El mbaí-n-umbí (nombre guaraní del picaflor o colibrí) és,
con mucho, la especie de aves más pequeña del mundo, ya que en algunos casos
sólo alcanza unos pocos centímetros de largo, pues el pico y la cola se llevan
más de la mitad. Su plumaje está coloreado en rojo rubí, anaranjado, amarillo y
con eL cuello de un color azul metálico, sobre el origen de cuyas tonalidades
existen varias leyendas sumamente pintorescas; la primera de estas historias me
fue acércada por José Vazques, un ingeniero hídrico, consultor de la central
hidroeléctrica de Yaciretá y entusiasta recopilador de leyendas litoraleñas.
En un intervalo entre sus luchas tribales, Mbaracayú, el indómito cacique y
arquero sin par, quien ganó su nombre por ser un eximio intérprete de mbaracá y aún mejor cantor de gestas de
guerra, persigue a un enorme yaguareté
al que ha herido de muerte con su flecha. La bestia huye dando largos saltos,
desangrándose por la herida que la saeta la abierto en su flanco. Aun en los
estertores de la muerte, el animal seguía por su infalible instinto, que lo
lleva hacia la parte más inaccesible de la selva. Pero el cazador sigue de muy
cerca el rastro de roja muerte que salpica la vegetación; típico representante
de su raza mbyá, el joven guerrero
puede correr con la ligereza de un gamo, cubriendo distancias asombrosas, y su
indómito coraje no conoce el miedo ni la duda.
Toda la noche corre Mbaracayú en pos de la fiera
herida; su profundo respeto por todo tipo de vida lo insta a terminar de una
vez con el sufrimiento de su presa. Finalmente, poco después del amanecer llega
a un espeso matorral donde el yaguareté había tratado en vano de ocultar su
último suspiro. Rápidamente despoja a su víctima de los fieros colmillos, que
pronto llevará en su collar, y desuella cuidadosamente el cuerpo muerto, cuya
piel, después de un prolijo curtido y sobado, se transformará en un soberbio
manto, digno de un guerrero de su clase.
Una lluvia copiosa y repentina aleja de su cuerpo los
últimos vestigios de sangre, pero cuando termina la tormenta puede comprobar
que también ha lavado hasta el último vestigio de la sangre de la presa que lo
guiara en su camino, por lo que, a su regreso, deberá moverse sólo por su
instinto.
Finalmente, al cabo de varios días de camino, el
sendero que sigue lo hace desembocar en un auténtico edén, donde la voluntad y
el trabajo del hombre parecen haber dominado la lujuriosa naturaleza selvática.
Una fina alfombra de césped cubre el suelo de la pradera; los animales de caza
se mueven perezosamente al alcance de su mano; los pájaros desgranan sus trinos
más melodiosos y el aire fragante del atardecer transmite una inefable
sensación de calma y plenitud.
Cansado por el largo viaje a través de la selva,
Mbaracayú se recuesta debajo de un árbol al azar y a los pocos minutos, ya casi
dormido, siente que sobre sus hombros cae una llovizna fragante, tan fina y
sutil como una neblina; desconcertado, abre los ojos y descubre que se ha
acostado debajo de un ysapi, el árbol
protector cuyas flores dejan caer un finísimo rocío que aleja los espíritus
malévolos de quien se acuesta bajo sus ramas. A pesar de haber dormitado sólo
unos instantes, el cacique se siente renovado y seguro de que ya nada malo
podrá pasarle nunca.
Sobre la copa de los gigantescos quebrachos, timbós y urunday comienza a asomarse una luna roja y oronda, precursora de
un verano tórrido, a cuya luz Mbaracayú puede adivinar unos extraños montículos
como de rocas rojas que parecen diminutas 'montañas de juguete. Inmediatamente
comprende que está en presencia de una cosecha de mandioca como jamás ha
visto, que está esperando a las mujeres morenas que, a la mañana siguiente,
rasparán las suculentas raíces con el tapá-yuí,
las cortarán en trozos y las machacarán en los morteros de urunday.
Poco después, el pueblo comienza a despertar; algunas
de las mujeres inician la molienda de la mandioca y la yuca para hacer el tipiog que alimentará a todo el pueblo,
mientras otras cocinan boniatos para
los niños o reparan las hamacas de dormir. Entretanto, los hombres preparan sus
flechas y controlan la tensión de las cuerdas de sus arcos, organizando la
próxima cacería.
Repentinamente, un presentimiento de peligro congela
las actividades de la maloka; alguno
de sus habitantes ha intuido la presencia del forastero y ahora todos los ojos
se vuelven hacia él. Mbaracayú ingresa a la cancha
con el aplomo del que se sabe poderoso; tiende en el suelo la piel del jaguar,
se sienta sobre ella, toma el mbaracá
de manos de uno de los intérpretes locales y se pone a cantar. Su porte
salvaje, pero noble, apacigua a los guerreros, y el personaje protagónico de
su canción provoca la manifiesta admiración de las mujeres, que siguen
atentamente las gestas heroicas de Chamoí
cacique de los karios, a quien
Mbaracayú describe como un valiente y temible guerrero que, sejún la canción,
aguarda anhelante la compañía de una guayna
en su blanco palacio de Mbaeverá-guazú.
El final de la cosecha de ñame, yuca y mandioca marca
el momento para la fiesta de la nubilidad, en que todas las vírgenes de la orevá son presentadas en sociedad para
que puedan elegir a su hombre. Finalmente, conducidas en andas por sus
parientes más cercanos, adoradas como diosas, van llegando las vestales desde
las distintas malokas. En medio del
hipnótico sonido de los mbaracá y los terero-piá,
familias enteras siguen a las jóvenes, cantando, bailando y proclamando a
gritos las virtudes de sus presentadas.
En cuanto el último mortero calló y se dio comienzo a
la utaré- payú, la "danza del
conocimiento", Mbaracayú pone sus ojos en una de las peladoras que se
había unido al grupo de vírgenes y canta, casi sin darse cuenta de lo que hace:
"Tu deslumbrante hermosura brilla resplandeciente como el fuego mismo de Kuarajhí".
Al terminar su copla, Mbaracayú siente su corazón
latir como si fuera a salírsele del pecho y deja de lado toda precaución,
acercándose a la niña. La familia de la joven, a quien dos de sus primos
llevan sobre los hombros, se detiene de inmediato y los pálidos rayos de Yací, filtrados por las frondas, dibujan
arabescos de luz sobre el rostro de la muchacha, confiriéndole una irreal
apariencia etérea, casi luminosa, mientras ella trata infructuosamente de
evitar los ojos del forastero, que arden fijos en los suyos. Los inacabables
meses de penitencias y ayunos impuestos por la nubilidad y el largo encierro en
la maloka, tendida en su hamaca sin ver la luz del sol, la habían convertido
en una figura no terrenal, delicada y sutil, que no condecía con su natural
agreste y selvático, herencia de su raza.
-¡Esta mujer será la esposa de Chamoí! -es el reto de
Mbaracayú al padre de la virgen y sus palabras provocan un intento de rebelión
en uno de sus primos, severamente refrenado por el padre.
El consejo de familia, -rápidamente reunido, analiza
la situación y finalmente decide recabar el consejo de Oyampí, una anciana que, además de abuela de Ará-resá, es la payé más reconocida de la tribu. Evaluando la
situación, Oyampí recuerda que la noche siguiente al nacimiento de Ará-resá
ella había podido leer claras señales en las estrellas de que su nieta sería
favorecida por los dioses. Y ahora, las profecías y augurios de aquella noche
estaban a punto de cumplirse. ¡Ará-resá sería la esposa de un príncipe de Mbaverá-guazú!
¡Aquello era mucho más de lo que cualquier muchacha de la tribu estaba
dispuesta a soñar ni en sus delirios más locos! Decidida a lograr la felicidad
de su nieta, Oyampí decide pedirle a Mbaracayú que las guíe al palacio blanco.
-
Esa misma madrugada, los tres inician la marcha hacia
el palacio de Chamoí y, aunque Oyampí y el cacique parecían tener alas en los
pies, Ará-resá parece caminar con renuencia volviendo frecuente-mente la cabeza
para mirar con tristeza el camino recorrido, como si toda ella estuviera
deseando regresar a su casa natal.
Hacia el mediodía Mbaracayú decide hacer un alto en el
camino, anunciando que traería un venado para la cena; Ovampí retira una hamaca
de su macuto, la cuelga entre dos
árboles y acuesta en ella a la muchacha. Cuando vuelve de su sueño, el cacique
conversa amistosamente con Oyampí, pero, al verla despierta, se acerca a la
hamaca y, aún recostada en ella, la toma con pasión por los hombros. La
intervención de Oyampí interrumpe momentáneamente sus intentos pasionales;
luego ésta sirve el venado y al terminar de comer pregunta al joven cuánto les
falta para llegar al palacio de Chamoí.
-Llegaremos cuando yo lo diga -responde él, pero tú
no vendrás con nosotros. Así que ya puedes comenzar a desandar el camino
porque no te llevaré. Y cuando llegue allí, Aráresá será mía y no podrás hacer
nada por evitarlo.
-Tú dijiste que mi nieta estaba destinada al Príncipe
Chamoí -objetó la anciana.
-¡No existe otro Chamoí más que yo! -exclamó el cacique.
Mbaracayú no es más que el nombre que mi gente me da, pero Chamoí es mi nombre
de guerra, ¡mi verdadero nombre!
Ante la violencia contenida en la voz del mozo, Oyampí
comprendió que, a causa de haber querido asegurar la felicidad de su nieta,
ahora estaba poniendo en peligro su propia vida y quizás también la de la
joven.
-Hija mía, te dejo -dijo dirigiéndose a su nieta.
Lamento que mi apresura-miento te haya puesto en este apuro. Sin embargo aún
confío en que serás feliz y que no tendré que arrepentirme de lo que hice.
-Y mientras hablaba extendía sobre el rostro, la
espalda y el pecho de la muchacha una espesa pomada rojiza que había extraído
de una calabaza colgada de su cintura.
El joven contempla la escena con serenidad, convencido
de que la anciana se irá pronto pero, repentinamente, cree ver un destello de
astucia en los ojos de la payé. Un escalofrío de premonición recorre su espina
dorsal y al momento comprende que algo no anda bien. Mira en dirección a
Ará-resá y sus ojos sólo perciben una silueta imprecisa, apenas perceptible.
La sorpresa lo impacta de tal forma que por unos momentos no puede ejecutar
movimiento alguno. Finalmente sale de su momentáneo letargo y salta hacia la
joven, extendiendo sus brazos para tomarla entre ellos, aterrado de que el encantamiento
de la vieja hechicera pueda apartarla de él.
En dos largas zancadas llega hasta la imprecisa
silueta de la joven y trata de retenerla, pero descubre con horror que su
cuerpo posee una flexibilidad extraña, que va más allá de todo lo humano. Tira
de ella con fuerza, tratando de atraerla hacia sí, pero los pies de su amada
parecen aferrados al piso y no puede moverla. Trata de enfocar la vista y
comprueba con estupor que está abrazando un arbusto y que a su alrededor no
hay ni rastros de Ará-resá.
Enfurecido, se vuelve hacia la bruja, pero también
ella ha desaparecido de su vista. Desesperado por descubrir algún rastro de lo
que había sucedido, regresa junto al arbusto para asegurarse de que no había
sido víctima de una ilusión, pero el arbusto aún permanece allí. Quiere hacer
un intento de perseguir a la hechicera, pero repentinamente siente que sus pies
también parecen estar aferrados al piso. Los ojos se le nublan y su garganta
está imposibilitada de emitir sonido alguno. Desesperado y agotado por sus
propias emociones se recuesta junto al tronco y apoya la espalda contra él,
cayendo poco a poco en un sueño inquieto y sobresaltado.
Al rayar el alba, Mbaracayú despierta invadido por una
fragancia extraña pero subyugante; abre los ojos y se ve cubierto de pétalos
blancos. El arbusto entero está cubierto de aquel níveo manto, pero su
decepción es tan grande que no alcanza a apreciar su belleza. Huye del lugar
como se huye de lo que no se comprende y continúa la búsqueda de Ará-resá,
aunque sin resultados.
Sin embargo, al apartarse él del arbusto regresa al
claro Oyampí, quien ha estado espiándolo toda la noche, con la intención de
volver a su nieta a su forma original. Sabe cómo hacerlo, pero se detiene como
herida por un rayo cuando percibe la figura de Mbaracayú alejándose por el
sendero. Observa con más atención y ve que la figura del joven va cambiando a
medida que se aleja. Su cuerpo se va achicando y redondeándose; su rostro se
prolonga hacia adelante, como en un pico; sus brazos se alargan
desmesuradamente, sus piernas se acortan y sus pies se dividen en tres
desmesurados dedos terminados en largas uñas. En pocos pasos más su
transformación es completa: su cuerpo se reduce a un tamaño diminuto y se
cubre de brillantes plumas iridiscentes, su cara está prolongada por un largo
pico curvo y en su parte posterior puede verse una cola de plumas más larga que
el cuerpo.
A pesar de sus conocimientos de magia, la hechicera no
sabe qué actitud tomar, hasta que el pájaro pasa raudo junto a ella y comienza
a revolotear alrededor del arbusto, introduciendo su largo pico en las corolas
de las flores para libar el néctar.
Ingrávido y etéreo, el colibrí circunda varias veces
el arbusto, alejándose y acercándose vertiginosamente a los tiernos capullos
para volver a introducir su pico en las corolas. Por momentos se aleja como una
flecha, pero un instante después retorna con la misma velocidad, siempre con
idéntico fin, y se detiene frente a todas y cada una de las flores, suspendido
en el aire, alerta y activo aún en el acto mismo de introducir su pico hasta
el fondo de las corolas. Sus alas son un torbellino imposible de percibir con
la vista y su diminuto cuerpecito se traslada de flor en flor, en un remolino
voluble _v alocado.
Oyampí contempla aterrada las evoluciones del ave pero
ni siquiera atina, como jamás ha pensado ni lo pensará nadie, en tomar al ave
entre sus manos y destrozarla. Repentinamente, el picaflor advierte la
presencia de la hechicera y desaparece en un abrir y cerrar de ojos entre las
frondas de la selva.
Las flores del arbusto, penetradas por el pico invasor
del ave, se estremecen, agitadas por el cálido aire del atardecer, coloreadas
por una sutil tonalidad rojiza que ahora empaña el anterior blanco níveo de las
corolas. Pero lo que más extraña a la hechicera es que el tinte invasor parece
surgir de ias venas mismas del arbusto, como el rubor que asoma al rostro de
una doncella cuando un hombre trata de seducirla.
Oyampí se niega a contestarse a sí misma las preguntas
que acosan su mente, porque la respuesta es demasiado obvia, pero también
demasiado aterradora. Contempla atónita las corolas, que se van tiñendo de un
tono cada vez más subido, desde el rosado del rubor de una colegiala, hasta la
intensa lividez de la carne lacerada.
La reaparición del ave interrumpe el doloroso fluir de
sus pensamientos. La rutilante gema irisada pasa junto a ella como una saeta
y se detiene, ingrávido, sobre las corolas mancilladas. Allí parece meditar
sobre su pasado éxtasis; revivir ese efímero momento de embriaguez al
introducir su pico en las flores blancas. Pero la proximidad de aquel ser
centelleante, descarada-mente hermoso e insospechadamente cruel en su
insignificancia física, hace que las flores se agiten nuevamente, aunque la
hechicera, en su dolor, rehúye instintivamente preguntarse si aquella
agitación es producto del temor o quizás de anticipación por una nueva
intrusión de aquel amenazante pico.
Y entonces, en un ramalazo de comprensión, la
hechicera recuerda. Se retrotrae a sus comienzos como aprendiz, cuando
absorbía como una esponja las enseñanzas de sus mayores, y un lacerante grito
de dolor surge desde lo más profundo de sus entrañas:
-¡Es él! ¡El
mbaí-n-umbí! -exclama, recordando la historia de un joven enamoradizo y veleidoso,
cuya principal diversión era seducir doncellas vírgenes y ultrajarlas, para
luego abandonarlas a su suerte para siempre. Por ese pecado, fue castigado por
Tupá, quien envió a Kuarajhí para que
lo convirtiera en ave y tuviera que pasar toda una eternidad volando de flor en
flor, sin detenerse nunca en ninguna y sin poder posarse.
Cumpliendo las órdenes de Tupá, el Sol bajó a la Tierra y convirtió a
mbaí-n-umbí en pájaro, agregando dos castigos por su propia cuenta: el primero,
que su cuerpo sería tan chico que ya nunca podría aspirar a poseer a una mujer,
y el segundo, que sus plumas serían tan vistosas que nadie podría dejar de
advertir su presencia desde una considerable distancia.
Por eso, de allí en adelante, mbaí-n-umbí debió
sublimizar sus nupcias en las corolas de las flores y fue condenado a vagar
eternamente entre ellas, sin pararse jamás en una.
-¡Ará-resá! -gime Oyampí, llorando su arrepentimiento.
¡Perdóname el mal que te he hecho con mi desmedida ambición por ti! ¡Ahora ya
nunca podremos regresar a la tribu y tendremos que refugiarnos en una cueva de
la montaña; yo, como tantas otras payés, por haber cometido un error irreparable,
y tú, por haber perdido tu mará né í!
El dolor de la hechicera es doble, pues conoce
perfectamente los pasos para recuperar a su nieta del hechizo. Pero también
sabe que ya nunca se cumplirán los designios que ella, quizás erróneamente, ha
leído en los astros. Incluso recuperando a la joven en todo su esplendor, ésta
ya no podrá disfrutar jamás del amor humano, pues la única condición ineludible
para que una mujer pueda ser elegida por un hombre reside en su mará né í: la
inexistencia de todo pecado, la esencia de la virginidad y la virtud.
Desolada por el arrepentimiento, la hechicera ya está
a punto de comenzar el proceso de traer nuevamente a su nieta al mundo de los
humanos, cuando un anciano de larga cabellera blanca se acerca a ella,
diciéndole:
-Piénsalo de nuevo, Oyampí; te estás apresurando nuevamente.
¿Quién te asegura a ti que Ará-resá se encuentra a diseusto donde está?
-Pero, ¿cómo puede estar feliz encerrada en un manacá? -preguntó desconcertada la
bruja.
-¿Y quién te dice a ti que prefiere exiliarse en las
montañas en vez de permanecer como una planta trepadora? Fíjate las cosas que
posee y que perdería si regresara: tiene alimento en abundancia que le entrega
la tierra sin más necesidad que tomarlo; tiene un firme soporte en el aguaribay que, a la vez que la sostiene,
le proporciona sombra en verano y protección en invierno y, lo que es más
importante, tiene a su amado príncipe que todos los días le ofrece su amor
desinteresado y puro. No te quepa la menor duda de que, dadas las
circunstancias y lo que ha sucedido, Ará-resá se encuentra en el mejor lugar en
que puede estar y se siente feliz con lo que posee y con las caricias de su
príncipe encantado, mbaí-numbí, que ha sido perdonado por Tupá y por mí, y hoy
puede consagrarse a un único amor. ¡Yo, Kuarajhí, te lo puedo asegurar!
En un viaje
de trabajo con un equipo de filmación a las Cataratas del Iguazú, tuvimos la
mala suerte de romper una pieza del vehículo que nos transportaba, por lo que
nos fue necesario permanecer varios días en Paraje Tarumá, un pequeño pueblo a
orillas del río homónimo.
Afortunadamente,
aquello nos permitió, además de descansar de un viaje agotador, conocer a uno
de los personajes más interesantes con que me he topado en mi vida: Don
Desiderio Sosa, nombre con el cual obviamente había sido rebautizado, ya que se
trataba de un indio abipón de pura cepa, de ciento dos `juveniles" años de
edad, shamán, para más datos, y cuya principal ocupación era narrar historias y
leyendas guaraníes a quien quisiera escucharlas.
"Mbaí-n-umbí
es el nombre guaraní para el picaflor, o colibrí, aunque en el norte algunos lo
llaman también mainumbí -comenzó
serenamente don Desiderio Sosa, el Chamá,
como lo denominaban en el pequeño pueblo a orillas del Tarumá.
"Pero resulta que esa joyita con alas que ahora
conocemos, no siempre mostró esos colores brillantes. Dicen los que saben que,
hace ya muchos años, tantos que ni los abuelos de mi abuelo podían recordarlo,
todas las sabandijas que pululaban por la tierra decidieron reunirse para
conocerse, hacerse amigos y dar luego un paseo por los bordes del Arco Iris.
"Así que una mañana de otoño se juntaron nomás -siguió
don Desiderio, después de una pausa para hacer rezongar al amargo.
"Los primeros en aparecer fueron los mosquitos,
como siempre, que se agruparon junto al rojo vivo, que es el color que a ellos
más les gusta. Casi enseguida llegaron los caballitos del diablo, esos que
también llaman libélulas, que se amontonaron sobre el anaranjado, hasta que ya
no se podía ver ni un pedacito de ese color. El amarillo quedó destinado para
las mariposas, que lo cubrieron todo, más un pedacito de naranja que no habían
ocupado los alguaciles. Más lentas, las vaquitas de San Antonio se tomaron su
tiempo, pero finalmente lograron envolver todo el verde, ayudadas por las
abejas y los camoatíes. Finalmente
llegaron, bastante atrasados, los bichos que no vuelan, como los cascarudos y
los bichos-bolita, y se ocuparon de tapar prolijamente todo el azul, pero como
eran muchos, tuvieron que extenderse hasta el violeta, hasta que ya no quedó
casi nada del Arco Iris que pudiera verse.
"Y mientras se iban ubicando, se saludaban todos
con todos -siguió el anciano, después de un generoso sorbo de caña "para
aclarar el garguero", armando un alboroto que resonaba por toda la Tierra, sin darse cuenta de
que, en su festejo, estaban tapando la mayor parte del Arco Iris, con la única
excepción de un pequeño punto de añil, allí en el límite del rojo y el
violeta, que fue el único que pudo dar la voz de alarma: ¡Ayuda! ¡Socorro! ¡Nos
están haciendo desaparecer!'.
"Afortunadamente, la llamada de alarma bajó hasta
los pájaros, que se encontraban en la tierra, y de inmediato salió un
contingente de ellos para tratar de salvar a los colores en peligro. Sin
embargo, no fue tan fácil; ¡ los insectos estaban tan entusiasmados con sus
nuevas amistades que no querían irse de allí!
"Finalmente, los pájaros se pusieron firmes y
amenazaron a los bichos con comérselos si no se iban, y con eso lograron convencerlos
de que abandonaran el Arco Iris. Y allá fueron las calandrias, los gorriones,
chingolos y cardenales -y hasta algún que otro chajá y gallareta, arreando a
las libélulas, las abejas y los mosquitos hacia abajo, rumbo a la tierra.
"Pero aunque parezca mentira, el que se tomó más
a pecho el trabajo de liberar al Arco Iris fue Mbaí-n-umbí, el colibrí, que
por ese entonces era un pajarito chiquito y esmirriado, de color pardo, al que
las demás aves no solían tomar demasiado en serio -continuó el narrador. Y se
lo tomó tan a pecho que fue el único que se quedó hasta el final, cuidando que
ninguna sabandija volviera a subir, o se escondiera entre los colores y los
cubriera.
"Así fue que cuando el Arco Iris, contento por su
liberación, decidió recompensar a los pájaros por su valentía, dedicó una
parte de sus colores para teñir algunas de sus plumas, como el penacho del
cardenal, el pecho del brasita de fuego, las cejas azules de las urracas y
muchos otros más. Pero, como debía ser, Mbaí-n-umbí, que era quien más había
trabajado, recibió orgullosamente en su plumaje todos los colores del Arco
Iris, que todavía hoy anda paseando muy orondo por las selvas del Guayrá".
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