La gran
mayoría de los accidentes geográficos y formaciones naturales de la Argentina tienen
leyendas propias acerca de su formación o nacimiento, por lo general emanadas
de los principios cosmogónicos de los nativos de la región. En su salvaje y
agresiva belleza, las Cataratas del Iguazú no podían estar ausentes de esta
regla, y lo mismo sucede con la
Garganta del Diablo, su salto más espectacular. La presente
narración -una de las muchas que circulan por la zona- fue recogida por la
señora Norma Saravia durante un periplo turístico por ese frecuentado punto
tripartita conformado por la ciudad de Iguazú, provincia de Misiones,
Argentina, Foz de Iguavú, Brasil, y Ciudad del Este, Paraguay.
Según las más antiguas leyendas de la raza guaraní,
Tupá, el Supremo Creador de la naturaleza y de los hombres, solía bajar a la Tierra para repartir
personalmente sus dones: en un viaje creó las montañas para protegernos de los
helados vientos, otro día hizo desbordar un río para apagar la sed de los
sembrados y los animales, y en el próximo tal vez nos mande más animales de
caza y pesca para que podamos alimentarnos mejor. Así es Tupá. Él nunca
castiga, porque no puede ver que las personas sufran. Para eso los tiene a Kuarajhí, que es el que se ocupa de los
castigos menores, y a Añá, la mano
ejecutora de las penitencias mayores. Pero a veces sucede que ninguno de ellos
se encuentra en la Tierra ,
y entonces el hombre debe cuidarse por sí mismo.
Cuentan los ancianos que, en la maloka de Tupá, en el cielo, vivían con él sus dos hijos varones
con sus respectivas familias: esposas, hijos, suegros, tíos, cuñadas y cuñados
lo hacían en la tierra, junto al río Iguazú,
que el mismo había creado mucho tiempo antes. Y todo el mundo sabe lo importante
que son estos últimos; cuantos más cuñados mejor, porque son necesarios muchos
para hacer la guerra y para salir a cazar y pescar. Pero también son importantes
las cuñadas, porque sin ellas, ¿quien trabajaría la tierra, tejería el ñandutí, cocinaría la mandioca,
cultivaría el abatí y parlotearía todo el día como un kaí?
La vida se desarrollaba sin tropiezos para Tupá y su
mujer, hasta que un día en que había bajado a la tierra a visitar a sus hijos,
apareció un viejo avaré recién
llegado del Alto Guayrá (Brasil), quien llevaba en su hombro un loro grande y
charlatán, suelto de lengua como nunca se había visto uno. Prendada del
animal, que no sólo hablaba, cantaba y contaba chistes verdes, Kaapé, la mujer
del hijo mayor de Tupá, se lo cambalacheó
por un par de bolsas de harina de mandioca y algunos pescados ahumados. Del
avaré nunca se supo nada más, pero la semilla ya estaba echada.
La flamante dueña del loro, orgullosa de su mascota,
presumía de ella, mostrándola en cuanta ocasión podía y exhibiéndola frente a
la puerta de la maloka, posada en un tronco de aguaribay; y su gran placer era ver cómo la gente desfilaba frente
a su casa para escuchar la letanía del loro charlatán. Sin embargo, las
consecuencias no se hicieron esperar. por falta de atención, porque los
pastores estaban escuchando al loro, los animales se escapaban de sus corrales,
los cerdos se metían en los maizales y faltaba charque en los yataís.
Como también las mujeres concurrían a escuchar al animal, se quemaba la
comida, no se barrían las malokas y los gurises vagaban sin rumbo, llorando
por sus madres.
Pero aún no estaba todo dicho; los verdaderos
problemas comenzaron cuando la mujer del hijo menor, envidiosa de la popularidad
que el loro había conferido a su tovayá-é,
también quiso tener su parte de fama, alegando que ella había sido la primera
en avisar de la presencia del avaré cuando éste se acercaba. Así que ofreció
canjes importantes, que hubieran interesado a cualquiera, pero la dueña del
loro estaba tan satisfecha de su halo de gloria que ni siquiera escuchaba sus
propuestas de trueque.
Y en eso estaban, cuando llegaron los hombres, que habían
estado fuera largo tiempo, tratando de reponer las mermadas exis-tencias de
caza, y fueron tantas las quejas de las mujeres a sus maridos por ambas partes,
que ya estaban por afilar las lanzas para la guerra, cuando Tupá mismo se
apareció y se dirigió a los dos, mostrando enojo en su voz tonante:
-¡Esto tiene que terminar aquí y ahora! -exclamó
salomónicamente. No puede ser que dos hijos míos vayan a la guerra por
semejante estupidez. De ahora en más, ordeno que el loro esté una luna en la
orevá de mi hijo mayor y la siguiente en la de mi hijo menor. ¡Y que no se
hable más del asunto!
Así fue como el loro comenzó a pasar de una tribu a
otra, luna tras luna, y se daba la gran vida, comiendo hasta hartarse los
mejores granos, silbando, cantando y narrando cuentos pero, lo peor de todo,
llevando chismes y rumores de una tribu a otra.
Y no crean que eran solamente las mujeres las que
dejaban sus tareas para escuchar al loro parlanchín; también los hombres lo
hacían, y cada vez salían menos a pescar y cazar y dejaban que las cuerdas de
sus arcos se aflojaran y que sus lanzas se embotaran. Con el tiempo el problema
se fue agravando; los rubichá
descuidaban las fronteras y fueron invadidos por tribus vecinas, que
ambicionaban sus terrenos de pastoreo, sus pescaderos y sus cotos de caza. Para
peor, el loro pregonaba la vida y miserias de cada uno, especial-mente las
intimidades más escabrosas, llegando hasta a criticar la forma en que los
caciques gobernaban a su gente. Claro que esto, al principio, sólo provocaba
grandes carcajadas, pero poco a poco éstas fueron convirtiéndose en furibundos
ataques de ira.
Al cabo de cierto tiempo, las mujeres había dejado de
cocinar casi por completo. Las cosechas se pudrían en los campos y las frutas
silvestres caían de las ramas sin que nadie las cosechara, mientras que el loro
continuaba narrando historias, cada vez más complejas, atrevidas y obscenas.
Los guri= ses, abandonados por sus madres, comenzaron á pelear entre ellos, en
los mismos sitios donde antes habían jugado apaciblemente. Los hombres
recriminaban a sus mujeres su desidia y ellas les respondían criticando su
holgazanería. Y todo se agravó cuando terciaron en la contienda las suegras,
las abuelas, las hermanas, las primas, sobrinas, cuñadas y tías. Aquello ya fue
el acabóse. La situación se encontraba al rojo vivo y no había manera de
detener la escalada de violencia. Hasta que se desató la guerra.
Sin embargo, había una pequeña diferencia con las numerosas
guerras que se habíamsuscitado anteriormente: cuando una facción ganaba una
batalla, no se llevaban en concepto de botín a las mujeres, las armas y la
comida, como había sucedido desde el comienzo de los tiempos, sino que se
llevaban únicamente al loro.
El emplumado animal se convirtió en el trofeo más
preciado de la región, y las dos tovayá azuzaban a sus maridos para que
fabricaran armas cada vez más potentes y letales; pero los nuevos inventos
permanecían secretos durante muy poco tiempo pues, al primer cambio de mano, el
loro se encargaba de divulgarlos a sus nuevos dueños.
Así, el animal se convirtió en una especie de Mata
Hari de la selva, pasando de un bando a otro la información de quién fabricaba
las cerbatanas más certeras, las flechas más rápidas y rectas, las lanzas más
afiladas y los arcos más potentes.
La guerra se fue haciendo cada día más cruenta y
sanguinaria, hasta que su irracional y disparatada virulencia despertó la
sagrada indignación de Tupá. Más aún, le despertó una ira tan profunda contra
sus descendientes que tomó un inmenso machete y se dirigió directamente hacia
el gran río I-guazú, el cual él mismo
había creado para que en la
Tierra nunca faltase agua con que regar las selvas y que los
hombres y animales siempre dispusieran a voluntad del líquido elemento.
Una vez allí, descargó toda su furia en un solo golpe
de su tremendo machete, partiendo la corriente en dos, y exclamó:
-¡De ahora en más, la de este lado será la tierra de
mi hijo mayor y la de aquél, la de mi hijo menor! Declaro definitivamente
terminada esta guerra estúpida y ¡pobre de aquél que intente cruzar de un lado
a otro!
A continuación tomó al loro, le retorció el pescuezo y
lo arrojó a la corriente, con tanta fuerza que el cuerpo del insidioso animal
hundió el fondo del río, formando lo que, mucho tiempo después, la gente
llamaría "La Garganta
del Diablo".
No hubo más guerras entre los hijos de Tupá. Las
mujeres volvieron a cuidar a los gurises, a cocinar, a cosechar y a tejer,
teniendo siempre a la vista ese río cuyas "Aguas Grandes" se
precipitan al vacío, en cientos de saltos diferentes, hacia la colosal
hendedura que el Ser Supremo hiciera con su propia mano, en aquel día de ira.
Es que la grandeza y la magnanimidad de Tupá le impiden, aun en su mayor
ataque de furia, hacer algo carente de belleza o de magnificencia.
En cuanto a los loros, los descendientes de aquél que
trajo tantas desdichas a los guaraníes, continúan deambulando por la selva,
sin haber perdido la capacidad de hablar como los humanos, pero condenados, a
partir de ese momento, a repetir únicamente lo que éstos les dicen. Con la
diferencia de que ahora ya nadie les hace el menor caso y sólo los escuchan
por diversión.
Sin embargo, algo positivo emergió de aquella
contienda: desde aquel entonces, cuando la avaité
se encuentra en las proximidades de las Cataratas del Iguazú -como ahora se las
llama- no sólo reverencian la fuerza y la furia sagrada de Tupá, sino que
efectúan ofrendas en su nombre, arrojando a la corriente flores, prendas,
frutas y semillas de sabroso cacao. Y Tupá los contempla, sonriente y
satisfecho, a través de los múltiples arco iris que forman las salpicaduras del
agua al caer.
0.015.3 anonimo (argentina) - 027
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