Por besar mano de rey
no me tengo por honrado...
ROMANCERO
El peregrino se había extraviado.
Quería entrar en Burgos antes de la anochecida, pero
el sol caminó deprisa y las sombras ocultaron los senderos. Desde un otero
podía ver las luces de la ciudad, mas no quiso ir a la aventura entre zarzas y
ortigas, con riesgo de caer por barrancos y pedregales. Allí, al arrimo de una
encina pasaría la noche y, a la mañana siguiente, continuaría su camino hacia
Santiago de Compos-tela.
Tuvo suerte el romero y al poco llegó un pastor de
ovejas merinas, con quien compartió el vino y el queso que aún llevaba en las
albardas. Al calor del fuego, los recientes amigos conversaron apaciblemente:
hablaba el pastor de su rebaño y si era tiempo de esquilar, o si el queso
estaba bien curado, o si aquellos montes eran propios para el pastoreo. El
peregrino narraba sus aventuras en Puente la Reina y en Logroño, y decía cuántos deseos tenía
de visitar el Papamoscas de Burgos, Frómista, León y llegar al fin a Santiago,
para abrazar al Apóstol.
A pesar del vino y la amena conversación, el pastor se
mostraba intranquilo y, de tanto en tanto, miraba a un lado y a otro, como
buscando algo. Quiso saber el peregrino si tenía temores o había alguna cosa que
le infundiera miedo. El buen hombre contestó que precisamente aquella noche no
era buena para estar en el campo, porque era noche de Difuntos y, afirmaba,
había oído hablar de apariciones y fantasmas en aquel lugar, cerca del
monasterio de Fresdelval. El romero, que era tan supersticioso como su
acompañante, quiso tranquilizarse y dijo:
-¡Ea, amigo! Ésos son cuentos de viejas: echemos un
tanto de vino al gaznate y se curarán nuestros temores.
Pero aún no había acabado de pronunciar estas palabras
cuando los dos pudieron oír el sonido de un caballo cabalgando en los
matorrales cercanos... Giraron el rostro y pudieron ver la silueta de un
caballero sobre su corcel: la luz de la luna se reflejaba en la armadura y aun
se distinguía perfectamente la espada y la lanza.
El pastor y el peregrino se agazaparon junto a la
lumbre y observaron con terror que el brioso caballo se dirigía hacia ellos:
era un imponente ejemplar, y los pálidos fulgores de la noche parecían envolver
sus crines. Sin duda, caballo y caballero eran fantasmas: almas en pena que
vagaban en la noche de Difuntos en aquel solitario paraje. Traía el jinete una
espada, la más brillante y pulida que hubieran visto jamás...
El misterioso espectro se detuvo ante ellos, mas no
levantó la celada de su yelmo. De pronto, volvió grupas y espoleando a su
cabalgadura remontó el collado y fue a situarse en lo alto de la loma. Allí
estuvo un buen tiempo, como si estuviera observando la ciudad de Burgos. El
pastor y el peregrino comprendieron, por los gestos del caballero, que una
suerte de triste melancolía lo embargaba.
Al poco, tiró de las riendas y, veloz como el viento,
se dirigió al otro externo del otero, desde donde podía ver toda la extensión
de Castilla. En ese lugar permaneció también, sin moverse y con el gesto
sereno. De nuevo volvió atrás y quedóse mirando la ciudad de Burgos y sus
inmediaciones. Mirando a un lado y a otro, todo le pareció conforme y comenzó a
bajar por la cuesta de los Grillos, donde nuestros amigos estaban sentados
observando tan extraña conducta.
Cuando el misterioso caballero pasó junto a ellos, se
detuvo un instante y, sin descubrirse, les dijo:
-Recordad que yo, Rodrigo Díaz de Vivar, vigilo Burgos
y Castilla.
Quedaron aterrados los hombres cuando oyeron aquella
voz sepulcral y apenas pudieron susurrar un lastimero «Sí, señor» o un «Dios
nos ampare».
El caballero fue descendiendo el barranco hasta que
todo volvió a quedar en silencio. El pastor y el peregrino apenas podían creer
lo que habían visto y quedaron sumidos en el más terrible de los espantos.
A la mañana siguiente, los dos amigos se despidieron.
El pastor volvió a su pueblo y contó el suceso maravilloso que le había
acaecido, asegurando que el Cid iba durante la noche de Difuntos a aquel lugar,
para asegurarse de que Burgos aún estaba allí y de que Castilla continuaba
siendo tan hermosa como siempre, y que el mismísimo Rodrigo Díaz de Vivar se lo
había dicho así. El peregrino bajó a Burgos y contó la misma historia en los
mesones y en las posadas de la ciudad:
-...y cada noche de Difuntos -decía- Ruy Díaz sube a
aquel otero y vigila sus tierras de Castilla; y vuelve otra vez al cortado para
admirar su ciudad, Burgos, y así pasa toda la noche. Y si queréis comprobarlo,
id y lo veréis.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
No hay comentarios:
Publicar un comentario