Es indudable que el siglo
XVII fue un siglo de gran piedad.
Pero leyendo las memorias
y avisos del tiempo se ve que hubo que reformar las costumbres, porque el
desenfado de la devoción y la soltura sacroprofana, con la que se celebraban
las grandes solemnidades, de la
Iglesia , dio lugar a abusos y vituperios que preocuparon a la Corte y al Alto Clero.
Por ejemplo, en los días
de Jueves y Viernes Santo, al paso que se prohibía circular en carroza y en
carricoche, se autorizaba a las damas, a título de hallarse embarazadas, para
que pudieran andar en sillas de mano lo cual excitaba grandemente la curiosidad
y no pocos antojos.
Para estos días
excepcionales de los peatones, se reservaba el lujo de las sillas de ébano,
embutidas de plata, con tela de brocado y bordados de oro, y no hay que decir
que la devoción; de este modo tan confortablemente establecida, atraía a las
iglesias, sin dejar una, a todas las católicas de Madrid, modelo de elegancia
siempre, de buen gusto y de fervor devoto.
A la puerta de los
templos ofrecían los galanes a sus damas palmas sin bendecir con lazos
simbólicos, y no dejaba de haber reyertas y estocadas cuando eran más de uno y
de dos los que se creían con derecho a hacer el regalo o, por causa del manto,
tomaban a una dama por otra.
Concluidos los oficios,
el galán, dice Fernández de los Ríos, llevaba la palma ya bendita a casa de su
dama y la colocaba en el balcón o en la reja de citas atándola con cintas de
seda encarnada, negra, verde y blanca, para facilitar el transeúnte la
relación, del estado de su amor oculto por el abecedario de las cintas.
El Miércoles Santo se
paseaba por las lonjas de los templos, con reconcomios místicos tan desleídos
que edificaban de santo ardor a los tibios. Las damas llevaban este día
matracas, como posteriormente habrían de hacerlo los niños, de maderas escogidas,
regaladas por los lindos y talladas con jeroglíficos de la pasión de Jesús
conjuntamente con los de la suya propia. ¡Qué descaro!
El Jueves Santo no era
día de ayuno, como lo fuera después, sino de gula.
Las puertas de las
iglesias se poblaban de confiterías ambulantes, despachos de vino y pan,
buñolerías, sardinas fritas y empanadas de ternera. En las tribunas de los
caballeros y en las sacristías, se aderezaban suntuosas mesas que se llamaban
colaciones, en las cuales bebían sorbos de hipocrás los que salían de velar al
Santísimo y se entregaban a repugnantes orgías.
El escándalo ha llegado
en España a tal aumento,
que en banquete descarado
se convierte el Monumento
de Cristo Sacramentado.
Siguiendo el mal ejemplo,
los fieles compraban dulces y pasteles a las puertas de las iglesias y los
comían dentro sin ninguna aprensión.
Vargas dice a este
propósito los siguientes versos:
Fui a la iglesia con las niñas
el día de Jueves Santo,
e acallamos nuestro llanto
empapándole en rosquillas.
En el artículo «El Jueves
de Corpus en 1623» se consigna la costumbre que tenían las damas de velar al
Santísimo con el rostro tapado y una vela o hacha de lujo encendida. Ampliando
el susodicho artículo puede manifestarse que como los monumentos estaban
encendidos toda la noche y las iglesias abiertas, fue del mayor tono visitarlas
tarde para acompañar, galantear y enamorar a las damas que velaban cubiertas
con sus mantos. El jolgorio en el templo, de doce a una, el desorden y la
profanación ante la Urna
Santa díeron motivo a leyes y bandos enérgicos que no por
eso se cumplieron. A las que velaban, así compuestas y tapadas, se las llamó las arrebozadas, y el culto impío al
rebozo y al misterio continuó hasta fin de siglo.
En la Biblioteca Nacional
hay documentos que enumeran estos escándalos. No vamos aquí a citarlos, pero
copiaremos sin embargo, una composición de la época para que se vea que no
exageran los libros de donde ella se ha extraído.
Ayer, en el monumento
que ponen los Mercenarios,
cargada de escápularios
vide a mi dueña e tormento.
Rezaba con fervor santo
e entre estación y estación,
endulzaba su oración
comiendo bajo del manto.
Viendo su tal apetito
e deseando obsequiarla,
me salí para comprarla
dulces de san Antoñito.
E volviéndome a su lado
cargado de confitura,
hallé en ella. mi ventura
después que hubo rezado.
Que luego que el cucurucho
abrí para regalarla,
forcé la mano besarla
e non me la quitó mucho.
Así velaban y en el amor
humano se inspiraban las arrebozadas
del siglo XVII, las señoras de aquel período caballeresco cuyo lema fue Por Dios y por mi Dama, las guardadoras
despreocupadas, ingenuas, del honor conyugal y de la fe, las tiernas esposas,
las hijas y las madres de aquella raza afeminada, descosida, que nos llevó coronados
de flores a la humillación por la senda de los placeres.
Arrebozada fue la dama, que desde
el palacio de Pastrana, suscitó la idea del asesinato de Escobedo. Arrebozada la que, en las tinieblas de
San Martín, sintió su rostro humillado por la mano de un hombre que le arrancó
el manto.
Sabidas son las
consecuencias fatales que tuvo este descomedi-miento.
Don Francisco de Quevedo,
que apoyado en un pilar, seguía el orden de la palabra divina, contemplando,
quizás con embeleso; aquel bulto arrebozado
anónimo cuyas líneas y contornos permitían adivinar un ideal de belleza, cogió
de repente al caballero descortés por el cuello y arrastrándole fuera del
templo, con arrogancia le dijo:
-¡Bellaco! ¡Vas a morir!
Las espadas saltaron en
seguida, se cruzaron con ardor y del choque fulgurante de los aceros salieron
algunas centellas: de inmediato un cuerpo humano quedó tendido y muerto a la puerta
de la iglesia. Quevedo limpió con la capa la hoja de su espada y, asegurándose
los anteojos, partió muy tranquilo a su posada.
No es poco lo que dieron
que hablar, con sus mantos, las damas arrebozadas.
127. anonimo (madrid)
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