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viernes, 26 de abril de 2013

Las brujas de zugarramurdi

La naturaleza las hacía brujas:
las vascas son hijas del mar y de la ilusión.
Nadan como peces y juegan entre las olas.
JULES MICHELET, La sorcière

Uno de los libros más importantes en la disciplina del análisis histórico es el que escribió a finales del siglo XIX el profesor Jules Michelet: La sorciére, conocido en España con el título Historia del satanismo y la brujería. Según este autor, fue el terror a los dignatarios eclesiásticos lo que propició que muchas mujeres creyeran efectivamente que estaban poseídas por el demonio y, en términos generales, asumían su devoción por Satanás con mucha tranquilidad. No menos decisiva fue la envidia: si una mujer era bonita, bruja segura. Si tenía fortuna, bruja. Si encontraba buen marido, bruja. Si la vecina caía enferma, bruja. Brujas por desdenes, por amores, por riquezas o miserias... las brujas inundaron
Europa y fueron condenadas sin remedio. La simple declaración o acusación servía para que cientos de mujeres fueran condenadas a la hoguera. En sólo tres meses se quemaron en Ginebra a quinientas jóvenes acusadas de brujería; y en Wurtzburg, Jules Michelet asegura que fueron ochocientas; y mil quinientas en Bamberg.
Allá por el siglo XVII los vascos eran gentes que miraban al mar antes que a la tierra. Se lanzaban en sus barcos a la caza de la ballena y durante meses y años permanecían lejos de sus hogares. Su pueblo tenía tantos privilegios que se puede decir con propiedad que eran una nación independiente: sumidos en la miseria, vagaban por los mares o pastoreaban pequeños rebaños de ovejas en los montes. Comían lo que podían y vestían a la usanza de los pueblos primitivos. Las mujeres pasaban horas mirando el horizonte, esperando a sus maridos o amantes. Como dice el historiador, se sentaban en los cementerios y allí hablaban de la vida, de la muerte y, sobre todo, de las reuniones nocturnas: los akelarres. Los marineros no amaban a sus esposas: cuando volvían, la casa estaba llena de mocosos harapientos a los que no podían reconocer como hijos propios.
Las mujeres son hermosas: incluso un juez que llevó a cientos a la hoguera sentía que había algo en ellas que superaba su comprensión. Cuando las veía pasar con la negra cabellera al viento y los rayos del sol se entrelazaban en sus rizos, podría asegurarse que los relámpagos del cielo y resplandores de fuego iluminaban sus almas. «De ahí» continúa el eclesiástico, «proviene la fascinación de sus ojos, tan peligrosos para el amor como para el sortilegio».
Durante los primeros años del siglo XVII se llevó a cabo el proceso contra muchas brujas vascas: confesaban cosas horribles. Se supo que en los aquelarres se despedazaban niños y que las poseídas los comían crudos o asados, cortados en pedacitos. También se aseguraba que llevaban sapos que hablaban y bailaban. Cuando aparecía Satanás, las brujas levantaban sus faldas y el diablo las poseía una por una con gran algarabía y lujuria. El demonio llevaba el brazo de un niño sin bautizar en su mano, y le prendía fuego para iluminar la cueva. A veces, según las declaraciones, se nombraba a un obispo del aquelarre, o a una obispa: la más sucia y desvergonzada de las brujas. Algunas de aquellas mujeres se quedaban dormidas durante la vista judicial, y cuando despertaban aseguraban con una sonrisa que allí mismo, delante del tribunal, habían sido gozadas por Satanás con mucho placer. Otras, en cambio, hacían saber por señas que el diablo no les permitía hablar, porque les colocaba un coágulo de sangre en la garganta.
En aquel proceso tuvo mucho predicamento un juez llamado Lancre, que era piadoso y, seguramente, no creía del todo las barbaridades que aquellas muchachas proferían. Algunas brujas cono­cieron la debilidad del juez y pensaron que si acusaban a otras, podrían salvarse. Una mendiga llamada Margarita y su amiga Lisalda rompieron el pacto que había entre las endemoniadas, y comenzaron a acusar a otras mujeres. La Murgui y Lisalda eran conocidas por su lujuria y procedían escandalosamente delante de todo el pueblo, besándose y acariciándose las vergüenzas en las plazas y las esquinas. También se supo que habían ofrecido niños al diablo. Como acusadoras, la Murgui y Lisalda se encargaron de descubrir a otras brujas. Buscaban en el cuerpo de las muchachas la marca del Demonio: ha de saberse que este lugar era insensible y que se podían clavar agujas en aquella parte sin que la bruja sintiese ningún dolor. De modo que las dos viciosas torturaron a muchas mozas, clavándoles puntas y aceros en todas las partes del cuerpo. En algunos casos, cuando la mujer sospechosa era vieja, la echaban de su presencia sin querer tocarla; pero a las jóvenes las maltrataban y las acuchillaban; y finalmente gritaban: «¡Ésta es bruja! ¡Ésta es bruja!».
Pero el odio de la Murgui y su concubina Lisalda tenía un objetivo: había en el pueblo una mujer hermosa llamada la Castellana de Lancinena. Las dos malvadas acudieron a casa del juez Lancre y le dijeron:
-Señor juez, Dios nos asista. Hay una mujer que merece ser ahorcada más que todas. Se hace llamar la Castellana de Lancinena. Ha enviado a sus comadres a esta misma casa, para envenenarle a usted, pero al ver tanto soldado, no se han atrevido. Esa bruja ha venido aquí en espíritu y ha fornicado con el diablo en la misma cama que usted duerme y han hecho una misa negra en la habitación.
Aquellas dos perversas acusaron también a ocho sacerdotes y dijeron de ellos que andaban en asuntos de faldas y que durante las noches de luna llena pasaban de casa en casa, fornicando con hombres y mujeres hasta completar todo el pueblo. La Murgui y su compañera consiguieron incluso que los niños declararan contra sus madres y los maridos contra las esposas.
Los jueces estaban aterrados: no podían quemar a todo el pueblo. Se hicieron consultas al Papa de Roma y a los Inquisidores de España, y se acordó que sólo se quemarían a aquellas mujeres que se obstinaran en pertenecer a Satanás. La Murgui sembró la cizaña entre los hombres y logró que éstos acusaran a sus esposas, diciendo que eran perversas, lujuriosas y lascivas, y que ellos mismos habían visto como el diablo yacía con ellas y hacían otras cosas nefandas.
Finalmente, triunfó el buen hacer de los jueces y cientos de brujas fueron conducidas a la hoguera. Se las llevaban en carros y los verdaderos cristianos les lanzaban piedras y se subían por las ruedas para golpearlas y darles cuchillazos. Después de hacer el oficio, se puso a todas en el patíbulo y fueron excomulgadas: dijeron que cuando la última hechicera se quemó entre las llamas de la purificación, se vio que de su cabeza salían serpientes y sapos.
Las hijas de las brujas acudieron al sábado siguiente al akelarre y se quejaron ante Satanás.
-Satanás -decía una mientras fornicaba con él, eres mal rey, porque has dejado que mueran tus esposas.
Y el diablo le contestó.
-¡Aparta, sucia asquerosa! ¡Vuestras madres aún están vivas! ¡Yo he hablado con Juanito! -De este modo indecente llama Satanás a Jesús de Nazaret. ¡Y Juanito me ha dicho que no han sido quemadas!
Pero el Gran Embustero mentía una vez más: todas aquellas mujeres perecieron en la hoguera.

Una de las muchas leyendas que tienen como protagonistas a las brujas vascas cuenta que en Saint Jean-Pied-de-Port  vivía un jorobado. Su talante huraño y receloso tenía una razón: todos se burlaban de él y estaba convencido de que moriría sin encontrar esposa. Sin embargo, hizo amistad con una joven hermosísima de Navarra y ésta le concedió su amor. Ni él mismo acababa de explicarse tanta maravilla: que una mujer hermosa lo hubiera tratado con cariño y aun se declarara su novia, era algo difícil de comprender. Los vecinos comenzaron a chismorrear y a encizañar: en fin, todo eran envidias. Los hombres se mofaban del jorobado y las mujeres insultaban por lo bajo a la muchacha.
Pero el amor de ambos iba en aumento, si no fuera porque había una cosa que molestaba al pobre tullido. Era que la joven no quería verlo el sábado. El jorobado insistía en que se reunieran ese día concreto porque los sábados se reúnen los enamorados y en el pueblo significaba la confirmación del noviazgo. Sin embargo, ella rehusaba.
Tanto insistió el desgraciado que la muchacha, encarándose con él, le dijo:
-¡Está bien! Si quieres verme mañana, me verás, pero has de prometerme que guardarás silencio sobre todo lo que veas y oigas.
El jorobado, loco de contento, aceptó el trato y al anochecer del sábado fue a buscar a su novia. Demasiado tarde comprendió el pobre que su novia era una bruja y que durante la noche de los sábados todos los poseídos y las hechiceras se reúnen en sus akelarres.
Llegaron los dos a una cueva y allí estaban otras brujas cometiendo horribles pecados y sacrilegios. En un extremo de la gruta había una gran olla en la que un líquido apestoso inflamaba el aire con hedores pestilentes. Dos mujeres hermosísimas atizaban el fuego y danzaban de modo extravagante a su alrededor. Otras jóvenes estaban tendidas en un lecho de pieles de lobo y fornicaban sin descanso dando grandes alaridos. El jorobado también pudo ver a tres enanos con rostros infectados de llagas que estaban bañando con sangre a una hechicera, la más hermosa de todas. En los rincones y en las repisas había redomas con veneno, y calaveras, y alas de murciélago, y otros mil objetos nefandos. Si uno se fijaba bien, al fondo había una suerte de tarima hecha con huesos de difuntos, y sobre ella un escaño forrado con una piel de chivo: allí era donde el Gran Cabrón se aparecía a sus prostitutas y yacía con ellas en lujuriosas formas.
-Y ahora -dijo la hermosa bruja a su novio, has de estar atento en el conjuro, porque iremos nombrando los días de la semana del siguiente modo: «Astelehena, bat; bi, asteartea; hiru, asteazkena; Iau, osteguna; bost, ostilara; sei, larumbata...»; pero cuando llegue el último día, deberás callar.
El jorobado vio con horror que la hoguera central comenzaba a exhalar un hedor a azufre y a carne quemada. Entonces, allí se hizo carne el mismísimo Satanás y todas las brujas comenzaron a gritar como poseídas y a mostrar sus vergüenzas, como deseando que Lucifer las poseyera. Al pronto, todas comenzaron a recitar el conjuro diciendo los días de la semana: «Astelehena, bat; bi, asteartea...»; el jorobado recordó el consejo de su novia y se prometió a sí mismo no decir el domingo, pues éste es el día del Señor y ello irritaría mucho al demonio y sus secuaces.
Pero la costumbre le jugó una mala pasada y tras el sábado, el jorobado gritó con alegría: «¡Zazpi, igandea!».
Cuando las brujas oyeron el nombre del día consagrado a Dios, prorrumpieron en alaridos y gritos como si las estuvieran matando, y se daban cabezadas contra las paredes o se arrojaban al fuego. Y el Gran Cabrón se convirtió en humo y desapareció. Las hechiceras y los enanos querían arañar al jorobado e iban hacia el con cuchillos y hachas con intención de descuartizarlo. Pero su novia se compadeció de él y pidió que le perdonasen la vida. Las brujas aceptaron el trato, con tal de que se dejara arrancar la joroba para cocinarla y comérsela.
Con gran sufrimiento el jorobado permitió que le arrancasen aquella parte de su cuerpo y volvió a su casa malherido y sangrando por la espalda, con una gran llaga.
Durante tres meses estuvo en cama, con mucha fiebre y a punto de morir, pero los médicos y un curandero lograron salvarle la vida. Ya repuesto, el hombre se avergonzó de haber asistido a un cónclave tan horroroso y quiso seguir a los peregrinos que pasaban por allí: tal vez si purgaba su pecado yendo a ver al Apóstol Santiago, tal vez, pensaba, se salvaría.
Pero cuando los vecinos lo vieron sin joroba, no quisieron que abandonara el pueblo sin explicar tan grave misterio. Y le preguntaban el porqué de su pena, siendo que ya no tenía joroba y parecía un hombre apuesto. Pero él nada quiso decir. También le preguntaban por su antigua novia, pero él, avergonzado, nada quiso decir.
Había en el pueblo otro jorobado y era éste el más interesado en la cuestión, pues si había algún modo de perder la joroba, necesitaba saberlo, aunque hubiera de estar tres años en cama, enfermo y en trance de muerte. Fue a preguntarle a nuestro amigo, que ya partía hacia Roncesvalles con otros peregrinos, pero no pudo obtener de él ninguna respuesta. Tanto insistió el jorobado que, finalmente, el arrepentido le dijo:
-Si tanto deseas perder tu joroba, vete a la cueva de los akelarres el sábado por la noche y cuando reciten el conjuro, no te detengas el sábado: sigue y pronuncia el día del Señor.
Así lo hizo el jorobado, tal y como el peregrino se lo había sugerido. Pero al oír el día domingo, igandea, las brujas armaron tal escándalo que estuvieron a punto de quemarlo vivo allí mismo. «Maldito jorobado» le decían, «¿qué has venido a hacer tú aquí?». Y querían arrancarle las vergüenzas a mordiscos. Pero la bruja que fue novia del peregrino, hizo la paz en aquella barahúnda y mirando fijamente al jorobado le dijo:
-¡Ah, pícaro tullido! ¡Ya sé lo que quieres! ¡Pues le arrancamos la joroba al otro, tú también deseas lo mismo! Pues... ¡toma!
Y lanzando fuego por los dedos hizo un conjuro horroroso y al pobre envidioso le nació otra joroba, aún más grande y asquerosa que la que tenía.

Fuente: Jose Calles Vales - 018

0.108.3 anonimo (pais vasco) - 018

El dragón de wawel

Cuenta esta leyenda que cientos y cientos de años atrás, existía un terrible dragón que tenía su morada al pie de unas colinas llamadas Wawel, en el país que hoy se cono­ce con el nombre de Polonia.
La horrible bestia tenía sumida a toda la región en el terror y en la más honda de las penas, pues no sólo devoraba ganado en grandes cantidades, sino también a hombres, mujeres y niños.
Muchos fueron los caballeros que trataron de matarlo. La gen­te, al ver pasar a estos valientes, los saludaba desde las ventanas y les arrojaba flores. Ellos avanzaban enhiestos en sus brillantes ar­maduras y sus relucientes corceles. Pero ninguno de estos caba­lleros regresaba, pues el dragón los mataba a todos. Uno por uno, sin tregua y sin compasión.
Algunos temerarios y también algunos curiosos acompañaban a estos valerosos hombres cuando partían rumbo a la batalla con­tra la horrenda bestia, pero antes de que los contendientes se en­contraran frente a frente, los acompañantes se bajaban de sus ca­ballos y, apostándose en un lugar seguro, eran testigos de lo que allí ocurría.
Hubo ocasiones en que, antes de que los caballeros hubieran desenfundado sus espadas, el dragón los barrió con su aliento de fuego calcinándolos de tal forma que hasta fundió sus armaduras.
Advertidos de esto, otros caballeros, más rápidos y fuertes aún que los anteriores, cargaron contra el dragón con sus largas lan­zas, pero éstas terminaron partiéndose contra las duras escamas negras que recubrían el cuerpo del poderoso monstruo.
Ante tantos intentos fallidos en la empresa de aniquilar a esa maldita bestia de los infiernos, el rey se desesperó, pues ya lleva­ba perdidos a muchos de sus más fuertes y valientes caballeros. Hizo uso, entonces, de la última esperanza que le quedaba y man­dó a los heraldos a difundir una noticia a los cuatro vientos, que decía textualmente:

Aquel que mate al dragón se casará
con la Princesa, mi hija.

Firmado: Vuestro Rey

Algunos dicen que cientos, otros dicen que miles. Lo cierto es que muchísimos caballeros llegaron a las tierras del rey y se pre­sentaron ante él. Cada uno de ellos se declaraba como el caballe­ro que vencería al poderoso dragón, y luego partía con el corazón y el ánimo dispuestos y su penacho al viento, mientras el sol bri­llaba sobre su armadura y las armas se iban envalentonando con cada galope del caballo y con el entrechocar de metales. Pero nin­guno de esos hombres regresaba con vida.
El rey se sumió en la pena y la princesa en una angustia infi­nita, pues no sólo nunca se casaría, sino que el reino quedaría completamente devastado en poco tiempo, si alguien no detenía al dragón.
Krak era un joven zapatero que vivía en el reino. Era inteli­gente, muy trabajador y soltero. A medida que iban pasando los días, iba pergeñando distintas formas de destruir al dragón, pero su madre lo desalentaba.
-¿Cómo harás tú para vencer allí donde los más valientes ca­balleros han fallado?
Krak sabía que su madre tenía razón y que él no debía reali­zar ninguna locura, pero cuando se enteró de que el rey entrega­ría la mano de su hermosa hija a aquel que lograra matar al dra­gón, enseguida se le ocurrió una manera eficaz de hacerlo.
-Madre, prepara la torta más grande y más dulce que jamás liayas hecho, pues con ella mataré al dragón.
-¡Hijo mío, no hagas una locura, no quiero perderte!
-No me perderás. ¡Será el dragón quien pierda la vida!
-Hijo, quédate en casa trabajando, no cometas una imprudencia.
-Madre, el dragón devora gente y pronto no habrá nadie a quien remendarle los zapatos.
La madre hizo lo que el hijo le había pedido y preparó un gran pastel cubierto de azúcar y caramelo. La vieja mujer había usado iodo el contenido de su despensa para prepararlo.
(Ahora bien, en este momento de la leyenda hay dos versio­nes sobre el contenido del pastel: algunos dicen que el muchacho colocó sulfuro en su interior, y otros dicen que ahuecó el pastel y lo llenó de cal viva.)
Lo importante, sin embargo, es consignar aquí que el joven muchacho llegó con el pastel muy cerca de la morada del dragón. Allí vio que un árbol crecía con una rama retorcida y sobre ésta colocó el pastel, que por fuera tenía una apariencia y un aroma cxquisitos, pero cuyo contenido era letal.
El dragón, que siempre tenía un hambre insaciable, pronto sintió el aroma tentador de tan apetecible comida y salió ávida­mente en su busca. Al llegar al árbol la engulló de un solo boca­(lo, con rama y todo.
El sulfuro (o la cal viva) comenzó a producir su efecto en el interior del estómago del dragón, que corrió hasta las aguas del río Vístula y allí sumergió la cabeza para sorber todo el agua que pudiera de una sola vez.
Pero cuando el agua le llegó al estómago, la reacción se produjo. Y la enorme bestia, que según cuenta la leyenda había tri­lplicado su tamaño a raíz de los numerosos caballeros que había devorado, explotó con un gran estruendo.
El rey, al tomar conocimiento de la muerte de la bestia, se pu­so muy contento y se sintió inmensamente feliz, pues no sólo se acababan de liberar del dragón, sino que también él, por su parte, entregaría en matrimonio su querida hija a un empeñoso, astuto e inteligente muchacho.
Mucho tiempo después y tras la muerte del viejo rey, el prín­cipe consorte Krak fue elegido monarca de Polonia.

Todavía hoy se recuerda esta leyenda, y en honor a aquel gran za­patero, su capital fue bautizada con el nombre de Cracovia.[1]

0.125.3 anonimo (polonia) - 016




[1] La palabra Cracovia es una traducción de la palabra Krakow que deriva, a su vez, de Krak.

San isidro labrador

Del aldeano llamado Isidro Merlo y Quintana se cuentan tantas leyendas e historias que resulta difícil resumir su vida en breves párrafos. Este Isidro era natural de Madrid y perteneció a una de las muchas familias de agricultores que poblaban los arrabales de Magerit: éste era el nombre que los árabes habían dado al pequeño villorrio amurallado que, con el tiempo, acabaría siendo la inmensa urbe que es hoy. Dice don Luis Carandell que la casa de sus padres estaba, seguramente, en los alrededores de la Puerta del Sol o en la actual calle de Bordadores, lugares que en aquellos años eran huertas, campos y tierras de labor. Durante mucho tiempo la familia Merlo estuvo sirviendo a don Juan de Vargas, llamado en ocasiones Iván de Vargas, y los curiosos visitantes de Madrid pueden ver en la calle del Doctor Letamendi (antes calle del Tentetieso) una estela que asegura que en aquella casa vivió el santo patrón de la Villa.
La piedad de Isidro era bien conocida entre sus convecinos. Se dice de él, por ejemplo, que abandonaba el catre a las cuatro de la maña­na y que, con gran devoción, iba de iglesia en iglesia, orando y pidiendo a Dios por su alma. Completaba el itinerario con algunas excursiones a ermitas cercanas y con rezos en los campos. Esta religiosidad extrema le propició algunas envidias y no faltaron malvados que se acercaran a su amo, don Juan de Vargas, para insinuarle que Isidro pasaba más tiempo en devociones beatas que en el trabajo. No se sabe que el dueño reprendiera al agricultor; más bien lo contrario. Daba la casualidad de que, a pesar de sus extravíos, Isidro era capaz de recoger más trigo él solo que todos los arrendadores juntos.
A pesar de las envidias, muchos labriegos conocían ya que Isidro había sido elegido por el Señor. En cierta ocasión se hallaban varios hortelanos lamentándose de la falta de agua con que regar sus lechugas: vieron pasar a Isidro y le rogaron que intercediese ante Dios para que lloviera pronto y pudieran sacar adelante a sus familias. Ni corto ni perezoso, el santo hizo brotar agua de una peña y aquel año hubo frutos más que abundantes. Se dice también que, bajando al Manzanares, Isidro se topó con una niña llorando. Era porque un lobo había matado a su burro y la pobre moza temía la reprensión de sus padres, porque ese animal era cuanto poseía la familia. Isidro resucitó al burro, que se levantó roznando con gran alegría.
Isidro acabó casándose con María Torribia. De ambos se afirma que pasaron el río sobre una mantilla. Los madrileños no saben si atribuir este prodigio al marido o a la esposa, pero, por si acaso, acabaron canonizando a María, que fue desde entonces Santa María de la Cabeza.
Con todo, el prodigio más conocido y famoso de los que le acontecieron a Isidro fue el que se narra a contunuación: se dice, con cierta verosimilitud, que el piadoso labrador había desatendido un tanto sus tierras, precisamente porque se ocupaba más de orar que de trabajar. Había llegado ya la primavera y, con ella, los primeros calores. Por entonces, ni siquiera había empezado a airear la tierra, que parecía más un baldío que campo de labranza. Naturalmente, tampoco había podido sembrar y, con toda seguridad, aquel año no tendría cosecha.
Isidro llegó al campo y, como era su costumbre, en vez de meter la reja en la tierra, se arrodilló y comenzó a orar bajo una encina. Al menos tres horas estuvo pidiendo a Dios por su alma y, llegado el mediodía, cayó rendido y se durmió profundamente.
Dios, que prefiere con mucho una devota oración que mil años de trabajos, no permitió que Isidro fuera amonestado por este desdén, ni que el resto de trabajadores le acusaran de holgazanería. Desde las alturas, el Señor observó cómo los labradores veían a su siervo tumbado bajo la encina y cómo decían:
-Mirad a Isidro: toda la mañana ha estado holgazaneando. Tiempo vendrá en que nos pida trigo para hacer pan...
Viendo esto, Dios envió a dos ángeles y mandó que hicieran el trabajo de Isidro, mientras éste descansaba. Los ángeles ayuntaron dos bueyes blancos como la nieve y amarraron un arado con reja de oro. Y en poco tiempo, todas las tierras de Isidro estuvieron aireadas con surcos tan perfectos que jamás se vieron otros iguales. Después, los propios ángeles esparcieron semillas en la tierra y sembraron el campo con trigo. Aún no había despertado el devoto siervo del Señor cuando las semillas germinaron y comenzaron a crecer: venían todas tan cargadas de fruto que algunas se doblaban y se tendían; y la más ligera brisa las acostaba. Cuando el Santo se desperezó, los campos brillaban con el color dorado de las mieses y todo el campo parecía un mar de oro. Aquí y allá se podían ver amapolas que daban colorido y gusto a quien lo miraba.
Isidro no tuvo más que coger la hoz y segar aquel campo maravilloso, pero antes oró de nuevo ante su Dios, agradeciéndole los bienes que le deparaba. Todo esto lo vieron muchos labriegos que, arrepentidos de su incredulidad, conocieron que aquel hombre al que habían insultado era verdaderamente un elegido del Señor.
Según las cuentas, Isidro murió cerca del año 1170 y fue enterrado en el cementerio de San Andrés, aunque después su cadáver incorrupto fue trasladado a otros lugares, hasta que vino a parar definitivamente a la basílica que lleva su nombre, en la calle de Toledo. 
                                          
Fuente: Jose Calles Vales- 018

0.127.3 anonimo (madrid) - 018

Nuestra señora de atocha

Dos vírgenes hay en Madrid que son la gloria y la alegría de los capitalinos. La primera es la Virgen de la Almudena, y la segunda Nuestra Señora de Atocha.
Los madrileños, como se ha dicho, son fervientes devotos de la Almudena, y sólo lamentan que su imagen no pueda tener un templo como el de León, Burgos o Sevilla, y se haya tenido que conformar con una iglesia gris junto al Palacio Real. Merecería la Virgen un recinto un tanto más aseado y hermoso, sobre todo si se tiene en cuenta la maravillosa historia que se cuenta de ella.
Se dice que los piadosos habitantes de Madrid, antes de que los moros invadieran la Península, sentían veneración por la Madre de Dios. Por entonces, la Villa no era no era más que un villorrio y los sarracenos, en su imparable avance, no tardarían más de cuatro días en hacer ondear la media luna en lo alto de las murallas. Nada temían más los madrileños que el furor árabe y, con sumo cuidado, extrajeron unas piedras de un cubo en la muralla y construyeron allí una hornacina. Allí depositaron a su Virgen y colocaron dos velas, una a cada lado de la imagen. Con gran dolor procedieron a emparedar su imagen divina, haciendo correr entre las gentes dónde y cómo se había ocultado la talla.
El caso es que, como era previsible, en pocos días Madrid fue territorio moro y los cristianos tuvieron que sufrir este estado durante casi tres siglos. Sin embargo, la devoción hacia su querida Virgen permaneció viva: de padres a hijos y de madres a hijas se fue transmitiendo el emplazamiento de la imagen, de modo que todos los habitantes del pueblo, excepto los moros, sabían dónde estaba la Almudena.
A principios del siglo XI el rey Alfonso vi, conocido como el rey de la mano horadada, recuperó para la Cristiandad el pueblo de Madrid. Con grandes vítores fue recibido por los aldeanos y, en lo que pudieron, honraron al rey de Castilla y León con una cazuela de garbanzos y caldo de gallina. El rey vio el lamentable estado de aquellas gentes y quiso hacer algunos progresos en la aldea. Para ello, ordenó derribar las murallas y alzar unas mejores y más fuertes, al estilo de las de Castilla. Pero los madrileños protestaron ardiente-mente, y decían que en algún lugar de aquella muralla estaba escondida la Virgen y que los trabajos deberían hacerse con mucho cuidado. Don Alfonso meditó con preocupación: en ningún caso la ciudad debería quedar sin fortaleza durante mucho tiempo, porque los moros podrían volver y hallar Madrid sin defensa.
Sucedió entonces el milagro: de un cubo de la muralla se desprendieron varias piedras, y quedó a la vista la gloriosa imagen de la Virgen, con las dos candelas ardiendo, tal y como la colocaron trescientos años antes.
Con ser sorprendente la tradición de la Almudena, no es comparable a la que se cuenta de Nuestra Señora de Atocha.
San Lucas, como se sabe, era uno de los cuatro evangelistas. El Evangelista no conoció a Jesús, pero supo de Él por Pablo. Lucas era médico, nacido en Antioquía de Siria, y viajó con Pablo y Pedro por muchos lugares de la Antigüedad difundiendo la Buena Nueva. Nicodemus o Nicodemo era un fariseo, alto dignatario de los judíos, que interrogó a Jesús en el Templo y le preguntó cómo podía nacer de nuevo quien era viejo, y si un hombre podría entrar de nuevo en el seno de su madre. A lo que Jesús respondió:
-Lo nacido de carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es.
Muchas otras cosas le dijo Jesús a Nicodemus y éste comprendió que verdaderamente Aquel era el Hijo de Dios. Lo defendió en los tribunales judíos y, después de ser crucificado, llevó a su sepulcro una mezcla de mirra y áloe para honrarlo.
Dicen los historiadores que Nicodemus recordaba conti­nuamente las palabras del Maestro y que quiso purgar su imper­tinencia haciendo una talla de la Virgen María. Para ello pidió ayuda a San Lucas y juntos se pusieron manos a la obra. Cuando estuvo terminada, la imagen fue llevada a Antioquía y, desde allí, algún apóstol la trajo a Hispania. Aunque en este punto los eruditos no se ponen de acuerdo, es plausible que fuera el mismísimo Santiago o San Pablo, o quizás alguno de sus discípulos.
Fuera como fuese, lo cierto es que la imagen de la Virgen vino a parar a Madrid. Durante muchos siglos los madrileños veneraron a la Madre de Dios y tenían por ella un especial fervor. Pero, como sucedió con la Almudena, los habitantes del pueblo vieron que los sarracenos estaban muy cerca y que pronto el pueblo se vería ocupado por las huestes moras. No dudaron entonces, y bajaron a los descampados con la estimada talla. Cuando creyeron que el lugar era seguro, excavaron un hoyo y allí dejaron a la Virgen, cubierta por unas tochas o atochas, que era la hierba de maleza propia del lugar: no en vano, aquellos pantanales se conocían con el nombre de Las Atochas, por ser esa planta la más abundante.
Al fin llegaron los moros y sometieron a la población sin ninguna resistencia. Castilla estaba por entonces tratando de hacer retroceder a los árabes y durante mucho tiempo no se pudieron acercar ni a Madrid ni a Toledo.
Pero al cabo de trescientos años, los nobles castellanos habían pasado el Duero y habían subido las cumbres de Navacerrada. Desde allí podían ver el lugarejo que llamaban Madrid y no tardaron en ponerle cerco. Durante muchos años los castellanos pensaron si valdría la pena arriesgar sus vidas por un lugar tan miserable y acampaban cerca sin decidirse a dar la batalla definitiva.
En aquella época vivía en Rivas un caballero llamado Gracián Ramírez, conocido en los contornos por ser hombre leal, valiente y muy piadoso. Este Gracián Ramírez estaba enojado con los castella-nos porque no se decidían a atacar la ciudad y él, por su parte, no contaba con soldados suficientes.
En una ocasión, estaba Gracián Ramírez paseando con su escudero por los alrededores de Madrid, viendo cuál sería el mejor modo de asaltar la muralla: el caballero sentía gran amargura porque él era natural de Madrid y le dolía en el alma ver su pueblo sometido al imperio de la media luna. En esto, el escudero se topó con un hoyo en el suelo y, preguntándose qué se escondería allí, dieron con la imagen de la Virgen. Gran contento tuvo don Gracián, que era muy piadoso, y ordenó a sus soldados que abandonaran cuanto estaban haciendo para venir a adorar a la Madre de Dios. Al cabo, hizo construir una pequeñísima capilla, a la que se le dio el nombre de la Virgen de las Atochas.
Ya había pasado un año cumplido, y los castellanos aseguraban que no asaltarían Madrid hasta que el rey Alfonso VI no llegara al campo y no diera las órdenes oportunas. Por su parte, don Gracián no podía soportar tanta tardanza y se encomendó a su imagen más querida: fue a orar y hasta bien entrada la noche no salió de la capilla. En sus mientes estaba combatir a los moros con sus pocas fuerzas: o liberaba Madrid, o moría en el lance con todos sus hombres. Sólo temía por su amada esposa y sus hijas...
-¿Qué será de ellas si yo muero? ¿Qué escarnios no harán los perros infieles si mi cuerpo queda inerte en la batalla?
Atormentado por estas dudas, Gracián Ramírez tomó una trágica resolución: volvió a casa y con su propio puñal degolló a su esposa y a sus dos hijas. Anegado en llanto, salió hacia sus cuarteles y ordenó que a la mañana siguiente se hallase todo el mundo bien dispuesto, porque, de una vez, iban a asaltar la plaza de Madrid.
Así se hizo; y a pesar de los pocos soldados que iban con él, Gracián Ramírez logró clavar su pendón en lo alto de la muralla. Gran carnicería hubo en aquel suceso y si los muertos cristianos se contaban por cientos, los de los moros se contaban por miles. Los castellanos, que vieron la gesta desde un otero cercano, se hacían cruces y admiraban el generoso valor de don Gracián y los suyos. Durante horas la batalla fue encarnizada y la sangre resbalaba por la muralla como torrentes de fuego. Allí miraba el rey Alfonso y, enardecido por el valor de don Gracián, ordenó a los suyos que atacaran por el norte. Ya desfallecían los soldados de Ramírez, más éste alentaba sus corazones al grito de: «¡A ellos, mis valientes, a ellos; que la Virgen de Atocha nos protege!». En esto, el rostro de los moros palideció: a su espalda vieron erigirse el pendón de Castilla y León y temblaron. Ni un solo sarraceno salió con vida de aquella batalla: burgaleses fieros, leoneses de brío, zamoranos escogidos y palentinos de hierro avanzaron con las espadas bruñidas... y Madrid fue tomada por fin. Con el honor debido se tomó el pendón de Gracián Ramírez, que había caído por el suelo, y se levantó en señal de victoria.
Todo fue alegría en la ciudad y el rey ordenó que se hicieran grandes fiestas... pero Gracián Ramírez tenía una pena honda en el alma, porque, en su precipitación e imprudencia, había dado muerte a su mujer y a sus hijas, y no había confiado en el poder de la Virgen, aquella misma Virgen a la que tanto había rezado. No quiso celebraciones ni festejos, y salió del recinto con algunos de los suyos: aún quería pedir perdón a la Virgen de Atocha por su necedad, y al cabo iba llorando y lamentando su suerte. Los que lo vieron salir decían que inspiraba compasión y sus mismos soldados llevaban los ojos arrasados en lágrimas.
Pero Nuestra Señora de Atocha no abandona jamás a los suyos y, cuando Gracián Ramírez entró en la capilla, pudo ver a su mujer y a sus hijas resucitadas y vivas: con gran alegría corrieron las tres hacia él, colmándolo de besos y abrazos. No menor era la dicha del caballero, que no quiso perder un instante y se arrodilló ante la imagen de su benefactora, dándole las gracias más efusivas y plenas de devoción.
Para que nunca olvidara el caballero su imprudencia, la Virgen permitió que su esposa y las dos niñas llevaran durante el resto de sus días la huella de aquel injusto crimen, y una cicatriz blanca en el cuello de sus seres queridos le recordaba a don Gracián que siempre se ha de confiar en Nuestra Señora de Atocha.
El suceso se supo en todos los lugares cristianos y, corriendo el tiempo, acudían a la ermita muchos romeros y peregrinos, por lo cual la casa de los Ramírez hizo levantar allí un hospital para acogerlos y después otros edificios. Con gran felicidad se sucedieron los hijos y los nietos de aquel buen Gracián Ramírez, hasta llegar a ser los condes de Bornos. Por desgracia, ya nada queda de aquella milagrosa ermita y en aquellas atochas hay en la actualidad una estación de ferrocarril.

Fuente: Jose Calles Vales - 018

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Los fantasmas del museo reina sofía

A partir del siglo XVI la villa de Madrid acogió a cuanto desheredado y pordiosero andaba por esos caminos de Dios. Por supuesto, desde que Felipe II se levantara sobre todas las naciones del mundo, la ciudad castellana, otrora villorrio, se convirtió en el centro de todas las miradas. A esta plaza llegaron hombres de letras y de ciencia, pintores, arquitectos y diplomáticos, pero también quisieron aprovecharse del auge cortesano los mendigos y pícaros de Europa y América.
No es extraño, por tanto, que los piadosos madrileños se viesen forzados a construir edificios que dieran cabida a tanto miserable: tullidos, putas, haraganes y ladrones de medio pelo llenaron las calles de la capital. Había, por ejemplo, una casa de recogimiento de mujeres, llamada Las Arrepentidas, fundada en el siglo XVIII y que tenía como titular a la santa María Egipciaca. En la misma calle Amaniel estaba el hospital de mujeres incurables, fundado por la viuda de Lerena a principios del siglo XIX. Este hospital fue, antes, un colegio de niñas huérfanas. No faltaron en Madrid hospicios, como el que hubo en la calle de Santa Isabel, o el más famoso de la calle Preciados, llamado Casa de Expósitos o Inclusa, que fue después trasladado a otros lugares. En la calle de Atocha se fundó a principios del siglo XVII un «recogimiento» de niños huérfanos, llamado de los Desamparados. También había en ese lugar una sala para las «carracas», esto es, mujeres impedidas, enfermas o deshauciadas. En el mismo edificio había además una cárcel de prostitutas y ladronas. En el siglo pasado fue Hospital de hombres incurables. Don Pedro Cuenca fundó en 1598 el albergue de San Lorenzo, cerca de la calle de los Cojos: allí se le daba un mendrugo de pan y un huevo a los desgraciados que se habían perdido en las calles de Madrid durante la noche. En fin, la enumeración de hospitales, hospicios y casas de recogimiento sería demasiado prolija y bastan los ejemplos señalados.
El edificio que nos ocupa ahora es el Museo Reina Sofía, entre las calles de Santa Isabel y Atocha. Esta institución alberga colecciones de arte contemporáneo y su joya más preciada es, sin duda, el Guernica, de Pablo Picasso.
El edificio tiene un aspecto muy moderno, especialmente por los ascensores exteriores y las estructuras de metal y vidrio que dan a la plaza de Sánchez Bustillo. Sin embargo, el Museo está construido sobre el antiguo Hospital General del siglo XVIII. Este hospital fue levantado bajo el mandato de Carlos III y lo llevó a cabo el famoso ingeniero don José Hermosilla; don Francisco Sabatini continuó las obras, aunque el magnífico proyecto inicial no pudo concluirse.
El Hospital General agrupó las distintas instituciones benéficas que estaban dispersas en Madrid, y así, se instaló en el lugar que ocupa hoy el Museo Reina Sofía. En dicho emplazamiento hubo también un albergue para mendigos y enfermos, y junto a él un hospital, llamado de la Pasión, sólo para mujeres.
Aquellos terrenos tienen, pues, una historia turbulenta, muy propia para que las almas de los muertos sigan vagando por las salas y los corredores. Y así ha sido. En los últimos años del siglo XX los periódicos anunciaron que el Museo Reina Sofía estaba plagado de fantasmas. Los vigilantes nocturnos veían procesiones de monjes con cirios, se oían extraños lamentos y correr de cadenas, algunas sombras parecían disolverse tras las esquinas... Un guardia acabó por pedir el traslado a otro lugar, pues no soportaba el terror que le producían aquellas visiones. Varias personas aseguraban que sintieron vivamente cómo una mano fría les sujetaba del brazo y otras afirmaron que durante el crepúsculo se veían sombras en el suelo.

Aunque no se ha podido desvelar el misterio, es muy probable que los fantasmas del Museo sean los padres obregones. A continuación se narra la leyenda del padre Bernardino de Obregón, causante de todas las apariciones en el moderno museo de Madrid.

En tiempos de Felipe II vivió en Madrid un hombre llamado Bernardino de Obregón. Nació en el seno de una familia noble y acomodada, en el pueblo burgalés de las Huelgas. Su buena planta y su carácter alegre le propiciaron algunos oficios notables, y se supo que había llegado a ser secretario del duque de Sesa, don Gonzalo Fernández de Córdoba. En fin, el joven caballero era uno de los más elegantes y admirados de la corte.
Sin embargo, su conducta no era tan piadosa como podría esperarse. Al fin, no era más que un muchacho y cuando no estaba en los cuarteles dedicaba sus esfuerzos a los amores. Rondaba a las damas, saltaba los muros, escalaba los balcones y entraba en las alcobas. Bernardino pasaba los días entre requiebros y lances, y como era muy bien parecido, las damas abrían sus puertas para dejarlo entrar, sobre todo si los maridos y los padres no estaban en la casa. De modo que cuando los madrileños iban a misa, por la mañana temprano, él salía de las casas con ojillos de no haber dormido. También gustaba de ir con los amigos a las tabernas y, se dice, visitaba más los prostíbulos que las iglesias.
Un día, nuestro caballero bajaba por la calle de Postas. Venía un tanto irritado porque cierto marido había llegado antes de lo previsto y no había podido cumplir su tercer deseo con la fogosa dama, aunque sí los dos primeros. En esto pensaba el joven Bernardino cuando, sin querer, un barrendero le echó porquería en las botas. Bernardino se enojó muchísimo y sin pensarlo dos veces, le dio dos bofetadas al pobre operario. El barrendero, sin embargo, no se sintió ofendido; bien al contrario, se arrodilló frente al caballero y le dijo:
-¡Oh, señor! ¡Os doy gracias por las bofetadas que me habéis dado, porque así habéis castigado mi falta y he de verme honrado toda la vida!
Bernardino casi no pudo articular palabra, tan sorprendido estaba. Miró atentamente al barrendero y levantándolo del suelo, lo abrazó. Le pidió perdón humildemente y, según dice el cronista, «herido por un rayo de luz divina», el caballero volvió a su casa transformado por completo. Con grandes voces y lamentos Bernardino repudiaba su vida anterior, plena de lascivia y crímenes: mostraba tal arrepenti-miento que daba pena verlo. Durante muchos días no abandonó la capilla de su casa y pedía a Dios que salvase su alma.
El que fuera caballero galante y apuesto dejó crecer sus barbas, y vendió sus ropas y joyas para dar limosnas a los pobres. Vestido casi como un harapiento, Bernardino agotó su fortuna en obras de beneficencia y olvidó damas, amigos y placeres. Se retiró, pues, de la vida mundana y quiso aportar su trabajo en el Hospital de la Corte, consolando a los tullidos, compadeciéndose de los incurables, atendiendo a los moribundos... Años más tarde, Bernardino fundó el Hospital de Convalecencia, donde prosiguió su benéfica tarea en favor de los más desgraciados. Finalmente, ya convertido en un santo, nadie recordaba al caballero disipado y lujurioso que había amado a tantas damas de Madrid. Cuando sintió cercana su muerte, Bernardino de Obregón fundó la congregación llamada Santa Hermandad, a la que él mismo nombraba como la cofradía de los Hermanos Obregones, haciendo honor a su apellido. Durante muchos años, esta hermandad fue respetada y elogiada en todos los rincones de España, por su abnegación y sacrificio en el cuidado de los inválidos, tullidos, incurables y locos.
La bendita faz de Dios se le presentó al fin a nuestro Bernardino y murió habiendo recibido los Santos Sacramentos. Se le enterró en su amada iglesia y sus hermanos continuaron trabajando en las instituciones hospitalarias hasta bien entrado el siglo XIX.
Los Hermanos Obregones recibieron con mucha alegría la orden de cuidar a los enfermos del Hospital General, porque de este modo estarían más cerca del padre fundador, enterrado en la iglesia adyacente. Y en aquel mismo lugar recibieron sepultura muchos venerables hermanos de la congregación de los obregones.
Con el correr del tiempo, el abandono del hospital, las nuevas construcciones y las sucesivas reformas, el lugar tuvo otros cometidos diversos, hasta llegar a ser lo que es en la actualidad: el Centro Cultural Reina Sofía. Los hombres de nuestro tiempo no tuvieron en cuenta ni respetaron los sufrimientos de los Hermanos Obregones, y desenterraron sus cuerpos con máquinas excavadoras, con taladros y otros ingenios horrorosos. No es extraño, por tanto, que las almas en pena de aquellos cofrades anden vagando por las salas y corredores del Museo, y que avisen a los visitantes de la infamia que se hizo con ellos: esto sucede porque no se deja descansar en paz a los muertos, porque se les priva de la morada eterna y sus huesos se dispersan en vertederos. Los fantasmas del Museo Reina Sofía nos recuerdan que hubo un hombre, llamado Bernardino de Obregón, que abandonó su vida disipada para ayudar y consolar a los desgraciados.

Fuente: Jose Calles Vales - 018

0.127.3 anonimo (madrid) - 018

El montón de trigo

En la Sierra de Madrid, pasando el pueblo de Cercedilla, se accede por un valle frondoso al collado de la Fuenfría, desde donde puede admirarse la extensión de Castilla y, si el viajero abre bien los ojos, puede llegar a distinguir La Granja de San Ildefonso e, incluso, la ciudad de Segovia. En este collado de la Fuenfría hay, en efecto, una fuente de agua muy fresca y un ameno prado donde los madrileños y los segovianos pasan las tardes apacibles de la primavera. A un lado se yerguen las abruptas cimas de Siete Picos y, al otro, un cerro pelado llamado Montón de Trigo. Este monte, que no llega a los dos mil metros de altitud es, probablemente, la montaña más hermosa de la provincia de Madrid. La belleza de su perfil, semejante en todo a un montón de trigo, ha propiciado la creación de leyendas, en las cuales se explica el origen «verdadero» de la montaña. Sin embargo, la historia del Montón de Trigo es casi un cuento y, según se narra, parece bastante moderno.
Hace muchos, muchos años, tal vez siglos, había en las estri-baciones de la Sierra un paraje maravilloso. Al abrigo de las montañas, los frutos parecían crecer y brotar como por ensalmo. Los almendros y los cerezos ofrecían sus preciadas joyas a los lugareños, pero había también manzanos, naranjos y perales a discreción. A las afueras de la aldea estaban los campos, sembrados con avena y trigo, y allí crecían las espigas más hermosas y granadas que jamás se vieran.
Por la época en que sucedió esta historia, los trigales ofrecían un aspecto magnífico. La brisa acostaba las espigas y las cuadrillas de segadores estaban ya preparadas. El amo, un hombre seco y avariento, ordenó que comenzara la tarea y en pocos días se hicieron todos los trabajos: se dejó el campo convertido en rastrojera; tan bueno era el trigo que los capataces mandaron que se segara a rapaterrón, sin dejar paja en tierra. Se llevó el trigo a la era y, con aquellos trillos buenos de madera y piedra, varios asnos giraban una y otra vez hasta desbrozar paja y grano. Después se aventaron las mieses y el amo vio con agrado que las parvas eran hermosas.
Estaba el avaricioso dueño contemplando la bondad de la cosecha cuando llegó un mendigo y le habló de semejante modo:
-Señor, vengo de muy lejos, pasando muchas miserias y tengo hambre y sed. Dadme algo con que pueda alimentarme y Dios le concederá cuanto pida.
El amo, que era de suyo avariento, no pudo evitar un gesto de repugnancia al ver a ese mendigo a su lado. Traía los cabellos largos y sucios, y tenía como llagas en la frente, en las manos y en los pies.
Vestía un andrajoso gabán y un zurrón viejo y asqueroso.
-¡Vete de mi vista, pordiosero! ¡No tengo nada para ti!
El peregrino se entristeció y señaló con su mano sangrante el gran montón de trigo que había frente a él.
-¿Y ese trigo? -dijo el miserable. ¿No me daréis, por Dios, un puñado de ese montón de trigo?
-¡Ea! No es trigo, sino tierra... ¡Vete de aquí y no molestes más!
El mendigo observó con pena el grano dorado y volviéndose dijo:
-Perdone el señor, no lo había distinguido bien: en verdad es sólo tierra.
El amo no pudo contener su sorpresa cuando, a su propia vista, el montón de trigo se convirtió en piedra, y tierra, y roca. Toda su ganancia se había perdido por avaricia y quedó arruinado para siempre.
Aquel montón de trigo, convertido en áridas peñas, creció y creció durante los años siguientes, hasta convertirse en el cerro pelado que es hoy, donde a duras penas crecen algún matorral y cizañas. Los pinos albares de la Fuenfría fueron invadiendo sus laderas, pero su cumbre áspera no permite siquiera que nazcan las tristes florecillas de las montañas. Desde la lejanía, el famoso cerro parece la imagen acabada de un verdadero montón de trigo, mas su color grisáceo y pardo recuerda que, en efecto, sólo es tierra, y peñas, y roca, donde viven las culebras y los alacranes, y de donde no puede obtenerse ningún fruto.

Fuente: Jose Calles Vales

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El dragón doudou

Había una vez un terrorífico dragón al que le fascinaba raptar doncellas para luego devorarlas. La gente le había dado el nombre de Doudou y le temían como a la mal­dad misma, pues muchos caballeros habían procurado vencerlo y habían muerto en el intento.
El horrible dragón Doudou aterrorizaba a la población tanto de la región de Mons como de Wasmes y nadie se encontraba a salvo.
Algunos decían que la maléfica criatura parecía mimetizarse con el ambiente y que, por lo tanto, era imposible de ser vista, hasta que caía con todo el peso de su cuerpo sobre la pobre don­cella que había elegido como víctima y ahí mismo la apresaba en su gigantesca boca poblada de filosos dientes y se la llevaba a su madriguera secreta para luego devorarla.
La angustia y el terror se habían apoderado de los corazones de todas aquellas gentes. Pero un día tuvieron una esperanza de alivio con la llegada y las palabras de un noble caballero investi­clo en armadura de combate. Su nombre era Gilles de Chin.
El hombre se detuvo en el centro de la plaza pública y en voz alta y firme anunció que acabaría con la horrenda bestia. De in­mediato, partió al galope en su caballo, ante el admirado asombro de todos los presentes.
Gilles de Chin buscó a la inmunda criatura por muchos días, hasta que por fin descubrió su madriguera, penetró y avanzó sin hacer ruido. Dio apenas unos pasos y la vio. Allí estaba el terror del pueblo destrozando el cadáver de quien había sido, a todas lu­ces, una hermosa muchacha. ¡Le estaba arrancando las entrañas!
El audaz caballero no perdió tiempo y desenfundando su es­pada se lanzó contra el monstruo y consiguió herirlo.
El dragón, sorprendido, abandonó el cadáver y retrocedió to­do lo que pudo, mientras daba terribles dentelladas a su agresor, que lo esquivaba con enérgica habilidad.
El filo de la espada, al principio, parecía no dañar a la bestia, puesto que estaba protegida por una coraza natural de escamas endurecidas, pero el atacante no cejaba en su intento y descarga­ba su arma una y otra vez, hasta que comenzó a dañar a la bestia haciéndola sangrar por numerosas heridas.
El dragón aulló con un sonido estremecedor y finalmente mu­rió. Pero semejante guerrero no iba a abandonar tan rápidamente el cuerpo de enemigo tan colosal y siguió golpeándolo hasta que lo descuartizó por completo.
Una vez terminada su hazaña, cortó la cabeza del dragón de un solo tajo de su espada y regresó al pueblo con ella. En el cen­tro de la plaza pública Gilles de Chin la exhibió como señal de que su dueño, que había aterrorizado a todos los habitantes de esas tierras, acababa de morir, y como trofeo de su propio anun­cio cumplido.

Aún hoy se conserva la cabeza de dicho dragón (aunque algunos refutadores de leyendas dicen que se trata de la cabeza de un cocodri­lo de grandes proporciones) en un sitio de honor en la ciudad de Mons.[1]

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[1] También hay que destacar que esta leyenda tiene tanta trascendencia que, ca­da año, se celebra en Mons una fiesta que recibe el nombre de Lumecon, en la que se recuerda la muerte del dragón Doudou. La bestia es representada por medio de un gran títere de madera manejado por hombres desde su interior (a semejanza del épico caballo de Troya).

jueves, 25 de abril de 2013

Santa marta y la tarasca

Cuenta la leyenda que Marta, su hermana María y su herma­no Lázaro -el amigo de Jesús a quien Él resucitó- tuvieron que huir de su tierra luego de la crucifixión del Hijo de Dios.
Durante muchos días viajaron sufriendo toda clase de vicisi­tudes, hasta que arribaron a una región llamada Provenza, al sur de la actual Francia.
En una de las aldeas provenzales llamada Tarascón se detuvie­ron a descansar un rato bajo unos árboles. Y cuando ya se dispo­nían a continuar el viaje, vieron venir corriendo hacia ellos a unos aldeanos que, casi sin saludarlos, les dijeron que no siguieran avanzando hacia el río Ródano, pues una terrible dragona habita­ba en sus orillas.
-Es un engendro de los infiernos que siembra el terror en to­da la región.
Pronto las gentes comenzaron a juntarse y a aportar más da­tos cruciales:
-Mata a todo aquel que transita el camino que une Arlés con Aviñón.
-¡Los devora vivos!
-O los agarra con sus dientes por una pierna o un brazo y los ahoga en las aguas del Ródano hasta que sus cuerpos se pudren y recién en ese momento se los come.  
-"La Tarasca", así se llama la dragona: "¡la Tarasca!"[1].   
-Hasta hace poco sólo ella misma se proveía de víctimas para alimentarse... ¡Pero ahora ha empezado a exigirnos a nosotros que se las sirvamos en la puerta de su cueva!
-¡Sí, es horrible! Ahora exige sacrificios humanos: todos los días una persona joven, hombre o mujer, le debe ser entregada pa­ra que la devore viva...
-¡Y si no cumplimos nos ha amenazado con venir a instalar­se en la plaza principal hasta devorarnos a uno por uno, desde los más viejos hasta los recién nacidos!
-Y no sólo a los pobladores de Tarascón, sino a todos los de los alrededores. ¡Estamos muertos de miedo y casi no nos atreve­mos a salir de nuestras casas!
Y tanto pero tanto se siguieron quejando de la dragona los ate­rrados pobladores de ese pequeño lugar de Provenza, que Marta se conmovió y se hizo el firme propósito de ir a enfrentarse con esa bestia.
Por lo tanto, una vez instalados los tres hermanos en una po­sada -convencidos de la inconveniencia de proseguir viaje, y cuando ya María y Lázaro se habían ido a descansar de tan fatigo­sas jornadas y también el posadero y su familia se encontraban durmiendo, ella salió sola, sin hacer ruido ni encender vela algu­na, y se dirigió hacia el paraje donde habían dicho que moraba la dragona.
Marta marchaba con la decidida intención de acabar con el cruel reinado de esta criatura infernal y con una única arma: su fe.
Alumbrado el trayecto por la intensa luminosidad de la luna llena, ella iba rezando en silencio, mientras su puño derecho en­cerraba un objeto y lo mantenía apretado contra su pecho.
Y la santa y valiente mujer llegó, al fin, hasta las orillas del Ró­dano, de cuyas aguas ondulantes parecían emerger puntas de cris­tales de luna. Se detuvo a respirar profundamente y luego giró la cabeza hacia la izquierda. A pocos metros de donde se hallaba vio una gran caverna excavada en un roquedal y no dudó de que se trataba del habitáculo del monstruo. Entonces se acercó a la en­trada, con precaución, y de a poco se fue internando en la opresi­va oscuridad de la caverna, teniendo sólo al Divino Maestro como guía y luz.
Luego de avanzar unos pasos vio que un rayo lunar atravesa­ba una grieta del techo de piedra. Bajo el haz luminoso y polvo­riento que se producía en medio de la negrura, Marta descubrió a la criatura más monstruosa que jamás había visto en la vigilia ni en la pesadilla más atroz de su vida.
El cuerpo era semiesférico, plagado de lacerantes puntas, y es­taba cubierto por un caparazón escamoso y duro, que remataba en una cresta de aguzadas agujas. Su cabeza parecía la de una per­sona, aunque deformada por su gigantesca boca de la que surgían docenas de aterradores colmillos.
La bestia se hallaba devorando los restos de una víctima de su crueldad. Por el estado de putrefacción de esa carne hinchada y violácea Marta supuso que sería el cadáver de algún despreveni­do viajero a quien la Tarasca habría sorprendido y luego ahogado en las aguas hasta su descomposición, tal como habían contado los aldeanos que le apetecía hacer, para luego engullírselo.
La Tarasca, antes de descubrir la figura de la intrusa, la olfa­teó. De inmediato, dejó de comer y levantó la cabeza para enfocar sus ojos hacia la procedencia de ese -para ella- siempre exquisi­to y tentador olor de humanos vivos. Y acostumbrada a ver en la oscuridad, la descubrió, menuda e inerme, parada en el medio de la caverna. Entonces le clavó sus ojos furiosos y la miró varias ve­ces de arriba abajo como sin comprender qué hacía ese frágil cuerpo de mujer allí. Y, de pronto, abandonando su repugnante cena, lanzó un rugido y comenzó a avanzar hacia Marta, con sus seis patas cortas que remataban en espantosas garras, mientras agitaba su cola fina como un látigo.
La joven sintió un profundo miedo en su corazón cuando la bestia apuró el paso, pero ella se puso a orar el Padrenuestro que Jesús les había legado, apretó más aún el pequeño frasco destapa­do que llevaba en su mano y empezó a recuperar el ánimo y sus reflejos físicos. Y justo en el momento en que iba a ser engullida por aquellas inmundas fauces, exclamó con la fuerza de su fe: "Je­sús, ¡amánsala!", y tras estas palabras extendió su brazo derecho y arrojó a la cara de la bestia el agua bendita que contenía el fras­co encerrado en su puño.
La Tarasca se retorció como si fuera ácido y, por primera vez, retrocedió asustada.
La devota y valiente mujer avanzó más y más, siempre espar­ciendo agua bendita hasta vaciar el frasco. Y cuando la bestia, arrinconada en el fondo de su cueva, se percató de que ya no te­nía escapatoria, bajó la cabeza sumisa, como un corderito y se aquietó.
Marta no perdió tiempo y desanudando el lazo de su cintura, lo pasó por la cabeza de la monstruosa criatura y así la sacó de la caverna.
Y la llevó caminando del lazo como a una mansa criatura, has­ta que cerca de la ciudad de Arlés, unos hombres, que se dirigían a sus faenas campesinas y venían marchando en sentido contra­rio, divisaron a esa insólita e inconcebible "pareja". Entonces, en medio de la mayor extrañeza, avanzaron corriendo, cercaron a la Tarasca y allí mismo la mataron con sus herramientas de labran­za. Luego dieron infinitas gracias a Dios. Y, desde luego, también a Marta, a quien ya consideraban una benefactora que acababa de producir un verdadero milagro ante sus ojos.

Todavía hoy se recuerda el acto de fe y justicia de Marta, luego declarada santa por la Iglesia Católica Apostólica Romana. Y todos los 29 de julio se realiza una fiesta en Arlés, donde se representa es­te episodio, para que todos tengan siempre presente, generación tras generación, esta hazaña producto de la fe de Santa Marta.

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[1] En francés, tarasque.