Carlos III, virrey de
Nápoles, pasó a ocupar él trono español trayendo consigo a don Leopoldo, de
Gregorio, marqués dé Esquilache, que pronto fue nombrado ministro de Hacienda,
cargo -ayer y hoy- poco propicio para conquistar voluntades, popularidad y
ganarse simpatías; máxime si el que lo desempeña es un extranjero.
Y así llegó el 22 de
enero de 1766 y se publicó una Real Orden que prohibía a los funcionarios el
uso de capa larga y el chambergo; tal disposición se supo que estuvo inspirada
por Esquilache. A regañadientes se cumplió lo ordenado, pero el día 10 de
marzo se publicó un bando haciendo extensiva a todos los ciudadanos la citada
prohibición. Unas manos arrancaron los pasquines y los sustituyeron por otros
que incitaban a la revuelta. El ambiente estaba muy caldeado y, por si ello no
fuera suficiente instigado por intereses y motivos políticos, tres días más
tarde dos hombres recorrieron la muy madrileña calle de la Paloma , con bandas azules,
gritando: «ESTO NO HA DE PROHIBIRLO EL MARQUÉS DE ESQUILACHE», con lo que la
efervescencia popular siguió in
crescendo.
Día 23, Domingo de Ramos.
La plazuela de Antón Martín. Junto al cuartel se colocaron dos individuos retadores
y ataviados con largas capas y sombreros redondos.
Les reconvinieron los
soldados. Los paisanos se insolentaron todavía más; se intentó detenerlos.
Pero entonces en la plaza sonó un agudo silbido y, como por arte de birlibirloque,
de las calles contiguas surgieron unos treinta individuos que desarmaron a los
soldados. Pronto se inició una marcha por la calle de Atocha a la que se unió
parte del pueblo con voces de: «¡Viva el Rey! ¡Muera Esquilache!» En
cuadrillas se desparramaron por la ciudad: unos, asaltaron el hogar de Esquilache
-que no se encontraba allí, la famosa casa de las Siete Chimeneas en la calle
de las Infantas; otros fueron al Real Palacio para entregar sus peticiones al
rey, quien accedió a suspender el bando sobre capas y sombreros, a desterrar a
Esquilache y a ordenar la salida de las tropas extranjeras.
El motín duró varios días
con trágico balance, pues hubo bastan-tes muertos y centenares de heridos,
palacios asaltados y templos profanados. Carlos III se encolerizó y se fue a
vivir a La Granja
y a Aranjuez, amenazando con trasladar la Corte de Madrid, propósito del que luego
desistió. Tal vez, más que el motín en sí mismo, lo que en el fondo le molestó
fue aquella décima impresa, que así se expre-saba:
«Yo, el gran Leopoldo Primero
marqués de Esquilache augusto,
rijo la España
a mi gusto,
y mando a Carlos Tercero.
Hago en los dos lo que quiero,
nadie consulto ni informo,
a capricho hago y reformo,
a los pueblos aniquilo
y el buen Carlos, mi pupilo,
dicé a todo: ¡Me conformo!»
Parecía todo acabado y el
chambergo había triunfado; pero... aún faltaba la última palabra en pleito tan
singular. La pronunció poco después el conde de Aranda, quien con gran tacto,
sin la menor violencia, obtuvo, primero de los palaciegos y luego de los gremiales,
que adoptaran la capa corta y el sombrero de tres picos. Uno de los métodos de
que se sirvió; para desacreditar al chambergo y a la capa larga -tal vez el más
eficaz- fue ordenar que obligatoriamente lo usaran los verdugos y sus
ayudantes a la hora de ejercer sus macabras tareas.
Y es que esta lucha de
sombreros y capas es un tratado magnífico de la siempre difícil psicología,
popular.
127. anonimo (madrid)
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