En uno de
los parajes más hermosos de la provincia de Corrientes, denominado Laguna
Itatí, en pleno estero del Iberá, existía un pequeño rancho, hoy casi derruido,
pero que alguna vez fue una vivienda de humilde condición, que era casi la
única molécula de vida humana perdida entre esas vastas inmensidades selváticas
y agrestes.
Y fue allí,
en las proximidades de esa humilde vivienda, donde se desarrolló la tragedia de
amor y coraje que la gente de la región aún suele contar en los atardeceres de
verano, cuando los ceibos desgranan sus rosarios de sangre sobre las mansas
aguas de la laguna.
Cuenta la leyenda que a orillas de la laguna, en medio
de esos ariscos y enmarañados montes que parecen haber resistido el agresivo
embate de los siglos, vivía un modesto matrimonio de ancianos: don Gervasio
Funes y su esposa Dominga, cuyo único bien terrenal consistía en una nieta,
joven y hermosa, de nombre Esther, pero
más conocida por los vecinos como "la Hebrea ", quizás por las remotas
reminiscencias semitas de su nombre.
Ambos ancianos, octogenarios ya, pasaban cansinamente
el resto de sus días en aquellas apartadas soledades, sin otra compañía que la
de su nieta, luz de sus ojos, que velaba solícitamente por ellos, complaciéndose
en prodigarles todo el bienestar que su precaria situación económica les
permitía.
Día tras día sus vidas se deslizaban solitaria, aunque
apaciblemente, en medio del ambiente selvático y lujurioso, exquisitamente
aromado por los delicados perfumes de aquel edén guaraní, cultivando la modesta
huerta que los proveía de alimentos y criando algunas aves de corral, que luego
canjeaban en la aldea cercana por los enseres y provisiones mínimos e
indispensables para su subsistencia.
Pero aquella vida dura y solitaria también tenía sus
compensaciones para la joven Esther quien, a pesar de no disfrutar de la
compañía de otros jóvenes de su edad, se sentía feliz cuando podía recorrer las
umbrías picadas trazadas a machete entre los añosos lapachos y quebrachos del
bosque que, como duendes protectores, extendían sus ramas sobre el techo del
rancho, mitigando los calores del verano y aminorando los rigores de la lluvia
durante las repentinas y violentas tormentas invernales.
Desde muy pequeña, Esther había aprendido a amar
entrañable-mente a todos aquellos venerables árboles, colocados allí por la
mano divina del Creador y que, en su fraternal abrazo con las lianas y
,enredaderas que los adornaban, entonaban a diario su canto a la vida, con sus
hojas susurrando tiernamente su agradecimiento a la madre naturaleza.
Largas horas pasaba la niña escuchando los sonidos de
la selva: el dulce trino de las calandrias, el áspero chistido de los
cardenales, la sonora requisitoria del zorzal y el quejumbroso lamento del urutaú que resonaba lúgubremente en el
ocaso ensangrentado de la tarde que moría, envuelta en su mortaja de
estrellas.
Era muy sencilla la vida de la Hebrea : se levantaba antes
que el sol comenzara a teñir de oro las copas de los más altos patriarcas del
monte, despertada por el delicado trino de las aves y aspirando ávidamente el
perfume con que las flores agradecen a Dios el don de la vida, especialmente
dulce cuando la aurora comienza a dar paso al día que se aproxima. Su primera
ocupación, de la que disfrutaba particularmente, era cebar a sus abuelos los
habituales mates amargos con que iniciaban su jornada, para luego barrer el
patio de tierra frente al rancho, con la escoba que las propias manos
laboriosas de su abuela habían confeccionado, con tallos de kapií-katí, prolijamente atados con
lianas al extremo de una delgada pero resistente vara de lapacho. El paso
siguiente consistía en tomar su cántaro y encaminarse al arroyo, entonando
alguna de sus canciones favoritas, con una voz tan dulce y armoniosa que hasta
las aves suspendían sus trinos para escucharla.
Una vez recogida la provisión de agua para el día,
armaba su acostumbrado ramo de flores de ceibo y otras flores silvestres y
reemprendía el regreso al rancho, a preparar el guarepá para sus abuelos.
Pero una mañana en que se dirigía al arroyo a llenar
su viejo cántaro, vio con sorpresa un gran ramo de flores que pendía de una
rama en el camino que ella solía seguir, como si estuviera esperándola. Se
trataba de un hermoso manojo de flores de ceibo, margaritas y mburucuyás, prolijamente atadas con una
cinta verde, que se mecía suavemente, empujado por la fresca brisa matinal.
Irresistiblemente atraída hacia el ramillete, movida
por su natural curiosidad femenina, lo desató y, luego de revisarlo con
atención, lo sujetó de nuevo a la rama, mirando a su alrededor como para
convencerse de que nadie la observaba.
Sin embargo, el atractivo del ramo, compuesto
principalmente por flores de ceibo, que eran con mucho sus preferidas, fue
demasiado para su prudencia; dejarlo allí, para que se marchitaran -pensó- era
un desperdicio y una falta de consideración para quien lo había preparado.
Al cabo de un instante de duda y a pesar de sentirse
aún invadida de una extraña sensación, como si estuviera haciendo algo
indebido, no pudo resistir más y descolgó nuevamente el ramo, colocándolo en
el cántaro y alejándose rápidamente, como una corzuela que huyera aterrada del
ladrido de los mastines que la persiguieran.
Pero al día siguiente, mientras recorría la selva
solitaria y umbría, caminando tranquilamente sobre el mullido colchón de hojas
secas y recogiendo al pasar las acostumbradas flores de las enredaderas, se
sorprendió otra vez al encontrar, colgado de la misma rama que el día
anterior, un nuevo ramo de flores, tan prolijamente atado como el otro. Ya con
más confianza, no vaciló en recogerlo, colocándolo otra vez sobre el cántaro y
concentrándose en la tarea de llenarlo en la límpida corriente.
Pero tan pronto como había reanudado sus tareas
cotidianas, fue interrumpida por una voz cercana y viril que surgía de detrás
de un grueso timbó, seguida de la
aparición de un muchacho, joven y bien parecido, que se dirigía rectamente
hacia ella.
A pesar de su escasa relación con sus vecinos, Esther
lo reconoció inmediatamente: se trataba del hijo adolescente del dueño de una
estancia próxima, un joven de nombre Santiago quien, en una de sus tantas
recorridas en busca de ganado perdido, había visto a la hermosa joven y ardía
en deseos de conocerla.
-Veo que has recogido mis flores -dijo el joven a modo
de introducción, pero dime: ¿qué hace una mujer hermosa como tú, sola en este
rincón de la selva?
-He venido a recoger agua del arroyo y a cortar
algunas flores para llevarle a mis ijhá-yará
-respondió ella, algo turbada, ya que era la primera vez que hablaba con un
hombre que no fuera su abuelo.
-¿Y no tienes miedo de los tigres y las otras alimañas
que pululan por el monte? -preguntó el joven.
-Nunca he tenido ocasión de tener miedo, porque siempre
he cruzado por estos sitios, sola y jamás me ha sucedido nada -respondió la Hebrea , ruborizándose
levemente ante la penetrante mirada de Santiago.
-¿Y por qué te gustan tanto las flores de los ceibos?
-continuó el muchacho, después de un breve silencio en que sus ojos no se
apartaron de los de ella.
-Es que me fascina la forma en que se mecen en el
viento y me encanta ver cómo caen en la corriente, como gotas de sangre, y
navegan llevadas por el agua.
-¡Entonces no te negarás a aceptar las que he cortado
para ti! -respondió de inmediato el muchacho, mostrando la mano izquierda que
mantenía oculta a la espalda, sosteniendo un ramo similar a los que antes
había dejado colgados de la rama.
-Jamás podría negarme a aceptarlo, porque son mis flores
predilectas y me las ofreces de buena fe -respondió Esther. Y estoy segura de
que a mis abuelos también les agradarán.
-Entonces llévaselas y mañana recogeré algunas más
para ti.
Y luego de despedirse afectuosamente de la Hebrea se alejó rumbo a su
hogar, con el corazón latiendo de anticipación ante el encuentro del día
siguiente
La muchacha, por su parte, continuó su camino hacia el
arroyo, llenó su cántaro y regresó al rancho, cantando una tierna endecha en
guaraní.
A partir de aquel día, la reunión en el sendero se
convirtió en una cita ineludible, ansiada por ambos, que cada mañana repetían
el cariñoso encuentro bajo el dosel del anciano timbó, mudo testigo de aquel
inocente idilio de adolescentes. Allí conoció la Hebrea las primeras mieles
del amor; allí el trino de los pájaros se hizo más dulce al contemplar el
cariño de los jóvenes.
Hasta que una mañana, imprevistamente, se desató la
tragedia. Esther, como de costumbre, cruzaba lentamente el monte bajo la
sombra de los quebrachos, rumbo a su cita con Santiago, sumida en sus recuerdos
y sus ensueños, cuando un sonido inusual la sacó de su abstracción. Intrigada,
bajó la vista al suelo de la selva, escudriñando la alfombra de hierba
extendida bajo el manto de vegetación, y un escalofrío subió desde lo más profundo
de su ser, haciendo correr un frío de muerte a lo largo de su espina dorsal;
allí, frente mismo a sus pies, divisó la enorme huella de un tigre, todavía
reciente, ya que los pastos que el animal había hollado con su pata aún no se
enderezaban del todo.
Aterrada por las implicancias de aquel rastro, quiso
huir hacia el rancho, pero un terrible bramido le congeló la sangre en las
venas. Horrorizada y sin saber qué rumbo tomar, prorrumpió en un alarido de
terror que repercutió fragorosamente en el repentino silencio que el rugido
había provocado entre los habitantes del monte.
Al momento siguiente la fiera, que había venteado a su
víctima, surgió de un recodo de la picada, con el ominoso andar del carnicero
que sabe segura a su presa. Obnubilada por el pánico, Esther contempló las
enormes fauces abiertas, la boca babeante y el rápido trote que se
transformaba en frenética carrera al acercarse a su víctima, hasta que un
piadoso desmayo la hizo caer cuan larga era sobre la mullida alfombra de hojas
y flores silvestres, evitándole el lacerante dolor de las heridas con que el
felino terminó con esa felicidad que recién había aprendido a saborear.
Santiago, que se encaminaba exultante a su diario
encuentro con la joven, oyó también los bramidos de la fiera y los agudos
gritos de su amada, que aúnn resonaban entre los árboles del bosque. Corrió
hacia el lugar de donde partían los sonidos y quedó paralizado ante el dantesco
panorama que se presentó a sus ojos; sobre la hierba, ensangrentado y exánime,
pudo ver el cuerpo de su amada y a corta distancia, agitando nerviosamente su
cola de un lado a otro, la silueta del tigre, sentado sobre sus cuartos
traseros, ignorante, en su inocente naturaleza salvaje, del drama que acababa
de desencadenar.
La furia y la desesperación enturbiaron por un
instante los sentidos del joven, que contempló fijamente al tigre, antes de
echar mano al facón, en un movimiento relampagueante. Desnudando el acero, fijó
los ojos en los del animal, tratando de intuir el momento del ataque, que no
tardó en producirse.
El encuentro fue una verdadera batalla de titanes;
ambos eran fieras, ambos tenían sed de sangre: el tigre movido por su instinto
carnicero y el hombre por la angustia de ver a su amada muerta.
De un solo salto, el tigre se abalanzó sobre Santiago,
que lo aguantó a pie firme, protegiéndose de las garras con el poncho y
hundiéndole la afilada hoja en el pecho; luego, ya todo se transformó en un
borroso torbellino de garras, furia y acero, en el cual la sangre de ambos regó
profusamente el suelo de la selva. Los dos se hallaban heridos de muerte pero,
en un esfuerzo supremo, Santiago traspasó con su facón el corazón de la bestia
que, en un estertor final, destrozó la garganta del joven de un zarpazo.
A pesar de la terrible herida, por la cual se escapaba
su vida a borbotones, el valiente joven logró arrastrarse hasta el cuerpo de
su amada y, tomando su mano, exhaló su último suspiro, tras lo cual sus almas
se reunieron en el paraíso que el Supremo reserva a los amantes puros y abnegados.
Algún tiempo después, los ancianos abuelos de la
joven, preocupados por su tardanza, salieron en su busca, tropezando con el
horroroso cuadro de los dos amantes muertos. Avisaron al padre del joven y
entre todos decidieron, de común acuerdo, enterrar sus cuerpos en el lugar
donde los dos habían conocido su felicidad, colocando sobre la tumba común una
rústica cruz hecha con dos ramas de ceibo atadas con lianas y esparciendo sobre
ella grandes ramos de flores de ese árbol que, con el tiempo, según cuenta la
leyenda, se transformaron en un ceibal que aún puede verse en las riberas de
la laguna Itatí, cuyas flores son famosas por el rojo de sus corolas, quizás
irrigadas por la sangre de los amantes muertos.
0.015.3 anonimo (argentina) - 027
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