Existen
pocas plantas o árboles sobre los cuales se hayan tejido tantas leyendas como
sobre la yerba mate, a la cual los botánicos llaman Ilex
paraguariensis y los guaraníes Kaá. El
hecho de que la llamaran simplemente Kaá nos da la pauta de la importancia que
daban a este arbusto, al que consideraban como la esencia misma del reino
vegetal.
De las
leyendas siguientes, la primera fue recogida y luego adaptada por el
antropólogo Anselmo Duarte durante un trabajo de investigación en una
reservación kom-pi (pilagá) cercana al río Cangüí Grande, en el departamento de
Bermejo, casi en la frontera chaco-paraguaya. La narradora fue una anciana
pilagá cuyo nombre, desafortunadamente, se ha perdido, y el traductor un joven
kom-pi de nombre Tanuuj. La complementan algunas otras narraciones procedentes
de distintos lugares de la
Mesopotamia argentina, en cada una de las cuales se acota el
nombre del narrador y el recopilador, cuando se dispone de ellos.[1]
Kaá, hermosa y sugestiva representante de la raza
kom-pi, nació en la ribera del Bermejo, allí donde este río se despereza,
tardo e indolente, sobre un cauce empedrado de amatistas, ágatas y jaspes
resplandecientes, rumbo a su padre, el Paraguay. Una vez, uno de sus hermanos
dijo a Kaá que en su cuerpo se había fusionado todo lo de bueno, bello y deseable
que la naturaleza había sembrado en las cristalinas aguas, la fina arena
dorada, la selva lujuriosa y las distantes montañas, azules de lejanía. Y ella,
curiosa como toda mujer, había ido a mirarse en el rutilante espejo del río y
estuvo de acuerdo con su hermano.
A Kaá le agradaba caminar junto a las empinadas márgenes
del Bermejo y trepar a los árboles más altos, para otear curiosamente el
horizonte, por encima de la selva cubierta por la bruma del mediodía. Sin otra
compañía que un pájaro del que nadie conocía su procedencia, tan extraño que
nunca se había visto uno similar, recorría los lugares más recónditos y
deambulaba lentamente entre ríspidos bloques de brillante piedra arenisca,
recogiendo hermosos trozos de cuarzo hialino, irisadas plumas y fantásticas
corolas multicolores con las que entretejía complejas guirnaldas y diademas,
regresando luego al hogar adornada con ellas.
Hasta que, una tarde, Kaá llegó hasta el río, se
tendió perezosamente sobre una pequeña isleta de tibia arena dorada y sumergió
las manos en el agua, tratando de atrapar los diminutos trozos de cuarzo que
rodaban afanosamente por el fondo. De pronto, alertada por un graznido de la extraña
ave que siempre la acompañaba, se irguió presurosa, escudriñando ambas
orillas, pero, al no descubrir ningún signo de peligro, volvió a sus jugueteos
con las piedras.
Sin embargo, el instinto del ave no se había
equivocado; oculto por las frondas de bejucos, un hombre la acechaba, agitado
por acuciantes apremios que turbaban su razón, afectando su raciocinio y
excitando sus instintos varoniles. A pesar de su ofuscación, el hombre no dio
señales de su presencia, pero al aproximarse el atardecer, Kaá inició el
regreso a su hogar y se cruzó con un joven cetrino, de mirada penetrante, ante
el cual el ave de la muchacha lanzó un graznido de advertencia.
Por primera vez en su vida, la serenidad que
usualmente le daban sus largos paseos por el río no logró que Kaá conciliara
el sosegado y apacible sueño habitual; pasó largas horas contemplando los
burlones guiños de las estrellas, entreviendo en ellas, como en una pesadilla,
un rostro taciturno y reconcentrado que se inclinaba sobre ella y la contemplaba
fijamente.
Por fin logró dormirse, pero temprano en la mañana la
despertó el sonido de una voz desconocida, que hablaba con su padre; se
levantó sigilosamente y allí estaba el joven desconocido con que se había
cruzado la tarde anterior. Escuchando atentamente, supo que se trataba de un
joven hechicero llegado desde lejanos confines, atraído por los rutilantes
cuarzos que proliferaban en las orillas del río y que él precisaba para sus
prácticas y ritos mágicos; venía acompañado de un séquito numeroso. Los
minerales que se recogieran en las tierras de los kom-pi serían destinados a
su templo en Mbae-verá-guazú.
El corazón de Kaá pareció detenerse al escuchar esta
revelación; los mbaeveraguá preferían morir a unirse con habitantes de otras
tribus, porque se consideraban servidores de los dioses y con-sagrados a ellos
hasta el fin de sus días. Esta tradición era especialmente inviolable para los
avaré, los sacerdotes de Tupá, a
quienes su entrenamiento ascético los hacía particular-mente resistentes a los
deseos carnales y las tentaciones mundanas. A pesar de estas consideraciones,
Kaá se enamoró perdidamente del desconocido, aun sabiendo que para el avaré
el amor le estaba terminantemente prohibido.
Día y noche deambuló por la tierra húmeda y ardiente,
los milenarios acantilados y los sinuosos senderos de la selva, buscando al
joven asceta, de enigmática sonrisa y ojos fulgurantes que mostraba, en señal
de su rango, una vincha de piel de yaguareté
con un cristal de obsidiana sobre la frente.
No pudo localizarlo y cuando las ancianas le dijeron
que el shamán regresaba esa misma noche a Mbaeverá-guazú, el corazón de Kaá se
sumió en la más honda de las desesperaciones. De modo que, antes de darse por
vencida, decidió hablar con el hechicero, aunque aquello fuera lo último que
hiciera en su vida.
Con esta firme resolución en mente, tomó el camino del
río y, como lo había supuesto, encontró al forastero sentado en el bloque de
cuarzo donde por primera vez había intuido su presencia, alertada por el ave.
Los rayos de Kuarajhí
rielaban juguetones entre las ramas de los timbós y los jacarandaes, sin
llegar ya a iluminar las riberas más bajas ni las playas de arena dorada. Una
penumbra que sugería una noche sin luna hacía más lóbrego y profundo el cauce del
Bermejo y estiraba dramáticamente la silueta del avaré. En un intento de llamar
la atención del mago, Kaá entonó su mejor canción, mientras danzaba alrededor
del asiento de amatista.
Los ojos del mbaeveraguá se elevaron y contempló embelesado
aquella mágica silueta que danzaba para él. Su mirada se prendió como un saguaypé de las más sutiles ondulaciones
de la joven, que se convertían en su vientre en otras tantas llamas que
quemaban sus entrañas.
La danza de la doncella no hacía otra cosa que repetirle
en movimientos todo aquello que él había recibido, desordenada y
arrolladoramente, durante sus afiebradas vigilias y sus interminables
pesadillas.
Se levantó como impulsado por un resorte y llegó hasta
ella en un solo impulso. Al mirarla a los ojos sintió como si el borde del
risco se despeñara bajo sus pies; el latir inflamado de su sangre joven seguía
retumbando en su pecho, pero toda una vida de ascetismo, dogmas inviolables y
principios adquiridos se abalanzaban sobre él, ahogando en un mar de impotencia
sus ímpetus juveniles.
Kaá, inocente y pura, intuyó, sin embargo, que el agua
de la dicha se le iba a escurrir entre los dedos aun antes de poder gustarla.
Su pecho se inflamó ante la posibilidad de perderlo y se adhirió a él como una
enredadera al árbol que la sustenta, adelantando sus labios en busca del
contacto anhelado. El avaré sintió como si un toro embravecido galopara dentro
de él, destrozando sus vísceras; con un ademán fulgurante, producto de una
larga práctica, empuñó el itá mará
que pendía de su cintura y golpeó con él el rostro que se le ofrecía en un mudo
ademán de entrega. Al instante se escuchó un sonido como de cristales que se
quebraban y la muchacha se encorvó tetánicamente hacia atrás, como herida por
un rayo.
Las manos del avaré la acompañaron en su caída y la
vida de la doncella se fue escurriendo lentamente hacia el río, arrastrada por
la sangre que fluía de su frente. El ave extraña, exasperada por el
incomprensible ataque, intentó agredir con su recio pico al hechicero, pero
todo fue en vano; el sacerdote se encontraba más allá del alcance terreno y permanecía
impávido, con la vista perdida en un horizonte perceptible solamente para él y
los brazos caídos a los costados, en un gesto de profunda desolación.
Una inmovilidad atónita, casi letal, pareció
desplomarse sobre el universo entero, pero aquello no duró más de un instante;
a lo lejos, las fogatas encendidas para alejar a los malos espíritus y las
alimañas seguían encendidas, y los morteros continuaban haciendo sonar sus
rítmicos compases. Finalmente, el avaré pareció despertar de su letargo y prestó
atención a los sonidos que emitía el ave extraña, en el paroxismo de su
desesperación:
-¡Jhypa
Kaá! ¡Jhypa Kaá! ("¡Kaá ha muerto! ¡Kaá ha muerto!").
-¡Sí! ¡Kaá se apagó para siempre! -musitó él, fija en
su mente la imagen de una antorcha que se extinguía. Luego corrió de regreso
por la senda ya totalmente a oscuras, con su cabello flameando al viento como
un negro símbolo de muerte. Sin embargo, no llegó muy lejos; a los pocos pasos
cayó postrado sobre sus rodillas, abatido por la súbita revelación de dos
sentimientos encontrados: el abrumador acoso de la carne y el desgarrante
despertar del remordimiento. El primero había sido brutalmente sojuzgado por
las agobiantes cadenas de los dogmas y la tradición, pero el segundo seguiría
torturándolo para siempre, como un sabueso infernal que lo perseguiría por toda
la eternidad
Centenares de lunas después de la desaparición de Kaá,
un anciano mbaeveraguá llegó a la región donde, muchos años atrás,
transcurriera la efímera existencia de aquélla. Arrastraba tras de sí una
larga trayectoria de sabio y de mago y, aunque su cuerpo aún se mantenía firme
y esbelto, las frecuentes expectoraciones de saliva sanguinolenta que brotaban
de su boca demostraban palpablemente que los días de su vida terrena estaban
tocando su fin. Al llegar a la playa en que Kaá había sido llamada al reino de
las sombras, una extraña ave lo atacó sorpresivamente, exclamando: "¡Jhypa Kaá! iJhYPa Kaá!"
Echando mano de su magia, el anciano la calmó con un
hechizo, y los dos continuaron juntos la marcha hacia el trozo de amatista
donde Kaá se encontraba sentada la primera vez que se vieron.
Tratando de evitar el tórrido sol que se aproximaba a
su apogeo, el anciano hechicero fue a sentarse bajo las frescas hojas de un
arbusto, pero no pudo menos que notar los rojos pétalos de sus flores, que
salpicaban el suelo como diminutos coágulos de sangre. Inmediatamente, un aroma
inconfundible, reminiscencia de un tiempo pasado, pero imperecedero, lo golpeó
como una presencia física. Su cuerpo pareció inmovilizarse; observó
cuidadosamente las brillantes hojas que lo protegían del sol; verde oscuras por
el dorso y más claras por el envés, esas hojas le acariciaban la frente como
alas de otras tantas mariposas.
Intrigado por no poder reconocer el arbusto, pese a
ser un experto en plantas, observó, casi en éxtasis, las hojas que acariciaban
su rostro, insi-nuándose a él como si fueran antiguas amantes que intentaran
reanudar una relación truncada por algún espíritu maligno.
Las sombras trémulas de las hojas y los tallos
continuaron rielando sobre su rostro, mientras el aroma seguía incitándolo,
despertando en su espíritu sensaciones hacía largo tiempo enterradas. Tratando
de reivindicar algo que sabía oculto en lo más profundo de su ser, pero que
pugnaba por aflorar, el avaré se aferró a los tallos tiernos, arrancó las hojas
y las trituró entre sus dientes, con avidez inusitada, como si se tratara de
un manjar codiciado, del cual la vida lo hubiera privado hasta ese momento.
Y entonces se desencadenó lo indescriptible: el zumo
acre, pero aun así embriagador, de las hojas invadió todo su ser y se expandió
por sus venas, confiriéndole una vivacidad como jamás había experimentado en su
vida. Repentinamente vio frente a sí un lago eterno e inexpugnable, aún no
contaminado por la presencia humana, en cuyas profundidades se erguía un
Mbaeverá-guazú deslumbrador, pero que no se encontraba poblado por los vacuos
ídolos de barro ante los cuales se había postrado infructuosamente -ahora lo
comprendía- durante toda su vida.
Penetró con la imaginación en el inviolado templo y se
acercó al único altar; sobre él había una sola imagen: una diosa soberana cuya
forma etérea, inmarcesible, regresaba de los confines de la muerte para
florecer en la planta que había brotado de las gotas de sangre de la
infortunada Kaá, víctima inocente de la intransigencia y la incomprensión
humanas.
Un aullido incontenible surgió desde las entrañas
mismas del avaré:
-¡Kaá porá!
-exclamó en medio de los borbotones de sangre que brotaban de sus pulmones
destrozados. El amor, el remordimiento y la sensación de una vida desperdiciada
conformaban un solo grito frente a una muerte inútil.
Con ese grito, el avaré reconocía en el arbusto a la
doncella a la que le había arrebatado la vida y a la que habría amado por
encima de sus dioses, si se hubiera animado a hacerlo. El encantamiento de la
planta desmoronaba, como un castillo de naipes, toda una vida de abstinencia
inútil e incongruente, dando paso a un amor póstumo que reivindicaba dos vidas
absurdamente inmoladas.
Finalmente, la sangre del sacerdote, manando a
raudales de su boca, arrastró en su caudal su vida, que se esparció sobre el
mismo lugar en que él también derramara, en su momento, la sangre de la virgen
que alterara para siempre su cuerpo, su mente y su vocación.
Los
jesuitas, durante su asentamiento en San Ignacio, Misiones, fueron grandes
consumidores de yerba mate, que vino a reemplazar los tes que acostumbraban
tomar con hierbas traídas de sus países de origen. Una leyenda recopilada
precisamente en la zona de las ruinas jesuíticas presenta una versión
cristianizada del origen de la yerba mate o Kaá.
Un día Jesús recorría la selva en los alrededores de
San Ignacio, acom-pañado por San Pedro y San Juan; de pronto, los sorprendió una
tormenta y se apresuraron a llegarse hasta un rancho, donde pidieron asilo. Al
golpear a la puerta, los atendió un viejecito que vivía con su esposa y su hija,
una hermosa joven dedicada por entero al cuidado de sus padres.
Esta familia de campesinos estaba casi al límite de la
miseria, pero aún así ellos quisieron agasajar a sus huéspedes, para lo cual
sacrificaron la única gallina que tenían, a la que conservaban para poder
recoger algún huevo. Así que durante la cena tomaron una apetitosa y caliente
sopa de gallina y no dijeron nada a los visitantes, aunque sabían que al día siguiente
no tendrían nada para comer.
Sin embargo Jesús, que sabía perfectamente lo que el
hombre estaba haciendo por ellos, se reunió con Juan y con Pedro a la mañana
siguiente, luego de haber descansado y les preguntó:
-¿Están de acuerdo conmigo en que debemos hacer algo
para recompensar a este hombre, que se ha desprendido del único alimento que
tenía para él y su familia, para servirnos a nosotros, sin conocernos siquiera?
-Merece lo mejor -contestaron los dos apóstoles,
porque ha practicado la caridad auténtica, mucho más que uno que da lo que le
sobra.
Entonces Jesús llamó al labrador y le dijo:
-Has sido enormemente generoso con nosotros porque, a
pesar de tu pobreza, nos has dado todo lo que tenías. Ahora quiero premiar tu
gesto; pídeme lo que desees, por imposible o desatinado que pueda parecerte, y
yo te lo concederé. Pero asegúrate de que sea algo que pueda darte satisfacción
y alegría para el resto de tus días.
-Señor -respondió el campesino, usted ha visto a mi hija,
el único bien verdadero que poseo, y a la que quiero entrañablemente. Quisiera
pedirle para ella una larga vida de felicidad, sin odios ni dolores, y que
cuando parta de este mundo, deje un recuerdo tibio y dulce en aquéllos que la
hayan conocido. Jamás le pediría nada para mí, señor, pero para ella deseo lo
mejor.
-Tu humildad y tu bondad hacen que no pueda negarte nada
de lo que me pides -contestó el Hijo de Dios-. Tu hija vivirá largos años y,
cuando deje este mundo, seguirá presente en el recuerdo y la estima de la
gente.
Y así, la joven creció sana y hermosa, vivió muchos
años y cuando murió, serena y apaciblemente, se convirtió en la yerba mate,
estimada por todos los que la conocen, porque se convierte en una bebida
exquisita, que refresca o reconforta según se la tome fría o caliente.
En la zona
norte de la provincia de Corrientes se menciona, en relación con la yerba mate,
a un personaje que llaman Kaáyarí,
término que en guaraní significa, literalmente "la dueña de la
yerba", aunque en algunas zonas cercanas se lo conoce como Kaa-sí, "madre de la yerba".
El relato
que sigue fue contado por un paisano de los esteros del Empedrado, en el
departamento homónimo de Corrientes.
La abuela de la yerba es una mujer de cabellos rubios
como la barba del abatí, alta y muy
blanca, siempre vestida de verde, como las hojas de la kaá que cuida. Su túnica
reluce a la luz del sol y parece hacer un ruido como de seda cuando roza
contra los tallos. Yo la vi una tardecita, mientras trabajaba en el yerbatal;
se me acercó bastante y, mientras se aproximaba, se fue haciendo cada vez más
alta, hasta pasar el yerbal. Yo al principio me asusté mucho, pero después me
di cuenta de que no quería causarme daño, sino hacerse amiga mía.
Es que al que se amiga con la Kaá-yarí el trabajo se le
facilita mucho y le rinde el doble, también. El que se compromete con ella
tiene las plantas más robustas, recoge más kilos de yerba, se le favorece el canchado y ella lo ayuda con los
trabajos más pesados, como el desbroce y el raído.
La única contra es que, cuando uno se compromete con ella, dicen que ya no
puede tener relaciones con otra mujer
Ella cuida tanto de las plantas, como de que los tareferos descansen, también. Recorre
los yerbatales, a veces a la hora de la siesta, pero más en las noches de luna,
a eso de las doce, la hora de las ánimas. Y cuando todos se van, ella canta,
en medio del yerbal, con un tono de voz hermoso, que hace recordar a las aguas
del arroyo, cuando baja tranquilo.
Cuando la
Kaá-yarí canta, parece que a uno le subiera un aire frío que
lo hace temblar, a veces. Claro que también lo puede hacer estremecer su aparición,
porque no es humana. Y no crea que me pasó a mí solo; todos los que la han
visto o la han oído cantar le van a decir lo mismo, si les pregunta.
Acá, por la zona, a la dueña de la yerba todos la
conocen como la Kaá-yarí
-aclaró el narrador, pero para el lado del Iberá la llaman Kaá-sí. Pero
existir, existe, y los que no creen en ella son citadinos ignorantes, que no
saben nada del monte. ¡Si la habré vistos veces cuando canchaba en los yerbatales
del Alto Paraná!
En la parte
oriental de la provincia de Corrientes, en cambio, circula una leyenda más
romántica sobre la yerba mate. La versión que se adjunta a continuación me fue
contada por un peón mataguayo (una rama de los matacos), de nombre Onkei, que
traba-jaba en la estancia "La
Tigra' ; en el departamento de Santo Tomé, sobre la ribera
oeste del río Uruguay.
Lo curioso
de esta narración es que fue contada en su idioma y registrada en cinta
magnetofónica, y sólo varios años después pude hacerla traducir por una
anciana mataca que había sido traída a la Capital Federal , y
recién entonces pude enterarme de qué se trataba. Para facilitar la
comprensión, dado que el relato original resultaba demasiado coloquial, me he
visto en la necesidad de retocar ligeramente el estilo narrativo.
Cuenta la tradición que un tórrido día de verano llegó
a la zona del Estero Caabí una hermosa princesa india llamada Yací que, acompañada de un importante
séquito de esclavos, venía en busca de Añá-guazú,
así llamado por considerárselo el más hábil adivino y hechicero que jamás
habían visto por esos pagos.
Todo fue llegar allí la princesa, para que Kaá jhü , el guerrero más valiente del
Alto Paraná, se prendara perdidamente de aquella belleza salvaje a quien, en su
querida isla de Yací-iretá llamaban
cariñosamente Caab-potí en honor a su
belleza.
Pero la desesperación de Kaá-jhü llegó casi enseguida,
porque el virgen corazón de Yací se encontraba ya comprometido con un príncipe
de una tribu vecina a la suya quien, además de ser tan valiente y apuesto como
Kaá-jhü, había sido el primero en encender en su pecho la llama de la pasión.
Comprendiendo que la inmarcesible Yací jamás consentiría
en ser su mujer, el joven guerrero decidió, como recurso final, mantenerla
secuestrada, junto con todo su séquito, hasta lograr que el mismo Añá-guazú
preparara para él un payé de amor que ablandara el gélido corazón de su amada,
que hacía arder el suyo propio como una hoguera incontrolable.
Pero pasaban los días y el ansiado payé no llegaba, y
la impaciencia de Kaá-jhü iba en aumento, mientras que la princesa, valiente
y arrojada como hija de un guerrero que era, no perdía un instante en tramar
los más arriesgados y complejos planes para huir de allí.
Así transcurrió una semana y, finalmente, la hermosa
prisionera logró escapar, pero su fuga fue rápidamente advertida por Kaá-jhü,
quien salió inmediatamente en su persecución. El hecho de que la muchacha se
hubiera internado en lo más profundo de la selva no arredró al joven, que
siguió persiguiéndola enconadamente, echando mano a todos sus recursos de
rastreador y cazador avezado que era.
Cuatro días pasaron de incesante persecución hasta
que, al quinto atardecer, nimbada por el embriagador perfume de las "damas
de noche" que comenzaban a abrir sus corolas, Yací se detuvo, agotada, en
un claro del monte y enfrentó con un gesto arrogante la figura de Káá-jhü que
había aparecido desde atrás de un gigantesco timbó. Y aun así, desfallecida de cansancio y debilitada por no
haber probado alimento alguno durante los últimos cinco días, el orgullo
ancestral de su raza dio a su rostro un gesto tal de altivez y belleza, que el tenaz
perseguidor sintió que un fuego infernal le abrasaba las entrañas. Ambos
pasaron varios minutos mirándose mutuamente a los ojos, y luego la cabeza de
Yací cayó desmayadamente sobre su pecho y su cuerpo se inmovilizó en esa
postura, como si se hubiese resignado a la fatalidad de un destino que ella
sola parecía poder percibir.
Kaá-jhü permaneció un instante más mirándola y luego
comenzó a rodear el timbó para aproximarse a su desdeñosa amada pero, al
acercarse, descubrió que ella ya no estaba más allí y, en su lugar, se erguía
una frondosa y corpulenta planta de lustrosas hojas de un verde brillante y
hermosas flores pequeñas y amarillas agrupadas en racimos.
Azuzado por el remordimiento y la tristeza de la
pérdida, el joven se internó nuevamente en la selva y comenzó a vagar por ella
sin rumbo, hasta que, pocos días después, se convirtió también en un ser
misterioso, que la imaginación popular describe como un enano rengo, viejo y
feo, condenado a vagar eternamente por las riberas de los ríos y arroyos,
entre los yerbatáles silvestres, en busca de su amor perdido.
Así nació Kaá,
la yerba mate, a la que los aborígenes dieron ese nombre en recuerdo del amor
no correspondido del guerrero más valiente del Alto Paraná. Por eso la savia
que corre por sus hojas tiene ese gusto amargo tan particular y atrapante,
provocado por los sinsabores y la pena de Yací al convertirse en planta; ésa es
la razón, asimismo, de que los peones que trabajan en los yerbatales digan que
la yerba tiene porá.
Tampoco fue afortunado el destino corrido por el joven
que, destrozado por los remordimientos, se convirtió en un ser híbrido, a veces
pájaro, a veces enano, que los aborígenes denominaron luego Yací-yará, remedando onoma-topéyicamente
el grito del ave, cuya fonética suena como este término, y que él repite
constantemente cuando se encuentra en su apariencia de pájaro.
0.015.3 anonimo (argentina) - 027
[1] Puede
encontrarse otra versión del nacimiento de la yerba mate en el libro Cuentos y
leyendas argentinos, del mismo autor y la misma colección. [N. del E.]
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