A partir del siglo XVI la villa de Madrid acogió a
cuanto desheredado y pordiosero andaba por esos caminos de Dios. Por supuesto,
desde que Felipe II se levantara sobre todas las naciones del mundo, la ciudad
castellana, otrora villorrio, se convirtió en el centro de todas las miradas. A
esta plaza llegaron hombres de letras y de ciencia, pintores, arquitectos y
diplomáticos, pero también quisieron aprovecharse del auge cortesano los
mendigos y pícaros de Europa y América.
No es extraño, por tanto, que los piadosos madrileños
se viesen forzados a construir edificios que dieran cabida a tanto miserable: tullidos,
putas, haraganes y ladrones de medio pelo llenaron las calles de la capital.
Había, por ejemplo, una casa de recogimiento de mujeres, llamada Las
Arrepentidas, fundada en el siglo XVIII y que tenía como titular a la santa
María Egipciaca. En la misma calle Amaniel estaba el hospital de mujeres
incurables, fundado por la viuda de Lerena a principios del siglo XIX. Este
hospital fue, antes, un colegio de niñas huérfanas. No faltaron en Madrid
hospicios, como el que hubo en la calle de Santa Isabel, o el más famoso de la
calle Preciados, llamado Casa de Expósitos o Inclusa, que fue después trasladado
a otros lugares. En la calle de Atocha se fundó a principios del siglo XVII un
«recogimiento» de niños huérfanos, llamado de los Desamparados. También había
en ese lugar una sala para las «carracas», esto es, mujeres impedidas, enfermas
o deshauciadas. En el mismo edificio había además una cárcel de prostitutas y
ladronas. En el siglo pasado fue Hospital de hombres incurables. Don Pedro
Cuenca fundó en 1598 el albergue de San Lorenzo, cerca de la calle de los
Cojos: allí se le daba un mendrugo de pan y un huevo a los desgraciados que se
habían perdido en las calles de Madrid durante la noche. En fin, la enumeración
de hospitales, hospicios y casas de recogimiento sería demasiado prolija y
bastan los ejemplos señalados.
El edificio que nos ocupa ahora es el Museo Reina
Sofía, entre las calles de Santa Isabel y Atocha. Esta institución alberga
colecciones de arte contemporáneo y su joya más preciada es, sin duda, el Guernica, de Pablo Picasso.
El edificio tiene un aspecto muy moderno,
especialmente por los ascensores exteriores y las estructuras de metal y vidrio
que dan a la plaza de Sánchez Bustillo. Sin embargo, el Museo está construido
sobre el antiguo Hospital General del siglo XVIII. Este hospital fue levantado
bajo el mandato de Carlos III y lo llevó a cabo el famoso ingeniero don José
Hermosilla; don Francisco Sabatini continuó las obras, aunque el magnífico
proyecto inicial no pudo concluirse.
El Hospital General agrupó las distintas instituciones
benéficas que estaban dispersas en Madrid, y así, se instaló en el lugar que
ocupa hoy el Museo Reina Sofía. En dicho emplazamiento hubo también un albergue
para mendigos y enfermos, y junto a él un hospital, llamado de la Pasión , sólo para mujeres.
Aquellos terrenos tienen, pues, una historia
turbulenta, muy propia para que las almas de los muertos sigan vagando por las
salas y los corredores. Y así ha sido. En los últimos años del siglo XX los
periódicos anunciaron que el Museo Reina Sofía estaba plagado de fantasmas. Los
vigilantes nocturnos veían procesiones de monjes con cirios, se oían extraños
lamentos y correr de cadenas, algunas sombras parecían disolverse tras las
esquinas... Un guardia acabó por pedir el traslado a otro lugar, pues no
soportaba el terror que le producían aquellas visiones. Varias personas
aseguraban que sintieron vivamente cómo una mano fría les sujetaba del brazo y
otras afirmaron que durante el crepúsculo se veían sombras en el suelo.
Aunque no se ha podido desvelar el misterio, es muy
probable que los fantasmas del Museo sean los padres obregones. A continuación
se narra la leyenda del padre Bernardino de Obregón, causante de todas las
apariciones en el moderno museo de Madrid.
En tiempos de Felipe II vivió en Madrid un hombre
llamado Bernardino de Obregón. Nació en el seno de una familia noble y
acomodada, en el pueblo burgalés de las Huelgas. Su buena planta y su carácter
alegre le propiciaron algunos oficios notables, y se supo que había llegado a
ser secretario del duque de Sesa, don Gonzalo Fernández de Córdoba. En fin, el
joven caballero era uno de los más elegantes y admirados de la corte.
Sin embargo, su conducta no era tan piadosa como
podría esperarse. Al fin, no era más que un muchacho y cuando no estaba en los
cuarteles dedicaba sus esfuerzos a los amores. Rondaba a las damas, saltaba los
muros, escalaba los balcones y entraba en las alcobas. Bernardino pasaba los
días entre requiebros y lances, y como era muy bien parecido, las damas abrían
sus puertas para dejarlo entrar, sobre todo si los maridos y los padres no estaban
en la casa. De modo que cuando los madrileños iban a misa, por la mañana
temprano, él salía de las casas con ojillos de no haber dormido. También
gustaba de ir con los amigos a las tabernas y, se dice, visitaba más los
prostíbulos que las iglesias.
Un día, nuestro caballero bajaba por la calle de
Postas. Venía un tanto irritado porque cierto marido había llegado antes de lo
previsto y no había podido cumplir su tercer deseo con la fogosa dama, aunque
sí los dos primeros. En esto pensaba el joven Bernardino cuando, sin querer, un
barrendero le echó porquería en las botas. Bernardino se enojó muchísimo y sin
pensarlo dos veces, le dio dos bofetadas al pobre operario. El barrendero, sin
embargo, no se sintió ofendido; bien al contrario, se arrodilló frente al
caballero y le dijo:
-¡Oh, señor! ¡Os doy gracias por las bofetadas que me
habéis dado, porque así habéis castigado mi falta y he de verme honrado toda la
vida!
Bernardino casi no pudo articular palabra, tan
sorprendido estaba. Miró atentamente al barrendero y levantándolo del suelo, lo
abrazó. Le pidió perdón humildemente y, según dice el cronista, «herido por un
rayo de luz divina», el caballero volvió a su casa transformado por completo.
Con grandes voces y lamentos Bernardino repudiaba su vida anterior, plena de
lascivia y crímenes: mostraba tal arrepenti-miento que daba pena verlo. Durante
muchos días no abandonó la capilla de su casa y pedía a Dios que salvase su
alma.
El que fuera caballero galante y apuesto dejó crecer
sus barbas, y vendió sus ropas y joyas para dar limosnas a los pobres. Vestido
casi como un harapiento, Bernardino agotó su fortuna en obras de beneficencia y
olvidó damas, amigos y placeres. Se retiró, pues, de la vida mundana y quiso
aportar su trabajo en el Hospital de la Corte , consolando a los tullidos, compadeciéndose
de los incurables, atendiendo a los moribundos... Años más tarde, Bernardino
fundó el Hospital de Convalecencia, donde prosiguió su benéfica tarea en favor
de los más desgraciados. Finalmente, ya convertido en un santo, nadie recordaba
al caballero disipado y lujurioso que había amado a tantas damas de Madrid.
Cuando sintió cercana su muerte, Bernardino de Obregón fundó la congregación
llamada Santa Hermandad, a la que él mismo nombraba como la cofradía de los Hermanos
Obregones, haciendo honor a su apellido. Durante muchos años, esta hermandad
fue respetada y elogiada en todos los rincones de España, por su abnegación y
sacrificio en el cuidado de los inválidos, tullidos, incurables y locos.
La bendita faz de Dios se le presentó al fin a nuestro
Bernardino y murió habiendo recibido los Santos Sacramentos. Se le enterró en
su amada iglesia y sus hermanos continuaron trabajando en las instituciones
hospitalarias hasta bien entrado el siglo XIX.
Los Hermanos Obregones recibieron con mucha alegría la
orden de cuidar a los enfermos del Hospital General, porque de este modo
estarían más cerca del padre fundador, enterrado en la iglesia adyacente. Y en
aquel mismo lugar recibieron sepultura muchos venerables hermanos de la
congregación de los obregones.
Con el correr del tiempo, el abandono del hospital,
las nuevas construcciones y las sucesivas reformas, el lugar tuvo otros
cometidos diversos, hasta llegar a ser lo que es en la actualidad: el Centro
Cultural Reina Sofía. Los hombres de nuestro tiempo no tuvieron en cuenta ni
respetaron los sufrimientos de los Hermanos Obregones, y desenterraron sus
cuerpos con máquinas excavadoras, con taladros y otros ingenios horrorosos. No
es extraño, por tanto, que las almas en pena de aquellos cofrades anden vagando
por las salas y corredores del Museo, y que avisen a los visitantes de la
infamia que se hizo con ellos: esto sucede porque no se deja descansar en paz a
los muertos, porque se les priva de la morada eterna y sus huesos se dispersan
en vertederos. Los fantasmas del Museo Reina Sofía nos recuerdan que hubo un
hombre, llamado Bernardino de Obregón, que abandonó su vida disipada para
ayudar y consolar a los desgraciados.
Fuente:
Jose Calles Vales - 018
0.127.3 anonimo (madrid) - 018
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