La calle de Segovia
muere, o tal vez nace, en Puerta Cerrada.
El forastero que oye este
nombre sonoro y contempla tan sólo una tosca cruz -adorno de un simple registro
de agua, se asombra y no comprende. Alguien entonces le habla de una puerta que
existió en su día y que tuvo que ser cerrada a causa de los malhechores que al
llegar la noche allí buscaban refugio.
Tirso de Molina la
recordó de esta manera:
Como Madrí está sin cerca
a todos gustos da entrada;
nombre hay de Puerta Cerrada,
mas pásala quien se acerca.
La figura evocada es la
de Felipe IV.
Miraba de frente y posaba
la vista en lo alto.
Por eso los embajadores
italianos le llamaban el reyestatua y, sin embargo, no ser soberbio sino
afable.
No se quitaba el sombrero
ante nadie pero sí ante un Crucificado; se repetía una y otra vez en el
adulterio, y él, paradójicamente, era celoso; entraba en conventos con
intenciones sacrílegas y, una simple monjita con sus epístolas desde su
convento soriano, dirigió los últimos años de sus cuarenta y cuatro de reinado.
Todo él era un claroscuro viviente; no hay que olvidar que nació en un Viernes
Santo y que tuvo por pintor de cámara al sevillano Velázquez.
El escenario de esta
nueva leyenda es, precisamente, la mencionada Puerta Cerrada. En el desarrollo
de la misma intervienen, además, doña Laura, hermosa viuda de un indiano, que
era la amante de turno y que vivía en un palacio que existió aquí, y don
Ramiro de Vozmediano, teniente-corregidor de Casa y Corte. ¡Ah!, y también
figura la sombra siniestra de la
Inquisición que proseguía con su ardua tarea de condenar y
condenar, persiguiendo y persiguiendo amoríos ilícitos, tanto más si eran
éstos perseverantes.
Unos chivatos anónimos comunicaron
a Vozmediano que en días alternos una carroza se detenía delante de la suntuosa
mansión, morada de la viuda hechicera, de la que bajaba con presteza un
embozado, penetrando en el portalón que se cerraba a su espalda.
Entonces, como era de
proceder, montó el corregidor la oportuna (y más o menos discreta) vigilancia.
Una noche le dieron parte:
-¡Ya ha caído en la
ratonera!
A los pocos instantes el
teniente-corregidor, con escolta de cohortes y escribanos, se personaba en el
lugar de los supuestos hechos diciéndole así a la dama:
-Sé que escondéis a una
persona en vuestros íntimos aposentos. En nombre de Su Majestad, entregádmela.
-Entrad y registrad.
Tenéis ante vos a la más fiel servidora de Felipe IV
Concluido el registro sin
que se hubiesen hallado evidencias inculpadoras contra la señora, el
corregidor observó cierto movimiento en el tapiz que cubría el balcón.
-¿Qué hay ahí detrás?
-quiso saber al momento.
-Amén del cierre del
balcón, un retrato de cuerpo entero que reproduce la figura de Su Majestad.
-¿Puedo contemplarlo?
-Podéis... Pero no os lo
recomiendo. Porque es tan real el retrato que quizá su contemplación pueda
alterar el buen estado de su señoría.
Don Ramiro, sin más,
descorrió el tapiz.
Exclamando:
-¡Dios bendito!
Porque allí estaba Felipe
IV, erecto y mudo, impávido e inmóvil. El teniente-corregidor, que andaba de
vuelta de casi todo, entendiendo, cuanto debía entender, volvió a correr el
tapiz escondiendo la turbadora imagen mientras aseveraba con voz entrecortada:
-Cierto... Cierto que
nunca había visto retrato tan perfecto de Su Majestad. ¡Tan siquiera entre los
mejores que le ha pintado don Diego Velázquez!
Y aquí concluye la
historia.
Que no todo tienen que
ser tragedias y de vez en cuando hay que abrirle un paréntesis a la sonrisa.
Pícara sonrisa, claro.
127. anonimo (madrid)
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