más datos, y cuya principal ocupación era narrar historias y leyendas guaraníes a quien quisiera escucharlas.

"Mbaí-n-umbí es el nombre guaraní para el picaflor, o coli­brí, aunque en el norte algunos lo llaman también mainumbí -comenzó serenamente don Desiderio Sosa, el Chamá, como lo denominaban en el pequeño pueblo a orillas del Tarumá.
"Pero resulta que esa joyita con alas que ahora conoce­mos, no siempre mostró esos colores brillantes. Dicen los que saben que, hace ya muchos años, tantos que ni los abuelos de mi abuelo podían recordarlo, todas las sabandijas que pulu­laban por la tierra decidieron reunirse para conocerse, hacer­se amigos y dar luego un paseo por los bordes del Arco Iris.
"Así que una mañana de otoño se juntaron nomás -siguió don Desiderio, después de una pausa para hacer rezongar al amargo.
"Los primeros en aparecer fueron los mosquitos, como siempre, que se agruparon junto al rojo vivo, que es el color que a ellos más les gusta. Casi enseguida llegaron los caballi­tos del diablo, esos que también llaman libélulas, que se amontonaron sobre el anaranjado, hasta que ya no se podía ver ni un pedacito de ese color. El amarillo quedó destinado para las mariposas, que lo cubrieron todo, más un pedacito de naranja que no habían ocupado los alguaciles. Más len­tas, las vaquitas de San Antonio se tomaron su tiempo, pe­ro finalmente lograron envolver todo el verde, ayudadas por las abejas y los camoatíes. Finalmente llegaron, bastante atrasados, los bichos que no vuelan, como los cascarudos y los bichos-bolita, y se ocuparon de tapar prolijamente todo el azul, pero como eran muchos, tuvieron que extenderse hasta el violeta, hasta que ya no quedó casi nada del Arco Iris que pudiera verse.
"Y mientras se iban ubicando, se saludaban todos con todos -siguió el anciano, después de un generoso sorbo de caña "pa­ra aclarar el garguero", armando un alboroto que resonaba por toda la Tierra, sin darse cuenta de que, en su festejo, esta­ban tapando la mayor parte del Arco Iris, con la única excep­ción de un pequeño punto de añil, allí en el límite del rojo y el violeta, que fue el único que pudo dar la voz de alarma: ¡Ayuda! ¡Socorro! ¡Nos están haciendo desaparecer!'.
"Afortunadamente, la llamada de alarma bajó hasta los pá­jaros, que se encontraban en la tierra, y de inmediato salió un contingente de ellos para tratar de salvar a los colores en pe­ligro. Sin embargo, no fue tan fácil; ¡ los insectos estaban tan entusiasmados con sus nuevas amistades que no querían ir­se de allí!
"Finalmente, los pájaros se pusieron firmes y amenazaron a los bichos con comérselos si no se iban, y con eso lograron convencerlos de que abandonaran el Arco Iris. Y allá fueron las calandrias, los gorriones, chingolos y cardenales -y hasta algún que otro chajá y gallareta, arreando a las libélulas, las abejas y los mosquitos hacia abajo, rumbo a la tierra.
"Pero aunque parezca mentira, el que se tomó más a pe­cho el trabajo de liberar al Arco Iris fue Mbaí-n-umbí, el co­librí, que por ese entonces era un pajarito chiquito y esmi­rriado, de color pardo, al que las demás aves no solían tomar demasiado en serio -continuó el narrador. Y se lo tomó tan a pecho que fue el único que se quedó hasta el final, cuidan­do que ninguna sabandija volviera a subir, o se escondiera entre los colores y los cubriera.
"Así fue que cuando el Arco Iris, contento por su libera­ción, decidió recompensar a los pájaros por su valentía, dedi­có una parte de sus colores para teñir algunas de sus plumas, como el penacho del cardenal, el pecho del brasita de fuego, las cejas azules de las urracas y muchos otros más. Pero, co­mo debía ser, Mbaí-n-umbí, que era quien más había traba­jado, recibió orgullosamente en su plumaje todos los colores del Arco Iris, que todavía hoy anda paseando muy orondo por las selvas del Guayrá".

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Letanetá y el llanto rojo del bermejo

Hubo un tiempo, más allá de los tiempos, en que las aguas del Bermejo eran tan límpidas y transparentes como sus ríos vecinos, el Pilcomayo y el Paraguay, que hoy recoge sus aguas rojas como la sangre.
Al menos, esto es lo que cuentan las leyendas de los kom y los wichi del este, que también relatan el motivo de ese drástico cambio.

Era la época en que en su corriente clara y perezosa no se reflejaban las casas de cemento del hombre blanco, ni surca­ban su cauce las embarcaciones de argentinos descendientes de europeos, sino que las tierras que irrigaba el Bermejo eran disputadas por dos tribus enconadamente enemigas: los kom y los wichi, luego rebau-tizados respectivamente tobas y ma­tacos por el invasor español.
Tanto unos como otros atrapaban dorados y pacúes desde sus canoas talladas de un único tronco de timbó o aguaribay, aliviaban en sus aguas frescas los tórridos calores del verano formoseño, cazaban antas y corzos en sus riberas festonea­das de juncales y se sentaban a sus orillas a contemplar la Mboreví-rapé y escuchar la charla de los araracá en los rojos atardeceres estivales.
La cruel guerra entre ambas tribus duró muchos años, y la mayor afrenta que padecieron los tobas durante ese tiempo fue la captura de la hija del cacique principal, una hermosí­sima joven de nombre Koaijhú, que pasó de vivir en las cho­zas de madera y palma de sus pares, a las tiendas de cañas y cuero de los nómades wichi.
Sin embargo, aunque añoraba a los suyos, con el transcu­rrir del tiempo sus raptores se le fueron haciendo menos ex­traños, hecho al que contribuyó no poco el haber conocido a uno de sus capitanejos llegado desde las lejanas tierras del río Teuco, junto al cual comenzó a pasar largas horas; ambos jóvenes seguían en silencio los rastros de los pequeños gua­sunchos, nadaban en las por entonces límpidas aguas del Bermejo y recolectaban miel de camoatí en los bañados de sus orillas.
Y sucedió lo que suele suceder cuando una mujer y un hom­bre jóvenes se encuentran: se enamoraron perdidamente, y só­lo fue cuestión de tiempo que la luna se hiciera cómplice de su pasión irrefrenable, mientras los bendecía tejiendo y destejien­do sobre ellos el tenue y cambiante encaje de su luz rielando entre las hojas de los aguaribay.
Pero su relación era imperdonable. La unión entre una kom y un wichi, a pesar de que ambas tribus descendían de un mismo tronco racial, no sólo estaba mal vista por los hombres, sino que, según la tradición, estaba maldita por los dioses. Siguiendo las reglas ancestrales, el consejo de la tribu impartió severas órdenes para prohibir los encuentros entre los jóvenes. Sin embargo, su amor era más fuerte que todos los dogmas y tabúes que los hombres pudieran esgri­mir. Cuando los mayores se opusieron a sus encuentros, los jóvenes concertaron citas secretas y su pasión se tornó más vehe-mente que nunca, como un fuego avasallador atizado por el viento sutil de lo prohibido.
No obstante, hubo hechos de lo que sus encuentros se­cretos no pudieron librarlos: de las miradas procaces de al­guno que los había sorprendido al entrar en el monte tras un tatú fugitivo, ni de los chismes y habladurías de las vie­jas comadres, murmurados a media voz mientras tejían sus yicas y molían los tubérculos de mandioca para sus habi­tuales chipás.
Todos estos cotorreos infames dieron finalmente su fruto: ambos jóvenes debieron comparecer ante el consejo de la tri­bu y enfrentar la mirada fija y condenatoria de los jefes, que ya habían elaborado su decisión. Los corazones de los aman­tes se encogieron de temor antes esos rostros impasibles pe­ro adustos. Finalmente, el cacique mayor tomó la palabra; con voz firme y serena expresó la necesidad de que todos los miembros de la tribu respetaran las tradiciones sagradas, con más razón tratándose de una persona de relevancia, co­mo lo era el capitanejo, e instó a la pareja, sin alternativa al­guna, a que se separaran de forma inmediata y definitiva.
Aquella sanción injusta despertó una indignada reacción por parte de los jóvenes, quienes intuitivamente sabían que su unión era total y absoluta, nacida de los lazos inextrica­bles que brindan las miradas, las palabras y los gestos, y que de ninguna forma podía ser reprobada por los dioses, que se encontraban más allá de toda censura humana. Convencidos de la razón que los asistía, los dos se negaron terminante­mente a cumplir la orden del consejo.
Sin embargo, su reacción, por más justificada que estuviera, fue demasiado para el ciego orgullo del consejo, que pronun­ció su fallo inapelable: los amantes debían ser sacrificados por violar las tradiciones; se les arrancaría el corazón a los dos y éstos serían arrojados al río, en presencia de toda la tri­bu, como advertencia para aquéllos que se atrevieran, en el futuro, a contrariar las leyes de los hombres que, como todos sabían, se basaban en dispo-siciones divinas.
El momento del sacrificio se fijó para el mediodía del día siguiente y toda la tribu fue obligada a reunirse junto al río para presenciarlo. La selva entera pareció paralizarse cuan­do los jóvenes fueron llevados a la barranca que se erguía so­bre la hasta entonces límpida corriente del Bermejo, sacrifi­cados por la mano del haiawú, y sus corazones y sus cuerpos fueron ofrendados al espíritu del río. Lo que nunca pensaron los ancianos del consejo, y mucho menos el hechicero, era que el dios del río, enfurecido por el sacrilegio de tronchar dos vidas inocentes, teñiría eternamente las aguas del Ber­mejo del rojo color de la sangre que vertieron en este río aquellos jóvenes corazones, sacrificados en aras de la estupi­dez humana.
Finalizado el ritual, los integrantes de la tribu regresaron a sus tiendas, pero a los pocos días volvieron a la barranca, a comprobar por sí mismos la noticia que había corrido como un reguero de pólvora: los corazones de los amantes no ha­bían sido aceptados por el río y flotaban uno junto al otro, como abrazados, en el mismo lugar en que habían sido arro­jados.
Las polémicas y controversias que siguieron al hallazgo parecían interminables, si bien la posición más difundida era que los dioses no habían aceptado de buena gana la senten­cia del consejo. ¿Qué pasaría entonces? ¿Los castigarían los dioses, descargando sobre ellos pestes, inundaciones y malas cosechas? Las deliberaciones duraron largas semanas, mieri­tras los corazones permanecían allí, estáticos frente a la aldea, como mudos exponentes de la violencia inútil de que habían sido víctimas. Finalmente el consejo llegó a una nueva deci­sión: los corazones serían retirados del agua y se los cremaría a la manera wichi, hasta reducirlos a cenizas, y estas cenizas serían enterradas en lo más profundo de la selva. En su es­túpido orgullo, los hombres creían que con eso desaparecería todo rastro de ese amor que había desafiado la tradición, apaciguando así la ira de los dioses.
Todos los hombres y mujeres de la tribu fueron convoca­dos para la tarea; reunieron ramas, troncos y follaje y forma­ron una enorme pira, en el centro de la cual depositaron los corazones. Nadie quiso faltar a la ceremonia, en un intento de apaciguar la ira de los dioses y, mientras el fuego de la tar­de se apagaba en el horizonte, la hoguera de los humanos crecía y crecía, alimentada por la culpa de quienes la atiza­ban. Las esperanzas de los hombres se agitaban al compás de los pimpines y se proyectaban hacia el cielo, impulsadas por las llamas que ahuyentaban a los barihuí e iluminaban los cuerpos sudorosos de los bailarines. Cuando los indios se re­tiraron a sus tiendas, sólo restaba de la pira una pequeña pi­la de cenizas grisáceas y un tenue hilo de humo que se eleva­ba como una ofrenda a los dioses.
Las rogativas duraron días enteros y los hombres, al ver que las calami-dades previstas no llegaban, comenzaron a perder su temor, pero pocos días después, cuando un envia­do del consejo regresó al lugar con la misión de enterrar las cenizas en un sitio recóndito, descubrió, con un asombro rayano en el terror, que dentro del círculo calcinado por el fuego no había vuelto a crecer planta alguna, excepto dos pe­queños arbolitos, que ninguno de los expertos en hierbas de la aldea había visto jamás. Examinándolos detallada-mente, des­cubrieron que, a pesar del corto tiempo transcurrido, tenían ya la altura de un hombre, y sus ramas, intrincadamente en­trelazadas y sus hojas, de un verde claro y brillante, escon­dían gran cantidad de flores rojas que crecían de a pares y cuya forma recordaba muchísimo a la de dos rojos corazo­nes estrechamente abrazados, yaciendo juntos sobre una corola celeste, el mismo color que habían mostrado las aguas del Bermejo antes del brutal sacrificio de los jóvenes amantes.
Pero aquel sacrificio no fue totalmente en vano, pues fue a la sombra de un letanetá -como bautizaron los matacos a la nueva planta- que finalmente se consolidó la paz entre los kom y nuevos aliados y amigos, los wichi, quienes ya no vol­vieron a guerrear entre sí.

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La venganza de la ñacaniná

Si bien las serpientes no son animales mamíferos, en el nor­te de nuestro litoral existe una firme creencia de que al menos una de ellas succiona los pechos de las hembras que no ama­mantan a sus crías durante la época de la lactancia. Se trata de una culebra conocida como ñacaniná. La leyenda que explica su costumbre es la siguiente:

Hacia la mitad de la siesta de un tórrido verano del nores­te formoseño, la dura y reseca tierra de la región de los abic­ones se resquebraja implorando lluvia y los pastos ardidos  crujen bajo el peso de los pies y los cascos de los caballos. Para ­colmo de males, un crónico viento norte, caliente como un Alito del infierno, se abate implacable sobre los árboles, los cumbres y los animales, quemando la piel como un millón de ag uas ardientes.
Caminando por la picada laboriosamente abierta a mache­te y aprovechando la sombra de la selva virgen, Kahití regre­sa de la terecó, donde ha ido en busca de agua para su mem­bü-raü, que duerme solito en el rancho, tendido sobre la ás­pera piel de un mboreijhü.
Pero lo que Kahití no sabe es que Kuarajhí-yará había es­tado espiando su salida desde detrás de un añoso lapacho, acechando la primera oportunidad posible de apoderarse del pequeño membü-raü y llevarlo a su inalcanzable choza en medio de la parte más espesa del monte.
Ignorante de la tragedia, Kahití salva el último tramo de malezas que la separan de su rancho, llevando en equilibrio sobre su cabeza el enorme jubá-pireí, lleno hasta el borde del fresco líquido vital. Pero al colocar el cántaro en el piso de tierra, un ramalazo de terror le atenaza la garganta: un súbi­to presentimiento le avisa que su membü-raü ya no se en­cuentra en el rancho.
Desesperada, escudriña en todos los rincones de la vivien­da, hasta que finalmente deja escapar un gemido de dolor, pues ¡el niño ha desaparecido! Tratando de contener las lá­grimas, recuerda desolada que algunos días antes había me­rodeado por las cercanías un yaguareté cebado y no quiere pensar en que el fiero animal puede habérselo llevado entre sus afilados colmillos, para alimento de sus cachorros.
Ya es imposible reprimir las lágrimas que afloran inconte­nibles a sus ojos, mientras sus labios musitan una maldición en guaraní: "¡Añá! ¡Añá membüí!".
Sin embargo, Kahití llora más por el impacto de la sorpre­sa recibida que por el afecto hacia su hijo pequeño, al que no busca desesperada, como lo haría cualquier otra madre, ni invoca la ayuda de su atuá-rasá muerto, como lo hiciera en otras situaciones de zozobra, llamándolo lastimeramente en­tre los pajonales de i-kaá donde una vez se le apareciera su espíritu.
Es que Kahití, en realidad, no quería a su hijo; es más, has­ta sentía repugnancia por su rostro deforme, viperino, que le daba cierta apariencia de mboi, según ella misma decía, y le imputaba esa fealdad a una maldición arrojada en su contra por Yací, por haber concebido al niño en su presencia. Y es sabido la influencia que la luna ejerce sobre los seres vivos, tanto animales como plantas, y que se debe tratar por todos los medios de no incurrir en errores que pueden pagarse muy caro. Ese hecho hizo que Kahití, desoyendo la sabiduría de las ancianas, decidiera no amamantar más a su hijo de rostro de víbora e intentara vengarse de la luna, deján­lo morir de hambre.
Y el membü-raü se consumía, agostado por el hambre, an­te la indiferencia de Kahití, cuya leche materna iba a parar a una camada de cachorros que una perra había parido para la misma fecha.
Pero Kuarajhí-Yará, el Dios Sol, ayudante de Tupá el Supre­mo, que siempre anda recorriendo la selva a media siesta, pro­tegido por su sombrero de anchas alas, espió a Kahití hasta que la vio dirigirse a la terecó, y entonces se llegó hasta el rancho donde dormía el niño y se lo llevó consigo para transformarlo en otro ser que sufriera menos y pudiera vengarse de aquella madre que lo despreciara e intentara matarlo de hambre.
Para ello, Kuarajhí que, como enviado de la divinidad to­do lo puede, convirtió al membü-raü en una ñacaniná-saijhú, dándole la orden de que todos los días, a media siesta y por las noches, se llegara sigilosamente hasta la hamaca donde dormía Kahití y le extrajera de los pechos toda la leche qúe ella le negara en su oportunidad, hasta dejarla seca como una roca.
Y así lo hizo; día tras día la ñacaniná-saijhú se deslizó su­brepticiamente hasta la hamaca y sorbió la leche de los pe­chos de Kahití, la que comenzó a extinguirse paulatinamen­te, como una vela que se agota, hasta que, finalmente, murió. Pero no se detuvo allí la venganza de Kuarajhí, sino que hizo que la ñacaniná-saijhú la extendiera a todas aquellas hem­bras, tanto »animales como huma-nas, que se negaran a ama­mantar a sus hijos.
Y desde ese instante, las selvas litoraleñas contaron entre su fauna a una serpiente amarilla y negra, no demasiado grande, pero de robusta contextura, cuyo veneno está com­puesto por una extraña mezcla de toxinas que anestesian ál ser que va a atacar, tras de lo cual succiona la leche de las hembras, alimento por el que muestra una insólita avidez. Por eso, no existe prácticamente ningún rancho en el litoral argentino en el que no se albergue una ñacaniná-saijhú, ocul­ta entre las cumbreras del techo, esperando el momento oportuno para descolgarse subrepticiamente y sorber la le­che de los senos de las madres que incurran en el pecado de no amamantar a sus hijos.
Tal es, entonces, la leyenda de la ñacaniná-saijhú, una vistosa culebra mesopotámica nacida de un ser indefenso a quien la madre negara su savia vital y que regresó a la vi­da en forma de serpiente, como un símbolo letal para aquellas hembras que se nieguen a cumplir con sus debe­res maternales.

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La ira de tupá

La gran mayoría de los accidentes geográficos y formaciones naturales de la Argentina tienen leyendas propias acerca de su formación o nacimiento, por lo general emanadas de los principios cosmogónicos de los nativos de la región. En su salvaje y agresiva belleza, las Cataratas del Iguazú no podían estar ausentes de esta regla, y lo mismo sucede con la Garganta del Diablo, su salto más espectacular. La presente narración -una de las muchas que circulan por la zona- fue recogida por la señora Norma Saravia durante un periplo turístico por ese frecuentado punto tripartita conformado por la ciudad de Iguazú, provincia de Misiones, Argentina, Foz de Iguavú, Brasil, y Ciudad del Este, Paraguay.

Según las más antiguas leyendas de la raza guaraní, Tupá, el Supremo Creador de la naturaleza y de los hombres, solía bajar a la Tierra para repartir personalmente sus dones: en un viaje creó las montañas para protegernos de los helados vientos, otro día hizo desbordar un río para apagar la sed de los sembrados y los animales, y en el próximo tal vez nos mande más animales de caza y pesca para que podamos ali­mentarnos mejor. Así es Tupá. Él nunca castiga, porque no puede ver que las personas sufran. Para eso los tiene a Kua­rajhí, que es el que se ocupa de los castigos menores, y a Añá, la mano ejecutora de las penitencias mayores. Pero a veces sucede que ninguno de ellos se encuentra en la Tierra, y en­tonces el hombre debe cuidarse por sí mismo.
Cuentan los ancianos que, en la maloka de Tupá, en el cielo, vivían con él sus dos hijos varones con sus respecti­vas familias: esposas, hijos, suegros, tíos, cuñadas y cuña­dos lo hacían en la tierra, junto al río Iguazú, que el mismo había creado mucho tiempo antes. Y todo el mundo sabe lo importante que son estos últimos; cuantos más cuñados mejor, porque son necesarios muchos para hacer la guerra y para salir a cazar y pescar. Pero también son importan­tes las cuñadas, porque sin ellas, ¿quien trabajaría la tie­rra, tejería el ñandutí, cocinaría la mandioca, cultivaría el abatí y parlotearía todo el día como un kaí?
La vida se desarrollaba sin tropiezos para Tupá y su mujer, hasta que un día en que había bajado a la tierra a visitar a sus hijos, apareció un viejo avaré recién llegado del Alto Guayrá (Brasil), quien llevaba en su hombro un loro grande y char­latán, suelto de lengua como nunca se había visto uno. Pren­dada del animal, que no sólo hablaba, cantaba y contaba chistes verdes, Kaapé, la mujer del hijo mayor de Tupá, se lo cambalacheó por un par de bolsas de harina de mandioca y algunos pescados ahumados. Del avaré nunca se supo nada más, pero la semilla ya estaba echada.
La flamante dueña del loro, orgullosa de su mascota, presu­mía de ella, mostrándola en cuanta ocasión podía y exhibién­dola frente a la puerta de la maloka, posada en un tronco de aguaribay; y su gran placer era ver cómo la gente desfilaba frente a su casa para escuchar la letanía del loro charlatán. Sin embargo, las consecuencias no se hicieron esperar. por falta de atención, porque los pastores estaban escuchando al loro, los animales se escapaban de sus corrales, los cerdos se me­tían en los maizales y faltaba charque en los yataís. Como también las mujeres concurrían a escuchar al animal, se que­maba la comida, no se barrían las malokas y los gurises vaga­ban sin rumbo, llorando por sus madres.
Pero aún no estaba todo dicho; los verdaderos problemas comenzaron cuando la mujer del hijo menor, envidiosa de la popularidad que el loro había conferido a su tovayá-é, tam­bién quiso tener su parte de fama, alegando que ella había si­do la primera en avisar de la presencia del avaré cuando éste se acercaba. Así que ofreció canjes importantes, que hubie­ran interesado a cualquiera, pero la dueña del loro estaba tan satisfecha de su halo de gloria que ni siquiera escuchaba sus propuestas de trueque.
Y en eso estaban, cuando llegaron los hombres, que ha­bían estado fuera largo tiempo, tratando de reponer las mermadas exis-tencias de caza, y fueron tantas las quejas de las mujeres a sus maridos por ambas partes, que ya esta­ban por afilar las lanzas para la guerra, cuando Tupá mis­mo se apareció y se dirigió a los dos, mostrando enojo en su voz tonante:
-¡Esto tiene que terminar aquí y ahora! -exclamó salomó­nicamente. No puede ser que dos hijos míos vayan a la gue­rra por semejante estupidez. De ahora en más, ordeno que el loro esté una luna en la orevá de mi hijo mayor y la siguien­te en la de mi hijo menor. ¡Y que no se hable más del asunto!
Así fue como el loro comenzó a pasar de una tribu a otra, luna tras luna, y se daba la gran vida, comiendo hasta hartar­se los mejores granos, silbando, cantando y narrando cuen­tos pero, lo peor de todo, llevando chismes y rumores de una tribu a otra.
Y no crean que eran solamente las mujeres las que dejaban sus tareas para escuchar al loro parlanchín; también los hombres lo hacían, y cada vez salían menos a pescar y cazar y dejaban que las cuerdas de sus arcos se aflojaran y que sus lanzas se embotaran. Con el tiempo el problema se fue agra­vando; los rubichá descuidaban las fronteras y fueron invadi­dos por tribus vecinas, que ambicionaban sus terrenos de pastoreo, sus pescaderos y sus cotos de caza. Para peor, el lo­ro pregonaba la vida y miserias de cada uno, especial-mente las intimidades más escabrosas, llegando hasta a criticar la forma en que los caciques gobernaban a su gente. Claro que esto, al principio, sólo provocaba grandes carcajadas, pero poco a poco éstas fueron convirtiéndose en furibundos ata­ques de ira.
Al cabo de cierto tiempo, las mujeres había dejado de co­cinar casi por completo. Las cosechas se pudrían en los cam­pos y las frutas silvestres caían de las ramas sin que nadie las cosechara, mientras que el loro continuaba narrando histo­rias, cada vez más complejas, atrevidas y obscenas. Los guri= ses, abandonados por sus madres, comenzaron á pelear entre ellos, en los mismos sitios donde antes habían jugado apaci­blemente. Los hombres recriminaban a sus mujeres su desi­dia y ellas les respondían criticando su holgazanería. Y todo se agravó cuando terciaron en la contienda las suegras, las abuelas, las hermanas, las primas, sobrinas, cuñadas y tías. Aquello ya fue el acabóse. La situación se encontraba al rojo vivo y no había manera de detener la escalada de violencia. Hasta que se desató la guerra.
Sin embargo, había una pequeña diferencia con las nume­rosas guerras que se habíamsuscitado anteriormente: cuando una facción ganaba una batalla, no se llevaban en concepto de botín a las mujeres, las armas y la comida, como había su­cedido desde el comienzo de los tiempos, sino que se lleva­ban únicamente al loro.
El emplumado animal se convirtió en el trofeo más precia­do de la región, y las dos tovayá azuzaban a sus maridos para que fabricaran armas cada vez más potentes y letales; pero los nuevos inventos permanecían secretos durante muy poco tiempo pues, al primer cambio de mano, el loro se encarga­ba de divulgarlos a sus nuevos dueños.
Así, el animal se convirtió en una especie de Mata Hari de la selva, pasando de un bando a otro la información de quién fabricaba las cerbatanas más certeras, las flechas más rápi­das y rectas, las lanzas más afiladas y los arcos más potentes.
La guerra se fue haciendo cada día más cruenta y sangui­naria, hasta que su irracional y disparatada virulencia des­pertó la sagrada indignación de Tupá. Más aún, le despertó una ira tan profunda contra sus descendientes que tomó un inmenso machete y se dirigió directamente hacia el gran río I-guazú, el cual él mismo había creado para que en la Tierra nunca faltase agua con que regar las selvas y que los hom­bres y animales siempre dispusieran a voluntad del líquido elemento.
Una vez allí, descargó toda su furia en un solo golpe de su tremendo machete, partiendo la corriente en dos, y exclamó:
-¡De ahora en más, la de este lado será la tierra de mi hijo mayor y la de aquél, la de mi hijo menor! Declaro definitiva­mente terminada esta guerra estúpida y ¡pobre de aquél que intente cruzar de un lado a otro!
A continuación tomó al loro, le retorció el pescuezo y lo arrojó a la corriente, con tanta fuerza que el cuerpo del insidio­so animal hundió el fondo del río, formando lo que, mucho tiempo después, la gente llamaría "La Garganta del Diablo".
No hubo más guerras entre los hijos de Tupá. Las mujeres volvieron a cuidar a los gurises, a cocinar, a cosechar y a te­jer, teniendo siempre a la vista ese río cuyas "Aguas Grandes" se precipitan al vacío, en cientos de saltos diferentes, hacia la colosal hendedura que el Ser Supremo hiciera con su propia mano, en aquel día de ira. Es que la grandeza y la magnani­midad de Tupá le impiden, aun en su mayor ataque de furia, hacer algo carente de belleza o de magnificencia.
En cuanto a los loros, los descendientes de aquél que tra­jo tantas desdichas a los guaraníes, continúan deambulando por la selva, sin haber perdido la capacidad de hablar como los humanos, pero condenados, a partir de ese momento, a repetir únicamente lo que éstos les dicen. Con la diferencia de que ahora ya nadie les hace el menor caso y sólo los escu­chan por diversión.
Sin embargo, algo positivo emergió de aquella contienda: desde aquel entonces, cuando la avaité se encuentra en las proximidades de las Cataratas del Iguazú -como ahora se las llama- no sólo reverencian la fuerza y la furia sagrada de Tupá, sino que efectúan ofrendas en su nombre, arrojan­do a la corriente flores, prendas, frutas y semillas de sabro­so cacao. Y Tupá los contempla, sonriente y satisfecho, a través de los múltiples arco iris que forman las salpicaduras del agua al caer.

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La hebrea del bosque

En uno de los parajes más hermosos de la provincia de Corrientes, denominado Laguna Itatí, en pleno estero del Iberá, existía un pequeño rancho, hoy casi derruido, pero que alguna vez fue una vivienda de humilde condición, que era casi la única molécula de vida humana perdida entre esas vastas inmensidades selváticas y agrestes.
Y fue allí, en las proximidades de esa humilde vivienda, donde se desarrolló la tragedia de amor y coraje que la gente de la región aún suele contar en los atardeceres de verano, cuando los ceibos desgranan sus rosarios de sangre sobre las mansas aguas de la laguna.

Cuenta la leyenda que a orillas de la laguna, en medio de esos ariscos y enmarañados montes que parecen haber resis­tido el agresivo embate de los siglos, vivía un modesto matri­monio de ancianos: don Gervasio Funes y su esposa Domin­ga, cuyo único bien terrenal consistía en una nieta, joven y  hermosa, de nombre Esther, pero más conocida por los veci­nos como "la Hebrea", quizás por las remotas reminiscencias semitas de su nombre.
Ambos ancianos, octogenarios ya, pasaban cansinamente el resto de sus días en aquellas apartadas soledades, sin otra compañía que la de su nieta, luz de sus ojos, que velaba solí­citamente por ellos, complaciéndose en prodigarles todo el bienestar que su precaria situación económica les permitía.
Día tras día sus vidas se deslizaban solitaria, aunque apa­ciblemente, en medio del ambiente selvático y lujurioso, ex­quisitamente aromado por los delicados perfumes de aquel edén guaraní, cultivando la modesta huerta que los proveía de alimentos y criando algunas aves de corral, que luego can­jeaban en la aldea cercana por los enseres y provisiones mí­nimos e indispensables para su subsistencia.
Pero aquella vida dura y solitaria también tenía sus com­pensaciones para la joven Esther quien, a pesar de no disfru­tar de la compañía de otros jóvenes de su edad, se sentía feliz cuando podía recorrer las umbrías picadas trazadas a ma­chete entre los añosos lapachos y quebrachos del bosque que, como duendes protectores, extendían sus ramas sobre el te­cho del rancho, mitigando los calores del verano y aminoran­do los rigores de la lluvia durante las repentinas y violentas tormentas invernales.
Desde muy pequeña, Esther había aprendido a amar entrañable-mente a todos aquellos venerables árboles, co­locados allí por la mano divina del Creador y que, en su fraternal abrazo con las lianas y ,enredaderas que los ador­naban, entonaban a diario su canto a la vida, con sus ho­jas susurrando tiernamente su agradecimiento a la madre naturaleza.
Largas horas pasaba la niña escuchando los sonidos de la selva: el dulce trino de las calandrias, el áspero chistido de los cardenales, la sonora requisitoria del zorzal y el quejumbro­so lamento del urutaú que resonaba lúgubremente en el oca­so ensangrentado de la tarde que moría, envuelta en su mor­taja de estrellas.
Era muy sencilla la vida de la Hebrea: se levantaba antes que el sol comenzara a teñir de oro las copas de los más altos pa­triarcas del monte, despertada por el delicado trino de las aves y aspirando ávidamente el perfume con que las flores agrade­cen a Dios el don de la vida, especialmente dulce cuando la au­rora comienza a dar paso al día que se aproxima. Su primera ocupación, de la que disfrutaba particularmente, era cebar a sus abuelos los habituales mates amargos con que iniciaban su jornada, para luego barrer el patio de tierra frente al rancho, con la escoba que las propias manos laboriosas de su abuela habían confeccionado, con tallos de kapií-katí, prolijamente atados con lianas al extremo de una delgada pero resistente va­ra de lapacho. El paso siguiente consistía en tomar su cántaro y encaminarse al arroyo, entonando alguna de sus canciones favoritas, con una voz tan dulce y armoniosa que hasta las aves suspendían sus trinos para escucharla.
Una vez recogida la provisión de agua para el día, armaba su acostumbrado ramo de flores de ceibo y otras flores silves­tres y reemprendía el regreso al rancho, a preparar el guare­pá para sus abuelos.
Pero una mañana en que se dirigía al arroyo a llenar su viejo cántaro, vio con sorpresa un gran ramo de flores que pendía de una rama en el camino que ella solía seguir, como si estuviera esperándola. Se trataba de un hermoso manojo de flores de ceibo, margaritas y mburucuyás, prolijamente atadas con una cinta verde, que se mecía suavemente, empu­jado por la fresca brisa matinal.
Irresistiblemente atraída hacia el ramillete, movida por su natural curiosidad femenina, lo desató y, luego de revisarlo con atención, lo sujetó de nuevo a la rama, mirando a su al­rededor como para convencerse de que nadie la observaba.
Sin embargo, el atractivo del ramo, compuesto principal­mente por flores de ceibo, que eran con mucho sus preferi­das, fue demasiado para su prudencia; dejarlo allí, para que se marchitaran -pensó- era un desperdicio y una falta de consideración para quien lo había preparado.
Al cabo de un instante de duda y a pesar de sentirse aún invadida de una extraña sensación, como si estuviera hacien­do algo indebido, no pudo resistir más y descolgó nuevamen­te el ramo, colocándolo en el cántaro y alejándose rápida­mente, como una corzuela que huyera aterrada del ladrido de los mastines que la persiguieran.
Pero al día siguiente, mientras recorría la selva solitaria y umbría, caminando tranquilamente sobre el mullido colchón de hojas secas y recogiendo al pasar las acostumbradas flores de las enredaderas, se sorprendió otra vez al encontrar, col­gado de la misma rama que el día anterior, un nuevo ramo de flores, tan prolijamente atado como el otro. Ya con más con­fianza, no vaciló en recogerlo, colocándolo otra vez sobre el cántaro y concentrándose en la tarea de llenarlo en la límpi­da corriente.
Pero tan pronto como había reanudado sus tareas cotidia­nas, fue interrumpida por una voz cercana y viril que surgía de detrás de un grueso timbó, seguida de la aparición de un muchacho, joven y bien parecido, que se dirigía rectamente hacia ella.
A pesar de su escasa relación con sus vecinos, Esther lo re­conoció inmediatamente: se trataba del hijo adolescente del dueño de una estancia próxima, un joven de nombre Santia­go quien, en una de sus tantas recorridas en busca de gana­do perdido, había visto a la hermosa joven y ardía en deseos de conocerla.
-Veo que has recogido mis flores -dijo el joven a modo de introducción, pero dime: ¿qué hace una mujer hermosa co­mo tú, sola en este rincón de la selva?
-He venido a recoger agua del arroyo y a cortar algunas flores para llevarle a mis ijhá-yará -respondió ella, algo tur­bada, ya que era la primera vez que hablaba con un hombre que no fuera su abuelo.
-¿Y no tienes miedo de los tigres y las otras alimañas que pululan por el monte? -preguntó el joven.
-Nunca he tenido ocasión de tener miedo, porque siempre he cruzado por estos sitios, sola y jamás me ha sucedido na­da -respondió la Hebrea, ruborizándose levemente ante la penetrante mirada de Santiago.
-¿Y por qué te gustan tanto las flores de los ceibos? -con­tinuó el muchacho, después de un breve silencio en que sus ojos no se apartaron de los de ella.
-Es que me fascina la forma en que se mecen en el viento y me encanta ver cómo caen en la corriente, como gotas de sangre, y navegan llevadas por el agua.
-¡Entonces no te negarás a aceptar las que he cortado para ti! -respondió de inmediato el muchacho, mostrando la mano izquierda que mantenía oculta a la espalda, sosteniendo un ra­mo similar a los que antes había dejado colgados de la rama.
-Jamás podría negarme a aceptarlo, porque son mis flo­res predilectas y me las ofreces de buena fe -respondió Esther. Y estoy segura de que a mis abuelos también les agradarán.
-Entonces llévaselas y mañana recogeré algunas más para ti.
Y luego de despedirse afectuosamente de la Hebrea se ale­jó rumbo a su hogar, con el corazón latiendo de anticipación ante el encuentro del día siguiente
La muchacha, por su parte, continuó su camino hacia el arroyo, llenó su cántaro y regresó al rancho, cantando una tierna endecha en guaraní.
A partir de aquel día, la reunión en el sendero se convirtió en una cita ineludible, ansiada por ambos, que cada mañana repetían el cariñoso encuentro bajo el dosel del anciano tim­bó, mudo testigo de aquel inocente idilio de adolescentes. Allí conoció la Hebrea las primeras mieles del amor; allí el trino de los pájaros se hizo más dulce al contemplar el cariño de los jóvenes.
Hasta que una mañana, imprevistamente, se desató la tra­gedia. Esther, como de costumbre, cruzaba lentamente el monte bajo la sombra de los quebrachos, rumbo a su cita con Santiago, sumida en sus recuerdos y sus ensueños, cuando un sonido inusual la sacó de su abstracción. Intrigada, bajó la vista al suelo de la selva, escudriñando la alfombra de hier­ba extendida bajo el manto de vegetación, y un escalofrío su­bió desde lo más profundo de su ser, haciendo correr un frío de muerte a lo largo de su espina dorsal; allí, frente mismo a sus pies, divisó la enorme huella de un tigre, todavía recien­te, ya que los pastos que el animal había hollado con su pata aún no se enderezaban del todo.
Aterrada por las implicancias de aquel rastro, quiso huir hacia el rancho, pero un terrible bramido le congeló la san­gre en las venas. Horrorizada y sin saber qué rumbo tomar, prorrumpió en un alarido de terror que repercutió fragorosa­mente en el repentino silencio que el rugido había provocado entre los habitantes del monte.
Al momento siguiente la fiera, que había venteado a su víc­tima, surgió de un recodo de la picada, con el ominoso andar del carnicero que sabe segura a su presa. Obnubilada por el pánico, Esther contempló las enormes fauces abiertas, la bo­ca babeante y el rápido trote que se transformaba en frenéti­ca carrera al acercarse a su víctima, hasta que un piadoso desmayo la hizo caer cuan larga era sobre la mullida alfom­bra de hojas y flores silvestres, evitándole el lacerante dolor de las heridas con que el felino terminó con esa felicidad que recién había aprendido a saborear.
Santiago, que se encaminaba exultante a su diario encuen­tro con la joven, oyó también los bramidos de la fiera y los agudos gritos de su amada, que aúnn resonaban entre los ár­boles del bosque. Corrió hacia el lugar de donde partían los sonidos y quedó paralizado ante el dantesco panorama que se presentó a sus ojos; sobre la hierba, ensangrentado y exá­nime, pudo ver el cuerpo de su amada y a corta distancia, agitando nerviosamente su cola de un lado a otro, la silueta del tigre, sentado sobre sus cuartos traseros, ignorante, en su inocente naturaleza salvaje, del drama que acababa de desen­cadenar.
La furia y la desesperación enturbiaron por un instante los sentidos del joven, que contempló fijamente al tigre, antes de echar mano al facón, en un movimiento relampagueante. Desnudando el acero, fijó los ojos en los del animal, tratando de intuir el momento del ataque, que no tardó en producirse.
El encuentro fue una verdadera batalla de titanes; ambos eran fieras, ambos tenían sed de sangre: el tigre movido por su instinto carnicero y el hombre por la angustia de ver a su amada muerta.
De un solo salto, el tigre se abalanzó sobre Santiago, que lo aguantó a pie firme, protegiéndose de las garras con el poncho y hundiéndole la afilada hoja en el pecho; luego, ya todo se transformó en un borroso torbellino de garras, furia y acero, en el cual la sangre de ambos regó profusamente el suelo de la selva. Los dos se hallaban heridos de muerte pe­ro, en un esfuerzo supremo, Santiago traspasó con su facón el corazón de la bestia que, en un estertor final, destrozó la garganta del joven de un zarpazo.
A pesar de la terrible herida, por la cual se escapaba su vida a borbotones, el valiente joven logró arrastrarse has­ta el cuerpo de su amada y, tomando su mano, exhaló su último suspiro, tras lo cual sus almas se reunieron en el paraíso que el Supremo reserva a los amantes puros y ab­negados.
Algún tiempo después, los ancianos abuelos de la joven, preocupados por su tardanza, salieron en su busca, tropezan­do con el horroroso cuadro de los dos amantes muertos. Avi­saron al padre del joven y entre todos decidieron, de común acuerdo, enterrar sus cuerpos en el lugar donde los dos ha­bían conocido su felicidad, colocando sobre la tumba común una rústica cruz hecha con dos ramas de ceibo atadas con lianas y esparciendo sobre ella grandes ramos de flores de ese árbol que, con el tiempo, según cuenta la leyenda, se trans­formaron en un ceibal que aún puede verse en las riberas de la laguna Itatí, cuyas flores son famosas por el rojo de sus co­rolas, quizás irrigadas por la sangre de los amantes muertos.

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