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viernes, 7 de septiembre de 2012

El cristo de la vega

Había en Toledo un oficial del ejército llamado Diego Martínez que estaba enamorado de la joven de condición humilde Inés de Vargas, con la que había mantenido una relación amorosa. Pasó un tiempo y ante el conocimiento que de esos amores tuvo el padre de la joven, ésta pidió a su joven enamorado que contrajera matrimonio con ella para lavar su honra y evitar cualquier reticencia y habladuría.
Él, que debía partir para la guerra en Flandes, le aseguró que a su vuelta del frente, un mes más tarde, la llevaría al altar. Y la joven Inés, para quedarse más confortada, le pidió que se lo jurase.
-Confía en mi palabra -le dijo Diego, que parecía resistirse a cualquier juramento.
Pero la joven se empeñó en llevarlo ante la venerada imagen del Cristo que había en una pequeña iglesia de la Vega junto al Tajo, y le rogó que allí, en presencia del crucificado, tocando sus pies y en voz alta le jurase solemnemente que, en cuanto volviera de la guerra, se casarían.
-Te lo juro por esta sagrada imagen de Nuestro Señor -prometió el joven soldado.
Pasó un día y otro día, un mes y otro mes, y ya había transcurrido un año largo sin que don Diego Martínez regresara de Flandes.
Mientras, la desdichada Inés se marchitaba de tanto llorar, ahogándose en su desesperanza y desconsuelo, aguardando en vano la vuelta del galán. Todos los días rezaba ante la imagen de aquel Cristo crucificado, testigo de su juramento, a quien rogaba la vuelta de Diego, pues en nadie más encontraba apoyo y consuelo.
Pasaron dos largos años y por fin acabaron las guerras en Flandes, pero Diego no volvía. Aun así, la joven Inés no desesperaba, aguardando siempre con fe y paciencia la vuelta de su amado para que le devolviera la honra que se había llevado con él. Todos los días acudía al Miradero en espera de ver aparecer al soldado que había partido a Flandes. Por fin, uno de esos días, después de pasados tres años, vio a lo lejos un tropel de hombres que se acercaba a las murallas de la ciudad y se encaminaba hacia la puerta del Cambrón. El corazón de la muchacha palpitaba con toda su fuerza a causa de la zozobra que la embargaba mientras se iba acercando a la puerta. Llegó al mismo tiempo que la atravesaba el grupo de jinetes. Y el corazón le dio un vuelco cuando reconoció a Diego, que era el caballero, acompañado de siete lanceros y diez peones que venía encabezando el grupo.
Al verlo, Inés lo llamó dando un grito en el que se mezclaban el dolor y la alegría, pero el joven la rechazó fingiendo no conocerla y, mientras ella caía desmayada, él, con palabras y gesto despectivos, picó espuelas a su caballo y se perdió por las estrechas y oscuras callejuelas de Toledo.
¿Qué había hecho cambiar a Diego Martínez? Posiblemente fuera su encumbramiento, pues de ser un simple soldado había sido ascendido a capitán y, a su regreso el rey le iba a hacer caballero y a tomarlo a su servicio. Sin duda, el orgullo de su rango le había hecho olvidar su juramento de amor, llevándole a negar rotundamente en todas partes que él prometiera casamiento a esa ni a ninguna otra mujer.
«¡Tanto mudan a los hombres fortuna, poder y tiempo!», comentaba a la joven su padre intentando consolarla. Pero Inés no cesaba de acudir al encuentro de su amado, unas veces con ruegos, otras con amenazas y casi siempre con llanto. Y ni aun así el corazón del joven capitán de lanceros, que parecía haberse vuelto una dura piedra, se ablandaba ante los ruegos de la joven, que, en su desesperación, sólo vio un camino para salir de la situación en que se encontraba.
Sabía que aquella decisión que pensaba tomar podía ser un peligro, pues suponía dar a luz pública su conflicto y su deshonor. Qué más le daba, si las murmuraciones no cesaban en toda la ciudad y ya todo el mundo hablaba de su estado. Así que, definitivamente acudió al Gobernador de Toledo, que en aquel entonces era don Pedro Ruiz de Alarcón, y le pidió justicia.
Después de escuchar sus quejas, el viejo dignatario le solicitó algún testigo que corroborase su afirmación, pero ella no tenía ninguno.
El juicioso don Pedro hizo acudir ante su tribunal a Diego Martínez y le preguntó si era cierto el juramento hecho a aquella joven de casarse con ella, lo que éste negó rotundamente una vez más. Por más que Inés porfiaba y él siguiera negándolo, nada podía hacer el gobernador, pues la causa carecía de testigos: era la palabra del uno contra la de la otra.
-Mucho me temo, hijos míos, que no me es posible dictar sentencia justa en estas condiciones. Así pues, idos con Dios.
En el momento en que Diego iba a marcharse con gesto altanero y satisfecho después de que don Pedro le diera permiso, la joven Inés pidió que lo detuvieran, pues de pronto recordaba tener un testigo.
Cuando la joven dijo ante el juez quién era ese testigo, todos los presentes quedaron paralizados por el asombro. El silencio se hizo profundo en el tribunal y, tras un momento de vacilación y de una breve consulta de don Pedro a los demás miembros del tribunal, decidió acudir al Cristo de la Vega a tomarle declaración.
Así, aquel mismo día al caer el sol, se acercaron todos a la vega donde se halla la mencionada ermita del Cristo. Un amplio tropel de gente acompañaba al cortejo, pues la noticia del suceso se había extendido como la pólvora por toda la ciudad. Delante iban don Pedro Ruiz de Alarcón, don Iván de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes, los guardias, monjes, hidalgos y el pueblo llano.
Otra turba de curiosos los aguardaba en la vega, y entre ellos se encontraba el propio Diego Martínez en ademán arrogante.
Entraron todos en el claustro, encendieron ante el Cristo cuatro cirios y una lámpara y se postraron de hinojos a rezarle en voz baja. A continuación, un notario se adelantó hacia la imagen y con los dos jóvenes a ambos lados, en voz bien alta y clara, después de leer la acusación, demandó al mismísimo Cristo como testigo:
-Juráis que es cierto que un día, a vuestras divinas plantas, juró a Inés Diego Martínez por su mujer desposarla?
Tras unos instantes de expectación y silencio, el Cristo crucificado, desclavándola del madero y poniéndola sobre los autos, bajó su mano derecha, la puso sobre los autos y, abriendo levemente los labios, exclamó:
-Sí, juro.
Y ante aquel hecho prodigioso que dejó anonadados a todos los presentes, ambos jóvenes renunciaron a la vida mundana y entraron a profesar en sendos conventos de la ciudad.

102. anonimo (castilla la mancha)

Y, además, cuatro doncellas la reina, cayetana

Luciano Bonaparte -hermano del emperador- era por aquel entonces embajador francés en España.
El objetivo de la actividad diplomática consistía en domeñar la voluntad de Godoy.
Una de sus artimañas para conseguirlo era halagar a María Luisa.
Pero, ¿el rey Carlos?, ¡para qué era necesario tenerlo en cuenta!
Y aquí empieza la intriga cortesana con el regalo del em­bajador a la reina de un espléndido conjunto, última moda de Francia. María Luisa, con el triunfo en sus ojos, lo ense­ña a sus competidores: la de Benavente, la de Osuna y, natu­ralmente, la de Alba. Elogios falsos por parte de las damas. El anuncio de que en el Prado se estrenará el lujoso atavío. Cayetana, hábilmente, inquiere detalles y observa meticulo­sa las etiquetas; en la duquesa, una sonrisa maliciosa porque, en este momento, una idea revolotea en su gentil cabecita.
Luego pronuncia una disculpa para poder ausentarse y sale desaforada.
-A casa. ¡Deprisa! -achucha al cochero.
Al llegar, reclama urgente la presencia de Constante, su fiel administrador, quien toma nota minuciosa de un extra­ño y sorprendente encargo.
-¿Te has enterado bien?
-Perfectamente, señora. Aunque...
-Pues dispondrás de todo lo necesario para que ello se verifique lo más rápidamente. posible.
Unos servidores ducales llegan a París reventando caballos y abreviando noches de sueño.
Dinero, mucho dinero, ponen urgencias en las costu­reras.
Otra vez en camino los criados de su excelencia. Ahora llevando repletas las valijas.
Relevos preparados. Caballos andaluces que vuelan y Madrid surge para los que llegan exhaustos.
Cayetana los recibe con alborozo.
Comprueba; sí, en efecto, las copias son exactas al tra­je que contempló en Palacio.
En agradecimiento por su presteza y diligencia en el cumplimiento del encargo, entrega una preciosa y relu­ciente joya a su fiel adminis-trador.
-Toma. Para tu esposa. De parte de una mujer recono­cida.
La campanilla en sus manos, llama impaciente.
En el aposento, cuatro camareras, las más jóvenes y bellas, se prueban las prendas mientras Cayetana lanza al aire el encanto seductor de su risa.
A los pocos días llega el aviso de que el martes; la, rei­na irá al Prado para lucir en carretela el regalo que le hizo Luciano Bonaparte.
-Daos prisa -repite la de Alba, dando los últimos retoques a las cuatro criadas vestidas con trajes idénticos.
-¡Al Prado! -ordenan a un coche en la puerta del Palacio.
Casi al mismo tiempo, desde el ducal, otros cuatro carruajes se ponen en movimiento.
Les ordena Cayetana:
-¡Al Prado!
Pocos momentos después, el pequeño drama.
La reina pasea radiante de satisfacción. De pronto vuel­ve la cabeza y se encuentra a las cuatró camareras de Cayetana vestidas con trajes iguales al suyo. Sus ojos echann chispas de ira. Durante unos instantes se queda paralizada, muda, inmóvil por el asombro ante tanto atre­vimiento. Enrojecido el rostro. Temblorosa, casi. De repente, empieza a soltar palabrotas; por último, tragándo­se las lágrimas, grita:
-¡A Palacio!
Mientras tanto la gente comenta la burla y sus posibles conse-cuencias. Muchos dirigen la mirada con fijeza hacia la duquesa, la cual ha colocado en su semblante un mohín seductor y piensa que la venganza de la otra será su des­tierro de la Corte.
¡Y qué importancia tiene ello si se compara con la feli­cidad del momento que está viviendo!
Además, el Sordo, la acompañará al Coto de Doñana.

127. anonimo (madrid)

Voten, vuestras señorías, la lista de muertos ilustres

España es única.
Y por supuesto, ¡diferente!
En 1869, las Cortes Constituyentes pensaron trarisfor­mar el templo de San Francisco el Grande en Panteón Nacional por acuerdo unánime.
La discordía llegó en seguida al tener que seleccionar los huesos ilustres que habían de ocupar los doce primeros sepulcros. Se estableció, después de muchos cabildeos, una primera lista que comprendía más de medio centenar de nombres consagrados.
«¿Qué te parece la candidatura que han presentado los liberales? No figuran en ella más que anticlericales y pro­gresistas. Eso no se puede consentir, pues intentan como siempre, manipular la historia. Nuestro grupo se opondrá con todo su peso parlamentario. ¿Quién duda que Menga­no es una gloria nacional? Pues no quieren que se le selec­cione» -decían los unos, poniendo el grito eh el cielo y engolando su voz declamatoria.
«Es de verdadera risa la serie propuesta por los retró­grados. ¿Y eso son glorias nacionales? Medianías de segunda fila, nada más. ¿Dónde se va a comparar un Lope con un Calderón o un Campomanes con un Gravina? ¡Bas­ta ya de cerrazón por parte de esos señores amantes de las cadenas y del oscurantismo! ¡Qué no nos impongan sus antiguallas! Desde luego que esta vez no se saldrán con la suya» -afirmaban convincentes y acalorados sus adver­sarios políticos.
Que éstos, que si los otros, seguían en feroz controver­sia y se sacaban, para apoyar las respectivas posiciones, los más absurdos argumentos de la manga al tiempo que citaban precedentes no menos absurdos.
Intervino el presidente de la Cámara para intentar un consenso -entonces se denominaba «pasteleo», pero no tuvo éxito el empeño a pesar de sus esfuerzos y de las numerosas reuniones que mantuvo para ello.
Llegada la situación a tal extremo se determinó que lo oportuno y procedente era votar.
Alguien escuchó la determinación con verdadero estu­por, pero es de justicia anotar que ello constituyó toda una excepción. Se convocó a los señores diputados que fueron depositando, emocionados; el correspondiente voto.
¿El resultado?
Fue éste:

Juan de Mena
Garcilaso de la Vega
Gonzalo Fernández de Córdoba
Alonso de Ercilla
Juan de Lanuza
Ambrosio de Morales
Francisco de Quevedo
Pedro Calderón de la Barca
Marqués de la Ensenada
Ventura Rodríguez
Juan de Villanueva
Federico Carlos Gravina

Ninguno de ellos fue seleccionado por unanimidad.
Algún diputado afirmó, al estilo de Sancho Panza que, ni están todos los que son ni son todos los que están. Y ahora viene el chusco final. Los elegidos no llegaron a ocupar su sepulcro porque los sepulcros... NUNCA FUE­RON CONSTRUIDOS:

127. anonimo (madrid)

Una gaveta que se abre misteriosamente

Penetramos en,la amplitud de la calle de Santa Isabel, poseedora de un extraño encanto y con varias lápidas que recuerdan que allí habitaron destacadas personalidades; en el número 13 vivió Teresa de la Mancha que inspiró al romántico Espronceda -de vida tan agitada, el famoso: «Canto a Teresa», que concluía nada menos que así:

«...que haya un cadáver más,
¡qué importa al mundo!»

Sin duda, el edificio más notable de la calle es el con­vento de Santa Isabel, debido al arquitecto fray Alberto de la Madre de Dios que ostenta el clásico chapitel de las iglesias matritenses del siglo XVII, y que fue construido sobre el solar del antiguo palacio del favorito real Antonio Pérez.
En la calle del Príncipe vivía con sus padres y con sus numerosas dueñas, doña Prudencia Grilo, veinteañera, bonita y terriblemente coqueta que se holgaba en burlarse de sus muchísimos pretendientes, hasta que un día apare­ció el destinado: era don Martín Ávila, andaluz y alférez, quien a pesar de su juventud había escuchado en repetidas ocasiones la canción de unos valientes fanfarrones que la entonaban por los campos de Europa y que decía más o menos así:

«De Italia, mi ventura;
desde España, mi natura;
hasta Flandes, mi sepultura.»

El amor hizo estragos entre ambos jóvenes.
Ya tan sólo, faltaban pocos días, para las amonestaciones en aquel abril del año 1588.
Doña Prudencia relucía del alegre contento de sus vís­peras nupciales, al esperar con ansia de amante, la llegada de su galán. Cuando'éste penetró en el aposento, su rostro estaba alterado de preocupación:
-¿Qué sucede? -preguntó la dama después de sabo­rear un apasionado beso.
-Voy a ganar honores para ofrecéroslos como regalo de boda.
-Decid, decid... -insistió ella, ansiosa.
-El rey nuestro señor ha convocado a los ejércitos en Lisboa para marchar sobre Inglaterra y luchar contra la osadía de la reina Isabel.
-¡Pero...! ¡No es posible que os vayáis ahora! Esta­mos a las puertas de nuestro matrimonio.
-¿Me preferís cobarde, mi señora?
-¡Eso, jamás!
-Pues comprended que la futura esposa de, un soldado no puede interferir entre éste y su militar destino y que, además, debe ser tan fuerte como él en el cumplimiento del deber.
-El mar es difícil camino para correo; ¿cómo sabré de vos y de vuestro estado?
-Nuestra comunicación será muy sencilla: Que no os llegue pliego alguno será la mejor, señal y, de morir, os prometo que lo sabréis en el mismo instante que ocurra. ¿Veis este escritorio? Se abatirá la tapa y saldrá uno de sus cajoncillos hacia afuera y, además, las cortinas de vuestro dormitorio serán descorridas por lo invisible.
Después de manifestar tan absurda y peregrina prome­sa, el caballero sonrió un momento; pero, en seguida, experimentó un escalofrío que le sobresaltó.
Días más tarde, unos barcos partían hacia Lisboa para emprender una aventura bélica que resultaría trágica para los destinos de aquella España en la que no se ponía el Sol: era la Armada Invencible.
Doña Prudencia aguardó, atormentada por visiones, esperanzas pasajeras y punzadas en el pecho, durante la para ella interminable espera.
Llegó el mes de julio.
La desconsolada novia, cierto día, permanecía en el lecho sumida en sus pensamientos. De pronto se coló en la alcoba, a pesar de que las puertas y ventanas estaban cerra­das, una ráfaga de aire gélido y las cortinas se agitaron durante unos segundos.
Doña Prudencia, atado el corazón y agarrotada el alma por un trágico y siniestro presentimiento, se trasladó al -otro aposento y contempló aterrada cómo la tapa del escri­torio se caía saliendo hacia afuera una gaveta del mismo.
Se quedó tan helada como aquella ráfaga de misterioso viento que instantes ha penetrara en sus privados aposen­tos. Un frío estremecedor, un frío de muerte, hizo zozobrar su espléndida figura de apetecibles redondeces.
No pudo gritar.
Tan siquiera articular palabra.
De sus labios no brotó la exclamación de horror que desde hacía instantes se había gestado en su garganta.
Todo ello porque acababa de comprender, trágicamen­te, que toda aquella parafernalia misteriosa se correspon­día con matemática exactitud con la señal fatídica prome­tida por don Martín Ávila.
Pronto cartas y relaciones confirmaron el hecho de la muérte del heroico alférez.
Después la doncella profesó en la Visitación y fue la primera superiora del convento de Santa Isabel -que fun­dara la reina Margarita de Austria- y, dice la leyenda, que al pie del altar mayor mandó colocar doña Prudencia una tumba vacía como testimonio de su frustración cómo mujer y de la permanencia de sus sentimientos.

127. anonimo (madrid)

Puerta cerrada. un retrato «bien parecido»

La calle de Segovia muere, o tal vez nace, en Puerta Cerrada.
El forastero que oye este nombre sonoro y contempla tan sólo una tosca cruz -adorno de un simple registro de agua, se asombra y no comprende. Alguien entonces le habla de una puerta que existió en su día y que tuvo que ser cerrada a causa de los malhechores que al llegar la noche allí buscaban refugio.
Tirso de Molina la recordó de esta manera:

Como Madrí está sin cerca
a todos gustos da entrada;
nombre hay de Puerta Cerrada,
mas pásala quien se acerca.

La figura evocada es la de Felipe IV.
Miraba de frente y posaba la vista en lo alto.
Por eso los embajadores italianos le llamaban el rey­estatua y, sin embargo, no ser soberbio sino afable.
No se quitaba el sombrero ante nadie pero sí ante un Crucificado; se repetía una y otra vez en el adulterio, y él, paradójicamente, era celoso; entraba en conventos con intenciones sacrílegas y, una simple monjita con sus epís­tolas desde su convento soriano, dirigió los últimos años de sus cuarenta y cuatro de reinado. Todo él era un cla­roscuro viviente; no hay que olvidar que nació en un Vier­nes Santo y que tuvo por pintor de cámara al sevillano Velázquez.
El escenario de esta nueva leyenda es, precisamente, la mencionada Puerta Cerrada. En el desarrollo de la misma intervienen, además, doña Laura, hermosa viuda de un indiano, que era la amante de turno y que vivía en un pala­cio que existió aquí, y don Ramiro de Vozmediano, tenien­te-corregidor de Casa y Corte. ¡Ah!, y también figura la sombra siniestra de la Inquisición que proseguía con su ardua tarea de condenar y condenar, persiguiendo y persi­guiendo amoríos ilícitos, tanto más si eran éstos perseve­rantes.
Unos chivatos anónimos comunicaron a Vozmediano que en días alternos una carroza se detenía delante de la suntuosa mansión, morada de la viuda hechicera, de la que bajaba con presteza un embozado, penetrando en el porta­lón que se cerraba a su espalda.
Entonces, como era de proceder, montó el corregidor la oportuna (y más o menos discreta) vigilancia. Una noche le dieron parte:
-¡Ya ha caído en la ratonera!
A los pocos instantes el teniente-corregidor, con escol­ta de cohortes y escribanos, se personaba en el lugar de los supuestos hechos diciéndole así a la dama:
-Sé que escondéis a una persona en vuestros íntimos aposentos. En nombre de Su Majestad, entregádmela.
-Entrad y registrad. Tenéis ante vos a la más fiel ser­vidora de Felipe IV
Concluido el registro sin que se hubiesen hallado evi­dencias inculpadoras contra la señora, el corregidor obser­vó cierto movimiento en el tapiz que cubría el balcón.
-¿Qué hay ahí detrás? -quiso saber al momento.
-Amén del cierre del balcón, un retrato de cuerpo entero que reproduce la figura de Su Majestad.
-¿Puedo contemplarlo?
-Podéis... Pero no os lo recomiendo. Porque es tan real el retrato que quizá su contemplación pueda alterar el buen estado de su señoría.
Don Ramiro, sin más, descorrió el tapiz.
Exclamando:
-¡Dios bendito!
Porque allí estaba Felipe IV, erecto y mudo, impávido e inmóvil. El teniente-corregidor, que andaba de vuelta de casi todo, entendiendo, cuanto debía entender, volvió a correr el tapiz escondiendo la turbadora imagen mientras aseveraba con voz entrecortada:
-Cierto... Cierto que nunca había visto retrato tan per­fecto de Su Majestad. ¡Tan siquiera entre los mejores que le ha pintado don Diego Velázquez!
Y aquí concluye la historia.
Que no todo tienen que ser tragedias y de vez en cuan­do hay que abrirle un paréntesis a la sonrisa.
Pícara sonrisa, claro.

127. anonimo (madrid)

Plazoletas rodeadas de encanto

Los sarracenos no eran excesivamente proclives a los espacios abiertos y de ahí su dedicación a crear diversas plazuelas en el barrio de los Austrias: Cordón, Conde de Miranda, San Javier y ¡otras muchas!
Pero el cristianismo fue poco a poco tomando carta de presencia y de naturaleza y los musulmanes acabaron vendiendo sus propiedades, por «cuatro chavos», a los de títu­lo nobiliario, a las linajudas sagas: Vargas, Lassos, Luja­nes, Clavijos, Aguileras, Sandovales, etc., etc.

127. anonimo (madrid)

Muertos que no son muertos

Siglo noveno.
El Madrid árabe con su Alcázar cantado en romances. La muralla que lo ciñe estrechamente, dejando tan sólo en su, recinto interior, unas calles estrechas y pinas, unas casuchas, alguna residencia de moro rico, una aljama y una pequeña mezquita.
A una legua de este humilde Magerit se halla un tupido atochar -plantación de esparto, que rodeaba, hasta ocultarla a ojos lejanos, una humilde ermita; en ella se veneraba una vieja imagen (obvia-mente bizantina y, a buen seguro, traída de Antioquía) que la credulidad de la gente piadosa atribuía al cincel de Nicodemus y al pincel de San Lucas.
A pesar de hallarse en territorio, árabe, el ermitorio per­manecía tal vez por ignorancia, sin ser profanado por los musulmanes. El peligro de que ello se transformara en una triste realidad era como una obsesión para el noble madrileño Gracián Ramírez, que comandaba las huestes cristianas y cuyo campamento se alzaba no muy lejos del atochar. Una idea predominaba en su mente: rescatar la sagrada imagen. El proyecto era muy arriesgado, lo sabía; pero ello no era óbice para su resolución de ponerlo en práctica. Disfrazado de moro, así como los criados y fami­liares que le acompañaban, penetró en Magerit con el audaz propósito de recubrir la ermita de la Virgen median­te una construcción de ladrillo que le diera aspecto de morada particular. De noche, los así infiltrados, iniciaron la edificación a buen ritmo de trabajo.
Todo hacía suponer que el piadoso empeño iba a cul­minar felizmente, pero...
Entonces hace acto de presencia el traidor de marras (en cada esquina se encuentra el judas correspondiente dispuesto a vender el alma de su propio padre por unas monedas), que acude al capitán de la morería y le va con el cuento del osado subterfugio que intenta el fervoroso cris­tiano.
Ahora, sólo nos falta el ambiente adecuado.
La noche es muy oscura.
La lluvia, azotando los rostros, cae monótona como si narrara leyendas terribles de tiempos pretéritos.
Una legión de árabes armados hasta los dientes se diri­ge presurosa hacia la ermita.
Llega la desagradable noticia a Gracián Ramírez que se apresta a la defensa.
Oran todos ante la imagen.
La mirada del capitán se posa angustiada sobre su mujer y sus hijas; una terrible idea atormenta su cerebro: la posibilidad de que sean violadas por los sarracenos. Es hora de resoluciones aunque éstas sean trágicas y, con su propia espada, las degüella para que no sean ultrajadas.
Seguidamente, sale al campo con sus criados a luchar contra las huestes enemigas que ya se aproximan.
El combate es feroz; son varias horas de desesperado pelear para proteger la sagrada imagen. Por fin, la victoria sonríe a los cristianos. La alegría por el triunfo obtenido -Gracián Ramírez va a entrar en la ermita- queda totalmente nublada cuando viene a la memoria del capitán la muerte horrible de esposa e hijas.
Llorando, penetra en el recinto.
Pero... ¡¿Qué ve?!
¡No es posible!
-¡Padre...!
-¡Gracián...!
Exclaman al unísono unas voces queridas.
¡Es real!
¡Es verdad!
Las mujeres, de rodillas, están allí, ¡rezando ante la sagrada imagen de la Virgen!
A sus pies hay un gran charco de sangre.
Las manchas rojizas en las piedras del ermitorio de Atocha han contado con su voz milenaria a muchas ge­neraciones la piadosa y terrible leyenda de Gracián Ra­mírez.

127. anonimo (madrid)

Las arrebozadas

Es indudable que el siglo XVII fue un siglo de gran piedad.
Pero leyendo las memorias y avisos del tiempo se ve que hubo que reformar las costumbres, porque el desenfa­do de la devoción y la soltura sacroprofana, con la que se celebraban las grandes solemnidades, de la Iglesia, dio lugar a abusos y vituperios que preocuparon a la Corte y al Alto Clero.
Por ejemplo, en los días de Jueves y Viernes Santo, al paso que se prohibía circular en carroza y en carricoche, se autorizaba a las damas, a título de hallarse embarazadas, para que pudieran andar en sillas de mano lo cual excitaba grandemente la curiosidad y no pocos antojos.
Para estos días excepcionales de los peatones, se reser­vaba el lujo de las sillas de ébano, embutidas de plata, con tela de brocado y bordados de oro, y no hay que decir que la devoción; de este modo tan confortablemente estableci­da, atraía a las iglesias, sin dejar una, a todas las católicas de Madrid, modelo de elegancia siempre, de buen gusto y de fervor devoto.
A la puerta de los templos ofrecían los galanes a sus damas palmas sin bendecir con lazos simbólicos, y no dejaba de haber reyertas y estocadas cuando eran más de uno y de dos los que se creían con derecho a hacer el regalo o, por causa del manto, tomaban a una dama por otra.
Concluidos los oficios, el galán, dice Fernández de los Ríos, llevaba la palma ya bendita a casa de su dama y la colocaba en el balcón o en la reja de citas atándola con cin­tas de seda encarnada, negra, verde y blanca, para facilitar el transeúnte la relación, del estado de su amor oculto por el abecedario de las cintas.
El Miércoles Santo se paseaba por las lonjas de los tem­plos, con reconcomios místicos tan desleídos que edifica­ban de santo ardor a los tibios. Las damas llevaban este día matracas, como posteriormente habrían de hacerlo los niños, de maderas escogidas, regaladas por los lindos y talladas con jeroglíficos de la pasión de Jesús conjunta­mente con los de la suya propia. ¡Qué descaro!
El Jueves Santo no era día de ayuno, como lo fuera des­pués, sino de gula.
Las puertas de las iglesias se poblaban de confiterías ambulantes, despachos de vino y pan, buñolerías, sardinas fritas y empanadas de ternera. En las tribunas de los caba­lleros y en las sacristías, se aderezaban suntuosas mesas que se llamaban colaciones, en las cuales bebían sorbos de hipocrás los que salían de velar al Santísimo y se entrega­ban a repugnantes orgías.

El escándalo ha llegado
en España a tal aumento,
que en banquete descarado
se convierte el Monumento
de Cristo Sacramentado.

Siguiendo el mal ejemplo, los fieles compraban dulces y pasteles a las puertas de las iglesias y los comían dentro sin ninguna aprensión.

Vargas dice a este propósito los siguientes versos:

Fui a la iglesia con las niñas
el día de Jueves Santo,
e acallamos nuestro llanto
empapándole en rosquillas.

En el artículo «El Jueves de Corpus en 1623» se consig­na la costumbre que tenían las damas de velar al Santísimo con el rostro tapado y una vela o hacha de lujo encendida. Ampliando el susodicho artículo puede manifestarse que como los monumentos estaban encendidos toda la noche y las iglesias abiertas, fue del mayor tono visitarlas tarde para acompañar, galantear y enamorar a las damas que velaban cubiertas con sus mantos. El jolgorio en el templo, de doce a una, el desorden y la profanación ante la Urna Santa díe­ron motivo a leyes y bandos enérgicos que no por eso se cumplieron. A las que velaban, así compuestas y tapadas, se las llamó las arrebozadas, y el culto impío al rebozo y al misterio continuó hasta fin de siglo.
En la Biblioteca Nacional hay documentos que enumeran estos escándalos. No vamos aquí a citarlos, pero copiaremos sin embargo, una composición de la época para que se vea que no exageran los libros de donde ella se ha extraído.

Ayer, en el monumento
que ponen los Mercenarios,
cargada de escápularios
vide a mi dueña e tormento.

Rezaba con fervor santo
e entre estación y estación,
endulzaba su oración
comiendo bajo del manto.

Viendo su tal apetito
e deseando obsequiarla,
me salí para comprarla
dulces de san Antoñito.

E volviéndome a su lado
cargado de confitura,
hallé en ella. mi ventura
después que hubo rezado.

Que luego que el cucurucho
abrí para regalarla,
forcé la mano besarla
e non me la quitó mucho.

Así velaban y en el amor humano se inspiraban las arrebozadas del siglo XVII, las señoras de aquel período caballeresco cuyo lema fue Por Dios y por mi Dama, las guardadoras despreocupadas, ingenuas, del honor conyu­gal y de la fe, las tiernas esposas, las hijas y las madres de aquella raza afeminada, descosida, que nos llevó co­ronados de flores a la humillación por la senda de los pla­ceres.
Arrebozada fue la dama, que desde el palacio de Pas­trana, suscitó la idea del asesinato de Escobedo. Arreboza­da la que, en las tinieblas de San Martín, sintió su rostro humillado por la mano de un hombre que le arrancó el manto.
Sabidas son las consecuencias fatales que tuvo este descomedi-miento.
Don Francisco de Quevedo, que apoyado en un pilar, seguía el orden de la palabra divina, contemplando, quizás con embeleso; aquel bulto arrebozado anónimo cuyas líneas y contornos permitían adivinar un ideal de belleza, cogió de repente al caballero descortés por el cuello y arrastrándole fuera del templo, con arrogancia le dijo:
-¡Bellaco! ¡Vas a morir!
Las espadas saltaron en seguida, se cruzaron con ardor y del choque fulgurante de los aceros salieron algunas cen­tellas: de inmediato un cuerpo humano quedó tendido y muerto a la puerta de la iglesia. Quevedo limpió con la capa la hoja de su espada y, asegurándose los anteojos, partió muy tranquilo a su posada.
No es poco lo que dieron que hablar, con sus mantos, las damas arrebozadas.

127. anonimo (madrid)

La plaza mayor

En el centro de Madrid, en el corazón mismo, como si dijéramos, de la Sultana oriental que tiene corte perpetua de huríes para deleitar a los creyentes, se levanta aún, gallarda y majestuosa, aunque decrépita, la Plaza Mayor, luciendo el vistoso aparato de balcones simétricos y de bocacalles históricas con que vino al mundo en hora solemne.
Si don Felipe III lograra hincar la espuela real en los ijares de su caballo de bronce, y éste se moviera, en senti­do circular, por aquel redondel, que fue teatro de esplen­dores y bizarrías nunca vistas, no es dudoso que, por efec­to magnético de una evocación potente y apasionada, habría de levantarse de sus tumbas, vestida de gala, toda una legión encantadora de bellezas madrileñas, alegres, risueñas, exuberantes de gracias y atractivos, con otra legión de galanes altivos, de mancebos elegantes, penden­cieros, enamorados, descendientes de las clases más altas y de las más humildes, del rey abajo, todos caballeros legendarios, que avasallaron la tierra cono-cida y descu­brieron la desconocida, obligando al sol a no ponerse jamás en sus dominios.
Viene al recuerdo con este motivo, un sueño de pintor represen-tado en un lienzo histórico, de modo tan verdade­ro, que impresiona el alma de gloriosas tristezas. Un tam­bor de la Guardia imperial francesa, de alta estatura y guerrero de porte, recorre de noche el campo de Wagran; tocando generala: al escuchar el sonido bronco del parche, se levantan los esqueletos de los soldados de la Guardia y forman en columna con la bayoneta calada. Los escuadro­nes de coraceros y lanceros simulan una carga de pretal, y al escape se pierden de vista entre nubes de polvo. El gene­ral que dirige el combate, Napoleón Bonaparte, solamente, deja ver su tricornio y su redingote famoso. La tierra, ane­gada en sangre, se estremece; los guerreros caen comoo haces de espigas que troncha el viento. Es una resurrec­ción impresionante, un despertar glorioso el de aquellos soldados que murieron por la honra de la patria. Entretan­to el tambor no cesa de redoblar; sobre montones de hue­sos, parece el espíritu de la muerte transfigurado en la vic­toria y toca a degüello al compás de los clarines con entusiasmo frenético y golpes de baqueta delirante. De pronto la luna se oculta y la visión desaparece. Los esque­letos de hombres y caballos han vuelto a la fosa común, y sólo se adivina que aquella tierra es sagrada por la inmen­sa cruz de piedra que eleva al cielo sus brazos pidiendo misericordia para las víctimas de la ambición, que vertió sangre por la conquista del imperio universal.
Este cuadro, reproducido al agua fuerte, impresiona cada vez que se le mira, porque es maravilloso y aterrador el recuerdo de ultra-tumba de esa desfilada, al galope, en legiones concéntricas de, hombres y caballos, envueltas en nubes de humo y polvo que siguen a la muerte con la vis­¡a en el cielo cantando el himno de la victoria.
Una impresión melancólica, semejante a la del cuadro del tambor de Wagran, causa el esqueleto de la Plaza Mayor cuando se la mira envuelta en el sudario de tiendas que la embadurnan, en el de los jardincillos que tapan la arena de las corridas de toros y ocultan las mascaradas palatinas, y en las tandas de barquilleros, soldados y niñe­ras, con grupos de gente zafia que arrancan de nuestro espíritu la tradición caballeresca y poética de, las empresas de amor. El cuadro es de gran tamaño y el miraje sorpren­dente.
Abren la desfilada de sombras los reyes de derecho divino, los príncipes e infantes, las reinas, princesas ee infantas, con sus meninas, damas y camaristas. Siguen los ministros y favoritos, los Grandes de España de ambos sexos, en pelotón dorado, los cardenales, arzobispos y obispos, los títulos de Castilla, los nobles de blasón, los hidalgos de gotera, los hijodalgos de castillos roqueros, los galanes atisbadores de mantos con sus vistosas ropillas, capas, gregüescos, plumeros y valonas, los burgueses, los frailes de todos los conventos, los inquisidores y familia­res del Santo Oficio, la clerecía de todas las parroquias, con pendones; y mangas,. las cofradías y herman-dades y cruces, los alcaldes, regidores, alguaciles, las damas del soplillo, las campadoras, las niñas picañas, con siete dedos de tacón, guardainfantés, tontillos y tocados petulantes..., y en fin, la vida en activo en magnífica expansión de 50.000 espectadores, que cada día de toros se congregaban en el circo, desde el ruedo hasta los tejados, llenando talanqueras, terididos, balcones y barandillas, troneras de respiración, terrados y azoteas.
Ese panorama de tantas, vistas asombrosas, repetido a diario desde el siglo XVII, cuando la plaza formaba parte del arrabal de la puerta de Guadalajara junto a la casa y lagunas de Luján, tiene accidentes variados y perspectivas tan pintorescas y sorprendentes y una efeméride de hechos y sucesos históricos tan interesantes, que el ánimo se enor­gullece o se desalienta a medida que crece la importancia internacional del reino, o se abate con los reveses de la for­tuna.

Desde este momento es difícil, por no decir imposible, re­ducir los cuadros históricos de la Plaza Mayor, su leyenda y sus tradiciones a los límites sucintos de un artículo arqueológico o simplemente descriptivo. No puede decirse nada que otros no hayan dicho ya. Por eso nos limitaremos a consig­nar, por orden cronológico de fechas y acontecimientos, los que han tenido lugar en la Plaza Mayor, desde que Felipe III mandó demoler la antigua y construir la nueva por la mise­ria de 900.000 ducados (1619), hasta que su estatua de bron­ce salió de la Casa de Campo para ocupar el centro de la elíp­tica con permiso de la república federal que la derribó de su asiento, para darse el gusto de meterla en un corral y susti­tuirla con una estatua de la Libertad de yeso escayolado.
La efeméride de la plaza puede quedar, pues, reducida a los siguientes hechos que proceden de la Guía de Madrid, de Fernández de los Ríos, y del Antiguo Madrid, de Mesonero Romanos:

1599
Para festejar la entrada en Madrid de la Reina Marga­rita, se cubrieron los cuatro frentes de la plaza con veinti­cinco aparadores, en los cuales, el gremio de plateros, colocó todas las joyas y piezas de plata y oro que consti­tuían su riqueza por valor de unos dos millones de duca­dos. Fue un rasgo garboso de la cortesía castellana.

1620
15 de mayo. Poco después de reconstruida la plaza, se celebró la beatificación de San Isidro, con procesiones, danzas, máscaras, fuegos y encamisadas, por espacio de seis días, armándose en medio de la pláza un castillo de fuegos que se quemó por descuido. Por auto acordado en 30 de junio del mismo año, se tasaron los balcones para las fiestas reales en doce ducados los primeros, ocho los segundos, seis los terceros y cuatro los cuartos.

1621
Habiendo fallecido Felipe II en 31 de marzo, se levan­taron pendones en esta plaza por Felipe IV, celebrándose la ceremonia con grande aparato.
En 21 de octubre fue degollado en ella Rodrigo Calde­rón, marqués de Siete-Iglesias, célebre ministro y valido durante la privanza del duque de Lerma, del que fue secretario privado.
Madrid vio con asombro, rodar a los pies del verdugo la cabeza del mismo magnate, a quien pocos meses antes había visto pasear la plaza con mucha gallardía al frente de la Guardia tudesca, cuyo capitán era. Esta catástrofe memorable la pronosticó el también desgraciado conde de Villamediana, con motivo de cierta reyerta que en las fies­tas anteriores tuvo don Rodrigo en la plaza con don Fer­nando Verdugo, capitán de la Guardia Española, en aque­llos versos que decían:

¿Pendencia con Verdugo y en la Plaza?
Mala señal, por cierto, te amenaza.

1622
En 19 de junio se celebró la canonización de San Isi­dro, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Teresa de Jesús y San Felipe Neri, con altares portátiles, procesiones, máscaras, luminarias, 156 estandartes, 78 cruces, 19 danzas, muchos ministriles, chirimías, timbales y trompetas, y una comedia de Lope de Vega representa­da en la misma plaza por los principales histriones.

1623
Para celebrar la venida del Príncipe de Gales, que fue después Carlos I de Inglaterra, muerto en el patíbulo, y que se alojó en la Casa de las Siete Chimeneas, entre muchos y variados festejos hubo uno de toros y, por vía de obsequio especial al príncipe, se le invitó a ver pasar por la plaza, el Jueves y Viernes Santo, una procesión singu­lar compuesta por los frailes de Santa Bárbara, los agusti­nos, los recoletos, los capuchinos de la Paciencia y los tri­nitarios, en silencio y contemplación estática, con Cristos en las manos, con calaveras y sacos de cilicio, cubiertos los rostros y cabezas con ceniza, coronas de espinas y abrojos que les hacían correr la sangre, con sogas y cade­nas por los cuerpos y los cuellos, y cruces a cuestas, y gri­llos en los pies y esposas y mordazas, golpeándose los tor­sos con piedras, y llevando huesos de muertos en las bocas. Fetor et horror.
El rey tenía por aquel entonces dieciocho años. Amigo de fiestas y aventuras, dispuso para obsequiar al príncipe de Gales, que al fin no llegó a casarse con la infanta doña María, además de la fiesta de toros en que por primera vez se introdujo la costumbre de sacar los bichos muertos por medio de mulas, cuya peregrina invención se atribuyó al corregidor don Juan de Castro y Castilla, dispuso, deci­mos, una solemne fiesta real de cañas para el lunes 21 de agosto, arreglándose diez cuadrillas, que regían el corre­gidor de Madrid, el duque de Oropesa, el marqués de Vi­llafranca, el almirante de Castilla, el conde de Monterrey, el marqués de Castel-Rodrigo, el conde de Cea, el duque de Sesa, el marqués del Carpio y el rey en persona. Pasó de 500 el número de caballos que entraron en juego, soberbiamente enjaezados y montados por los más bri­llantes personajes.

1624
En 21 de enero sirvió la plaza de teatro al auto de fe celebrado para juzgar a Benito Ferrer, sentenciado por fin­girse sacerdote, a ser quemado vivo en el brasero que se formó en las afueras de la Puerta de Alcalá. A esta cére­monia asistieron los consejos y autoridades, con todo el séquito de costumbre, los familiares de la Inquisición y las comunidades religiosas.
En 14 de junio hubo otro auto de fe en que Reinaldos Peralta, buhonero francés, sufrió la pena de muerte, en garrote, quemándose después el cadáver.
1629
El 12 de octubre volvió a haber toros y cañas, para celebrar el casamiento de la prometida del príncipe de Gales, con el rey de Hungría; habiéndose gastado, para celebrar el suceso, doce millones de reales en fiestas que duraron cuarenta y dos días. En ellas se presentó el gallar­do Villamediána, ostentando por escandalosa divisa, cier­to número de reales de plata y este atrevido mote: Son mis amores. ¡Bien caros le costaron!

1631
El 17 de junio estalló en la carnecería un horroroso fue­go que duró tres días. Murieron 13 personas y se quema­ron 50 casas, y a pesar de todos los socorros humanos y aun de los divinos a que se apeló, llevando a la Plaza los Santísimos Sacramentos de las parroquias de Santa Cruz, San Miguel y San Ginés, las Vírgenes de los Remedios, de la Novena y otras varias, levantándose altares en los balcones donde se decían misas, desapareció convertido en cenizas todo el lado del sur.
En 26 de agosto siguiente se corrieron, sin embargo, ¡os toros de Santa Ana, sin más, novedades que la de asis­tir la familia real a un balcón de la acera de pañeros por­que en la panadería había enfermos de garrotillo.

1632
En 4 de julio hubo un auto de fe para juzgar 33 reos por delito de herejía, con asistencia de la Inquisición de Toledó, la Suprema, los Consejos de Castilla, Aragón, Ita­lia, Portugal, Flandes y las Indias. El rey y su familia asis­tieron a esta solemnidad en el balcón séptimo del ángulo de la Cava de San Miguel.

1638
El 10 de septiembre se recibió la nueva de la victoria de Fuenterrabía. Juntóse en la calle de la Montera un enorme gentío que vitoreó y acompañó a palacio al correo de S.M., y después inundó la Plaza Mayor, quemando los cajones y tiendas franceses. Por la noche salió un hombre, caballero en una mula con los mismos arreos que lo de los cardenales, acompañado por doce enmascarado que alumbra-ban con hachas al que pretendía representar al cardenal Richelieu.

1645
El 15 de noviembre presenció la Plaza fiestas extraor­dinarias con motivo de la entrada de la segunda esposa de Felipe IV.

1648
El viernes 5 de noviembre fueron degollados en la pla­za el general don Carlos Padilla y el marqués de la Vega a consecuencia de la causa de conspiración contra la vida del rey. Misterios de aquella Corte. Estuvo complicado también en esta causa el duque de Híjar, don Rodrigo de Silva.

1672
En 20 de agosto hubo un nuevo y horroroso incendio que devoró el otro lado de la plaza, dando ocasión al padre Nitard y al privado Valenzuela para acometer la reedifica­ción y construir de nuevo la casa de la Panadería, sobre el antiguo pórtico.

1679
En 13 de enero hubo fiestas reales de toros para cele­brar la entrada de la reina María Luisa de Orleans, esposa de Carlos II, el de los hechizos.

1680
En 30 de junio se celebró un nuevo auto de fe que duró desde las siete de la mañana hasta cerrada la noche, per­maneciendo los reyes doce horas ante aquel horrible espectáculo, en el cual aparecieron 80 reos, entre ellos 21 que fueron quemados vivos en el quemadero de Fuen­carral, operación que duró hasta las doce de la noche.

1700
Fue proclamado solemnemente en la plaza don Feli­pe V, de la casa de Borbón, y en la misma plaza fue pro­clamado también el archiduque de Austria. Durante el rei­nado de don Felipe V se convirtió la plaza en mercado público, con cajones y puestos para la venta de comesti­bles, que se hacían desaparecer en ocasiones solemnes para que la plaza fuera teatro de fiestas reales, como suce­dió a la proclamación de Fernando VI, a la entrada de Car­los III y cuando se juró y proclamó después a Carlos IV. Antes representó un papel muy principal con ocasión del motín contra Esquilache. En la plaza se formó el primer grupo numeroso que sirvió de núcleo para dirigirse a palacio. En ella, en la plaza, hizo fuego al pueblo un pi­quete de guardias walonas que fue destrozado y disperso llevando arrastrado a uno de los soldados hasta la puerta de Toledo. En el balcón de la Panadería, tribuna exclusi­va hasta entonces de los reyes que desde ella presenciaban las fiestas reales y los autos de fe, se presentó Bernardo el calesero acompañado del gobernador y señores del Con­sejo a dar cuenta al pueblo de la embajada popular que había llevado a cabo Carlos III:

1790
En 16 de agosto el fuego, que ya había consumido una vez el lado norte y otra el sur, redujo a cenizas el de orien­te y parte del arco de Toledo, lo cual obligó a la reedifica­ción, que no quedó por completo concluida hasta el año 1853.

1803
En 19 de julio hubo fiestas para celebrar el matrimonio del Príncipe de Asturias, después Fernando VII, con la Infanta Antonia de Nápoles.

1804
El 26 de noviembre se prendió nuevamente fuego a una de las casas de resultas de haberse incendiado los cajones inmediatos; y a no haberse hallado tan cerca el cuartel de los Suizos, cuya escuadra de gastadores cortó el fuego, pudo tomar las proporciones de 1790.

1812
Se levantaron arcos triunfales para recibir las tropas anglo-hispano-portuguesas al mando del duque de We­llington. El 15 de agosto se proclamó la Constitución de la monarquía española, promulgada en Cádiz, y se descubrió sobre el balcón de la Panadería la lápida con la inscrip­ción en letras de oro de: Plaza de la Cons-titución.

1814
En 11 de mayo fue arrancada aquella lápida y hecha pedazos colocando otra con este título: Plaza Real, alzan­do al mismo tiempo los vendedores que pedían cadenas, arcos de verdura para recibir a Fernáñdo VII de regresó de su cautiverio.

1820
El mes de marzo fue de nuevo restablecida la lápida Constitucional.

1822
El 17 de julio sirvió de campo de batalla entre la milicia y la Guardia Real, que fue derrotada por el pueblo.

1823
En 24 de mayo, a la entrada del duque de Angulema, fue de nuevo arrancada la lápida Constitucional y sustitui­da con la Real.

1833
En 20 de junio y siguientes, volvió a haber toros en la plaza, como parte de las fiestas reales para celebrar la jura de la Princesa de Asturias. A los tres meses, 29 de sep­tiembre, se proclamó en la plaza Reina de España, con el nombre de doña Isabel II de Borbón.


1835
Con ocasión del motín contra el conde de Toreno, padre, fue derribada la lápida colotada en 1823 y reem­plazada por la otra que decía: Plaza de la Constitución.

1846
Hubo de nuevo fiestas de toros con caballeros en plaza para celebrar los casamientos de la reina Isabel y de su hermana.

1848
El 7 de mayo sirvió la plaza para un reñido combate entre el regimiento de España, sublevado, y el resto de la guarnición de Madrid.

1854
En la nochedel 17 de julio se rompió allí el fuego, que dio principio a la lucha durante las tres jornadas de la revolución de este año; que comenzó en Vicálvaro.

1873
En 12 de febrero recibió el nombre de Plaza de la República, y en 24 de abril se le adicionó el apellido de federal. Junto a la lápida se colocó una bandera roja.

1874
En 3 de enero se restableció el título de Plaza de la Constitución, sustituyendo la bandera roja con otra espa­ñola.

Esa fue la renombrada Plaza Mayor de Madrid, reper­torio de grandezas, escenario de beldades, conjunto de hi­dalguías caballerescas y archivo del honor castellano en su más delicada y valiente expresión, campo de regocijos y de fiestas populares, como no se ven ni se adivinan en nin­guna nación. El rey confundido con el pechero, las gran­des señoras codeándose con las menestralas, el pueblo y la corte en un haz de floreos y de chistes, de confianzas cari­ñosas, de tiernos desenfados y de regaladas expansiones de amor y de respeto, de parte del pueblo, hacia la grande­za democrática de este país, esencialmente católico y monárquico.
Para quitar a la plaza el aspecto fatídico que le dan las altas torres, con los chapiteles de pizarra oscura, y arrancar de las casas y portales el tufo mefítico que dejaron en ellas los verdes cirios del Santo Oficio, y las luminárias que incesantemente se encendieron para alumbrar las fiestas de nuestra decadencia; y se comprendieron además el Muni­cipio, que la romántica y magnifica época de la Plaza Mayor, había llegado al período caduco de las momias que se encierran en los panteones para que el aire no les des­haga, resolvió transformar el área de los antiguos torneos, con jardines, árboles y fuentes, que corriendo noche y día, y exhalando perfumes día y noche, no han podido borrar la huella impura de las bacantes, que mantienen vivos los recuerdos de nuestras glórias pasadas, los de las víctimas inmoladas al fanatismo y el de la postración nacional, gan­grena de nuestro poderío, que hace inútiles, por desgracia, los esfuerzos viriles de una raza de guerreros que, al morir, no ha dejado sucesores.

 127. anonimo (madrid)