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lunes, 4 de noviembre de 2013

La ira de tupá

La gran mayoría de los accidentes geográficos y formaciones naturales de la Argentina tienen leyendas propias acerca de su formación o nacimiento, por lo general emanadas de los principios cosmogónicos de los nativos de la región. En su salvaje y agresiva belleza, las Cataratas del Iguazú no podían estar ausentes de esta regla, y lo mismo sucede con la Garganta del Diablo, su salto más espectacular. La presente narración -una de las muchas que circulan por la zona- fue recogida por la señora Norma Saravia durante un periplo turístico por ese frecuentado punto tripartita conformado por la ciudad de Iguazú, provincia de Misiones, Argentina, Foz de Iguavú, Brasil, y Ciudad del Este, Paraguay.

Según las más antiguas leyendas de la raza guaraní, Tupá, el Supremo Creador de la naturaleza y de los hombres, solía bajar a la Tierra para repartir personalmente sus dones: en un viaje creó las montañas para protegernos de los helados vientos, otro día hizo desbordar un río para apagar la sed de los sembrados y los animales, y en el próximo tal vez nos mande más animales de caza y pesca para que podamos ali­mentarnos mejor. Así es Tupá. Él nunca castiga, porque no puede ver que las personas sufran. Para eso los tiene a Kua­rajhí, que es el que se ocupa de los castigos menores, y a Añá, la mano ejecutora de las penitencias mayores. Pero a veces sucede que ninguno de ellos se encuentra en la Tierra, y en­tonces el hombre debe cuidarse por sí mismo.
Cuentan los ancianos que, en la maloka de Tupá, en el cielo, vivían con él sus dos hijos varones con sus respecti­vas familias: esposas, hijos, suegros, tíos, cuñadas y cuña­dos lo hacían en la tierra, junto al río Iguazú, que el mismo había creado mucho tiempo antes. Y todo el mundo sabe lo importante que son estos últimos; cuantos más cuñados mejor, porque son necesarios muchos para hacer la guerra y para salir a cazar y pescar. Pero también son importan­tes las cuñadas, porque sin ellas, ¿quien trabajaría la tie­rra, tejería el ñandutí, cocinaría la mandioca, cultivaría el abatí y parlotearía todo el día como un kaí?
La vida se desarrollaba sin tropiezos para Tupá y su mujer, hasta que un día en que había bajado a la tierra a visitar a sus hijos, apareció un viejo avaré recién llegado del Alto Guayrá (Brasil), quien llevaba en su hombro un loro grande y char­latán, suelto de lengua como nunca se había visto uno. Pren­dada del animal, que no sólo hablaba, cantaba y contaba chistes verdes, Kaapé, la mujer del hijo mayor de Tupá, se lo cambalacheó por un par de bolsas de harina de mandioca y algunos pescados ahumados. Del avaré nunca se supo nada más, pero la semilla ya estaba echada.
La flamante dueña del loro, orgullosa de su mascota, presu­mía de ella, mostrándola en cuanta ocasión podía y exhibién­dola frente a la puerta de la maloka, posada en un tronco de aguaribay; y su gran placer era ver cómo la gente desfilaba frente a su casa para escuchar la letanía del loro charlatán. Sin embargo, las consecuencias no se hicieron esperar. por falta de atención, porque los pastores estaban escuchando al loro, los animales se escapaban de sus corrales, los cerdos se me­tían en los maizales y faltaba charque en los yataís. Como también las mujeres concurrían a escuchar al animal, se que­maba la comida, no se barrían las malokas y los gurises vaga­ban sin rumbo, llorando por sus madres.
Pero aún no estaba todo dicho; los verdaderos problemas comenzaron cuando la mujer del hijo menor, envidiosa de la popularidad que el loro había conferido a su tovayá-é, tam­bién quiso tener su parte de fama, alegando que ella había si­do la primera en avisar de la presencia del avaré cuando éste se acercaba. Así que ofreció canjes importantes, que hubie­ran interesado a cualquiera, pero la dueña del loro estaba tan satisfecha de su halo de gloria que ni siquiera escuchaba sus propuestas de trueque.
Y en eso estaban, cuando llegaron los hombres, que ha­bían estado fuera largo tiempo, tratando de reponer las mermadas exis-tencias de caza, y fueron tantas las quejas de las mujeres a sus maridos por ambas partes, que ya esta­ban por afilar las lanzas para la guerra, cuando Tupá mis­mo se apareció y se dirigió a los dos, mostrando enojo en su voz tonante:
-¡Esto tiene que terminar aquí y ahora! -exclamó salomó­nicamente. No puede ser que dos hijos míos vayan a la gue­rra por semejante estupidez. De ahora en más, ordeno que el loro esté una luna en la orevá de mi hijo mayor y la siguien­te en la de mi hijo menor. ¡Y que no se hable más del asunto!
Así fue como el loro comenzó a pasar de una tribu a otra, luna tras luna, y se daba la gran vida, comiendo hasta hartar­se los mejores granos, silbando, cantando y narrando cuen­tos pero, lo peor de todo, llevando chismes y rumores de una tribu a otra.
Y no crean que eran solamente las mujeres las que dejaban sus tareas para escuchar al loro parlanchín; también los hombres lo hacían, y cada vez salían menos a pescar y cazar y dejaban que las cuerdas de sus arcos se aflojaran y que sus lanzas se embotaran. Con el tiempo el problema se fue agra­vando; los rubichá descuidaban las fronteras y fueron invadi­dos por tribus vecinas, que ambicionaban sus terrenos de pastoreo, sus pescaderos y sus cotos de caza. Para peor, el lo­ro pregonaba la vida y miserias de cada uno, especial-mente las intimidades más escabrosas, llegando hasta a criticar la forma en que los caciques gobernaban a su gente. Claro que esto, al principio, sólo provocaba grandes carcajadas, pero poco a poco éstas fueron convirtiéndose en furibundos ata­ques de ira.
Al cabo de cierto tiempo, las mujeres había dejado de co­cinar casi por completo. Las cosechas se pudrían en los cam­pos y las frutas silvestres caían de las ramas sin que nadie las cosechara, mientras que el loro continuaba narrando histo­rias, cada vez más complejas, atrevidas y obscenas. Los guri= ses, abandonados por sus madres, comenzaron á pelear entre ellos, en los mismos sitios donde antes habían jugado apaci­blemente. Los hombres recriminaban a sus mujeres su desi­dia y ellas les respondían criticando su holgazanería. Y todo se agravó cuando terciaron en la contienda las suegras, las abuelas, las hermanas, las primas, sobrinas, cuñadas y tías. Aquello ya fue el acabóse. La situación se encontraba al rojo vivo y no había manera de detener la escalada de violencia. Hasta que se desató la guerra.
Sin embargo, había una pequeña diferencia con las nume­rosas guerras que se habíamsuscitado anteriormente: cuando una facción ganaba una batalla, no se llevaban en concepto de botín a las mujeres, las armas y la comida, como había su­cedido desde el comienzo de los tiempos, sino que se lleva­ban únicamente al loro.
El emplumado animal se convirtió en el trofeo más precia­do de la región, y las dos tovayá azuzaban a sus maridos para que fabricaran armas cada vez más potentes y letales; pero los nuevos inventos permanecían secretos durante muy poco tiempo pues, al primer cambio de mano, el loro se encarga­ba de divulgarlos a sus nuevos dueños.
Así, el animal se convirtió en una especie de Mata Hari de la selva, pasando de un bando a otro la información de quién fabricaba las cerbatanas más certeras, las flechas más rápi­das y rectas, las lanzas más afiladas y los arcos más potentes.
La guerra se fue haciendo cada día más cruenta y sangui­naria, hasta que su irracional y disparatada virulencia des­pertó la sagrada indignación de Tupá. Más aún, le despertó una ira tan profunda contra sus descendientes que tomó un inmenso machete y se dirigió directamente hacia el gran río I-guazú, el cual él mismo había creado para que en la Tierra nunca faltase agua con que regar las selvas y que los hom­bres y animales siempre dispusieran a voluntad del líquido elemento.
Una vez allí, descargó toda su furia en un solo golpe de su tremendo machete, partiendo la corriente en dos, y exclamó:
-¡De ahora en más, la de este lado será la tierra de mi hijo mayor y la de aquél, la de mi hijo menor! Declaro definitiva­mente terminada esta guerra estúpida y ¡pobre de aquél que intente cruzar de un lado a otro!
A continuación tomó al loro, le retorció el pescuezo y lo arrojó a la corriente, con tanta fuerza que el cuerpo del insidio­so animal hundió el fondo del río, formando lo que, mucho tiempo después, la gente llamaría "La Garganta del Diablo".
No hubo más guerras entre los hijos de Tupá. Las mujeres volvieron a cuidar a los gurises, a cocinar, a cosechar y a te­jer, teniendo siempre a la vista ese río cuyas "Aguas Grandes" se precipitan al vacío, en cientos de saltos diferentes, hacia la colosal hendedura que el Ser Supremo hiciera con su propia mano, en aquel día de ira. Es que la grandeza y la magnani­midad de Tupá le impiden, aun en su mayor ataque de furia, hacer algo carente de belleza o de magnificencia.
En cuanto a los loros, los descendientes de aquél que tra­jo tantas desdichas a los guaraníes, continúan deambulando por la selva, sin haber perdido la capacidad de hablar como los humanos, pero condenados, a partir de ese momento, a repetir únicamente lo que éstos les dicen. Con la diferencia de que ahora ya nadie les hace el menor caso y sólo los escu­chan por diversión.
Sin embargo, algo positivo emergió de aquella contienda: desde aquel entonces, cuando la avaité se encuentra en las proximidades de las Cataratas del Iguazú -como ahora se las llama- no sólo reverencian la fuerza y la furia sagrada de Tupá, sino que efectúan ofrendas en su nombre, arrojan­do a la corriente flores, prendas, frutas y semillas de sabro­so cacao. Y Tupá los contempla, sonriente y satisfecho, a través de los múltiples arco iris que forman las salpicaduras del agua al caer.

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