Ore apa netii orpayian obo ota intasati
are. Neeng'olupi apa entasat nabo aaku meisho kake eísho inang'ae...
Un día,
hace mucho tiempo, vivía un hombre con sus dos esposas. La primera esposa tenía
numerosos hijos e hijas, en tanto que la segunda no lograba tener descendencia.
Se
sentía muy triste por no poder ser madre y tener que hacer las tareas
domésticas más difíciles: pastorear el ganado, recoger leña e ir a buscar agua
muy lejos. Y, si se cansaba, no podía quedarse dormida a la sombra de un árbol
pues tenía que vigilar a los asnos. Así, con el tiempo, cogió muchos celos a la
otra mujer, para la cual la vida era mucho más fácil.
Con
ocasión de que la primera esposa tuvo gemelos, la esposa menospreciada, buscó
el modo de deshacerse de su rival.
La noche
anterior a la ceremonia del nombre, mientras la madre y los niños dormían
profundamente, la mujer amordazó a los recién nacidos, les cortó el dedo
meñique y manchó de sangre la boca de su madre. Se llevó a los bebés lejos del
poblado, los metió en un tonel, lo lanzó al río y se lo llevó la corriente.
Después
volvió al poblado y dijo a todo el mundo que la madre había devorado a sus
propios hijos. Como prueba, enseñó los dos dedos meñiques gritando: «¡Mirad,
esto es lo único que he encon-trado de los recién nacidos! ¡Aquí está la prueba
del espantoso crimen que su madre ha cometido!»
Por
mucho que la madre protestó nadie la creyó pues se veían las manchas de sangre
en su rostro y los gemelos habían desaparecido.
Su marido,
triste y abatido por la terrible acción de su mujer, no quiso mantenerla a su
lado y la hizo responsable de los rebaños de asnos, una de las tareas más
duras.
Mientras
tanto el tonel, que continuaba flotando por el río, se quedó varado entre las
ramas de un árbol caído.
Un
hombre que pasaba por allí lo vio.
Se
acercó y lo llevó a la orilla. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando, al abrirlo,
descubrió a los recién nacidos! Los llevó a su casa y los crió.
Años más
tarde, los dos niños habían crecido y se habían convertido en fuertes y bellos
guerreros.
-Padre
-le preguntaban a menudo al hombre, dinos de dónde hemos venido.
-Habéis
venido del río. Yo os recogí cuando erais tan pequeños que podía llevaros a
cada uno en un brazo -respondía el anciano.
-¿Pero
no sabes de dónde venimos, en qué país hemos nacido?
-No sé
nada más, hijos míos. Sé que procedéis de muy lejos pues tenéis en las mejillas
un pequeño círculo que, sin duda, indica que pertenecéis a alguna familia
lejana... Cuando seáis hombres, llegará el día en que tendréis que ir a buscar
a vuestra madre. Pero sois también mis hijos y, hasta que no seáis mayores para
emprender un viaje tan largo, permaneceréis en esta casa, que es donde habéis
crecido -respondía el padre.
Cuando
se hicieron hombres, su padre les dijo:
-Ha
llegado el día en que debéis averiguar de dónde procedéis. Pero no creáis que,
por no saber de qué lugar ni de qué familia venís, no sabéis quiénes sois.
Sois mis
amados hijos y os habéis educado en el respeto a la vida y en el amor a Ngai, nuestro
Dios, que me dio la ventura de sentirme como padre vuestro.
-¿Y qué
vas a hacer tú, padre, durante nuestra ausencia? -le preguntaron los gemelos.
-No lo
sé -respondió el padre. Puede que busque otra mujer que me ayude a cultivar mi shamba. Llevaos este dinero -les dijo
entregándoles una bolsa- y que Dios cuide cada uno de vuestros pasos.
Y,
mientras pronunciaba estas palabras, el anciano volvió a experimentar la
emoción, ahora incluso con más intensidad que en los felices días en que
cuidaba de ellos, de haberles dedicado su vida entera.
Los
gemelos se pusieron en camino.
Caminaron
durante mucho tiempo, trabajando en los poblados por los que pasaban para no
gastar el dinero que su padre les había dado.
Por las
noches, cuando no disponían de un sitio resguardado del frío, se quedaban en
plena sabana a dormir.
Un día,
cuando la estación de las lluvias acababa de comenzar y ellos habían caminado
durante toda la jornada sobre terrenos dificultosos, e incluso habían tenido
que escalar altos farallones, la fortuna les llevó hasta el país de su madre,
en territorio masai.
Muy
fatigados, decidieron dormir bajo un árbol. L
El
cortejo amoroso de los turacos les despertó temprano. Gracias a su excelente
vista pudieron descubrir, por la oscilación de las copas de unos grandes
árboles en la lejanía, la presencia de elefantes. Aguzaron el oído y oyeron un
débil ruido de ramas quebradas. Deseando evitar las rutas de los animales
salvajes que emigraban de los pastos a los humedales, marcharon en dirección
opuesta. El sol, todavía bajo, desgranaba sobre la llanura una luz anaranjada y
bañaba de resplandores dorados las onduladas laderas de las colinas cercanas,
donde pastaban las cebras y las gacelas.
Vieron
en lo más hondo del valle un rebaño de asnos y hacía allí se dirigieron.
Vigilaba a los animales una anciana que acarreaba a sus espaldas una enorme y
pesada banasta llena de leña, sujeta a su frente mediante una correa de cuero.
-Buenos
días, anciana -dijo uno de los gemelos-. ¿Podemos ayudarte a llevar la leña?
Eres demasiado mayor para una carga tan pesada...
-No os preocupéis
por mí -dijo la mujer. Además, hace ya mucho que a nadie le importa lo que me
pueda pasar...
-¿Por
qué tienes que cuidar tú de los asnos? -preguntó uno de ellos. ¿Es que no
tienes hijos que te ayuden?
-Ay, no
-respondió ella-. Dos hijos míos desaparecieron y nadie quiere hablarme desde
aquel maldito día...
Al
acercarse a la mujer los gemelos observaron en sus mejillas unos círculos
semejantes a los suyos.
Impresionados,
le contaron su historia:
-Estamos
buscando el país donde vive nuestra madre porque no conocemos nuestros
orígenes. Puede que, como tenemos las mismas marcas que tú en las mejillas,
sepas decirnos quiénes somos.
La
anciana se acercó a ellos, miró los círculos y dijo:
-¿De
dónde venís, queridos míos?
-Venimos
de un país muy lejano, cerca de un lago tan grande que los pájaros tienen que
volar por la orilla para ir de un lado al otro. Nuestro padre nos recogió
cuando éramos muy niños y en el país del que venimos nadie tiene marcas como
las nuestras. Puede que nuestra madre, o el padre que nos engendró, nos hiciera
estas marcas, las mismas que tienes tú en tus mejillas.
-Esas
señales fueron hechas, sin duda, por vuestros padres con ol-ngeriantus, una
flor que crece en la estación de las grandes lluvias y que usamos por aquí para
colorear la piel. Pero vuestros dientes y vuestras orejas están intactos.
Vosotros no habéis crecido entre los masai.
Su
espíritu viajó hacia el pasado y recordó haber aplicado ella misma la savia
para teñir la piel sobre las incisiones circulares que había hecho en las
mejillas de sus añorados hijos.
Al
recordar el dolor que había sentido por la pérdida de una vida tan feliz se
desvaneció; pero los guerreros la sujetaron antes de que cayese al suelo.
-Estás
demasiado fatigada, anciana. Déjanos ayudarte en tus tareas.
-Vuestra
historia ha despertado mis propios sufrimientos -dijo la mujer- pues yo también
perdí a mis seres queridos. Os contaré cómo fue...
Los dos
guerreros ayudaron a sentarse a la anciana bajo un árbol, le dieron agua fresca
y escucharon su historia. Según avanzaba en su relato iban comprendiendo que
aquella mujer era su madre.
-¡Mira
nuestras manos, madre! -exclamaron. ¡Nos falta un dedo a cada uno! ¡Somos tus
hijos! ¡Vayamos juntos al poblado para que se sepa toda la verdad!
Por
primera vez después de mucho tiempo gruesas lágrimas recorrieron las negras
mejillas de la anciana, ya arrugadas y curtidas por el sol. La pena y la
alegría se entremezclaban en su ánimo, desbordado por tan intensas emociones.
Los
gemelos vistieron a su madre con los más bellos ropajes y adornaron sus muñecas
y su cuello con preciosas joyas. Dejaron a los asnos pastando y marcharon
juntos al poblado.
Las
gentes se sorprendieron al ver a la anciana tan bien vestida y tan enjoyada. Al
ver a los dos hombres, su sorpresa aún fue mayor. Dijeron:
-Anciana,
¿no serán éstos, aquellos dos niños que te comiste?
-Sí
-respondió la mujer, son mis hijos. Yo nunca me los comí. Aquí los tenéis ante
vosotros, bien vivos y dispuestos a contaros su historia.
Un
anciano se aproximó a los guerreros y tocó sus mejillas. Al instante reconoció
a sus hijos. Emocionado, los estrechó entre sus brazos.
-Todo ha
sido por mi culpa -dijo él lleno de cólera, por no haber creído a vuestra madre
y haber confiado en mi segunda esposa, que intentó separarnos para siempre. Voy
a buscarla ahora mismo y a matarla ante vuestros propios ojos para reparar mi
error.
-No
hagas tal cosa, padre. Buscábamos nuestros orígenes, pero tenemos conciencia
porque nuestro padre adoptivo nos enseñó el valor que tiene la vida. No mates a
esa mujer. Castígala a llevar una vida miserable y penosa como la que ha
llevado nuestra madre durante todo ese tiempo.
Y así se
hizo y así fue cómo los gemelos la encontraron a sus verdaderos padres.
También
descubrieron que tenían sentido todas las buenas ideas que su padre adoptivo
les había inculcado.
Se
celebró una ceremonia que duró la noche entera y en ella participó toda la
comunidad, unida en alegres cánticos e interminables danzas.
Los
gemelos vivieron dichosos en compañía de sus padres y pronto olvidaron sus
largos años de separación. Se sentían felices en su nueva vida de nómadas y
pudieron visitar al hombre que les había criado y cuidar de él hasta su muerte.
Fuente: Anne W. Faraggi
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