En el centro de Madrid,
en el corazón mismo, como si dijéramos, de la Sultana oriental que tiene
corte perpetua de huríes para deleitar a los creyentes, se levanta aún,
gallarda y majestuosa, aunque decrépita, la Plaza Mayor, luciendo
el vistoso aparato de balcones simétricos y de bocacalles históricas con que
vino al mundo en hora solemne.
Si don Felipe III lograra
hincar la espuela real en los ijares de su caballo de bronce, y éste se
moviera, en sentido circular, por aquel redondel, que fue teatro de esplendores
y bizarrías nunca vistas, no es dudoso que, por efecto magnético de una
evocación potente y apasionada, habría de levantarse de sus tumbas, vestida de
gala, toda una legión encantadora de bellezas madrileñas, alegres, risueñas,
exuberantes de gracias y atractivos, con otra legión de galanes altivos, de
mancebos elegantes, pendencieros, enamorados, descendientes de las clases más
altas y de las más humildes, del rey abajo, todos caballeros legendarios, que
avasallaron la tierra cono-cida y descubrieron la desconocida, obligando al
sol a no ponerse jamás en sus dominios.
Viene al recuerdo con
este motivo, un sueño de pintor represen-tado en un lienzo histórico, de modo
tan verdadero, que impresiona el alma de gloriosas tristezas. Un tambor de la Guardia imperial francesa,
de alta estatura y guerrero de porte, recorre de noche el campo de Wagran;
tocando generala: al escuchar el sonido bronco del parche, se levantan los
esqueletos de los soldados de la
Guardia y forman en columna con la bayoneta calada. Los
escuadrones de coraceros y lanceros simulan una carga de pretal, y al escape
se pierden de vista entre nubes de polvo. El general que dirige el combate,
Napoleón Bonaparte, solamente, deja ver su tricornio y su redingote famoso. La
tierra, anegada en sangre, se estremece; los guerreros caen comoo haces de
espigas que troncha el viento. Es una resurrección impresionante, un despertar
glorioso el de aquellos soldados que murieron por la honra de la patria.
Entretanto el tambor no cesa de redoblar; sobre montones de huesos, parece el
espíritu de la muerte transfigurado en la victoria y toca a degüello al compás
de los clarines con entusiasmo frenético y golpes de baqueta delirante. De
pronto la luna se oculta y la visión desaparece. Los esqueletos de hombres y
caballos han vuelto a la fosa común, y sólo se adivina que aquella tierra es
sagrada por la inmensa cruz de piedra que eleva al cielo sus brazos pidiendo
misericordia para las víctimas de la ambición, que vertió sangre por la
conquista del imperio universal.
Este cuadro, reproducido
al agua fuerte, impresiona cada vez que se le mira, porque es maravilloso y
aterrador el recuerdo de ultra-tumba de esa desfilada, al galope, en legiones
concéntricas de, hombres y caballos, envueltas en nubes de humo y polvo que
siguen a la muerte con la vis¡a en el cielo cantando el himno de la victoria.
Una impresión
melancólica, semejante a la del cuadro del tambor de Wagran, causa el esqueleto
de la Plaza Mayor
cuando se la mira envuelta en el sudario de tiendas que la embadurnan, en el de
los jardincillos que tapan la arena de las corridas de toros y ocultan las
mascaradas palatinas, y en las tandas de barquilleros, soldados y niñeras, con
grupos de gente zafia que arrancan de nuestro espíritu la tradición
caballeresca y poética de, las empresas de amor. El cuadro es de gran tamaño y
el miraje sorprendente.
Abren la desfilada de
sombras los reyes de derecho divino, los príncipes e infantes, las reinas,
princesas ee infantas, con sus meninas, damas y camaristas. Siguen los
ministros y favoritos, los Grandes de España de ambos sexos, en pelotón dorado,
los cardenales, arzobispos y obispos, los títulos de Castilla, los nobles de
blasón, los hidalgos de gotera, los hijodalgos de castillos roqueros, los
galanes atisbadores de mantos con sus vistosas ropillas, capas, gregüescos,
plumeros y valonas, los burgueses, los frailes de todos los conventos, los
inquisidores y familiares del Santo Oficio, la clerecía de todas las
parroquias, con pendones; y mangas,. las cofradías y herman-dades y cruces, los
alcaldes, regidores, alguaciles, las damas del soplillo, las campadoras, las
niñas picañas, con siete dedos de tacón, guardainfantés, tontillos y tocados
petulantes..., y en fin, la vida en activo en magnífica expansión de 50.000
espectadores, que cada día de toros se congregaban en el circo, desde el ruedo
hasta los tejados, llenando talanqueras, terididos, balcones y barandillas,
troneras de respiración, terrados y azoteas.
Ese panorama de tantas,
vistas asombrosas, repetido a diario desde el siglo XVII, cuando la plaza
formaba parte del arrabal de la puerta de Guadalajara junto a la casa y lagunas
de Luján, tiene accidentes variados y perspectivas tan pintorescas y sorprendentes
y una efeméride de hechos y sucesos históricos tan interesantes, que el ánimo
se enorgullece o se desalienta a medida que crece la importancia internacional
del reino, o se abate con los reveses de la fortuna.
Desde este momento es
difícil, por no decir imposible, reducir los cuadros históricos de la Plaza Mayor, su
leyenda y sus tradiciones a los límites sucintos de un artículo arqueológico o
simplemente descriptivo. No puede decirse nada que otros no hayan dicho ya. Por
eso nos limitaremos a consignar, por orden cronológico de fechas y
acontecimientos, los que han tenido lugar en la Plaza Mayor, desde que
Felipe III mandó demoler la antigua y construir la nueva por la miseria de
900.000 ducados (1619), hasta que su estatua de bronce salió de la Casa de Campo para ocupar el
centro de la elíptica con permiso de la república federal que la derribó de su
asiento, para darse el gusto de meterla en un corral y sustituirla con una
estatua de la Libertad
de yeso escayolado.
La efeméride de la plaza puede
quedar, pues, reducida a los siguientes hechos que proceden de la Guía
de Madrid, de Fernández de los Ríos,
y del Antiguo Madrid, de Mesonero
Romanos:
1599
Para festejar la entrada
en Madrid de la Reina
Margarita, se cubrieron los cuatro frentes de la plaza con
veinticinco aparadores, en los cuales, el gremio de plateros, colocó todas las
joyas y piezas de plata y oro que constituían su riqueza por valor de unos dos millones de ducados. Fue un
rasgo garboso de la cortesía castellana.
1620
15 de mayo. Poco después
de reconstruida la plaza, se celebró la beatificación de San Isidro, con
procesiones, danzas, máscaras, fuegos y encamisadas, por espacio de seis días,
armándose en medio de la pláza un castillo de fuegos que se quemó por descuido.
Por auto acordado en 30 de junio del mismo año, se tasaron los balcones para
las fiestas reales en doce ducados los primeros, ocho los segundos, seis los
terceros y cuatro los cuartos.
1621
Habiendo fallecido Felipe
II en 31 de marzo, se levantaron pendones en esta plaza por Felipe IV,
celebrándose la ceremonia con grande aparato.
En 21 de octubre fue
degollado en ella Rodrigo Calderón, marqués de Siete-Iglesias, célebre
ministro y valido durante la privanza del duque de Lerma, del que fue
secretario privado.
Madrid vio con asombro,
rodar a los pies del verdugo la cabeza del mismo magnate, a quien pocos meses
antes había visto pasear la plaza con mucha gallardía al frente de la Guardia tudesca, cuyo
capitán era. Esta catástrofe memorable la pronosticó el también desgraciado
conde de Villamediana, con motivo de cierta reyerta que en las fiestas
anteriores tuvo don Rodrigo en la plaza con don Fernando Verdugo, capitán de la Guardia Española,
en aquellos versos que decían:
¿Pendencia con Verdugo y en la Plaza?
Mala señal, por cierto, te amenaza.
1622
En 19 de junio se celebró
la canonización de San Isidro, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier,
Santa Teresa de Jesús y San Felipe Neri, con altares portátiles, procesiones,
máscaras, luminarias, 156 estandartes, 78 cruces, 19 danzas, muchos
ministriles, chirimías, timbales y trompetas, y una comedia de Lope de Vega
representada en la misma plaza por los principales histriones.
1623
Para celebrar la venida
del Príncipe de Gales, que fue después Carlos I de Inglaterra, muerto en el
patíbulo, y que se alojó en la Casa de las Siete Chimeneas, entre muchos y
variados festejos hubo uno de toros y, por vía de obsequio especial al
príncipe, se le invitó a ver pasar por la plaza, el Jueves y Viernes Santo, una
procesión singular compuesta por los frailes de Santa Bárbara, los agustinos,
los recoletos, los capuchinos de la Paciencia y los trinitarios, en silencio y
contemplación estática, con Cristos en las manos, con calaveras y sacos de
cilicio, cubiertos los rostros y cabezas con ceniza, coronas de espinas y abrojos
que les hacían correr la sangre, con sogas y cadenas por los cuerpos y los
cuellos, y cruces a cuestas, y grillos en los pies y esposas y mordazas,
golpeándose los torsos con piedras, y llevando huesos de muertos en las bocas.
Fetor et horror.
El rey tenía por aquel
entonces dieciocho años. Amigo de fiestas y aventuras, dispuso para obsequiar
al príncipe de Gales, que al fin no llegó a casarse con la infanta doña María,
además de la fiesta de toros en que por primera vez se introdujo la costumbre
de sacar los bichos muertos por medio de mulas, cuya peregrina invención se
atribuyó al corregidor don Juan de Castro y Castilla, dispuso, decimos, una
solemne fiesta real de cañas para el
lunes 21 de agosto, arreglándose diez cuadrillas, que regían el corregidor de
Madrid, el duque de Oropesa, el marqués de Villafranca, el almirante de
Castilla, el conde de Monterrey, el marqués de Castel-Rodrigo, el conde de Cea,
el duque de Sesa, el marqués del Carpio y el rey en persona. Pasó de 500 el
número de caballos que entraron en juego, soberbiamente enjaezados y montados
por los más brillantes personajes.
1624
En 21 de enero sirvió la
plaza de teatro al auto de fe celebrado para juzgar a Benito Ferrer, sentenciado
por fingirse sacerdote, a ser quemado vivo en el brasero que se formó en las
afueras de la Puerta
de Alcalá. A esta céremonia asistieron los consejos y autoridades, con todo el
séquito de costumbre, los familiares de la Inquisición y las
comunidades religiosas.
En 14 de junio hubo otro
auto de fe en que Reinaldos Peralta, buhonero francés, sufrió la pena de
muerte, en garrote, quemándose después el cadáver.
1629
El 12 de octubre volvió a
haber toros y cañas, para celebrar el casamiento de la prometida del príncipe
de Gales, con el rey de Hungría; habiéndose gastado, para celebrar el suceso, doce millones de reales en fiestas que
duraron cuarenta y dos días. En ellas se presentó el gallardo Villamediána,
ostentando por escandalosa divisa, cierto número de reales de plata y este
atrevido mote: Son mis amores. ¡Bien
caros le costaron!
1631
El 17 de junio estalló en
la carnecería un horroroso fuego que duró tres días. Murieron 13 personas y se
quemaron 50 casas, y a pesar de todos los socorros humanos y aun de los
divinos a que se apeló, llevando a la
Plaza los Santísimos Sacramentos de las parroquias de Santa
Cruz, San Miguel y San Ginés, las Vírgenes de los Remedios, de la Novena y otras varias,
levantándose altares en los balcones donde se decían misas, desapareció
convertido en cenizas todo el lado del sur.
En 26 de agosto siguiente
se corrieron, sin embargo, ¡os toros de Santa Ana, sin más, novedades que la de
asistir la familia real a un balcón de la acera de pañeros porque en la
panadería había enfermos de garrotillo.
1632
En 4 de julio hubo un
auto de fe para juzgar 33 reos por delito de herejía, con asistencia de la Inquisición de Toledó,
la Suprema,
los Consejos de Castilla, Aragón, Italia, Portugal, Flandes y las Indias. El
rey y su familia asistieron a esta solemnidad en el balcón séptimo del ángulo
de la Cava de
San Miguel.
1638
El 10 de septiembre se
recibió la nueva de la victoria de Fuenterrabía. Juntóse en la calle de la Montera un enorme gentío
que vitoreó y acompañó a palacio al correo de S.M., y después inundó la Plaza Mayor, quemando
los cajones y tiendas franceses. Por la noche salió un hombre, caballero en una
mula con los mismos arreos que lo de los cardenales, acompañado por doce
enmascarado que alumbra-ban con hachas al que pretendía representar al cardenal
Richelieu.
1645
El 15 de noviembre
presenció la Plaza
fiestas extraordinarias con motivo de la entrada de la segunda esposa de Felipe
IV.
1648
El viernes 5 de noviembre
fueron degollados en la plaza el general don Carlos Padilla y el marqués de la Vega a consecuencia de la
causa de conspiración contra la vida del rey. Misterios de aquella Corte.
Estuvo complicado también en esta causa el duque de Híjar, don Rodrigo de
Silva.
1672
En 20 de agosto hubo un
nuevo y horroroso incendio que devoró el otro lado de la plaza, dando ocasión
al padre Nitard y al privado Valenzuela para acometer la reedificación y
construir de nuevo la casa de la
Panadería, sobre el
antiguo pórtico.
1679
En 13 de enero hubo
fiestas reales de toros para celebrar la entrada de la reina María Luisa de Orleans, esposa de Carlos II, el de los
hechizos.
1680
En 30 de junio se celebró
un nuevo auto de fe que duró desde las siete de la mañana hasta cerrada la
noche, permaneciendo los reyes doce horas ante aquel horrible espectáculo, en
el cual aparecieron 80 reos, entre ellos 21 que fueron quemados vivos en el
quemadero de Fuencarral, operación que duró hasta las doce de la noche.
1700
Fue proclamado
solemnemente en la plaza don Felipe V, de la casa de Borbón, y en la misma
plaza fue proclamado también el archiduque de Austria. Durante el reinado de
don Felipe V se convirtió la plaza en mercado público, con cajones y puestos
para la venta de comestibles, que se hacían desaparecer en ocasiones solemnes
para que la plaza fuera teatro de fiestas reales, como sucedió a la
proclamación de Fernando VI, a la entrada de Carlos III y cuando se juró y
proclamó después a Carlos IV. Antes representó un papel muy principal con
ocasión del motín contra Esquilache. En la plaza se formó el primer grupo
numeroso que sirvió de núcleo para dirigirse a palacio. En ella, en la plaza,
hizo fuego al pueblo un piquete de guardias walonas que fue destrozado y
disperso llevando arrastrado a uno de los soldados hasta la puerta de Toledo.
En el balcón de la Panadería, tribuna
exclusiva hasta entonces de los reyes que desde ella presenciaban las fiestas
reales y los autos de fe, se presentó Bernardo el calesero acompañado del
gobernador y señores del Consejo a dar cuenta al pueblo de la embajada popular
que había llevado a cabo Carlos III:
1790
En 16 de agosto el fuego,
que ya había consumido una vez el lado norte y otra el sur, redujo a cenizas el
de oriente y parte del arco de Toledo, lo cual obligó a la reedificación, que
no quedó por completo concluida hasta el año 1853.
1803
En 19 de julio hubo
fiestas para celebrar el matrimonio del Príncipe de Asturias, después Fernando
VII, con la Infanta
Antonia de Nápoles.
1804
El 26 de noviembre se
prendió nuevamente fuego a una de las casas de resultas de haberse incendiado
los cajones inmediatos; y a no haberse hallado tan cerca el cuartel de los
Suizos, cuya escuadra de gastadores cortó el fuego, pudo tomar las proporciones
de 1790.
1812
Se levantaron arcos
triunfales para recibir las tropas anglo-hispano-portuguesas al mando del duque
de Wellington. El 15 de agosto se proclamó la Constitución de la
monarquía española, promulgada en Cádiz, y se descubrió sobre el balcón de la Panadería
la lápida con la inscripción en letras de oro de: Plaza de la Cons-titución.
1814
En 11 de mayo fue
arrancada aquella lápida y hecha pedazos colocando otra con este título: Plaza Real, alzando al mismo tiempo los
vendedores que pedían cadenas, arcos de verdura para recibir a Fernáñdo VII de regresó
de su cautiverio.
1820
El mes de marzo fue de
nuevo restablecida la lápida Constitucional.
1822
El 17 de julio sirvió de
campo de batalla entre la milicia y la Guardia Real, que fue derrotada por el pueblo.
1823
En 24 de mayo, a la
entrada del duque de Angulema, fue de nuevo arrancada la lápida Constitucional
y sustituida con la Real.
1833
En 20 de junio y
siguientes, volvió a haber toros en la plaza, como parte de las fiestas reales
para celebrar la jura de la
Princesa de Asturias. A los tres meses, 29 de septiembre, se
proclamó en la plaza Reina de España, con el nombre de doña Isabel II de
Borbón.
1835
Con ocasión del motín
contra el conde de Toreno, padre, fue derribada la lápida colotada en 1823 y
reemplazada por la otra que decía: Plaza
de la Constitución.
1846
Hubo de nuevo fiestas de
toros con caballeros en plaza para celebrar los casamientos de la reina Isabel
y de su hermana.
1848
El 7 de mayo sirvió la
plaza para un reñido combate entre el regimiento de España, sublevado, y el resto
de la guarnición de Madrid.
1854
En la nochedel 17 de
julio se rompió allí el fuego, que dio principio a la lucha durante las tres
jornadas de la revolución de este año; que comenzó en Vicálvaro.
1873
En 12 de febrero recibió
el nombre de Plaza de la República, y en 24
de abril se le adicionó el apellido de federal. Junto a la lápida se colocó una
bandera roja.
1874
En 3 de enero se
restableció el título de Plaza de la Constitución,
sustituyendo la bandera roja con otra española.
Esa fue la renombrada
Plaza Mayor de Madrid, repertorio de grandezas, escenario de beldades,
conjunto de hidalguías caballerescas y archivo del honor castellano en su más
delicada y valiente expresión, campo de regocijos y de fiestas populares, como
no se ven ni se adivinan en ninguna nación. El rey confundido con el pechero,
las grandes señoras codeándose con las menestralas, el pueblo y la corte en un
haz de floreos y de chistes, de confianzas cariñosas, de tiernos desenfados y
de regaladas expansiones de amor y de respeto, de parte del pueblo, hacia la
grandeza democrática de este país, esencialmente católico y monárquico.
Para quitar a la plaza el
aspecto fatídico que le dan las altas torres, con los chapiteles de pizarra
oscura, y arrancar de las casas y portales el tufo mefítico que dejaron en
ellas los verdes cirios del Santo Oficio, y las luminárias que incesantemente
se encendieron para alumbrar las fiestas de nuestra decadencia; y se
comprendieron además el Municipio, que la romántica y magnifica época de la Plaza Mayor, había
llegado al período caduco de las momias que se encierran en los panteones para
que el aire no les deshaga, resolvió transformar el área de los antiguos
torneos, con jardines, árboles y fuentes, que corriendo noche y día, y
exhalando perfumes día y noche, no han podido borrar la huella impura de las
bacantes, que mantienen vivos los recuerdos de nuestras glórias pasadas, los de
las víctimas inmoladas al fanatismo y el de la postración nacional, gangrena
de nuestro poderío, que hace inútiles, por desgracia, los esfuerzos viriles de
una raza de guerreros que, al morir, no ha dejado sucesores.
127. anonimo (madrid)