Hubo un
tiempo, más allá de los tiempos, en que las aguas del Bermejo eran tan límpidas
y transparentes como sus ríos vecinos, el Pilcomayo y el Paraguay, que hoy
recoge sus aguas rojas como la sangre.
Al menos,
esto es lo que cuentan las leyendas de los kom y los wichi del este, que
también relatan el motivo de ese drástico cambio.
Era la época en que en su corriente clara y perezosa
no se reflejaban las casas de cemento del hombre blanco, ni surcaban su cauce
las embarcaciones de argentinos descendientes de europeos, sino que las tierras
que irrigaba el Bermejo eran disputadas por dos tribus enconadamente enemigas:
los kom y los wichi, luego rebau-tizados respectivamente tobas y matacos por el
invasor español.
Tanto unos como otros atrapaban dorados y pacúes desde
sus canoas talladas de un único tronco de timbó o aguaribay, aliviaban en sus
aguas frescas los tórridos calores del verano formoseño, cazaban antas y corzos
en sus riberas festoneadas de juncales y se sentaban a sus orillas a
contemplar la Mboreví-rapé y
escuchar la charla de los araracá en
los rojos atardeceres estivales.
La cruel guerra entre ambas tribus duró muchos años, y
la mayor afrenta que padecieron los tobas durante ese tiempo fue la captura de
la hija del cacique principal, una hermosísima joven de nombre Koaijhú, que pasó de vivir en las chozas
de madera y palma de sus pares, a las tiendas de cañas y cuero de los nómades
wichi.
Sin embargo, aunque añoraba a los suyos, con el
transcurrir del tiempo sus raptores se le fueron haciendo menos extraños,
hecho al que contribuyó no poco el haber conocido a uno de sus capitanejos
llegado desde las lejanas tierras del río Teuco, junto al cual comenzó a pasar
largas horas; ambos jóvenes seguían en silencio los rastros de los pequeños guasunchos, nadaban en las por entonces
límpidas aguas del Bermejo y recolectaban miel de camoatí en los bañados de sus orillas.
Y sucedió lo que suele suceder cuando una mujer y un
hombre jóvenes se encuentran: se enamoraron perdidamente, y sólo fue cuestión
de tiempo que la luna se hiciera cómplice de su pasión irrefrenable, mientras
los bendecía tejiendo y destejiendo sobre ellos el tenue y cambiante encaje de
su luz rielando entre las hojas de los aguaribay.
Pero su relación era imperdonable. La unión entre una
kom y un wichi, a pesar de que ambas tribus descendían de un mismo tronco
racial, no sólo estaba mal vista por los hombres, sino que, según la tradición,
estaba maldita por los dioses. Siguiendo las reglas ancestrales, el consejo de
la tribu impartió severas órdenes para prohibir los encuentros entre los
jóvenes. Sin embargo, su amor era más fuerte que todos los dogmas y tabúes que
los hombres pudieran esgrimir. Cuando los mayores se opusieron a sus
encuentros, los jóvenes concertaron citas secretas y su pasión se tornó más
vehe-mente que nunca, como un fuego avasallador atizado por el viento sutil de
lo prohibido.
No obstante, hubo hechos de lo que sus encuentros secretos
no pudieron librarlos: de las miradas procaces de alguno que los había
sorprendido al entrar en el monte tras un tatú
fugitivo, ni de los chismes y habladurías de las viejas comadres, murmurados a
media voz mientras tejían sus yicas y molían los tubérculos de mandioca para
sus habituales chipás.
Todos estos cotorreos infames dieron finalmente su
fruto: ambos jóvenes debieron comparecer ante el consejo de la tribu y
enfrentar la mirada fija y condenatoria de los jefes, que ya habían elaborado
su decisión. Los corazones de los amantes se encogieron de temor antes esos
rostros impasibles pero adustos. Finalmente, el cacique mayor tomó la palabra;
con voz firme y serena expresó la necesidad de que todos los miembros de la
tribu respetaran las tradiciones sagradas, con más razón tratándose de una
persona de relevancia, como lo era el capitanejo, e instó a la pareja, sin
alternativa alguna, a que se separaran de forma inmediata y definitiva.
Aquella sanción injusta despertó una indignada
reacción por parte de los jóvenes, quienes intuitivamente sabían que su unión
era total y absoluta, nacida de los lazos inextricables que brindan las
miradas, las palabras y los gestos, y que de ninguna forma podía ser reprobada
por los dioses, que se encontraban más allá de toda censura humana. Convencidos
de la razón que los asistía, los dos se negaron terminantemente a cumplir la
orden del consejo.
Sin embargo, su reacción, por más justificada que
estuviera, fue demasiado para el ciego orgullo del consejo, que pronunció su
fallo inapelable: los amantes debían ser sacrificados por violar las
tradiciones; se les arrancaría el corazón a los dos y éstos serían arrojados al
río, en presencia de toda la tribu, como advertencia para aquéllos que se
atrevieran, en el futuro, a contrariar las leyes de los hombres que, como todos
sabían, se basaban en dispo-siciones divinas.
El momento del sacrificio se fijó para el mediodía del
día siguiente y toda la tribu fue obligada a reunirse junto al río para
presenciarlo. La selva entera pareció paralizarse cuando los jóvenes fueron
llevados a la barranca que se erguía sobre la hasta entonces límpida corriente
del Bermejo, sacrificados por la mano del haiawú,
y sus corazones y sus cuerpos fueron ofrendados al espíritu del río. Lo que
nunca pensaron los ancianos del consejo, y mucho menos el hechicero, era que el
dios del río, enfurecido por el sacrilegio de tronchar dos vidas inocentes,
teñiría eternamente las aguas del Bermejo del rojo color de la sangre que
vertieron en este río aquellos jóvenes corazones, sacrificados en aras de la
estupidez humana.
Finalizado el ritual, los integrantes de la tribu
regresaron a sus tiendas, pero a los pocos días volvieron a la barranca, a
comprobar por sí mismos la noticia que había corrido como un reguero de
pólvora: los corazones de los amantes no habían sido aceptados por el río y
flotaban uno junto al otro, como abrazados, en el mismo lugar en que habían
sido arrojados.
Las polémicas y controversias que siguieron al
hallazgo parecían interminables, si bien la posición más difundida era que los
dioses no habían aceptado de buena gana la sentencia del consejo. ¿Qué pasaría
entonces? ¿Los castigarían los dioses, descargando sobre ellos pestes,
inundaciones y malas cosechas? Las deliberaciones duraron largas semanas, mieritras
los corazones permanecían allí, estáticos frente a la aldea, como mudos
exponentes de la violencia inútil de que habían sido víctimas. Finalmente el
consejo llegó a una nueva decisión: los corazones serían retirados del agua y
se los cremaría a la manera wichi, hasta reducirlos a cenizas, y estas cenizas serían
enterradas en lo más profundo de la selva. En su estúpido orgullo, los hombres
creían que con eso desaparecería todo rastro de ese amor que había desafiado la
tradición, apaciguando así la ira de los dioses.
Todos los hombres y mujeres de la tribu fueron convocados
para la tarea; reunieron ramas, troncos y follaje y formaron una enorme pira,
en el centro de la cual depositaron los corazones. Nadie quiso faltar a la
ceremonia, en un intento de apaciguar la ira de los dioses y, mientras el fuego
de la tarde se apagaba en el horizonte, la hoguera de los humanos crecía y
crecía, alimentada por la culpa de quienes la atizaban. Las esperanzas de los
hombres se agitaban al compás de los pimpines
y se proyectaban hacia el cielo, impulsadas por las llamas que ahuyentaban a
los barihuí e iluminaban los cuerpos
sudorosos de los bailarines. Cuando los indios se retiraron a sus tiendas,
sólo restaba de la pira una pequeña pila de cenizas grisáceas y un tenue hilo
de humo que se elevaba como una ofrenda a los dioses.
Las rogativas duraron días enteros y los hombres, al
ver que las calami-dades previstas no llegaban, comenzaron a perder su temor,
pero pocos días después, cuando un enviado del consejo regresó al lugar con la
misión de enterrar las cenizas en un sitio recóndito, descubrió, con un asombro
rayano en el terror, que dentro del círculo calcinado por el fuego no había
vuelto a crecer planta alguna, excepto dos pequeños arbolitos, que ninguno de
los expertos en hierbas de la aldea había visto jamás. Examinándolos detallada-mente,
descubrieron que, a pesar del corto tiempo transcurrido, tenían ya la altura
de un hombre, y sus ramas, intrincadamente entrelazadas y sus hojas, de un
verde claro y brillante, escondían gran cantidad de flores rojas que crecían
de a pares y cuya forma recordaba muchísimo a la de dos rojos corazones
estrechamente abrazados, yaciendo juntos sobre una corola celeste, el mismo
color que habían mostrado las aguas del Bermejo antes del brutal sacrificio de
los jóvenes amantes.
Pero aquel sacrificio no fue totalmente en vano, pues
fue a la sombra de un letanetá -como
bautizaron los matacos a la nueva planta- que finalmente se consolidó la paz
entre los kom y nuevos aliados y amigos, los wichi, quienes ya no volvieron a
guerrear entre sí.
0.015.3 anonimo (argentina) - 027
interesante :)
ResponderEliminarEL TIO MAXI
ResponderEliminarTE VIOLO
ResponderEliminarque pervertido
ResponderEliminarA LA MAMA DE EDWING
ResponderEliminarasqueroso
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarTU MAMA
Eliminarqueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Eliminarak7
ResponderEliminargovir
ResponderEliminarkevin sos re tonto
ResponderEliminaraguante maxi
ResponderEliminarTU MAMA ES HOMBRE
ResponderEliminarchau putos
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarGRUU GRUU GRUUUUUUUUUUUUUUU
ResponderEliminarhola bebes ya volvi
ResponderEliminarSO RE TONTO KEVIN
Eliminarfrancia mi amor
ResponderEliminarcon vos hago lo que sea mamu
Eliminarcandia puto
ResponderEliminarbueno gente chau me fui a tomar la leche
ResponderEliminara
ResponderEliminarhijueputas
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