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sábado, 17 de agosto de 2013

El caballero de olmedo

Que de noche lo mataron
al caballero;
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.
TRADICIONAL

La trágica historia del caballero de Olmedo tiene su origen proba­blemente a finales del siglo XV o principios del XVI, y la canción tradicional que se ha transcrito arriba fue muy popular durante las centurias posteriores. Lope de Vega tomó la leyenda como argumento de su obra teatral, aunque varió sustancialmente el argumento, de acuerdo con su prodigiosa inventiva y las reglas de la dramaturgia en el Siglo de Oro. La obra de Lope de Vega ha influido decisivamente en el relato original y, muchas veces, la forma moderna de la leyenda se corresponde más con el resumen de la representación teatral que con el primitivo suceso acaecido entre Medina y Olmedo, en la actual provincia de Valladolid.
Por otro lado, los investigadores han podido reconstruir hasta cierto punto la verdadera historia y, tal y como ellos lo cuentan, el suceso resulta más bien vulgar: dicen los historiadores que el hecho real acaeció en el año 1521 y que el caballero en cuestión se llamaba Juan Vivero. Una disputa entre Juan y un amigo suyo llamado Miguel Ruiz, acabó con la vida del primero. Se dice que no hubo amores, ni cortejos, ni espadas ni valor, sino más bien mucho vino en la taberna y un quítame allá esas pajas.
La leyenda, según cuentan los lugareños, es como sigue: se afirma que en Olmedo vivía el caballero más apuesto y galante que jamás se viera. Acompañaba su gallarda figura con las más ricas galas y todos reconocían el valor y la cortesía entre sus distinguidos talentos. Se llamaba este joven don Alonso de Vivero y, aunque había muchas damas (algunas de postín) que andaban enamoris-cadas de él, lo cierto es que el corazón de don Alonso estaba rendido a los pies de una humilde campesina.
Don Alonso amaba en secreto a esta muchacha, hermosa en extremo, gentil y risueña. Veíanse en secreto en parajes ocultos, cerca de Medina, y con los días el cariño se hacía más fuerte y el querer más sincero. Sin embargo, don Alonso albergaba algunos temores, ya que no era conveniente para su casa una boda con una campesina, por más que Inés (que así se llamaba la moza) pudiera competir en trazas y maneras con una marquesa.
Así las cosas, llegaron las fiestas de Medina, donde, además de otros festejos, se corrían cañas. Este antiguo divertimento consistía en torear a caballo, mostrando destreza y habilidad en todos los lances. Acudió don Alonso con su caballo a la plaza y lució de tal modo en el arte de torear a caballo que los paisanos no dudaron en otorgarle el primer premio. Todos estaban encantados con el caballero de Olmedo y los «vivas» resonaban con gran algarabía. Las piruetas, los quiebros, los engaños, la apostura del jinete, todo, en fin, eran el placer de los espectadores.
Cabalgando con buen aire, llegó don Alonso al palco donde debería recoger el fruto de su éxito y, cuál no sería su sorpresa cuando, entre las damas principales, vio a su Inés, a quien todos llamaban la Dama de Alba. Lanzó ésta el pañuelo y lo recogió don Alonso turbado y enamorado. Para asegurarle su cariño, Inés lo despidió con un beso que todos los paisanos vitorearon y aplau-dieron.
No pudo acabar mejor la fiesta para don Alonso. Su Inés era, en realidad, una gran dama y podría casarse con ella sin ningún impedimento. Contento y alegre, se volvió a Olmedo, pensando en su amante y en la felicidad futura. De aquel modo tan extraño había querido Inés demostrarle públicamente su amor, deshaciendo misterios y certificando que muy pronto sería su esposa.
Cuando volvió a Olmedo contó a todos el éxito obtenido en Medina y aquella misma noche comenzaron a hacerse fiestas y convites, pues los familiares y amigos estaban encantados con la buenísima noticia: ¡al fin se casaba don Alonso! ¡Y la novia era nada menos que doña Inés, la Dama de Alba!
Entrada la noche don Alonso se retiró a sus aposentos y quiso dormir. Pero su imaginación estaba turbada: las grandes emociones del día y, sobre todo, la imagen de su Inés lanzándole un apasionado beso, lo mantenían desvelado. ¿Qué puede hacer un enamorado en este trance? No lo dudó: tenía derecho a visitar el balcón de su amada; tomaría un caballo y en muy breve tiempo se hallaría entonando amorosas canciones a la luz de la luna. No había, según su parecer, mejor modo de gastar la noche.
De modo que, a escondidas y sin ser visto, tomó su mejor alazán y se encaminó a Medina. La noche era oscura como boca de lobo, pero nada atemorizaba a nuestro soñador amante. Ya quedaban atrás las últimas casas de Olmedo cuando don Alonso se detuvo: una delicadísima voz femenina se oía y el viento helado parecía traer sus notas desde las cavernas de la muerte. La canción le estremeció:

Que de noche lo mataron,
 al caballero;
la gala de Medina,
la flor de Olmedo...

Pero don Alonso no quiso dejarse embaucar por supersticiones y cuentos de brujas: estaba decidido a ir a Medina y por nada del mundo dejaría de ver aquella misma noche a su amada.
Llegó más adelante, y se topó con un caballero embozado. «¿Quién eres?» preguntó. El jinete apartó su capa y don Alonso pudo ver a un hombre en todo semejante a él: llevaba una herida mortal en el pecho y sus ropas estaban teñidas de sangre.
-Soy don Alonso de Vivero -respondió con voz sepulcral-, que me han matado esta noche unos traidores.
Y espoleando su cabalgadura, desapareció entre las tinieblas nocturnas.
Pero don Alonso no era un hombre medroso, bien lo había demostrado ante toros y hombres. De modo que, volviendo riendas, nada quiso saber de malos augurios ni de profecías ni de falsos vaticinios y se encaminó a Medina tal y como se había propuesto.
Allá va don Alonso, se pierde en la oscuridad de la noche. El viento helado gime entre las cortezas de los árboles, se oculta la luna entre pardos nubarrones y unas sombras acechan tras aquellas ruinas del camino...
Unos pastores dieron la noticia: habían hallado a don Alonso de Vivero muerto en el camino, envuelto en sangre y el pañuelo de doña Inés en la mano. Se dijo que unos bandidos le habían salido y que, negándose a entregarles el dinero, lo habían asesinado. Se dijo, también, que un tal don Rodrigo, pretendiente de Inés, le había tendido una trampa y que, junto a sus secuaces, lo había apuñalado sin remedio. Pero, aparte de estas suposiciones, nada se conoció de fijo sino que don Alonso estaba muerto y que Inés abandonó Medina para ir a llorarlo en un monasterio. Si el caminante se detiene en el camino que va de Olmedo a Medina, tal vez pueda oír una misteriosa voz que, anegada en llanto, canta del siguiente modo:

Que de noche lo mataron,
al caballero;
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.

Sombras le a visaron
que no saliese
y le aconsejaron
que no se fuese,
el caballero;
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.

Fuente: Jose Calles Vales

0.003.3 anonimo (españa) - 018

El bastardo

No corren buenos tiempos para el honor, la galantería y la caballerosidad. De hecho, amigo lector, ya casi se desconoce la palabra «bonhomía», que viene a designar un comportamiento leal, sincero y de palabra. Sin embargo, aún nos queda la historia y la leyenda: los caballeros medievales se regían por leyes muy severas, entre las cuales estaba, por ejemplo, la necesidad obligatoria de defender a las damas, de no tolerar las afrentas que se les hiciesen y de respetarlas en todo momento.
Hubo, por tanto, un tiempo en que los hombres se distinguían no por lo que poseían, sino por sus hechos y actitudes. En aquellas épocas remotas se sitúa la leyenda del joven Ramiro, llamado el Bastardo.
Reinaba en Navarra don Sancho el Mayor y corrían los turbulentos años del siglo XI. El rey don Sancho estaba casado con la hermosa doña Mencía, una mujer singular y de apasionado corazón. Los reyes tenían dos hijos: uno, de nombre García, era el legítimo heredero de la corona; el otro, llamado Ramiro, era fruto de una relación adúltera del rey con una noble navarra. Sin embargo, y como sucedía a menudo, el joven bastardo vivía en palacio con su padre y su madrastra. Naturalmente, no se podía esperar que doña Mencía tuviera especial cariño a Ramiro, pues no era hijo suyo y, además, era la prueba de una infidelidad. Las mujeres de aquella época, no obstante, aceptaban mal que bien esta situación, porque no les quedaba otro remedio. Don Sancho había reiterado sus disculpas a su esposa y ésta las había aceptado. Y esto era sorprendente, porque en raras ocasiones un rey se humillaba ante nadie: el trono tenía estos privilegios.
Por su parte, el bastardo Ramiro conocía muy bien su estado y sabía que en ningún caso podría acceder al trono, por ser fruto de una relación ilegítima entre el rey y una desconocida. No obstante, Ramiro fue educado en palacio y conoció todos los deberes y obligaciones de un caballero de corte.
Así estaban las cosas, y los dos muchachos crecieron sanos y fuertes, aunque, a decir verdad, don García no dejaba de sentir cierta repulsión por su hermano, al que consideraba inferior y al que ofendía siempre que tenía oportunidad. Estos desplantes los soportaba Ramiro con buen talante, porque sabía que su posición en la corte estaba marcada por su bastardía.
La ambición y la soberbia se apoderaron del corazón de don García cuando cumplió los veinte años y ya estaba tramando cómo hacerse con el trono, a pesar de que su padre aún vivía. Y más que todo, quería deshacerse de su hermano, cuya presencia ya no podía tolerar por más tiempo. Convertido en un tirano, don García humillaba a los escribanos, a los soldados y a los aldeanos, y su fama de soberbio corrió por Navarra, haciéndose cada vez más odioso a sus compatriotas.
Decidido a llegar al trono, el heredero urdió una terrible maqui­nación: comenzó a decir que su madre, doña Mencía, era una adúltera y que era necesario quemarla en la hoguera. Esto, por un lado, irritó al viejo monarca, el rey Sancho, pero sus fuerzas estaban muy menguadas y apenas podía oponerse a las conspiraciones de su hijo. Por otro lado, estos infundados rumores amargaron los días de doña Mencía, traicionada vilmente por el heredero. Don García suponía, con acierto, que estas infamias matarían de dolor a su padre y que, con suerte, su madre acabaría en un convento o en el patíbulo.
Ya se felicitaba de su argucia don García cuando, por sorpresa, apareció en escena el hijo bastardo de don Sancho. Ramiro defendió a su madrastra y, contra todos, divulgó la afrenta engañosa de don García, tachándolo de vil y ruin, de ambicioso y tirano. La opinión popular estaba de acuerdo con el heredero, porque el vulgo siempre quiere espectáculos grotescos, y los nobles estaban decididos a juzgar a doña Mencía y llevarla a la hoguera. A toda esta infecta trama se opuso don Ramiro con tesón y con valor, cosa que estuvo en trance de costarle la vida, porque el infame don García acechaba con sus esbirros en las esquinas y en las plazas, siempre dispuesto a asesinar traicioneramente a su hermano.
La corte vio la causa y no se pudo decidir si doña Mencía era adúltera o no, puesto que se esgrimieron testigos y relaciones contra­puestas. No quedó más remedio que someterlo al juicio divino. El «Juicio de Dios» era una fórmula legal muy utilizada antaño: consistía en que dos individuos de ideas opuestas luchaban para dirimir una cuestión; se suponía que Dios ayudaría al que tuviera razón, de modo que el vencedor en el Juicio de Dios era el vencedor a los ojos del pueblo.
En el caso del adulterio de doña Mencía, su propio hijo era quien acusaba y el bastardo, quien la defendía. Esta insólita situación resultaba humillante para los monarcas y don Sancho cayó enfermo y estuvo en trance de morir. Por su parte, la reina se apartó del mundo y pasaba las noches llorando su desgracia en los aposentos del palacio.
Los magistrados ordenaron, por tanto, que se hiciera un juicio de Dios y que don García, el acusador, y don Ramiro, el bastardo, defensor de doña Mencía, se batieran en torneo. Ambos debían luchar en el campo con armas de sangre y sólo uno saldría con vida de aquel encuentro, porque se habían ofendido mucho y se habían nombrado mentirosos, infames y otras cosas peores.
La justa se llevó a efecto en los alrededores del palacio y el pueblo estaba dividido: había quien, por ver una ejecución, animaba a don García; y había quien, en buen seso, defendía el honor de la reina y, por tanto, jaleaba a don Ramiro. La lucha fue feroz, los dos hermanos lucharon a muerte durante más de tres horas. Ya parecía que vencía el heredero, ya semejaba que el bastardo llevaba la victoria. La reina observaba el duelo en el estrado con gran pena y congoja, y no podía por menos de llorar viendo que uno de los dos acabaría por sucumbir: el uno era su hijo, aunque malvado; el otro era defensor, aunque representaba la vergüenza de su casa.
Agotados y heridos, los dos hermanos peleaban sin tregua: ya habían abandonado los caballos y esgrimían sus espadas con el pie en tierra. Tan fieros tajos se lanzaban que infundían terror en el vulgo. Ramiro sostenía su acero con vigor y atacaba con destreza, pero don García usaba con maña su escudo y hacía silbar en el aire el filo de su arma.
-¡Bastardo! -gritaba don García. Vuestro vil nacimiento se demuestra cuando defendéis a una ramera: ¿lucháis por una puta porque puta fue vuestra madre?
-El honor de las madres está en sus hijos -contestó el bastardo: luchad más y hablad menos, que yo defiendo a vuestra madre porque su hijo no tiene valor para hacerlo.
Y diciendo esto, lanzó una estocada tan violenta que partió en dos el escudo de don García. Este giró hacia un costado y tentó la pierna de don Ramiro, que se retiró a tiempo. Mas volviéndose con destreza, viró su espada de izquierda a derecha y la cabeza del heredero corrió ensangrentada por tierra.
Un silencio estremecedor invadió el campo, y el bastardo caminó lentamente hasta el estrado para honrar a la reina doña Mencía. La señora se despojó de su manto y cubrió con él la espalda de su defensor. Significaba esto que la reina lo tomaba como hijo, que le otorgaba sangre real y que lo convertía en legítimo heredero del trono de Navarra.
De este modo el Juicio de Dios demostró la falsedad de las acusaciones de don García y elevó a su justo puesto a un hombre que luchó por defender la inocencia de la reina.

Fuente: Jose Calles Vales

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El abencerraje y la hermosa jarifa

Corrían tristes años para los reinos moros en la Península. Los cristianos se adueñaban de los palacios y de las ciudades tan pronto como se echaban sobre ellos y a duras penas los musulmanes podían soportar su empuje. Aún así, el reino de Granada se sostenía en pie y la Alhambra era todavía un tesoro codiciado por los castellanos, los cuales sólo de lejos podían admirar su esplendor.
Por aquella época vivía en el sur de la Península una de las familias más importantes de la corte mora: los Abencerrajes, de los cuales se cuentan muchas historias, porque participaron activamente en la defensa del reino de Granada y en las intrigas palaciegas. De todas las leyendas que tienen como protagonistas a esta familia, la más emotiva y apasionada es la del joven Abindarráez, el benjamín de la saga. Como es fácil imaginar, la historia que a continuación se narra ha ofrecido numerosas versiones, tanto en su modalidad literaria como en su forma popular. En muchos lugares se cuentan las aventuras de Abindarráez, pero acaso las más famosas son las de Jorge de Montemayor, que escribió la leyenda con el fin de incluirla en su Diana (1561), y la que aparece en el Inventario (1565) de Antonio de Villegas. También Lope de Vega trazó los rasgos de esta leyenda en El remedio en la desdicha y Francisco Balbi en la Historia de los amores del valeroso moro Abindarráez y de la hermosa Jarifa (1593).
Cuenta la historia que Abindarráez fue enviado, siendo muy niño, a Cártama, muy cerca de Málaga y Coín. Estaba, según dicen, al cuidado del alcaide de la ciudad y, como aún los castellanos andaban lejos, la infancia del muchacho discurrió entre juegos y estudios. Tenía el alcalde una hija, llamada Jarifa, que con su poca edad ya dejaba ver lo hermosa y dulce que sería con el andar de los años. Y no hubo remedio: creciendo Abindarráez y Jarifa el amor hizo el resto y a los juegos infantiles sucedieron los requiebros y galanteos. Enamorados perdidamente, los muchachos pretendían dar a conocer su pasión y contraer matrimonio sin dudarlo. Pero los turbulentos años de guerra contra los cristianos lo impidieron y el padre de Jarifa fue enviado a Coín, desde donde debía hacer frente a las huestes castellanas, que combatían con denuedo en aquella parte. De este modo, Abindarráez se vio condenado a la más triste soledad en la ciudad de Cártama, llorando sus penas y consolándose al resplandor de la luna de Andalucía. No era menor la pena de Jarifa y, despierta y viva como era, hizo llegar a su amado una carta, en la que reclamaba su presencia:

«Ven, ven, mi amado. Ven a Coín y desposémonos en secreto». Otras muchas palabras encantadoras y apasionadas estaban escritas en aquel billete. Abindarráez conocía bien que ni el padre de Jarifa ni el rey de Granada veían con buenos ojos este matrimonio, por ser los Abencerrajes una familia rebelde en extremo y que ya habían dado muestras de su rebelión contra el poder de la Alhambra. No obstante, Abindarráez tomó sus mejores ropajes, su daga de oro y brillantes, su turbante de seda y, con varios soldados amigos suyos, se dirigió a Coín, donde su amada esperaba impaciente.
En aquella época era alcaide de Antequera y Álora un hombre de inmortal fama: don Rodrigo de Narváez. Conocido por su valor y justicia, don Rodrigo asediaba a los moros de Cártama, Coín y otras poblaciones cercanas, y en la memoria de los musulmanes queda aún cierto temor cuando oyen su nombre.
Había salido don Rodrigo con sus soldados al campo de Antequera, por ver lugares propicios para la batalla y cerrarles la huida a los moros que quisieran escapar, cuando, tras unos pinares, descubrieron a un grupo de infieles que cabalgaban a rienda suelta.
-¡A ellos, a ellos mis valientes! -gritó enardecido don Rodrigo.
Y se fueron a su encuentro con las espadas desenvainadas, dis­puestos a apresarlos o, si no se rendían, a acabar con sus vidas en aquellos mismos pinares. Se entabló una cruenta batalla y los moros, a pesar de ser menos en número, no daban su brazo a torcer. Había que ver a aquellos soldados blandiendo sus cimitarras con un coraje sin igual: especialmente uno, que iba ataviado con mucho lujo. Era éste Abindarráez, que se había vestido para desposarse con Jarifa y había sido sorprendido por los cristianos cuando se dirigía a Coín.
A pesar del coraje que mostraron Abindarráez y sus compañeros, no tardaron en sucumbir. Fueron apresados sin remedio y don Rodrigo ordenó que los llevasen a Álora. De camino, el justo don Rodrigo no pudo por menos de fijarse en la riqueza de los vestidos de aquel joven capitán, aunque más le había sorprendido la valentía y el tesón con que había defendido su libertad. Observándolo de cerca, se percató de la inmensa tristeza que su rostro reflejaba y le dijo:
-No temáis por vuestra vida: bien se ve que sois de noble familia. Habéis de saber que los cristianos somos gentes de honor y que se os tratará como conviene a vuestro estado.
-No temo, señor, la muerte, ni hallarme preso; sino las lágrimas de mi amada, que me esperaba en Coín.
Vivamente interesado por esta circunstancia, don Rodrigo solicitó a su prisionero que le contara toda la historia, cosa que Abindarráez hizo con gusto, aunque sus ojos muy a menudo se le empañaban con lágrimas.
-Jarifa me creerá muerto en esta batalla y morirá de pena y desesperación -continuaba el joven moro. Esto, señor, también me matará a mí.
Quedóse pensativo don Rodrigo de Narváez pensando en cómo solucionar tan terrible cuestión: pues siendo el joven moro, fuerza era llevarlo prisionero; mas, siendo enamorado, era muy injusto hacerlo sufrir sin motivo. Finalmente, resolvió detener a sus soldados y, encarándose con Abindarráez, le dijo:
-Id en buena hora a Coín y casaos con vuestra amada: yo os doy la libertad y confío en vuestra palabra. Una condición os pongo: que tras vuestra boda volváis a Abra y os entreguéis pues os he vencido en buena lid.
No hay palabras para describir las muestras de agradecimiento de Abindarráez, pero a todas se negó don Rodrigo, el cual le encareció que no diese más disgustos a su amada y que volara con ella y la desposase. Así lo hizo el joven moro: a todo galope cortó la serranía y en poco tiempo ya estaba reunido con Jarifa. En secreto se celebraron los esponsales y al día siguiente, muy de mañana, partieron por un postigo oculto de la ciudad, encaminándose a Abra y cumpliendo de este modo lo prometido a don Rodrigo.
El alcaide ya había contado a todos la historia de amor de los dos muchachos, y cuando Abindarráez y Jarifa llegaron a la ciudad, los soldados y los paisanos los recibieron con gran contento: así demuestran las gentes de bien la felicidad de dos enamorados. Don Rodrigo los recibió en su castillo y en nada podía notarse que fueran cautivos, sino invitados de primer rango: se pusieron sirvientes al servicio de los nuevos esposos, se les acomodó en las mejores habitaciones del palacio y se les trató del modo más cortés. Por la ciudad corrió también la voz de que no se había visto nunca esposo tan gallardo y novia más hermosa, y no pasaba un día sin que los trovadores quisieran regalar a la dama con una canción y no llegaran regalos para los novios.
Para que la dicha fuera completa, don Rodrigo hizo llegar cartas al rey de Granada. En ellas contaba al por menor toda la aventura de Abindarráez y la hermosa Jarifa, y solicitaba el perdón por la boda secreta y la huida de Coín. También el rey de Granada sintió lástima por los dos enamorados y quiso que el padre de Jarifa fuera condescendiente con su hija. La dureza del padre no tardó en ablandarse y otorgó la bendición a los esposos al poco tiempo.
Al cabo, don Rodrigo los hizo llamar y les dijo, con semblante cordial, lo siguiente:
-Tenemos noticias de que el rey de Granada y el alcaide de Coín, padre de Jarifa, os han perdonado. Vuestro matrimonio es fuente de alegría entre vuestras gentes y todos esperan ya vuestro regreso. No seré yo quien enturbie tanta felicidad: quedáis libres. He mandado que cien soldados os acompañen hasta Coín, donde seréis recibidos por una muchedumbre que aclamará vuestro amor. Sed dichosos.
Se hizo todo tal y como don Rodrigo de Narváez había ordenado y Abindarráez y la hermosa Jarifa gozaron con los suyos de una felicidad bien merecida.
Pasaron algunos días y a Álora llegó una caravana que llevaba al frente los pendones y los escudos de Abindarráez. Cien soldados vestidos con las más lujosas galas traían caballos árabes hermosísimos, portaban cofres con espadas de empuñadura dorada y, en un arcón, más de seis mil escudos que el moro cautivo regalaba a su bienhechor don Rodrigo. Recibió éste a los emisarios del mejor modo posible y viendo los tesoros que se le habían enviado dijo:
-Decid a vuestro señor que agradezco estos regalos, pero que no consentiré que queden en mi poder: los cristianos no robamos damas, bien al contrario las servimos y nos enorgullecemos de ser corteses con ellas. Llevaos este tesoro y dad mi bendición a los esposos.

Fuente: Jose Calles Vales

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Dos poetas enamorados

...para que no me venzan acechanzas
de quien intenta procurar mi daño...
JUAN DE TASSIS

En lúgubres cipreses
he visto convertidos
los pámpanos de Baco.
JOSÉ CADALSO

Una relación de leyendas amorosas no estaría completa sin citar a don Juan de Tassis, conde de Villamediana, y a don José de Cadalso y Vázquez.
Sin embargo, no son éstos los dos únicos poetas que merecen un hueco en las páginas de amores trágicos, desgraciados o inauditos. Desde tiempos remotos estos seres de corazón sensible y apasionado han atraído las miradas de los historiadores y, en buena medida, sus existencias están coronadas con sucesos extraordinarios. Una de las claves para entender la admiración que los poetas provocan es, pre­cisamente, la inspiración. En su origen, los vates y cantores se ocuparon de divulgar una idea particular: que su arte estaba inspirado por los dioses, de modo que la poesía tenía un origen divino, hermético, profético... No es extraño, por tanto, que las vidas de los poetas resulten insólitas y misteriosas, trágicas o sublimes, dependiendo de los casos.
En la antigua Grecia, patria del mito y la leyenda, el autor más celebrado fue Homero (siglo VIII a.C.), y de éste se decía que era ciego y que anduvo por esas ciudades de Dios cantando a sus héroes. Sin embargo, ambas cosas son improbables e incluso su misma existencia se pone en duda. Tirteo, un poeta espartano del siglo VII a.C., era cojo y «estimado como de poca cordura», y fue consejero de guerra por orden del oráculo de Delfos. Del voluptuoso Mimnermo se decía que vagaba por las ciudades acompañado de su amante Nanno, la cual tocaba la flauta mientras él recitaba. De Safo, la hermosa poetisa de Lesbos, se cuentan muchas historias: la más popular es la que refiere sus amores con Faón; desesperada, Safo se arrojó desde una montaña, según cuenta Ovidio. Safo fue una exiliada de su patria y fundó una academia de muchachas cuando regresó a Lesbos, lo cual le valió que las malas lenguas le atribuyeran una sexualidad peculiar (la palabra «lesbianismo» tiene aquí su origen). Anacreonte, el cantor del placer, del vino y la sensualidad murió, al parecer, atragantado con las semillas de un racimo de uvas. De Píndaro, el más excelso de todos los poetas griegos, se dice que era tan dulce su poesía que, cuando era niño, las abejas libaban la miel en su boca. Coetáneo de Píndaro fue Esquilo el trágico, el cual obtuvo grandes triunfos y glorias en la escena, pero a la hora de redactar su epitafio no quiso más que nombrar a sus padres y su patria. El autor inmortal de la Antígona, Sófocles, murió de una forma curiosa: estaba leyendo su obra para unos amigos y, llegando el final, puso tanta pasión en el recitado que la voz y la vida se le fueron a un tiempo.
Entre las agitadas vidas de los latinos destaca la del africano Terencio, llevado como esclavo a Roma, donde se ganaría la libertad y la fama: murió, al parecer, en un naufragio cuando volvía a su patria. El poeta Lucrecio, según San Jerónimo, estaba loco debido a una pócima de amor y sus obras las escribió en los pocos momentos de lucidez que tuvo en su vida; finalmente el poeta se quitó la vida a los cuarenta y cuatro años. Cátulo fue el que propagó la leyenda de homosexualidad de Julio César, pero el mismo poeta era un individuo corrupto, disoluto, lujurioso y miserable; sin embargo, era la pluma más aguda de aquellos tiempos. El poeta Tíbulo tuvo su corazón dividido entre Della (Plania en realidad) y Némesis: Delia le inspiraba una pasión amorosa dulce y sincera; Némesis era el nombre figurado de una prostituta que lo dominó y lo hundió en la miseria. Durante cinco años Propercio tuvo amores con una verdadera ninfómana, llamada Hostia, que le sorbió el seso. Lucano se suicidó cuando tenía veinticinco años y tuvo agallas para enfrentarse con el emperador Nerón, que también se dedicaba a la poesía cuando no mataba cristianos. Séneca, el más grande de los escritores y pensadores latinos, tuvo una vida ajetreada, pero su muerte, casi legendaria, ha dado materia a la fantasía: se dice que cuando perdió el favor de la corte imperial, pidió permiso a Nerón para retirarse a un lugar tranquilo y dedicarse al estudio. El emperador envió a dos juristas para interrogarlo en el proceso que se había abierto contra él, y Séneca decidió suicidarse: se cortó las venas, pero como era ya muy anciano la sangre apenas fluía y tuvo que rasgarse las piernas también. Nerón se enteró de esta circunstancia y ordenó que se le curaran las heridas por las buenas o por las malas. Sin embargo, Séneca hizo preparar un veneno y se lo tomó, aunque el narcótico no surtió efecto; harto de intentar morirse, se metió en un baño de agua hirviendo y los vapores lo asfixiaron.

En la literatura española podemos encontrar vidas verdade­ramente apasionantes y misteriosas, que han sido elaboradas por el pueblo y por los eruditos a partes iguales, y cuyos relatos tienen tanto de histórico como de legendario. Véase, si no, la vida de Ramón Llull, un joven disoluto que, tras algunas visiones místicas, vistió hábitos franciscanos y pasó el resto de su vida predicando por África, donde murió trágicamente, como un mártir. El trovador Macías es, seguramente, el más legendario de los poetas españoles (véase la leyenda de su vida en este mismo volumen), pero no le va a la zaga su compatriota Juan Rodríguez del Padrón, del cual cuenta la leyenda que, tras un desliz amoroso, vagó por el mundo, fue amado por dos reinas y murió asesinado lejos de su patria (aunque en realidad murió en el convento de Herbón, en Galicia). Garci Sánchez de Badajoz murió, según sus biógrafos, loco de amor tras una azarosa vida. Uno de los grandes poetas españoles, Garcilaso de la Vega, ofrece también una biografía propia de la leyenda y sus amores con Elisa (Isabel Freire) han provocado ensoñaciones más novelescas que históricas. Su muerte, que algún erudito calificó como «heroica», no fue más que una pedrada. El tipo de amor inmortal propio de los caballeros medievales fue asociado también a Garcilaso y Elisa (como el de Petrarca y Laura, o Dante y Beatriz), sin embargo, es probable que no fueran más que adulterios y escarceos lujuriosos. La vida amorosa y aventurera de Lope de Vega es bien conocida y él mismo se encargó de difundir los numerosos lances erótico-festivos que jalonan su biografía. Entre los románticos, sin duda es José de Espronceda el más «legendario»: siendo casi un niño funda la sociedad secreta de los Numantinos, lo cual le valió una reclusión en un monasterio de Guadalajara; no contaba aún los veinte años cuando se exilió y viajó a Lisboa, Londres y París, siguiendo los destinos de los jóvenes revolucionarios que luchaban contra la infame tiranía de Fernando VII. Estuvo a las órdenes de Chapalangarra (Joaquín de Pablo) y su desastrosa incursión bélica para destronar al monarca. Ya de vuelta a su patria, sus artículos son censurados y él tiene la ocurrencia de publicar espacios en blanco. Sus amores con Teresa armaron gran revuelo: la mujer abandonó a su marido y a sus hijos por seguir a su amante y, como dice don Rubén Benítez, este episodio de su vida tiene «caracteres noveles-cos: rapto, abandono, degradación social, muerte de la amada». Murió joven, como buen romántico, a la edad de treinta y cuatro años.

Hay en la literatura, como se ve, materia suficiente para cientos de leyendas e historias inverosímiles. Entre todas, se han escogido aquí dos: seguramente las más famosas y populares. La primera tiene como protagonista a don Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana, autor de La gloria de Niquea y de numerosos poemas y fábulas mitológicas donde se funde la tradición renacentista italiana y el barroquismo español. Nuestro segundo personaje es el famoso coronel don José de Cadalso y Vázquez, poeta y crítico ilustrado que sembró las tristes semillas del romanticismo en las letras españolas. Su obra más conocida es Cartas Marruecas, pero su poesía lírica y las estremecedoras Noches lúgubres se consideran, en la actualidad, lo más granado de su producción.

Don Juan de Tassis nació en Lisboa, en el año 1582. Su título de conde de Villamediana le vale entrar en los palacios de Felipe III y a finales del siglo XVI pudo vérsele en el séquito cortesano que acompañó al monarca a Valencia; la finalidad del viaje no era otra que recibir allí a la reina doña Margarita de Austria, con quien don Felipe pensaba casarse. Lejos, no obstante, de estas apariciones públicas, nuestro don Juan de Tassis, acorralado por las deudas, los amores y los jueces, se ve obligado a huir a Francia. Años más tarde un auto judicial demuestra que es un tahúr, un jugador de ventaja y un pendenciero, y se le destierra. El continuó con su vida disipada, acudiendo a burdeles y tabernas, amando a mujeres y hombres sin distinción, jugándose los cuartos en timbas de medio pelo y asaltando balcones. Además, escribía sátiras y panfletos donde se insulta y ofende a los nobles de la corte, lo cual le valió el enésimo destierro en Alcalá de Henares.
Pero la fortuna de don Juan pareció mudar cuando accedió al trono don Felipe IV: según las crónicas, el rey lo indulta y le devuelve los honores que se le habían retirado; además, se le nombra gentilhombre de la reina Isabel de Borbón. Y esto, decididamente, no fue una buena idea.
Don Juan se enamoró, al parecer, de doña Isabel tan perdida­mente que cometió locuras sin cuento. Y, por lo que se ve, la reina no le hacía ascos al galán. En cierta ocasión, don Juan propuso celebrar el cumpleaños del rey don Felipe IV con la representación de una obra de teatro llamada La gloria de Niquea, que él mismo escribió para tan fausto acontecimiento. No había acabado la representación cuando se declaró un súbito incendio en la sala y los nobles huyeron despavoridos: dio la casualidad de que allí estaba nuestro don Juan que, valerosamente, tomó en brazos a la reina doña Isabel y, tras estampar un apasionado beso en sus labios, salió a la calle triunfante.
Desde luego, la fama de este episodio corrió como la pólvora por Madrid y en los círculos cortesanos se decía que el incendio había sido provocado por el propio conde de Villamediana, con el fin de demostrar a todo el mundo cuánto amaba a la reina.
No es de extrañar que don Felipe se molestase. El suceso tampoco favoreció las amistades en la corte y, finalmente, don Juan no era bien recibido en casi ninguna parte. No obstante, él triunfaba con su amor y, según se deduce de su conducta, eso era lo que de verdad le importaba. Por aquellos años continuó burlándose de los nobles y los cortesanos, lo cual no le ayudaba mucho.
Su mayor osadía fue salir a las calles de Madrid con atuendo de caballero y hacer estampar en su escudo:

SON MIS AMORES REALES.

También esta insolencia irritó gravemente al monarca que, definitivamente, no estaba dispuesto a tolerar tamaña desvergüenza. Se afirma que, cuando don Felipe supo que el conde andaba pavoneándose por Madrid con tal inscripción, dijo:
-Si sus amores son reales, yo se los haré cuartos.
La respuesta tenía cierta gracia y tiene mucho que ver con el ingenio barroco: el rey tomó la palabra «reales» como sinónimo de monedas, y en su contestación aludía a la intención de partirle los amores en «cuartos», que era la fracción monetaria de los reales.
Y el rey cumplió su palabra, o al menos en Madrid siempre se ha dicho que fue el rey quien instigó el vil asesinato de don Juan de Tassis en la calle Mayor de la capital. Una noche de 1622, varios hombres le salieron al encuentro y lo cosieron a puñaladas, dando fin a una vida aventurera y apasionada: de él se dijo que era homo-sexual, que tenía deudas, que contaba los enemigos por docenas, etc.; sin embargo, hasta el mismo Góngora estaba convencido de que el rey había ordenado la muerte del poeta:

Mentidero de Madrid,
decidme: ¿quién mató al conde?
Ni se sabe ni se esconde,
mas, el caso discurrid.
Dicen que lo mató el Cid
por ser el conde lozano;
disparate chabacano:
la verdad del cuento
ha sido que el matador fue Vellido
y el impulso, soberano.

También en el caso de don José Cadalso (1741-1782) la historia legendaria se mezcla con la verdad biográfica: nuestro protagonista, además de hombre culto y viajado, era militar y llegó a obtener el grado de coronel.
La leyenda de este magnífico literato comienza cuando se enamora de la actriz María Ignacia Ibáñez, aunque su vida anterior merecería también algún comento. Pero vayamos al asunto: el caso es que en diciembre de 1770 nuestro poeta cae rendido a los pies de María Ignacia, que por aquellos días estaba representando en Madrid la Hormesinda de Nicolás Fernández de Moratín. Como puede comprenderse, las actrices no convenían a un militar serio y educado, y ha de tenerse en cuenta que, hasta nuestro siglo, la alta sociedad o la sociedad selecta no admitía a los hombres y mujeres de la farándula y se les tenía por vagos, rameras y maleantes.
Pero de un hombre como Cadalso no se podían esperar minucias sociales, y se relacionó con ella apasionadamente, sin tener en cuenta los chismorreos y corrillos. La joven actriz dulcificaba los sinsabores de su vida militar y de su vida pública, y nuestro poeta no dudaba en afirmar que María Ignacia (Filis en la poesía) aliviaba todas sus pesadumbres.
Por desgracia, tras una corta pero fulminante enfermedad, Maria Ignacia muere el 22 de abril de 1771. Y entonces la desesperación nubla el juicio de Cadalso. La leyenda cuenta que, loco de amor y turbado por la desgraciada muerte de su amante, el poeta intentó profanar la tumba de la actriz. Unos dicen que con la intención de llevársela a su casa; otros sugieren que quería morir con ella. Lo cierto, al parecer, es que lo encontraron en la iglesia donde descansaba María Ignacia y que pasó algunas noches en el calabozo, del que sólo salió por la intervención del conde de Aranda, amigo suyo. Otros amigos le recomendaron que saliera de Madrid, cosa que hizo casi obligado, pues fue enviado con su regimiento a Salamanca, donde trabó amistad con uno de los grupos poéticos más importantes de nuestra literatura (Meléndez Valdés, Iglesias de la Casa, etc.).
Para la Historia y para gozo de los lectores siempre quedarán sus Noches lúgubres, escritas «imitando el estilo de las que escribió en inglés el doctor Young» (Night thoughts), pero con el pensamiento puesto en la terrible aventura del desenterramiento de su amada.
Don José Cadalso, recién nombrado coronel, muere a principios de 1782 en el frente de Gibraltar. Según el conde de Noroña, nuestro poeta supo que le habían lanzado una granada pero él, impávido, no se movió y la bomba le reventó los sesos.
No es extraño que el coronel José Cadalso escribiera a su amigo Jovellanos una carta en la que decía de su propia vida: «Vida corta, a la verdad, si ahora la acabo, pero llena de casos raros aunque no pase de hoy».

Fuente: Jose Calles Vales

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Doña inés de castro

Bien paresce que soy sola,
no tengo quien me guardare...
ROMANCERO

Doña Inés de Castro era la más hermosa dama que jamás vieran los siglos. Su belleza era tal que no faltaba quien dijera que era hada o maga del agua. Pero estas habladurías no eran más que supersticiones del pueblo y puede decirse, con verdad, que doña Inés era la más dulce y amable de las jóvenes en la corte castellana. Algunos niegan que esta joven fuera de familia noble, pero con dificultad podría permanecer en el palacio de don Alfonso IV si se tratase de una aldeana. Sea como fuere, lo cierto es que no había joven en los reinos cristianos que pudiese compararse con ella en belleza y en galanura.
La historia cuenta que el infante don Pedro de Portugal, hijo del rey Alfonso, iba a contraer matrimonio en Coimbra con una dama castellana, llamada Constanza, hija, a su vez, del infante don Juan Manuel. Las bodas de don Pedro y doña Constanza fueron famosas y en aquel siglo XIV no hubo, según las crónicas, festejos como los que se celebraron en la hermosa ciudad portuguesa. Se ordenó que la corte castellana pasara a Portugal, con el fin de honrar a los jóvenes esposos. Había que ver qué caballos, qué literas, qué soldados... ¡Cuánto lujo y esplendor en la corte castellana! Allí podían verse los rostros más hermosos, los caballeros más galanes, los pajes dispuestos, los palafreneros, los maestros de armas... Más de dos mil guerreros vestidos de punta en blanco iniciaban la caravana; después iban las damas, escoltadas por los nobles más jóvenes y aguerridos; tras ellas venía el séquito real de don Alfonso, que se mostraba complacido con la boda de su hijo y la dulce Constanza.
En esta caravana iba también doña Inés y su belleza no dejó de asombrar a propios y extraños. Cuando llegaron a Coimbra, la joven dama tomó un aposento modesto y acomodado a su posición. Pero, aunque quiso pasar inadvertida, los portugueses comenzaron a hablar de ella en los términos más asombrosos: decían que no habían visto una mujer como ella y que el infante don Pedro había elegido mal, pues pudiendo casar con aquella dama, se había casado con Constanza, una joven como otras muchas. El ruido fue hacién-dose mayor, y estos elogios llegaron al palacio de don Pedro, el cual insistió en querer ver a aquella dama prodigiosa.
Doña Inés se negó cuanto pudo y mandó cartas al infante dicién-dole que no era bueno que un hombre recién casado pusiera sus ojos en otra dama. «No es por amores que os requiero» dijo don Pedro, «sino por ver si mis súbditos dicen verdad». Y decían verdad.
Cuando por fin se vieron, no hubo remedio. Don Pedro quedó enamorado, y en vano Inés trataba de apartar a aquel hombre de su corazón. Mal podrán los jóvenes dejar de querer si Cupido decide lo contrario.
Pasaron los años, e Inés permaneció en Coimbra porque así lo quiso el infante don Pedro. Veíanse a la luz de la luna y sufrían porque su amor hacía penar a una mujer buena: Constanza. Muchas noches pasaron llorando y lamentando su mala fortuna, pero al fin se amaban: ¿qué se podría hacer? Estos amores mataban tres corazones: el de Pedro, que no podía sufrir estar lejos de Inés; el de Inés, que sentía los remordimientos del adulterio; y el de Constanza, que veía cómo otro amor le había arrebatado a su esposo.
Esta circunstancia llegó a oídos del rey Alfonso, el cual se irritó mucho cuando supo que una dama castellana hacía intrigas en el trono de Portugal. Hizo escribir cartas a Pedro y a Inés; al uno le recriminaba un adulterio infame y a la otra la tachaba de ramera y bruja. Los dos amantes recibieron las noticias con dolor y sus frentes se nublaron: ya veían que aquellos amores tendrían consecuencias funestas.
Al cabo, Constanza enfermó de gravedad y murió maldiciendo a la joven Inés y a su esposo, don Pedro de Portugal.
Acudió al funeral el mismísimo rey don Alfonso, el cual no permitió que Inés apareciera en la iglesia y ordenó que fuese encerrada en su palacio mientras durara la visita real. Hizo, además, que le enviaran cartas, en las cuales la denostaba y la ofendía como ramera. El rey se juró odiar a esta dama castellana hasta el fin de sus días, por haber destruido un matrimonio en el que había depositado todas sus esperanzas políticas. Reunido con los nobles de Portugal, les expuso el caso:
-Ved, caballeros, a esa prostituta que guardáis en vuestra patria. Ved lo que ha hecho con el infante don Pedro, mi hijo, a quien ha hechizado con pócimas y bebedizos. ¡Negadle a esa mujer vuestro saludo! ¡Negadle vuestro respeto y honor! ¡Echadla del país y abandonadla en los campos, para que muera comida por los perros en los caminos, como se merece!
Por su parte, don Pedro estaba apenado y afligido, y la ira de su padre cayó también sobre él.
-Más te valiera, mal hijo, vestir de peregrino e ir a Roma, para purgar tu culpa. Has matado de pena a Constanza, que te quería bien; y te has amancebado con una puerca...
El amor de Pedro e Inés no había decrecido un ápice, mas tuvieron que separarse y llorar su pena cada cual en su lugar. Pedro acabó por vestir los hábitos de peregrino. Inés se despidió de él con gran amargura y con los ojos llenos de lágrimas. Antes de partir, se juraron amor eterno y Pedro prometió que a su vuelta la tomaría por esposa.
Inés lo vio partir desde una torre de Coimbra y con él, puede asegurarse, se le iba el alma.
El rey Alfonso conoció que su hijo había tomado hábitos de romero y que andaba por esos caminos de Dios purgando su ignominia. Entonces, aprovechando la soledad y la debilidad de Inés, ordenó a dos caballeros que fueran al palacio de la joven y la asesinaran. Así, tal y como se cuenta, se hizo. Don Pero Coelho y don Alvaro Gomçalves, los dos hombres más crueles e infames que vieron tierras portuguesas, llegaron a la torre de Coimbra y se presentaron ante Inés. La joven los recibió, aunque bien sabía quién les enviaba y con qué mandado.
-Sé, caballeros, que venís a darme muerte por amar al infante don Pedro. Os ruego que me dejéis marchar: iré a Castilla, o más lejos, a Aragón; o a Francia si tan mal me queréis...
Nada dijeron aquellos criminales: bien al contrario, con un gesto hicieron pasar al obispo de Oporto y le pidieron que hiciese confesión a Inés, porque iba a morir. Con el rostro anegado en lágrimas y el pecho angustiado por la congoja, Inés dio cuenta al Señor de sus pecados y se entregó a una muerte cruel. Sin dudarlo, los asesinos desenvainaron sus espadas y le dieron fin con cuarenta heridas mortales. Después, le sacaron los ojos y la enterraron.
Andaba el infante don Pedro por las escarpaduras de los montes Pirineos. Aún llevaba la pena en el alma, pero su corazón resuelto y decidido sólo esperaba llegar pronto a Roma, donde el Santo Padre le daría la absolución. De tanto en tanto, se detenía y descansaba; y en el frescor de un riachuelo o en un prado ameno, contemplaba las flores y recordaba a su amada Inés. Lamentaba, eso sí, que su mala fortuna hubiera desembocado en amores tan funestos, pero nada había que hacer: su corazón pertenecía a aquella dama de Castilla y la pasión con que la amaba no podía ofender a nadie.
Ya casi podía ver tierras francesas y quiso detenerse en una cueva del monte, para pasar la noche con más acomodo. De pronto, se hicieron las tinieblas y una gran tempestad cubrió de oscuridad la cima de aquellos agrestes parajes. El cielo parecía hundirse y las columnas que sujetan el mundo se quebraban con estrépito. Los rayos y los truenos infundían espanto y hasta las aves de las montañas volaron a sus nidos en las escarpaduras.
El infante don Pedro veía con temor la furia de los elementos y cómo refulgían los relámpagos en las cumbres: ¡oh, espectáculo horrendo, furia de Dios...! De repente, una sombra se perfiló en la entrada de la cueva y don Pedro se retiró hacia lo profundo, asustado y temeroso...
-¿Quién sois? ¿Qué queréis de mí? ¿Sois vivo o muerto?
La sombra no se movió: venía cubierta con un manto negro y la lluvia torrencial corría por los pliegues en siniestra circunstancia.
-Soy un peregrino, no temáis -dijo la sombra embozada-. Vengo de tierras lejanas: sabed, buen infante, que muerta es tu enamo-rada. Más pena lleva por ti que por su muerte.
El horror se reflejó en el rostro de don Pedro y, sin poder contener su llanto, se cubrió el rostro con las manos y lamentó con angustia su desventura. Lástima y compasión inspiraba el pobre infante, allí metido en la cueva, con hábitos de peregrino... Sus pies llagados, su rostro marchito, su corazón dolorido... Hasta la misma sombra se apiadó de él y le dijo:
-No lloréis don Pedro: yo soy vuestra enamorada Inés. Los ojos que os amaron, ved, ya no los tengo aquí.
Y descubriéndose, mostró la calavera de Inés sin ojos: la sombra dejó caer su manto y don Pedro pudo ver el blanco vestido de su amada atravesado por cuarenta puñaladas y ensangrentado.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -suplicaba el pobre peregrino.
-Vivid, mi amado caballero, vivid; y haced el bien en este mundo. Tomad esposa que os ame y no me olvidéis.
Y entonces un rayo como espada divina cayó en la entrada de la cueva, y la aparición se desvaneció.
Muchos días y muchos años pasaron desde aquel de 1355 cuando, a la temprana edad de treinta y cinco años, murió la hermosa doña Inés.
Con el tiempo, el rencor había anidado en el pecho de don Pedro y ni siquiera en su coronación como Pedro I la imagen de su amada muerta se le borró del pensamiento. En la corte, todos habían pensado que el asesinato de Inés quedaría impune y que el correr de los años aplacaría la ira que justamente vengaría tan vil crimen. Pero los nobles se equivocaban.
Al día siguiente de su coronación, don Pedro hizo desenterrar el cadáver de Inés. De aquel hermoso cuerpo, apenas quedaba nada. Depositaron los restos de la mujer muerta en el trono de la reina y lo vistieron con la ropa más lujosa que se pudo encontrar en Portugal. La calavera, sin ojos y llena de gusanos, fue coronada con una preciosa diadema de brillantes. Su esqueleto, con la piel podrida y las carnes comidas, se cubrió con un manto de armiño y pieles de nutrias. Un vestido con perlas y bordados de oro ocultaba toda la hediondez y putrefacción del cadáver. Un apestosa fetidez invadía la sala del trono y a duras penas cuatro sepultureros leprosos pudieron acomodar los restos de Inés en el escaño real.
Cuando todo estuvo dispuesto, don Pedro ordenó que vinieran a palacio todos los nobles de Portugal. Los reunió en una sala cercana y, después de saludarlos con cortesía, los hizo pasar. Con gran espanto vieron el cadáver en el trono, y muchos tomaron sus pañuelos para evitar el vómito. Una gran repugnancia se apoderó de aquellos estómagos y apenas podían soportar la vista de aquella figura horrenda en la sala principal del palacio.
-¡Arrodillaos, bastardos! -gritó don Pedro. ¡Arrodillaos y honrad a vuestra reina! ¡La despreciasteis en vida... pues adoradla de muerta!
Y, uno a uno, todos los nobles tuvieron que acercarse al trono y rendir pleitesía a un infecto cadáver. Don Pedro les obligó a besar la mano de Inés y ellos, con gran repugnancia, posaban los labios en la carne pútrida de la muerta. Apenas podían contener las náuseas, pero lo hacían porque eran cobardes y sabían cuánto mal habían hecho a doña Inés de Castro, cuántos desprecios había sufrido aquella dama de Castilla y cuántas infamias hubo de soportar.
Finalmente, don Pedro hizo entrar a don Pero Coelho y don Alvaro Gomçalves, los asesinos de su amada. Pasaron a la sala con el rostro pálido y con más temor que todos los demás, pues ellos habían sido los autores de tan horrendo crimen y sabían que, tarde o temprano, pagarían el precio de su traición. Cuando estuvieron de rodillas frente al cadáver de Inés, don Pedro I les preguntó:
-¿No deseáis besar la mano de la reina, caballeros?
-Sí, sí -contestaron ambos, aterrados.
-¡Maldita sea vuestra estirpe! -tronó el rey. ¡No merecéis siquiera mirar su rostro!
Y sacando su espada, les cortó a ambos las cabezas y las expuso a la vista de todos. También hizo que se le sacaran los ojos y que sus cuerpos fueran despedazados y echados a los perros.

Fuente: Jose Calles Vales

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Don rodrigo y la pérdida de españa

Amores trata Rodrigo...
ROMANCE TRADICIONAL

Así lo dice el romancero.
La historia de don Rodrigo es una de las más conocidas y populares, y ha sido recreada en obras de teatro y romances modernos. Los sucesos que se narran acaecieron allá por el siglo VII, poco antes de la invasión sarracena de la Península. Don Rodrigo es, según la tradición, el último rey godo y tenía su residencia en Toledo. En los palacios de la ciudad imperial residía buena parte de la corte española y sólo algunos nobles vigilaban la frontera sur, donde los moros comenzaban a aventurarse con el propósito de conquistar la antigua Hispania. Seguramente los infieles creían cuanto de España se contaba: «donde nace el oro fino, / y la plata no faltaba», como dejó escrito San Isidoro.
El conde don Julián, hombre de valor, vivía en el alcázar de Ceuta y desde allí repelía los violentísimos ataques moros. Sin embargo, el norte de África no era lugar propio para mantener a una familia, y don Julián envió a su hija a Toledo, donde las guerras y las algazaras no podrían dañarla.
En la corte toledana, a decir verdad, la vida transcurría apacible-mente y nada quebraba el sosiego de los caballeros y damas. El palacio se extendía en un vergel o jardín donde las muchachas cortesanas jugaban y bailaban durante la primavera. Entre todas ellas, la más hermosa era la hija de don Julián, llamada Florinda y a la que todos conocían con el nombre de la Cava. Era esta muchacha una joven dulce y amable, que sólo lamentaba los peligros en los que se veía su padre y siempre lo tenía presente en la memoria. Su belleza cautivaba a cuantos la veían y su galanura la hacía querida por amigas y jóvenes pajes.
No pudo don Rodrigo sustraerse a la hermosura de Florinda y, aun sabiendo que hacía mal, comenzó a cortejarla. La Cava rechazaba sus pretensiones, porque era muy niña y, además, el rey no había contado con el beneplácito del conde don Julián. En vano luchaba don Rodrigo por atraer sus miradas, pero su corazón estaba inflamado de amor y una pasión desordenada agitaba su alma. Comenzó a presentarle regalos y cortesías: un día se acercaba a su cámara y le mostraba las más raras flores del reino; al cabo, le venía con sedas escogidas entre las mejores de Arabia; en una ocasión le ofreció un collar de oro y rubíes que deslumbraba... En el palacio no se veían con buenos ojos estos alardes de riqueza y esta soberbia en la conquista de una muchacha. Aun así, de nada valieron presentes y galanterías: Florinda se negaba una y otra vez a conceder su amor al rey.
Amargado y violento, el rey se retorcía las manos y se mesaba los cabellos: ninguna dama se había resistido con tanta obstinación. Ideó entonces un malévolo plan: encerróse en una cámara apartada e hizo llamar a la hermosa muchacha bajo pretexto de tener noticias de su padre, el conde don Julián. La Cava acudió sin dilación, porque no había cosa más grata para ella que recibir nuevas de su padre, al que amaba con tierno afecto. Mas cuando la muchacha hubo entrado, el rey cerró con siete llaves la sala y allí mismo la forzó. La joven gritaba y maldecía a don Rodrigo, pero éste tenía la frente nublada y no concebía otro deseo más que el de poseer a la hermosísima Florinda.
Los días siguientes se tiñeron de amargura: la Cava se había encerrado en su cámara y pasaba las noches llorando y gimiendo. Nada la consolaba y en nada encontraba placer. Más deseaba morir que cualquier otra cosa: veíase a sí misma indigna y creía que su hermosura había tenido la culpa. Golpeábase el pecho, rasgaba sus ropas y se cortó los preciosos cabellos, en señal de luto. Por días se marchitaba su belleza, a nadie quería hablar y una profunda tristeza anidó en su corazón. Ni siquiera su mejor amiga, la joven Inés, comprendía aquel súbito cambio en el carácter de la Cava.
-Hermana mía -le decía; decidme qué os pesa... ¿os he ofendido en algún modo? ¿Dónde quedó vuestra alegría y la dulzura con que me hablabais? ¿Tendré yo la culpa?
Tanto apremió Inés a su amiga, que ésta al fin confesó cuanto le había sucedido. Con los ojos arrasados en lágrimas dijo que el rey la había deshonrado del modo más infame y que ya nunca más la Cava sería digna de llevar el blasón del conde don Julián.
Con dulces palabras Inés consoló a su amiga y le hizo ver que todo el deshonor caía sobre la corona de España, toda la infamia sobre don Rodrigo y todo el pecado sobre el alma del rey. La convenció para que escribiera a su padre, y para que le contara la grave ofensa que había recibido. Al fin accedió Florinda y, tomando recado de escribir, envió cartas al conde y en ellas derramó muchas lágrimas y lamentos, que daba pena verlo.
Toda la sangre del corazón se le subió al rostro. Don Julián ardía de ira y venganza. Cuando recibió las cartas de su hija, las abrió con gran alegría, pues la amaba tiernamente. Pero el contenido de las mismas casi le hizo perder el juicio...
-¡Maldito seáis por siempre, don Rodrigo! -gritaba mientras golpeaba con su espada cuanto hallaba a su paso. ¡Maldito seáis vos y toda vuestra estirpe! ¡Hijo de mala putaña, sobre vuestra tumba han de vivir las serpientes y los escorpiones! ¡Un hombre que tal hace, merece la perdición eterna!
No pasaron tres días y el conde don Julián ya había pergeñado su venganza: escribió cartas a los moros y en ellas les aseguraba que entregaría las llaves de España con gusto. También envió mensajeros a Sevilla, donde un siniestro clérigo llamado don Opas esperaba también la caída de don Rodrigo. De modo que todas las desgracias se acumulaban sobre el trono del rey.
Sin embargo, el monarca vivía agradablemente en Toledo: nada sabía de cuanto se le preparaba. Para continuar su infame trato a la Cava, había ordenado que la llevaran a sus aposentos y allí, una vez y otra la deshonraba sólo para su gusto, y de este modo aumentaban sus pecados y la venganza de sus enemigos. En cierta ocasión estaba el rey dormido junto a la desgraciada Florinda, y aquel día tuvo un sueño don Rodrigo: vio una tienda sostenida por trescientas cuerdas de plata. En la tienda había cien doncellas hermosísimas, engala-nadas con los más preciosos vestidos de seda y oro. Sus cabellos eran oscuros y los ojos verdes como la mar: su piel, blanquísima como nieve; y las sedas y armiños dejaban ver las dulzuras de sus cuerpos lascivos. Cincuenta de aquellas damas tañían laúdes y cítaras, y la armonía resultaba extraña y misteriosa. Las otras cincuenta cantaban y bailaban con voces dulcísimas que enamora-ban. Una de aquellas hermosas avanzó hacia el rey, envuelta en vapores de ámbar e incienso: una banda ceñida en su pecho decía que la dama se llamaba Fortuna. Traía los ojos vendados con un rico paño de oro y en sus manos una esfera universal.
-Si duermes -dijo Fortuna, despierta, rey don Rodrigo. Y verás tu destino aciago y tu desdichado final. Verás a tus caballeros desangrados y tu batalla, perdida. Tu reino, don Rodrigo, yace sepultado en las ruinas: tus ciudades, tus villas, tus castillos pertenecen a otro. El conde don Julián, padre de tu amada, te ha traicionado. Tú deshonraste a su hija y él ha jurado que te dará muerte. Tal mereces, Rodrigo, por tu desgraciada vida.
Despertó sobresaltado el rey y vio con extremo dolor a la Cava, que lloraba a su lado. Grandes voces se oían en palacio y el monarca salió por ver a qué se debía tanto alboroto. Ahora lo supo: el conde don Julián arrasaba Ceuta y, de la mano de los moros, pasaba a tierras cristianas asolando fortalezas y quemando cuanto hallaba a su paso. Don Rodrigo aprestó sus ejércitos y salió al encuentro de sus enemigos.
Las batallas fueron terribles y la sangre derramada anegaba los campos y los valles. Siete encuentros tuvieron moros y cristianos, y en los siete las huestes de don Rodrigo fueron derrotadas. La carnicería asombraba a los aldeanos, que se refugiaban en las cuevas de las montañas. Por todos lugares se encontraban los restos de los valerosos godos, heridos de muerte o comidos por los perros. Don Julián y sus vasallos eran los más fieros e incluso a los mismos sarracenos asombraba su sangrienta venganza. La octava batalla tuvo lugar en el sitio de Guadalete, en el año 711. Los soldados de Tariq ben Ziyad y don Julián atacaron con violencia singular y los ejércitos de don Rodrigo se vieron abocados a una muerte implacable: por el campo se veían hombres cansados, con los escudos abollados y las lanzas rotas; los rostros, tintos de sangre, imploraban piedad al sarraceno, y éstos no dudaban en degollarlos sin compasión. Ningún capitán salvó su vida, ningún estandarte ni pendón quedó a salvo...
Desde un otero, el perverso rey veía el espectáculo vergonzoso de su derrota y allí se lamentó con estas palabras:
-Ayer era rey de España... hoy, no lo soy de una villa.
Volvió riendas y dio por perdido su reino. Solo, triste y amargado vagó por esos caminos de Dios, pidiendo la muerte y fustigándose el cuerpo a puñaladas. Ahora comprendía todo el mal que había hecho y cuánto lo merecía. Ahora comprendía los augurios y los sueños, y no hubiera dado un maravedí por su alma. La vergüenza le comía el corazón y no se atrevía a entrar en ciudades o villas: rodeaba por collados, se internaba en los bosques y espesuras, subía a las montañas, pero en ningún lugar hallaba sosiego para su corazón perdido.
En una ocasión don Rodrigo topó con un pastor y le pidió asilo en una choza, pues estaba tan cansado que apenas podía sostenerse sobre los estribos. Pero el pastor le negó con la cabeza: en ningún lugar hallaría donde dormir, porque aquellas tierras estaban desoladas y los cristianos, que esperaban la llegada de los moros, habían huido hacia el norte, quemando sus posesiones y llevándose con ellos a los sirvientes y ganados.
-Sólo queda, si gustáis, una ermita pobre, en lo bajo de aquel valle. Un monje la cuida, que él no ha querido marchar.
Don Rodrigo se vio obligado a comer un mendrugo de pan negro con aquel pastor y el infame más lloraba por los placeres que había perdido que por la desgracia de su reino. El monarca ni siquiera tenía con qué pagar el pan rancio del pastor, y con gran pesar tuvo que desprenderse de una cadena de oro y de un anillo.
Llegada la noche, el rey llegó a la ermita. Aquel lugar solitario y pobre le ablandó el corazón y los arrepentimientos comenzaron a morderle la garganta. Así, se arrodilló ante la santa imagen de Cristo y comenzó a orar. Muy fuertes golpes se daba en el pecho y, arrepentido, pedía a Dios que le quitara la vida.
En esto, llegó el ermitaño y le ofreció un jergón donde dormir y un mendrugo de pan negro para comer. Al borde del fuego, don Rodrigo se confesó y contó al viejo fraile todos los males que había hecho y cuán infame había sido su conducta. El eremita lo consoló y rogó a Dios por su alma de perdición.
-Ved, santo ermitaño -dijo el rey, si podéis imponerme una penitencia con la que pueda salvarme y reparar todo el mal que he hecho.
El pobre monje advirtió que él era poco letrado y que no tenía autoridad para impartir justicia a los reyes. No obstante, como don Rodrigo lo apremió, el ermitaño dijo que reflexionaría durante la noche y que, a la mañana siguiente, le daría una respuesta.
Esta misma noche el fraile tuvo un sueño y, en él, Dios le hizo saber la penitencia que debía imponerle al lujurioso monarca. Quiso el Señor que don Rodrigo purgara su pecado de modo singular: que se metiera vivo en una tumba, con serpientes y escorpiones, y que allí se estuviera hasta que las alimañas hubieran muerto.
Viendo el rey que era mandato divino, también pensó que con tal penitencia salvaría su cuerpo y su alma, y no dudó en aceptar la penitencia. Cuando hubo cavado la fosa, se introdujo en ella y el fraile echó allí un cesto de serpientes y escorpiones. Después, cubrió la tumba con una pesada lápida y allí quedó encerrado don Rodrigo.
Pasaban los días y el fraile iba cada mañana a preguntar al monarca: «¿Cómo os va, buen rey? ¿Vaos bien con la compañía?». Don Rodrigo respondía que, por el momento, las alimañas no lo habían tocado, y con gran ánimo se esforzaba en pensar que saldría de aquella penitencia con bien. El ermitaño rogaba por su alma y pedía a Dios que lo absolviese y que acabara aquel tormento, del cual a duras penas podría sobrevivir. Pero Dios no volvió a revelar su palabra.
Más de siete noches pasaron, y el rey perdía su brío. Al cabo de la octava luna, las serpientes mordieron a don Rodrigo allí donde estaba su pecado, y comenzaron a comerle las entrañas. Grandes alaridos daba y el pobre fraile tenía que alejarse de la ermita para no escuchar los lamentos del penitente. Sentía por él gran compasión, pero así había querido Dios que acabara sus días el hombre que entregó España en manos de los sarracenos. Al cabo, don Rodrigo murió y cuando el ermitaño levantó la lápida sólo pudo ver los huesos negros y la calavera del monarca, que había sido comido por las alimañas, confirmando la maldición del conde don Julián, padre de la hermosa Florinda.

Se dice, también, que don Rodrigo había presentido esta tragedia algunos años antes de su muerte, cuando visitó la famosa cueva de Hércules en Toledo. Se decía que el mismo Hércules, en sus andanzas tras los Geríones, había fundado la ciudad sobre el Tajo y que había escondido grandes tesoros en una misteriosa gruta. Al parecer, el héroe hizo grabar en la entrada del pasadizo una terrible inscripción:

CAIGA SOBRE TU CABEZA LA DESDICHA.

De este modo Hércules advertía de las penurias que acontecerían al que osara traspasar las puertas de la cueva.
Durante muchos siglos nadie se atrevió a cruzar el umbral de aquellos pasadizos, pero don Rodrigo era ambicioso y quiso poseer las inmensas riquezas del héroe griego. Era común que todos los reyes de Hispania, cuando llegaban al trono, hicieran colocar un candado nuevo a las puertas de la cueva, con el fin de perpetuar la tradición y preservar los tesoros de Hércules. Sin embargo, don Rodrigo hizo todo lo contrario: mandó que se quebraran todas las cadenas y que se rompieran todas las cerraduras.
Así, el rey pudo entrar en aquel misterioso recinto. Pero no encontró los tesoros que esperaba: sólo había un tapiz, guardado en paños de lino y oro. Cuando desenvolvieron la tela, el rey pudo observar una escena de guerra, trabajada al estilo antiguo. Se veían guerreros envueltos en sangrienta lid: unos llevaban turbantes y armas parecidas a las que utilizaban los sarracenos; los otros vestían al estilo cristiano. Sobre un otero, un rey admiraba la contienda y a los pies de su caballo había culebras y escorpiones.
Pero don Rodrigo no dio más importancia a aquel hallazgo e hizo derruir la cueva, olvidándose de ello hasta que la desgracia que se anunciaba en la entrada se ciñó sobre sus sienes.
Del conde don Julián se supo que la amargura anidó en su corazón cuando comprendió que había entregado su patria a los infieles. La pena por su hija también consumió su existencia del modo más lamentable: la pobre Florinda no pudo soportar su vida y se arrojó al Tajo, donde pereció ahogada. El conde huyó hacia el norte y nada quiso saber de los sarracenos, pero éstos lo encontraron en tierras de Aragón y le dieron una muerte terrible, cortándole los miembros y esparciéndolo por los caminos, donde los cuervos y los lobos se lo comieron.

Fuente: Jose Calles Vales

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