Sería
difícil encontrar en todo el territorio del litoral un animal, un árbol, una
flor o un accidente geográfico que no tuviera tras de sí una leyenda, ya sea
triste, jocosa, trágica o heroica. El valle de Sá-guazú no podía ser menos. Su
historia le fue contada al antropólogo Joaquín Fuentes por un chamá (shaman)
tupí en una reservación (ahora llamada eufemísticamente
"asenta-miento") cercana a El Tigre, en el departamento de Cainguá,
provincia de Misiones.
Desafortunadamente,
la leyenda fue narrada en guaraní y traducida posteriormente por un intérprete
no demasiado versado en el idioma español, por lo que debió ser reescrita para
facilitar su lectura.
Al poniente de los cerros del Chapa, entre los arroyos
Tabay por el norte y Yabebirí al sur, se extiende un ancho valle conocido con
el nombre de Sa-guazú, cuya denominación significa, literalmente, "Ojo de
gran tamaño". Si bien hoy se encuentra cubierto de sembradíos, montes de
frutales y rústicas chozas de labradores, tiempo atrás fue una selva impenetrable,
cuyo nombre se atribuye a un ser sobre-natural que habitaba entre sus
imponentes timbós, guayacanes y
ceibos. A esta criatura se la conocía bajo el nombre de avá-posú, u hombre que se alimenta de carne humana. Aquel antropófago
tenía un solo ojo en medio de la frente, piernas muy cortas y combadas, brazos
largos hasta muy abajo de las rodillas, uñas como garfios, aceradas y de una
cuarta de largo, dientes puntiagudos como los de un tigre, implantados en una
boca ancha y hedionda, y una espesa pelambrera hirsuta que le cubría todo el
cuerpo. La mayor parte del tiempo la pasaba trepado en los árboles más altos,
vigilando los caminos, espiando el paso de viajeros desprevenidos, que satisfarían
su voraz e insaciable apetito.
Cientos de veces los tendótara reunieron a sus guerreros para tenderle emboscadas, pero
todo resultó en vano, y los lugareños, desalentados, optaron por no transitar
más los caminos que consideraban más peligrosos y por encerrarse en sus
chozas, tapiando puertas y ventanas con trancas.
Con estas medidas, Sa-guazú veía transcurrir los días
sin ver a un solo ser humano, y su apetito crecía y crecía, sin poder
satisfacerlo. Recurrió entonces a un ardid y comenzó a batir un peteque-peteque, el instrumento que
desafía a los hombres a pelear. Esto le significó un buen atracón, pero finalmente
hubo de abandonarlo, porque los hombres pronto aprendieron a ignorarlo.
Y así, noche tras noche y día tras día, Sa-guazú
vigilaba desde sus atalayas aburrido y hambriento, mientras estiraba sus
piernas zambas; por sobre su cabeza escuchaba el zumbar de las abejas que
transitaban atareadas y, por debajo, en el piso de la selva, veía pasar los
furtivos carpinchos, asomar tímidos guasunchos
y deslizarse las temibles ñacaninás
en busca de sus víctimas. Sin embargo, Sa-guazú nada percibía de todo aquello;
sus ojos y sus oídos estaban pendientes de captar la presencia de una nueva
víctima que saciara su apetito.
Repentinamente, el grito de un tero rasgó el silencio
como la trompeta de un centinela alerta. El monstruo se escondió rápida-mente
entre las frondas de un un urunday, presintiendo una presen-cia humana; su
única pupila comenzó a registrar los alrededores, hasta distinguir, bastante
lejos aún, una silueta casi ingrávida que avanzaba en su dirección. La luna
llena resaltaba las blancas vestiduras de la aparición, que emitía quejumbrosos
lamentos femeninos mientras avanzaba por el sendero.
Sa-guazú saltó a su encuentro desde las ramas del urunday
y la fantasmal figura se detuvo, clavando en los suyos una mirada de fuego. Al
instante, el caníbal quedó congelado: los ojos de la mujer eran más espantosos
que el suyo propio, y parecían dos ascuas de fuego reluciendo en el fondo de
dos órbitas negras como el azabache.
Por un instante, el salvaje no supo qué hacer,
amilanado por aquella presencia, pero luego recobró el ánimo y extendió las
garras para atraparla y arrastrarla a su cubil. Pero, increíblemente ella se
escabulló de sus garras, deslizándose sin tocar el suelo más que con el ruedo
de su túnica.
Burlado, Sá-guazú la siguió, arrojándole zarpazos,
seguro de alcanzarla rápidamente, asombrado de no haberla atrapado en su
primer intento.
Sin embargo, la aparición parecía moverse aún mejor
que él sobre las piedras y la maleza. Hasta parecía que los árboles y las
zarzas se apartaban para dejarla pasar. A pesar de estar segura de que la
fiera la seguía, en ningún momento volvió la vista atrás, deslizándose
ingrávida sobre el terreno, mientras que Sa-guazú tropezaba constantemente con
los guijarros, se tambaleaba a punto de caer y se hería con las espinas de los
arbustos, pero continuaba tenazmente la persecución de la mujer blanca, que se
alejaba serenamente por un camino que parecía conocer perfectamente.
Al cabo de cierto tiempo, ya habían dejado atrás los
campos sembrados, los senderos trazados por los cazadores, los caminos
trillados y hasta los bosques, y ahora se desplazaban por un desierto de un
extraño polvo de color ocre, moteado aquí y allá por peñascos blancos que
resaltaban como fantasmas bajo la plateada luz de Yací-cuná, la luna llena. Pronto quedaron atrás también esas rocas,
y comenzaron a aparecer otras, negras y retorcidas, como árboles quemados por
el rayo. La persecución se hacía cada vez más agresiva; la supuesta presa del
monstruo, subestimada al principio por considerarla fácil, demostraba ahora
unas cualidades que Sa-guazú no había imaginado jamás.
Al llegar junto a las rocas negras, la extraña
caminante nocturna inició nuevamente su llanto desgarrador y, al oírlo, el
cíclope reavivó sus esfuerzos por alcanzarla, con el fin de acallarla
definitivamente.
El panorama era desolador: de un lado el frío y ocre
desierto; del otro, un farallón inexpugnable del mismo material que las negras
rocas sobre las que el monstruo saltaba de una a otra, y la mujer se desplazaba
grácilmente, sin tocarlas.
Una vez más cambió el panorama. Las negras y extrañas
rocas desa-parecieron, dejando su lugar a otras formaciones blanquecinas, de
formas tan raras como las anteriores. Repentinamente, el monstruo comenzó a
percibir una sensación de que algo no andaba bien en aquel asunto; aquellas
rocas blanquecinas, iluminadas por la luna tenían toda la apariencia de un
osario. Sin saber a ciencia cierta por qué, comenzó a recelar algún peligro
próximo y a presentir que algo ominoso se cernía sobre él; sin embargo, su
orgullo era demasiado grande para dejarse llevar por un presentimiento y, por
otra parte, había llegado tan lejos persiguiendo aquella aparición, que ni
siquiera pasó por su mente la idea de abandonar el acoso. A todo ello se sumaba
el incentivo de la presa, que ningún cazador desoye, y la caprichosa terquedad
del que nunca ha perdido una. Impulsado por todas esas emociones, Sa-guazú
continuó su carrera, a pesar de que aquella fugitiva no representaba para él
ni siquiera una mujer desde el punto de vista erótico, ya que su único objetivo
en el contacto con el género humano era utilizarlo como alimento. Pero la
seguía precisamente por eso, acicateado por el supremo desdén que le inspiraba
la humanidad entera, en la que solo veía una fuente de alimentación.
Repentinamente, una luz de alarma se encendió en su obtuso
cerebro: se encontraban en las cercanías del Ita-kuá, el infinito abismo que traga a sus víctimas y no las
devuelve jamás. El horroroso rostro del monstruo se contrajo en una mueca
bestial. Al fin, había descifrado las intenciones de la mujer que perseguía. Y
justo en el momento en que se encontraba a punto de asirla por la túnica; ya
al borde del abismo, sintió bajo sus pies chatos un ruido como de piedras
sueltas, pero no le dio importancia al hecho. Su grosera confianza en sí mismo
lo convertía, a sus ojos, en el ser más fuerte del mundo y, por ende de ellos
dos. ¿Por qué iba a retroceder por unos simples guijarros?
Impelido por su omnipotencia, aceleró su carrera y se
precipitó sobre la aparición, sin medir las consecuencias. Pero su esfuerzo
fue en vano; la sutil y delicada figura femenina se hundió grácilmente en la
negra hendidura en la roca e, inmediatamente, Sa-guazú sintió que la tierra se
desmoronaba bajo sus pies chatos, desbarrancándolo a la nada eterna.
El silencio volvió a cubrir la caverna y las extrañas
formas de piedra que la rodeaban; desde arriba, Yací, la luna, y su corte de
estrellas contemplaron impasibles el desenlace de la persecución. Nada se movía
en el desierto ocre y despoblado. Sin embargo, alguien debió haber sido testigo
presencial del trágico final, alguien que logró regresar del páramo maldito y
hacer llegar a la avaité el relato,
añadiendo que la blanca quimera que condujo a Sá-guazú fue, a su vez, una de
sus víctimas, de vuelta de los dominios de Añá
para acabar con él.
Jamás se supo el nombre de la autora de la venganza,
pero aún se dice que, cada tanto, reaparece en los caminos vecinales,
anunciando epidemias, calamidades o desgracias colectivas. Al menos, así lo
afirman los vecinos de la villa de Ybí-atí
pané (cerro nefasto o aciago) un pequeño poblado cercano, según ellos, al Itakuá, del cual afirman que deriva el
nombre de la aldea.
0.015.3 anonimo (argentina) - 027
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