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viernes, 26 de abril de 2013

Los fantasmas del museo reina sofía

A partir del siglo XVI la villa de Madrid acogió a cuanto desheredado y pordiosero andaba por esos caminos de Dios. Por supuesto, desde que Felipe II se levantara sobre todas las naciones del mundo, la ciudad castellana, otrora villorrio, se convirtió en el centro de todas las miradas. A esta plaza llegaron hombres de letras y de ciencia, pintores, arquitectos y diplomáticos, pero también quisieron aprovecharse del auge cortesano los mendigos y pícaros de Europa y América.
No es extraño, por tanto, que los piadosos madrileños se viesen forzados a construir edificios que dieran cabida a tanto miserable: tullidos, putas, haraganes y ladrones de medio pelo llenaron las calles de la capital. Había, por ejemplo, una casa de recogimiento de mujeres, llamada Las Arrepentidas, fundada en el siglo XVIII y que tenía como titular a la santa María Egipciaca. En la misma calle Amaniel estaba el hospital de mujeres incurables, fundado por la viuda de Lerena a principios del siglo XIX. Este hospital fue, antes, un colegio de niñas huérfanas. No faltaron en Madrid hospicios, como el que hubo en la calle de Santa Isabel, o el más famoso de la calle Preciados, llamado Casa de Expósitos o Inclusa, que fue después trasladado a otros lugares. En la calle de Atocha se fundó a principios del siglo XVII un «recogimiento» de niños huérfanos, llamado de los Desamparados. También había en ese lugar una sala para las «carracas», esto es, mujeres impedidas, enfermas o deshauciadas. En el mismo edificio había además una cárcel de prostitutas y ladronas. En el siglo pasado fue Hospital de hombres incurables. Don Pedro Cuenca fundó en 1598 el albergue de San Lorenzo, cerca de la calle de los Cojos: allí se le daba un mendrugo de pan y un huevo a los desgraciados que se habían perdido en las calles de Madrid durante la noche. En fin, la enumeración de hospitales, hospicios y casas de recogimiento sería demasiado prolija y bastan los ejemplos señalados.
El edificio que nos ocupa ahora es el Museo Reina Sofía, entre las calles de Santa Isabel y Atocha. Esta institución alberga colecciones de arte contemporáneo y su joya más preciada es, sin duda, el Guernica, de Pablo Picasso.
El edificio tiene un aspecto muy moderno, especialmente por los ascensores exteriores y las estructuras de metal y vidrio que dan a la plaza de Sánchez Bustillo. Sin embargo, el Museo está construido sobre el antiguo Hospital General del siglo XVIII. Este hospital fue levantado bajo el mandato de Carlos III y lo llevó a cabo el famoso ingeniero don José Hermosilla; don Francisco Sabatini continuó las obras, aunque el magnífico proyecto inicial no pudo concluirse.
El Hospital General agrupó las distintas instituciones benéficas que estaban dispersas en Madrid, y así, se instaló en el lugar que ocupa hoy el Museo Reina Sofía. En dicho emplazamiento hubo también un albergue para mendigos y enfermos, y junto a él un hospital, llamado de la Pasión, sólo para mujeres.
Aquellos terrenos tienen, pues, una historia turbulenta, muy propia para que las almas de los muertos sigan vagando por las salas y los corredores. Y así ha sido. En los últimos años del siglo XX los periódicos anunciaron que el Museo Reina Sofía estaba plagado de fantasmas. Los vigilantes nocturnos veían procesiones de monjes con cirios, se oían extraños lamentos y correr de cadenas, algunas sombras parecían disolverse tras las esquinas... Un guardia acabó por pedir el traslado a otro lugar, pues no soportaba el terror que le producían aquellas visiones. Varias personas aseguraban que sintieron vivamente cómo una mano fría les sujetaba del brazo y otras afirmaron que durante el crepúsculo se veían sombras en el suelo.

Aunque no se ha podido desvelar el misterio, es muy probable que los fantasmas del Museo sean los padres obregones. A continuación se narra la leyenda del padre Bernardino de Obregón, causante de todas las apariciones en el moderno museo de Madrid.

En tiempos de Felipe II vivió en Madrid un hombre llamado Bernardino de Obregón. Nació en el seno de una familia noble y acomodada, en el pueblo burgalés de las Huelgas. Su buena planta y su carácter alegre le propiciaron algunos oficios notables, y se supo que había llegado a ser secretario del duque de Sesa, don Gonzalo Fernández de Córdoba. En fin, el joven caballero era uno de los más elegantes y admirados de la corte.
Sin embargo, su conducta no era tan piadosa como podría esperarse. Al fin, no era más que un muchacho y cuando no estaba en los cuarteles dedicaba sus esfuerzos a los amores. Rondaba a las damas, saltaba los muros, escalaba los balcones y entraba en las alcobas. Bernardino pasaba los días entre requiebros y lances, y como era muy bien parecido, las damas abrían sus puertas para dejarlo entrar, sobre todo si los maridos y los padres no estaban en la casa. De modo que cuando los madrileños iban a misa, por la mañana temprano, él salía de las casas con ojillos de no haber dormido. También gustaba de ir con los amigos a las tabernas y, se dice, visitaba más los prostíbulos que las iglesias.
Un día, nuestro caballero bajaba por la calle de Postas. Venía un tanto irritado porque cierto marido había llegado antes de lo previsto y no había podido cumplir su tercer deseo con la fogosa dama, aunque sí los dos primeros. En esto pensaba el joven Bernardino cuando, sin querer, un barrendero le echó porquería en las botas. Bernardino se enojó muchísimo y sin pensarlo dos veces, le dio dos bofetadas al pobre operario. El barrendero, sin embargo, no se sintió ofendido; bien al contrario, se arrodilló frente al caballero y le dijo:
-¡Oh, señor! ¡Os doy gracias por las bofetadas que me habéis dado, porque así habéis castigado mi falta y he de verme honrado toda la vida!
Bernardino casi no pudo articular palabra, tan sorprendido estaba. Miró atentamente al barrendero y levantándolo del suelo, lo abrazó. Le pidió perdón humildemente y, según dice el cronista, «herido por un rayo de luz divina», el caballero volvió a su casa transformado por completo. Con grandes voces y lamentos Bernardino repudiaba su vida anterior, plena de lascivia y crímenes: mostraba tal arrepenti-miento que daba pena verlo. Durante muchos días no abandonó la capilla de su casa y pedía a Dios que salvase su alma.
El que fuera caballero galante y apuesto dejó crecer sus barbas, y vendió sus ropas y joyas para dar limosnas a los pobres. Vestido casi como un harapiento, Bernardino agotó su fortuna en obras de beneficencia y olvidó damas, amigos y placeres. Se retiró, pues, de la vida mundana y quiso aportar su trabajo en el Hospital de la Corte, consolando a los tullidos, compadeciéndose de los incurables, atendiendo a los moribundos... Años más tarde, Bernardino fundó el Hospital de Convalecencia, donde prosiguió su benéfica tarea en favor de los más desgraciados. Finalmente, ya convertido en un santo, nadie recordaba al caballero disipado y lujurioso que había amado a tantas damas de Madrid. Cuando sintió cercana su muerte, Bernardino de Obregón fundó la congregación llamada Santa Hermandad, a la que él mismo nombraba como la cofradía de los Hermanos Obregones, haciendo honor a su apellido. Durante muchos años, esta hermandad fue respetada y elogiada en todos los rincones de España, por su abnegación y sacrificio en el cuidado de los inválidos, tullidos, incurables y locos.
La bendita faz de Dios se le presentó al fin a nuestro Bernardino y murió habiendo recibido los Santos Sacramentos. Se le enterró en su amada iglesia y sus hermanos continuaron trabajando en las instituciones hospitalarias hasta bien entrado el siglo XIX.
Los Hermanos Obregones recibieron con mucha alegría la orden de cuidar a los enfermos del Hospital General, porque de este modo estarían más cerca del padre fundador, enterrado en la iglesia adyacente. Y en aquel mismo lugar recibieron sepultura muchos venerables hermanos de la congregación de los obregones.
Con el correr del tiempo, el abandono del hospital, las nuevas construcciones y las sucesivas reformas, el lugar tuvo otros cometidos diversos, hasta llegar a ser lo que es en la actualidad: el Centro Cultural Reina Sofía. Los hombres de nuestro tiempo no tuvieron en cuenta ni respetaron los sufrimientos de los Hermanos Obregones, y desenterraron sus cuerpos con máquinas excavadoras, con taladros y otros ingenios horrorosos. No es extraño, por tanto, que las almas en pena de aquellos cofrades anden vagando por las salas y corredores del Museo, y que avisen a los visitantes de la infamia que se hizo con ellos: esto sucede porque no se deja descansar en paz a los muertos, porque se les priva de la morada eterna y sus huesos se dispersan en vertederos. Los fantasmas del Museo Reina Sofía nos recuerdan que hubo un hombre, llamado Bernardino de Obregón, que abandonó su vida disipada para ayudar y consolar a los desgraciados.

Fuente: Jose Calles Vales - 018

0.127.3 anonimo (madrid) - 018

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