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lunes, 4 de noviembre de 2013

La hebrea del bosque

En uno de los parajes más hermosos de la provincia de Corrientes, denominado Laguna Itatí, en pleno estero del Iberá, existía un pequeño rancho, hoy casi derruido, pero que alguna vez fue una vivienda de humilde condición, que era casi la única molécula de vida humana perdida entre esas vastas inmensidades selváticas y agrestes.
Y fue allí, en las proximidades de esa humilde vivienda, donde se desarrolló la tragedia de amor y coraje que la gente de la región aún suele contar en los atardeceres de verano, cuando los ceibos desgranan sus rosarios de sangre sobre las mansas aguas de la laguna.

Cuenta la leyenda que a orillas de la laguna, en medio de esos ariscos y enmarañados montes que parecen haber resis­tido el agresivo embate de los siglos, vivía un modesto matri­monio de ancianos: don Gervasio Funes y su esposa Domin­ga, cuyo único bien terrenal consistía en una nieta, joven y  hermosa, de nombre Esther, pero más conocida por los veci­nos como "la Hebrea", quizás por las remotas reminiscencias semitas de su nombre.
Ambos ancianos, octogenarios ya, pasaban cansinamente el resto de sus días en aquellas apartadas soledades, sin otra compañía que la de su nieta, luz de sus ojos, que velaba solí­citamente por ellos, complaciéndose en prodigarles todo el bienestar que su precaria situación económica les permitía.
Día tras día sus vidas se deslizaban solitaria, aunque apa­ciblemente, en medio del ambiente selvático y lujurioso, ex­quisitamente aromado por los delicados perfumes de aquel edén guaraní, cultivando la modesta huerta que los proveía de alimentos y criando algunas aves de corral, que luego can­jeaban en la aldea cercana por los enseres y provisiones mí­nimos e indispensables para su subsistencia.
Pero aquella vida dura y solitaria también tenía sus com­pensaciones para la joven Esther quien, a pesar de no disfru­tar de la compañía de otros jóvenes de su edad, se sentía feliz cuando podía recorrer las umbrías picadas trazadas a ma­chete entre los añosos lapachos y quebrachos del bosque que, como duendes protectores, extendían sus ramas sobre el te­cho del rancho, mitigando los calores del verano y aminoran­do los rigores de la lluvia durante las repentinas y violentas tormentas invernales.
Desde muy pequeña, Esther había aprendido a amar entrañable-mente a todos aquellos venerables árboles, co­locados allí por la mano divina del Creador y que, en su fraternal abrazo con las lianas y ,enredaderas que los ador­naban, entonaban a diario su canto a la vida, con sus ho­jas susurrando tiernamente su agradecimiento a la madre naturaleza.
Largas horas pasaba la niña escuchando los sonidos de la selva: el dulce trino de las calandrias, el áspero chistido de los cardenales, la sonora requisitoria del zorzal y el quejumbro­so lamento del urutaú que resonaba lúgubremente en el oca­so ensangrentado de la tarde que moría, envuelta en su mor­taja de estrellas.
Era muy sencilla la vida de la Hebrea: se levantaba antes que el sol comenzara a teñir de oro las copas de los más altos pa­triarcas del monte, despertada por el delicado trino de las aves y aspirando ávidamente el perfume con que las flores agrade­cen a Dios el don de la vida, especialmente dulce cuando la au­rora comienza a dar paso al día que se aproxima. Su primera ocupación, de la que disfrutaba particularmente, era cebar a sus abuelos los habituales mates amargos con que iniciaban su jornada, para luego barrer el patio de tierra frente al rancho, con la escoba que las propias manos laboriosas de su abuela habían confeccionado, con tallos de kapií-katí, prolijamente atados con lianas al extremo de una delgada pero resistente va­ra de lapacho. El paso siguiente consistía en tomar su cántaro y encaminarse al arroyo, entonando alguna de sus canciones favoritas, con una voz tan dulce y armoniosa que hasta las aves suspendían sus trinos para escucharla.
Una vez recogida la provisión de agua para el día, armaba su acostumbrado ramo de flores de ceibo y otras flores silves­tres y reemprendía el regreso al rancho, a preparar el guare­pá para sus abuelos.
Pero una mañana en que se dirigía al arroyo a llenar su viejo cántaro, vio con sorpresa un gran ramo de flores que pendía de una rama en el camino que ella solía seguir, como si estuviera esperándola. Se trataba de un hermoso manojo de flores de ceibo, margaritas y mburucuyás, prolijamente atadas con una cinta verde, que se mecía suavemente, empu­jado por la fresca brisa matinal.
Irresistiblemente atraída hacia el ramillete, movida por su natural curiosidad femenina, lo desató y, luego de revisarlo con atención, lo sujetó de nuevo a la rama, mirando a su al­rededor como para convencerse de que nadie la observaba.
Sin embargo, el atractivo del ramo, compuesto principal­mente por flores de ceibo, que eran con mucho sus preferi­das, fue demasiado para su prudencia; dejarlo allí, para que se marchitaran -pensó- era un desperdicio y una falta de consideración para quien lo había preparado.
Al cabo de un instante de duda y a pesar de sentirse aún invadida de una extraña sensación, como si estuviera hacien­do algo indebido, no pudo resistir más y descolgó nuevamen­te el ramo, colocándolo en el cántaro y alejándose rápida­mente, como una corzuela que huyera aterrada del ladrido de los mastines que la persiguieran.
Pero al día siguiente, mientras recorría la selva solitaria y umbría, caminando tranquilamente sobre el mullido colchón de hojas secas y recogiendo al pasar las acostumbradas flores de las enredaderas, se sorprendió otra vez al encontrar, col­gado de la misma rama que el día anterior, un nuevo ramo de flores, tan prolijamente atado como el otro. Ya con más con­fianza, no vaciló en recogerlo, colocándolo otra vez sobre el cántaro y concentrándose en la tarea de llenarlo en la límpi­da corriente.
Pero tan pronto como había reanudado sus tareas cotidia­nas, fue interrumpida por una voz cercana y viril que surgía de detrás de un grueso timbó, seguida de la aparición de un muchacho, joven y bien parecido, que se dirigía rectamente hacia ella.
A pesar de su escasa relación con sus vecinos, Esther lo re­conoció inmediatamente: se trataba del hijo adolescente del dueño de una estancia próxima, un joven de nombre Santia­go quien, en una de sus tantas recorridas en busca de gana­do perdido, había visto a la hermosa joven y ardía en deseos de conocerla.
-Veo que has recogido mis flores -dijo el joven a modo de introducción, pero dime: ¿qué hace una mujer hermosa co­mo tú, sola en este rincón de la selva?
-He venido a recoger agua del arroyo y a cortar algunas flores para llevarle a mis ijhá-yará -respondió ella, algo tur­bada, ya que era la primera vez que hablaba con un hombre que no fuera su abuelo.
-¿Y no tienes miedo de los tigres y las otras alimañas que pululan por el monte? -preguntó el joven.
-Nunca he tenido ocasión de tener miedo, porque siempre he cruzado por estos sitios, sola y jamás me ha sucedido na­da -respondió la Hebrea, ruborizándose levemente ante la penetrante mirada de Santiago.
-¿Y por qué te gustan tanto las flores de los ceibos? -con­tinuó el muchacho, después de un breve silencio en que sus ojos no se apartaron de los de ella.
-Es que me fascina la forma en que se mecen en el viento y me encanta ver cómo caen en la corriente, como gotas de sangre, y navegan llevadas por el agua.
-¡Entonces no te negarás a aceptar las que he cortado para ti! -respondió de inmediato el muchacho, mostrando la mano izquierda que mantenía oculta a la espalda, sosteniendo un ra­mo similar a los que antes había dejado colgados de la rama.
-Jamás podría negarme a aceptarlo, porque son mis flo­res predilectas y me las ofreces de buena fe -respondió Esther. Y estoy segura de que a mis abuelos también les agradarán.
-Entonces llévaselas y mañana recogeré algunas más para ti.
Y luego de despedirse afectuosamente de la Hebrea se ale­jó rumbo a su hogar, con el corazón latiendo de anticipación ante el encuentro del día siguiente
La muchacha, por su parte, continuó su camino hacia el arroyo, llenó su cántaro y regresó al rancho, cantando una tierna endecha en guaraní.
A partir de aquel día, la reunión en el sendero se convirtió en una cita ineludible, ansiada por ambos, que cada mañana repetían el cariñoso encuentro bajo el dosel del anciano tim­bó, mudo testigo de aquel inocente idilio de adolescentes. Allí conoció la Hebrea las primeras mieles del amor; allí el trino de los pájaros se hizo más dulce al contemplar el cariño de los jóvenes.
Hasta que una mañana, imprevistamente, se desató la tra­gedia. Esther, como de costumbre, cruzaba lentamente el monte bajo la sombra de los quebrachos, rumbo a su cita con Santiago, sumida en sus recuerdos y sus ensueños, cuando un sonido inusual la sacó de su abstracción. Intrigada, bajó la vista al suelo de la selva, escudriñando la alfombra de hier­ba extendida bajo el manto de vegetación, y un escalofrío su­bió desde lo más profundo de su ser, haciendo correr un frío de muerte a lo largo de su espina dorsal; allí, frente mismo a sus pies, divisó la enorme huella de un tigre, todavía recien­te, ya que los pastos que el animal había hollado con su pata aún no se enderezaban del todo.
Aterrada por las implicancias de aquel rastro, quiso huir hacia el rancho, pero un terrible bramido le congeló la san­gre en las venas. Horrorizada y sin saber qué rumbo tomar, prorrumpió en un alarido de terror que repercutió fragorosa­mente en el repentino silencio que el rugido había provocado entre los habitantes del monte.
Al momento siguiente la fiera, que había venteado a su víc­tima, surgió de un recodo de la picada, con el ominoso andar del carnicero que sabe segura a su presa. Obnubilada por el pánico, Esther contempló las enormes fauces abiertas, la bo­ca babeante y el rápido trote que se transformaba en frenéti­ca carrera al acercarse a su víctima, hasta que un piadoso desmayo la hizo caer cuan larga era sobre la mullida alfom­bra de hojas y flores silvestres, evitándole el lacerante dolor de las heridas con que el felino terminó con esa felicidad que recién había aprendido a saborear.
Santiago, que se encaminaba exultante a su diario encuen­tro con la joven, oyó también los bramidos de la fiera y los agudos gritos de su amada, que aúnn resonaban entre los ár­boles del bosque. Corrió hacia el lugar de donde partían los sonidos y quedó paralizado ante el dantesco panorama que se presentó a sus ojos; sobre la hierba, ensangrentado y exá­nime, pudo ver el cuerpo de su amada y a corta distancia, agitando nerviosamente su cola de un lado a otro, la silueta del tigre, sentado sobre sus cuartos traseros, ignorante, en su inocente naturaleza salvaje, del drama que acababa de desen­cadenar.
La furia y la desesperación enturbiaron por un instante los sentidos del joven, que contempló fijamente al tigre, antes de echar mano al facón, en un movimiento relampagueante. Desnudando el acero, fijó los ojos en los del animal, tratando de intuir el momento del ataque, que no tardó en producirse.
El encuentro fue una verdadera batalla de titanes; ambos eran fieras, ambos tenían sed de sangre: el tigre movido por su instinto carnicero y el hombre por la angustia de ver a su amada muerta.
De un solo salto, el tigre se abalanzó sobre Santiago, que lo aguantó a pie firme, protegiéndose de las garras con el poncho y hundiéndole la afilada hoja en el pecho; luego, ya todo se transformó en un borroso torbellino de garras, furia y acero, en el cual la sangre de ambos regó profusamente el suelo de la selva. Los dos se hallaban heridos de muerte pe­ro, en un esfuerzo supremo, Santiago traspasó con su facón el corazón de la bestia que, en un estertor final, destrozó la garganta del joven de un zarpazo.
A pesar de la terrible herida, por la cual se escapaba su vida a borbotones, el valiente joven logró arrastrarse has­ta el cuerpo de su amada y, tomando su mano, exhaló su último suspiro, tras lo cual sus almas se reunieron en el paraíso que el Supremo reserva a los amantes puros y ab­negados.
Algún tiempo después, los ancianos abuelos de la joven, preocupados por su tardanza, salieron en su busca, tropezan­do con el horroroso cuadro de los dos amantes muertos. Avi­saron al padre del joven y entre todos decidieron, de común acuerdo, enterrar sus cuerpos en el lugar donde los dos ha­bían conocido su felicidad, colocando sobre la tumba común una rústica cruz hecha con dos ramas de ceibo atadas con lianas y esparciendo sobre ella grandes ramos de flores de ese árbol que, con el tiempo, según cuenta la leyenda, se trans­formaron en un ceibal que aún puede verse en las riberas de la laguna Itatí, cuyas flores son famosas por el rojo de sus co­rolas, quizás irrigadas por la sangre de los amantes muertos.

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