El
camalote, viajero perenne del los ríos litoraleños, ha inspirado infinidad de
leyendas sobre su origen. La presente fue narrada por doña Gervasia Puentes,
una puestera de la localidad de Amenábar, casi en el extremo del taco de la
bota que forma la provincia de Santa Fe, en la confluencia del Paraná con el
Arroyo del Medio.
Cuentan los aracuá
que hace mucho tiempo, allá por los tiempos de los yará -comenzó su narración doña Gervasia, en los ríos no existían
los camalotes. Que la tierra era tierra, las islas, islas, y el agua, agua, sin
nada que flotara en ella. Claro que eso fue mucho antes, cuando todavía los
indios andaban tranquilos por el monte, sin soldados españoles que los
persiguieran para robarles el oro.
Sólo que después la cosa cambió -continuó ‘ña
Gervasia, luego de echar una mirada al corderito que se asaba sin apuros en el
horno de barro. Esto que voy a contarles sucedió cuando los hombres de don
Diego García llegaron a Santa Fe, remontando primero el Mar Dulce, que hoy
llaman el Río de la Plata ,
después el embravecido Paraná y, al final, ese río que ven ahí, que ahora
llaman Carcarañá, pero que para los guaraníes era simplemente "El
Río".
Pero lo que no sabía García, que llegaba con la intención
de convertirse en gobernador de la región, era que el cargo ya estaba ocupado
por Sebastián Caboto, quien ya había fundado, por su parte, el fuerte Sancti
Spiritu, y no estaba dispuesto a renunciar a su puesto.
Días enteros discutieron los comandantes en el fuerte,
mientras sus tropas aprovechaban la oportunidad para resarcirse de los largos
meses pasados en alta mar, atiborrándose de las delicias culinarias que le
ofrecía el Nuevo Mundo y poniéndose al día con el forzado celibato impuesto
por la vida marinera.
Sin embargo, no todo era barbarie en aquellos rudos marinos
y mercenarios de fortuna, sino que, en algunos de ellos también había lugar
para el amor, y así fue que uno de los soldados de García se enamoró de una
bella guayna, que inmediatamente correspondió a sus requerimientos amorosos.
Así transcurrió todo el verano, y mientras García y Caboto
recorrían el interior, ellos se amaron tiernamente, más allá de las barreras
que les imponían el idioma y las costumbres, que, más que un obstáculo, fueron
un desafío que ellos superaron con risas y pasión. Nadaron juntos en el río,
mientras ella le enseñaba las formas de sobrevivir en la selva y él le contaba
anécdotas de su vida marinera; él se extasió con las papas, los camotes, el abatí, el chipá y los
tomates; ella se embriagó con el amor exótico de un extranjero.
Mientras tanto, a su alrededor, las relaciones entre
los indios y los invasores españoles comenzaban a desbarrancarse. Los
guaraníes los habían agasajado, los habían ayudado a construir sus casas y sus
fuertes, habían trabajado para ellos sin exigir nada a cambio, excepto algunas
herramientas de hierro.
Sin embargo los invasores blancos, la mayoría de ellos
morralla reclutada en los peores presidios europeos, no tardaron en revelar su
verdadera naturaleza: humillaron con malos tratos a quienes los habían ayudado
a sobrevivir en un entorno que los habría aniquilado en un abrir y cerrar de
ojos; robaron sus pertenencias, vejaron a sus mujeres y esclavizaron a sus
hijos, hasta que los indios se hartaron de su soberbia y una noche incendiaron
el fuerte con todo lo que había en su interior. Los pocos españoles que
sobrevivieron a la heca-tombe se refugiaron en sus barcos, esperando el regreso
de sus coman-dantes.
Obviamente, la justa represalia de los guaraníes hizo
que el amor entre la india y el soldado se hiciera más difícil, más clandestino
y más aciago que nunca. Día tras día, en sus encuentros prohibidos, ella
trataba de retenerlo con regalos y caricias, pero sus esfuerzos no lograban
horadar la muralla de desconfianza que la situación iba erigiendo entre ellos.
Finalmente llegaron los capitanes, se encontraron con
la ciudad arrasada y decidieron que había llegado la hora de regresar a
España. No obstante, los preparativos tomaron semanas enteras, durante la
cuales la muchacha guaraní deambulaba entre los sauces de la orilla,
aguardando la oportunidad de ver a su amado, aunque fuera sólo un instante.
Pero una situación de guerra no hace lugar a
sentimientos personales y la separación sorprendió a los amantes sin que
mediara despedida alguna; simplemente una mañana, al llegar a la orilla del
río, la muchacha vio los barcos que se alejaban y la congoja invadió su pecho.
Los vio enfilar prolijamente hacia lo profundo, y luego navegar, viento en
popa, llevándose sus sueños y sus esperanzas y dejándole tan sólo una vida
incipiente que latía en sus entrañas.
Al cabo de un rato, las siluetas de las carabelas eran
tan pequeñas que costaba pensar que a su bordo podían caber tantas ilusiones
deshechas. Luego, sin aviso, el primer recodo del río se los tragó, como si no
hubieran existido jamás.
Largos y amargos días se sucedieron, mientras la india
lloraba amarga-mente su amor frustrado; soñaba que le crecían las alas de una
garza y que se elevaba por los aires, en busca de su amor, pero luego se
despertaba bañada en lágrimas, para tomar conciencia de su soledad. Durante el
día, deambulaba por la selva, tratando de encontrar un medio que le permitiera
surcar el agua, más allá de las islas que moteaban el río y llegar hasta donde,
según la leyenda, el Paraná se hacía tan ancho y tan profundo que sólo su
color lo diferenciaba del mar.
Hasta que sus lamentos fueron escuchados por el I-porá del río, que se apiadó de su
dolor y se lo contó a Tupá y Yací, su esposa, que accedieron al
vehemente deseo de la joven de seguir a su amado y la convirtieron en camalote.
Finalmente se cumplía su anhelo: se alejaba de la
orilla y flotaba en el agua fresca y leonada, río abajo, como una enorme
jangada gigantesca, arrastrando a su paso troncos, plantas y animales y
transportando en su seno a todos aquellos seres ansiosos de horizontes, eternos
viajeros del río.
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