Una mañana de otoño, cuando maduran las
zarzamoras silvestres y el viento frisa con zumbido estremecedor, partimos de
la villa de Agreda, patria de la venerable sor María, consejera de Felipe IV,
en dirección al Moncayo.
Seguimos a caballo por Vozmediano, camino de
la Cueva. Así
se anda en carne viva, entre brezos y jaras, espantando a los corzos.
-¿Cuando llegaremos? -preguntamos a nuestro
guía.
-No se impaciente, que nos falta por andar
lo más escabroso de la sierra.
-Dicen que hay espléndidas praderas en torno
a la Cueva.
¿Es cierto?
-Efectivamente, hay pastizales de hierba
fina que hacen hervir la sangre a los venados.
En una encrucijada del camino tropezamos con
un fabuloso montón de piedras lanzadas por los pasajeros. Nuestro guía cumple
este rito y echa un canto rodado al montón. Imitamos su actitud.
-¿Qué significa esta ofrenda?
-¡Oh!, pues es un rito de admiración, que
recuerda un hecho acaecido, hace centenares de años, en este paraje.
-¿Conoce usted el suceso?
-Todos los naturales del país lo saben y se
lo narraré escueta-mente para aliviar el camino.
-Diga, diga lo que buenamente sepa.
-En una romería al santuario de Veruela, se
perdió un niño de corta edad, hijo de una familia de Tres Montes.
-¿Dieron con su paradero?
-De ninguna de las maneras, a pesar de que
las cuernas y olifantes resonaron varios días por los bosques de estas
montañas.
-¿Cómo se llamaba el niño?
-Felipe Rahola, como su abuelo.
-¿En qué paró el suceso?
-No puede usted imaginar lo sorprendente que
resulta el hecho.
-Cuéntenos, cuéntenos lo que sepa.
-Una loba cuidó del ausente como si fuera su
lobezno. La influencia telúrica cubrió su cuerpo de pelo y aprendió el lenguaje
de los animales de la selva.
Entre tanto su madre suplicaba:
-¿Qué mal te hice, Dios mío, para que me
hayas arrebatado así a mi hijo? Fuimos a la romería tan contentos con nuestro
hijo y volvemos con las alas rotas sin él.
-Señor nuestro, ya que no podemos
encontrarle vivo, que siquiera demos con sus despojos para que por lo menos
toquemos sus huesos y guardemos algún mechón de sus cabellos -decía su padre.
-¿Descubrieron su paradero?
-Unos carboneros le vieron correr un día por
el bosque y lo cazaron a lazo. Se lo entregaron a sus padres que prorrumpieron
en llanto al verlo salvaje. Desde entonces, en este lugar, donde cogieron al
fugitivo, todo el que pasa por aquí, echa una piedra al montón en admiración
del milagro.
Llegamos por fin al pueblo de la Cueva , con sus casas de
piedra, sus calles arbitrarias, cubiertas de hierba en la calzada. Sus habitan-tes
nos miran entre sorprendidos y recelosos.
-¿A qué vendrán estos fieles cristianos a
nuestro lugar?
-Ni a cobrar la contribución, ni a contarles
las ovejas.
Paramos en casa de Policarpo, llamado el
Poeta, hombre astuto y bien hablado, con escamas de cangrejo en las orejas, que
se sabe la historia del pueblo con puntos y comas.
Policarpo acoge con cortesía nuestro dictado
y nos pregunta:
-¿Por dónde quieren ustedes que empecemos?
-Por la leyenda de la Cueva.
-Estas faldas de la montaña, que ustedes ven
arboladas, fueron praderas frondosas en las que pastaban grandes rebaños de
ganado vacuno y lanar. A la sombra de algunas encinas sagradas, el ganado
sesteaba en verano, y en invierno se cobijaba bajo sus ramas.
-Entonces, ¿esta aldea fue un caserío de
pastores?
-No solamente eso, porque había también
madereros, leñadores y traj inantes.
-¿Quién exploró la sima de la caverna?
-Nadie se ha atrevido a penetrar en sus
misterios.
-¿Es cierto que fue morada del ladrón de
ganados?
-Sí. En la misma vivió el famoso Caco,
figura mitológica, perseguido por los dioses.
-¿Cómo fue descubierto y aniquilado?
-Los pastores se devanaban los sesos
tratando en vano de adivinar quién les robaba sus más espléndidas reses. Pasó
el tiempo, hasta que una vez sucedió lo imprevisto para el ladrón.
-¿Tan larga fue su ocultación?
-A Caco se le ocurrió un buen día robar al
toro rey de la manada. Le hizo entrar cara atrás, reculando en la cueva para
ocultar sus despojos.
-¿Qué sucedió entonces?
-Las vacas que barruntaron al ladrón,
empezaron a dar terribles mugidos en torno a la sima. Los pastores dedujeron
quién había sido el autor de la atrevida fechoría.
-¿Qué hicieron en consecuencia?
-Pedir auxilio al dios Pan, protector de los
pastores. Pero éste, indefenso contra las maldades de Caco, suplicó la ayuda de
Hércules, dios de la montaña. Éste, furibundo, desató sus furias; se estremeció
la montaña, se produjo un cataclismo aterrador, las rocas cayeron sobre la sima
de la cueva y aplastaron a Caco para siempre. Y, desde entonces, este monte
Cacuno fue bautizado con el nombre de Moncayo.
013. anonimo (aragon)
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