Amores trata Rodrigo...
ROMANCE TRADICIONAL
Así lo dice el romancero.
La historia de don Rodrigo es una de las más conocidas
y populares, y ha sido recreada en obras de teatro y romances modernos. Los
sucesos que se narran acaecieron allá por el siglo VII, poco antes de la
invasión sarracena de la
Península. Don Rodrigo es, según la tradición, el último rey
godo y tenía su residencia en Toledo. En los palacios de la ciudad imperial
residía buena parte de la corte española y sólo algunos nobles vigilaban la
frontera sur, donde los moros comenzaban a aventurarse con el propósito de
conquistar la antigua Hispania. Seguramente los infieles creían cuanto de
España se contaba: «donde nace el oro fino, / y la plata no faltaba», como dejó
escrito San Isidoro.
El conde don Julián, hombre de valor, vivía en el
alcázar de Ceuta y desde allí repelía los violentísimos ataques moros. Sin
embargo, el norte de África no era lugar propio para mantener a una familia, y
don Julián envió a su hija a Toledo, donde las guerras y las algazaras no
podrían dañarla.
En la corte toledana, a decir verdad, la vida
transcurría apacible-mente y nada quebraba el sosiego de los caballeros y
damas. El palacio se extendía en un vergel o jardín donde las muchachas
cortesanas jugaban y bailaban durante la primavera. Entre todas ellas, la más
hermosa era la hija de don Julián, llamada Florinda y a la que todos conocían
con el nombre de la Cava.
Era esta muchacha una joven dulce y amable, que sólo
lamentaba los peligros en los que se veía su padre y siempre lo tenía presente
en la memoria. Su belleza cautivaba a cuantos la veían y su galanura la hacía
querida por amigas y jóvenes pajes.
No pudo don Rodrigo sustraerse a la hermosura de Florinda
y, aun sabiendo que hacía mal, comenzó a cortejarla. La Cava rechazaba sus
pretensiones, porque era muy niña y, además, el rey no había contado con el
beneplácito del conde don Julián. En vano luchaba don Rodrigo por atraer sus
miradas, pero su corazón estaba inflamado de amor y una pasión desordenada
agitaba su alma. Comenzó a presentarle regalos y cortesías: un día se acercaba
a su cámara y le mostraba las más raras flores del reino; al cabo, le venía con
sedas escogidas entre las mejores de Arabia; en una ocasión le ofreció un
collar de oro y rubíes que deslumbraba... En el palacio no se veían con buenos
ojos estos alardes de riqueza y esta soberbia en la conquista de una muchacha.
Aun así, de nada valieron presentes y galanterías: Florinda se negaba una y
otra vez a conceder su amor al rey.
Amargado y violento, el rey se retorcía las manos y se
mesaba los cabellos: ninguna dama se había resistido con tanta obstinación.
Ideó entonces un malévolo plan: encerróse en una cámara apartada e hizo llamar
a la hermosa muchacha bajo pretexto de tener noticias de su padre, el conde don
Julián. La Cava
acudió sin dilación, porque no había cosa más grata para ella que recibir
nuevas de su padre, al que amaba con tierno afecto. Mas cuando la muchacha hubo
entrado, el rey cerró con siete llaves la sala y allí mismo la forzó. La joven
gritaba y maldecía a don Rodrigo, pero éste tenía la frente nublada y no
concebía otro deseo más que el de poseer a la hermosísima Florinda.
Los días siguientes se tiñeron de amargura: la Cava se había encerrado en su
cámara y pasaba las noches llorando y gimiendo. Nada la consolaba y en nada
encontraba placer. Más deseaba morir que cualquier otra cosa: veíase a sí misma
indigna y creía que su hermosura había tenido la culpa. Golpeábase el pecho,
rasgaba sus ropas y se cortó los preciosos cabellos, en señal de luto. Por días
se marchitaba su belleza, a nadie quería hablar y una profunda tristeza anidó
en su corazón. Ni siquiera su mejor amiga, la joven Inés, comprendía aquel
súbito cambio en el carácter de la
Cava.
-Hermana mía -le decía; decidme qué os pesa... ¿os he
ofendido en algún modo? ¿Dónde quedó vuestra alegría y la dulzura con que me
hablabais? ¿Tendré yo la culpa?
Tanto apremió Inés a su amiga, que ésta al fin confesó
cuanto le había sucedido. Con los ojos arrasados en lágrimas dijo que el rey la
había deshonrado del modo más infame y que ya nunca más la Cava sería digna de llevar el
blasón del conde don Julián.
Con dulces palabras Inés consoló a su amiga y le hizo
ver que todo el deshonor caía sobre la corona de España, toda la infamia sobre
don Rodrigo y todo el pecado sobre el alma del rey. La convenció para que
escribiera a su padre, y para que le contara la grave ofensa que había
recibido. Al fin accedió Florinda y, tomando recado de escribir, envió cartas
al conde y en ellas derramó muchas lágrimas y lamentos, que daba pena verlo.
Toda la sangre del corazón se le subió al rostro. Don
Julián ardía de ira y venganza. Cuando recibió las cartas de su hija, las abrió
con gran alegría, pues la amaba tiernamente. Pero el contenido de las mismas
casi le hizo perder el juicio...
-¡Maldito seáis por siempre, don Rodrigo! -gritaba
mientras golpeaba con su espada cuanto hallaba a su paso. ¡Maldito seáis vos y
toda vuestra estirpe! ¡Hijo de mala putaña, sobre vuestra tumba han de vivir
las serpientes y los escorpiones! ¡Un hombre que tal hace, merece la perdición
eterna!
No pasaron tres días y el conde don Julián ya había
pergeñado su venganza: escribió cartas a los moros y en ellas les aseguraba que
entregaría las llaves de España con gusto. También envió mensajeros a Sevilla,
donde un siniestro clérigo llamado don Opas esperaba también la caída de don
Rodrigo. De modo que todas las desgracias se acumulaban sobre el trono del rey.
Sin embargo, el monarca vivía agradablemente en
Toledo: nada sabía de cuanto se le preparaba. Para continuar su infame trato a la Cava, había ordenado que la
llevaran a sus aposentos y allí, una vez y otra la deshonraba sólo para su
gusto, y de este modo aumentaban sus pecados y la venganza de sus enemigos. En
cierta ocasión estaba el rey dormido junto a la desgraciada Florinda, y aquel
día tuvo un sueño don Rodrigo: vio una tienda sostenida por trescientas cuerdas
de plata. En la tienda había cien doncellas hermosísimas, engala-nadas con los
más preciosos vestidos de seda y oro. Sus cabellos eran oscuros y los ojos
verdes como la mar: su piel, blanquísima como nieve; y las sedas y armiños
dejaban ver las dulzuras de sus cuerpos lascivos. Cincuenta de aquellas damas tañían
laúdes y cítaras, y la armonía resultaba extraña y misteriosa. Las otras
cincuenta cantaban y bailaban con voces dulcísimas que enamora-ban. Una de
aquellas hermosas avanzó hacia el rey, envuelta en vapores de ámbar e incienso:
una banda ceñida en su pecho decía que la dama se llamaba Fortuna. Traía los
ojos vendados con un rico paño de oro y en sus manos una esfera universal.
-Si duermes -dijo Fortuna, despierta, rey don Rodrigo.
Y verás tu destino aciago y tu desdichado final. Verás a tus caballeros
desangrados y tu batalla, perdida. Tu reino, don Rodrigo, yace sepultado en las
ruinas: tus ciudades, tus villas, tus castillos pertenecen a otro. El conde don
Julián, padre de tu amada, te ha traicionado. Tú deshonraste a su hija y él ha
jurado que te dará muerte. Tal mereces, Rodrigo, por tu desgraciada vida.
Despertó sobresaltado el rey y vio con extremo dolor a
la Cava, que
lloraba a su lado. Grandes voces se oían en palacio y el monarca salió por ver
a qué se debía tanto alboroto. Ahora lo supo: el conde don Julián arrasaba
Ceuta y, de la mano de los moros, pasaba a tierras cristianas asolando
fortalezas y quemando cuanto hallaba a su paso. Don Rodrigo aprestó sus
ejércitos y salió al encuentro de sus enemigos.
Las batallas fueron terribles y la sangre derramada
anegaba los campos y los valles. Siete encuentros tuvieron moros y cristianos,
y en los siete las huestes de don Rodrigo fueron derrotadas. La carnicería
asombraba a los aldeanos, que se refugiaban en las cuevas de las montañas. Por
todos lugares se encontraban los restos de los valerosos godos, heridos de
muerte o comidos por los perros. Don Julián y sus vasallos eran los más fieros
e incluso a los mismos sarracenos asombraba su sangrienta venganza. La octava
batalla tuvo lugar en el sitio de Guadalete, en el año 711. Los soldados de
Tariq ben Ziyad y don Julián atacaron con violencia singular y los ejércitos de
don Rodrigo se vieron abocados a una muerte implacable: por el campo se veían
hombres cansados, con los escudos abollados y las lanzas rotas; los rostros,
tintos de sangre, imploraban piedad al sarraceno, y éstos no dudaban en
degollarlos sin compasión. Ningún capitán salvó su vida, ningún estandarte ni
pendón quedó a salvo...
Desde un otero, el perverso rey veía el espectáculo
vergonzoso de su derrota y allí se lamentó con estas palabras:
-Ayer era rey de España... hoy, no lo soy de una
villa.
Volvió riendas y dio por perdido su reino. Solo,
triste y amargado vagó por esos caminos de Dios, pidiendo la muerte y
fustigándose el cuerpo a puñaladas. Ahora comprendía todo el mal que había
hecho y cuánto lo merecía. Ahora comprendía los augurios y los sueños, y no
hubiera dado un maravedí por su alma. La vergüenza le comía el corazón y no se
atrevía a entrar en ciudades o villas: rodeaba por collados, se internaba en
los bosques y espesuras, subía a las montañas, pero en ningún lugar hallaba
sosiego para su corazón perdido.
En una ocasión don Rodrigo topó con un pastor y le
pidió asilo en una choza, pues estaba tan cansado que apenas podía sostenerse
sobre los estribos. Pero el pastor le negó con la cabeza: en ningún lugar
hallaría donde dormir, porque aquellas tierras estaban desoladas y los
cristianos, que esperaban la llegada de los moros, habían huido hacia el norte,
quemando sus posesiones y llevándose con ellos a los sirvientes y ganados.
-Sólo queda, si gustáis, una ermita pobre, en lo bajo
de aquel valle. Un monje la cuida, que él no ha querido marchar.
Don Rodrigo se vio obligado a comer un mendrugo de pan
negro con aquel pastor y el infame más lloraba por los placeres que había
perdido que por la desgracia de su reino. El monarca ni siquiera tenía con qué
pagar el pan rancio del pastor, y con gran pesar tuvo que desprenderse de una
cadena de oro y de un anillo.
Llegada la noche, el rey llegó a la ermita. Aquel
lugar solitario y pobre le ablandó el corazón y los arrepentimientos comenzaron
a morderle la garganta. Así, se arrodilló ante la santa imagen de Cristo y
comenzó a orar. Muy fuertes golpes se daba en el pecho y, arrepentido, pedía a Dios
que le quitara la vida.
En esto, llegó el ermitaño y le ofreció un jergón
donde dormir y un mendrugo de pan negro para comer. Al borde del fuego, don
Rodrigo se confesó y contó al viejo fraile todos los males que había hecho y
cuán infame había sido su conducta. El eremita lo consoló y rogó a Dios por su
alma de perdición.
-Ved, santo ermitaño -dijo el rey, si podéis imponerme
una penitencia con la que pueda salvarme y reparar todo el mal que he hecho.
El pobre monje advirtió que él era poco letrado y que
no tenía autoridad para impartir justicia a los reyes. No obstante, como don
Rodrigo lo apremió, el ermitaño dijo que reflexionaría durante la noche y que,
a la mañana siguiente, le daría una respuesta.
Esta misma noche el fraile tuvo un sueño y, en él,
Dios le hizo saber la penitencia que debía imponerle al lujurioso monarca.
Quiso el Señor que don Rodrigo purgara su pecado de modo singular: que se
metiera vivo en una tumba, con serpientes y escorpiones, y que allí se
estuviera hasta que las alimañas hubieran muerto.
Viendo el rey que era mandato divino, también pensó
que con tal penitencia salvaría su cuerpo y su alma, y no dudó en aceptar la
penitencia. Cuando hubo cavado la fosa, se introdujo en ella y el fraile echó
allí un cesto de serpientes y escorpiones. Después, cubrió la tumba con una
pesada lápida y allí quedó encerrado don Rodrigo.
Pasaban los días y el fraile iba cada mañana a
preguntar al monarca: «¿Cómo os va, buen rey? ¿Vaos bien con la compañía?». Don
Rodrigo respondía que, por el momento, las alimañas no lo habían tocado, y con
gran ánimo se esforzaba en pensar que saldría de aquella penitencia con bien.
El ermitaño rogaba por su alma y pedía a Dios que lo absolviese y que acabara
aquel tormento, del cual a duras penas podría sobrevivir. Pero Dios no volvió a
revelar su palabra.
Más de siete noches pasaron, y el rey perdía su brío.
Al cabo de la octava luna, las serpientes mordieron a don Rodrigo allí donde
estaba su pecado, y comenzaron a comerle las entrañas. Grandes alaridos daba y
el pobre fraile tenía que alejarse de la ermita para no escuchar los lamentos
del penitente. Sentía por él gran compasión, pero así había querido Dios que
acabara sus días el hombre que entregó España en manos de los sarracenos. Al
cabo, don Rodrigo murió y cuando el ermitaño levantó la lápida sólo pudo ver
los huesos negros y la calavera del monarca, que había sido comido por las
alimañas, confirmando la maldición del conde don Julián, padre de la hermosa
Florinda.
Se dice, también, que don Rodrigo había presentido
esta tragedia algunos años antes de su muerte, cuando visitó la famosa cueva de
Hércules en Toledo. Se decía que el mismo Hércules, en sus andanzas tras los
Geríones, había fundado la ciudad sobre el Tajo y que había escondido grandes
tesoros en una misteriosa gruta. Al parecer, el héroe hizo grabar en la entrada
del pasadizo una terrible inscripción:
CAIGA SOBRE TU CABEZA LA DESDICHA.
De este modo Hércules advertía de las penurias que
acontecerían al que osara traspasar las puertas de la cueva.
Durante muchos siglos nadie se atrevió a cruzar el
umbral de aquellos pasadizos, pero don Rodrigo era ambicioso y quiso poseer las
inmensas riquezas del héroe griego. Era común que todos los reyes de Hispania,
cuando llegaban al trono, hicieran colocar un candado nuevo a las puertas de la
cueva, con el fin de perpetuar la tradición y preservar los tesoros de
Hércules. Sin embargo, don Rodrigo hizo todo lo contrario: mandó que se
quebraran todas las cadenas y que se rompieran todas las cerraduras.
Así, el rey pudo entrar en aquel misterioso recinto.
Pero no encontró los tesoros que esperaba: sólo había un tapiz, guardado en
paños de lino y oro. Cuando desenvolvieron la tela, el rey pudo observar una
escena de guerra, trabajada al estilo antiguo. Se veían guerreros envueltos en
sangrienta lid: unos llevaban turbantes y armas parecidas a las que utilizaban
los sarracenos; los otros vestían al estilo cristiano. Sobre un otero, un rey
admiraba la contienda y a los pies de su caballo había culebras y escorpiones.
Pero don Rodrigo no dio más importancia a aquel
hallazgo e hizo derruir la cueva, olvidándose de ello hasta que la desgracia
que se anunciaba en la entrada se ciñó sobre sus sienes.
Del conde don Julián se supo que la amargura anidó en
su corazón cuando comprendió que había entregado su patria a los infieles. La
pena por su hija también consumió su existencia del modo más lamentable: la
pobre Florinda no pudo soportar su vida y se arrojó al Tajo, donde pereció
ahogada. El conde huyó hacia el norte y nada quiso saber de los sarracenos,
pero éstos lo encontraron en tierras de Aragón y le dieron una muerte terrible,
cortándole los miembros y esparciéndolo por los caminos, donde los cuervos y
los lobos se lo comieron.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018