Un padre tenía una hija muy hermosa, pero
muy terca y cabezota. Esto a él no le parecía mal, sólo que un día se
presentaron tres jóvenes, a cual más apuesto, y los tres le pidieron la mano de
su hija. El padre, después de que hubo hablado con ellos, dijo que los tres
tenían su beneplácito y que, en consecuencia, fuera su hija la que decidiese
con cuál de ellos se quería casar.
Conque le preguntó a la muchacha y ella le
contestó que con los tres.
-Hija mía -dijo el buen hombre, comprende
que eso es imposible. Ninguna mujer puede tener tres maridos.
-Pues yo elijo a los tres -contestó la niña
tan tranquila.
El padre volvió a insistir:
-Hija mía, sé razonable y no me des más
quebraderos de cabeza.
¿A cuál de ellos quieres que le conceda tu
mano?
-Ya le he dicho que a los tres, padre
-contestó la hija. Y no hubo manera de sacarla de ahí.
El padre se quedó dando vueltas en la cabeza
al problema, que era peliagudo y, a fuerza de pensar, no halló mejor solución
que encargar a los tres jóvenes que se fueran por el mundo a buscar una cosa
que fuera única en su especie; y aquel que trajese la mejor y la más rara, se
casaría con su hija.
Los tres jóvenes se echaron al mundo a
buscar y decidieron reunirse un año después a ver qué había encontrado cada
uno. Pero por más vueltas que dieron, ninguno acabó de encontrar algo que
satisficiera las exigencias del padre. De modo que, al cumplirse el año y con
las manos vacías, se pusieron en camino hacia el lugar en el que se habían dado
cita.
El primero que llegó se sentó a esperar a
los otros dos; y mientras esperaba, se le acercó un viejecillo que le dijo que
si quería comprar un espejito.
Era un espejo vulgar y corriente, y el joven
le contestó que no, que para qué quería él aquel espejo.
Entonces el viejecillo le dijo que el espejo
era pequeño y modesto, sí, pero que tenía una virtud, y era que en él se veía a
la persona que su dueño deseara ver. El joven hizo una prueba y, al ver que era
cierto lo que el viejecillo decía, se lo compró sin rechistar por la cantidad
que éste le pidió.
Al segundo que venía acercándose al lugar de
la cita, le salió al paso el mismo viejecillo y le preguntó si no querría
comprarle una botellita de bálsamo.
-¿Para qué quiero yo un bálsamo -dijo el
joven- si en todo el mundo no he encontrado lo que estaba buscando? Y le dijo
el viejecillo:
-Ah, pero es que este bálsamo tiene una
virtud, que es la de resucitar a los muertos.
En aquel momento pasaba por allí un entierro
y el joven, sin pensárselo dos veces, se fue a la caja que llevaban, echó una
gota del bálsamo en la boca del difunto y éste, apenas la tuvo en sus labios,
se levantó tan campante, se echó al hombro el ataúd y convidó a todos los que
seguían el duelo a una merienda en su casa. Visto lo cual, el joven le compró
al viejecillo el bálsamo por la cantidad que éste le pidió.
El tercer pretendiente, entretanto, paseaba
meditabundo a la orilla del mar, convencido de que los otros habrían encontrado
algo donde él no encontrara nada. Y en esto que vio llegar sobre las olas una
barca que llegó hasta la orilla y de la que descendieron numerosas personas. Y
la última de ellas era un viejecillo que se acercó a él y le dijo que si quería
comprar aquella barca.
-¿Y para qué quiero yo esa barca -dijo el
joven- si está tan vieja que ya sólo ha de valer para hacer leña?
-Pues te equivocas -dijo el viejecillo,
porque esta barca posee una rara virtud y es la de llevar en muy poco tiempo a
su dueño y a quienes le acompañen a cualquier lugar del mundo al que deseen ir.
Y si no, pregunta a estos pasajeros que han venido conmigo y que hace tan sólo
media hora estaban en Roma.
El joven habló con los pasajeros y descubrió
que esto era cierto, así que le compró la barca al viejecillo por la cantidad
que éste le pidió.
Al fin se reunieron los tres en el lugar de
la cita, muy satisfechos, y el primero contó que traía un espejo en el que su
dueño podía ver a la persona que desease ver; y para probarlo pidió ver a la
muchacha de la cual estaban los tres enamorados, pero cuál no sería su sorpresa
cuando vieron a la joven muerta y metida en un ataúd.
Entonces dijo el segundo:
-Yo traigo aquí un bálsamo que es capaz de
resucitar a los muertos, pero de aquí a que lleguemos ya estará, además de
muerta, comida por los gusanos.
-Pues yo traigo una barca que en un
santiamén nos pondrá en la casa de nuestra amada -dijo el tercero.
Corrieron los tres a embarcarse y,
efectivamente, al poco tiempo echaron pie a tierra muy cerca del pueblo de la
muchacha y fueron en su busca.
Allí estaba ya todo dispuesto para el
entierro y el padre, des-consolado, aún no se decidía a cerrar el ataúd y dejar
que la enterraran.
Entonces llegaron los tres jóvenes y fueron
a donde yacía la joven; y se acercó el que tenía el bálsamo y vertió unas gotas
en su boca. Y apenas las tuvo sobre sus labios, la joven se levantó feliz y radiante.
Todo el mundo celebró con alborozo la acción
del pretendiente y en seguida decidió el padre que éste era el que debería
casarse con su hija, pero entonces los otros dos protestaron, y dijo el
primero:
-Si no hubiese sido por mi espejo, no
hubiéramos sabido del suceso y la muchacha estaría muerta y enterrada.
Y dijo el de la barca:
-Si no llega a ser por mi barca, ni el
espejo ni el bálsamo la hubieran vuelto a la vida.
Conque el padre, con gran disgusto, se quedó
de nuevo meditando sobre cuál habría de ser la solución. Y entonces la joven
mujer, dirigiéndose a él, le recordó:
-¿Lo ve usted, padre, cómo me hacían falta
los tres?
099. anonimo (andalucia)
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