Grandes y muchos fueron los prodigios que
conoció San Brandán en su búsqueda de aquel Paraíso donde Adán estuvo sentado
el primero. Fue Barinthus, el ermitaño, quien le habló de aquella tierra prodigiosa
en la que Dios permitía a sus santos que viviesen después de la muerte. Durante
dos semanas el ermitaño Barinthus y su ahijado el monje Mernoc habían vagado
por aquel maravilloso sitio, que estaba más al oeste de la Isla de las Delicias, en
donde abundaban las flores y los árboles frutales, y cuyo suelo se pavimentaba
de piedras preciosas. Así recorrieron el lugar hasta que llegaron a un ancho
río. Cuando iban a sortearlo se les apareció un ángel que, prohibiéndoles
continuar, los condujo de nuevo a su barco. Volvieron a la Isla de las Delicias; allí
quedó el monje Mernoc, Barinthus regresó a Irlanda, visitó a su primo Brandán y
le narró sus aventuras.
Tan impresionado quedó San Brandán por todo
lo que le oyó a Barinthus que al día siguiente propuso a San Maclovio y catorce
de sus discípulos emprender viaje en busca de la Tierra Prometida.
Durante cuarenta días se prepararon para las fatigas del viaje, ayunando un día
de cada tres, y aplicados en la construcción de un velero, de la clase curragh,
cuyos costados y cuadernas eran de mimbre que cubrían con piel de vaca curtida
con corteza de roble. Para cuarenta días almacenaron provisiones y, también,
suficientes pieles para reemplazar las que cubrían el entramado de la nave. En
medio del barco, al que bautizaron Trinidad, levantaron un mástil, y se
hicieron con una vela y un timón. Entonces surcaron el mar.
Durante siete años erraron por el Atlántico
y avistaron muchas islas extrañas, como la de San Albeus en donde vivían
veinticuatro monjes que, excepto para cantar himnos, no pronunciaban palabra
desde hacía ocho años y conversaban mediante un lenguaje de signos. Después de
aprovisionarse, llegaron a una isla cubierta de viñas que producían uvas del
tamaño de manzanas, y bastaba una de aquellas uvas para alimentar a un hombre
durante todo un día. Y advirtieron también San Brandán, San Maclovio y sus
monjes durante la travesía una gran columna de cristal con una envoltura de
plata o de vidrio que permanecía de pie en medio del océano. Y encontraron
demonios, pigmeos, gatos marinos y marinas serpientes, y dragones, buitres y
ángeles. Y en una de tres islas volcánicas que avistaron descubrieron a Judas
sentado en una roca donde descansaba de su tormento, pues era domingo. Y
visitaron una isla habitada sólo por grandes ovejas blancas. Y estuvieron en la
isla que era el Paraíso de los Pájaros, en donde los árboles no daban hojas
sino menudas criaturas cubiertas de plumas que colgaban por el pico de las
ramas, succionando el jugo de la corteza.
Grandes y muchos fueron los prodigios que
conoció San Brandán en sus siete años de navegar hasta hallarse en la Tierra Prometida.
Y allí, como a Barinthus, el ermitaño, y al monje Mernoc, el mismo ángel le
prohibió cruzar el ancho río y le invitó a volver a su barco Trinidad, llevándose él y los suyos
todas las frutas y piedras preciosas que pudiesen cargar. Cruzó el anillo de
niebla que envolvía al Paraíso y tomó a Irlanda San Brandán. Y allí contó
repetidas veces a sus hermanos cómo fue su aventura, dónde disfrutaron con gozo,
dónde pasaron aprietos y cómo, en cuanto les hizo falta, encontró dispuesto y a
punto todo cuanto a Dios pidiera.
Durante siete años erraron por el Atlántico
San Brandán y San Maclovio y en la travesía muchas islas extrañas conocieron.
Como la que habría de tomar su nombre del santo, por más que también le decían Aprósitus o Inaccesible, Non Trubada y
Encubierta. Y es que largo tiempo llevaban navegando los santos monjes sin
descubrir tierra, con lo que sobrevino el día de Pascua. Rogó entonces San Brandán
para que les hiciese Dios la gracia de hallar algún enclave en el que poder
decir misa. Oyó el Señor los votos de su siervo y dispuso que en medio del mar
apareciese repentinamente una isla. Así fue cómo desembarcaron y, a los
primeros pasos que dieron por el lugar, hallaron el cadáver de un gigante que
yacía en un sepulcro. Por indicación de San Brandán resucitó San Maclovio al
gigante, al que instruyeron en la religión cristiana dándole idea del misterio
de la Trinidad
y de las penas del infierno. Luego lo bautizaron, poniéndole por nombre Milduo,
y le dieron permiso para morir de nuevo.
Erigieron los viajeros un altar y celebraron
la Pascua con
un hermoso oficio lleno de fervor. Cogieron, para guisarla, la carne que habían
guardado en el barco y, en seguida, acumularon leña par asarla. Cuando estuvo
aderezada la comida se prepararon para comerla. Mas, de pronto, todos se
pusieron a dar gritos, llenos de temor, porque la tierra entera temblaba y se
iba alejando mucho de la nave. Calmó a los monjes San Brandán, recogieron las
provisiones y embarcaron todos de nuevo.
Aunque ya a diez leguas de distancia, desde
el velero pudieron divisar con toda nitidez el fuego que habían encendido sobre
la isla que, aprisa, iba desapareciendo. Así, como una engañosa ballena, acabó
por hundirse en el océano, dispuesta a resurgir de entre las aguas para asombro
y maravilla de navegantes.
101. anonimo (canarias)
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