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sábado, 17 de agosto de 2013

Dos poetas enamorados

...para que no me venzan acechanzas
de quien intenta procurar mi daño...
JUAN DE TASSIS

En lúgubres cipreses
he visto convertidos
los pámpanos de Baco.
JOSÉ CADALSO

Una relación de leyendas amorosas no estaría completa sin citar a don Juan de Tassis, conde de Villamediana, y a don José de Cadalso y Vázquez.
Sin embargo, no son éstos los dos únicos poetas que merecen un hueco en las páginas de amores trágicos, desgraciados o inauditos. Desde tiempos remotos estos seres de corazón sensible y apasionado han atraído las miradas de los historiadores y, en buena medida, sus existencias están coronadas con sucesos extraordinarios. Una de las claves para entender la admiración que los poetas provocan es, pre­cisamente, la inspiración. En su origen, los vates y cantores se ocuparon de divulgar una idea particular: que su arte estaba inspirado por los dioses, de modo que la poesía tenía un origen divino, hermético, profético... No es extraño, por tanto, que las vidas de los poetas resulten insólitas y misteriosas, trágicas o sublimes, dependiendo de los casos.
En la antigua Grecia, patria del mito y la leyenda, el autor más celebrado fue Homero (siglo VIII a.C.), y de éste se decía que era ciego y que anduvo por esas ciudades de Dios cantando a sus héroes. Sin embargo, ambas cosas son improbables e incluso su misma existencia se pone en duda. Tirteo, un poeta espartano del siglo VII a.C., era cojo y «estimado como de poca cordura», y fue consejero de guerra por orden del oráculo de Delfos. Del voluptuoso Mimnermo se decía que vagaba por las ciudades acompañado de su amante Nanno, la cual tocaba la flauta mientras él recitaba. De Safo, la hermosa poetisa de Lesbos, se cuentan muchas historias: la más popular es la que refiere sus amores con Faón; desesperada, Safo se arrojó desde una montaña, según cuenta Ovidio. Safo fue una exiliada de su patria y fundó una academia de muchachas cuando regresó a Lesbos, lo cual le valió que las malas lenguas le atribuyeran una sexualidad peculiar (la palabra «lesbianismo» tiene aquí su origen). Anacreonte, el cantor del placer, del vino y la sensualidad murió, al parecer, atragantado con las semillas de un racimo de uvas. De Píndaro, el más excelso de todos los poetas griegos, se dice que era tan dulce su poesía que, cuando era niño, las abejas libaban la miel en su boca. Coetáneo de Píndaro fue Esquilo el trágico, el cual obtuvo grandes triunfos y glorias en la escena, pero a la hora de redactar su epitafio no quiso más que nombrar a sus padres y su patria. El autor inmortal de la Antígona, Sófocles, murió de una forma curiosa: estaba leyendo su obra para unos amigos y, llegando el final, puso tanta pasión en el recitado que la voz y la vida se le fueron a un tiempo.
Entre las agitadas vidas de los latinos destaca la del africano Terencio, llevado como esclavo a Roma, donde se ganaría la libertad y la fama: murió, al parecer, en un naufragio cuando volvía a su patria. El poeta Lucrecio, según San Jerónimo, estaba loco debido a una pócima de amor y sus obras las escribió en los pocos momentos de lucidez que tuvo en su vida; finalmente el poeta se quitó la vida a los cuarenta y cuatro años. Cátulo fue el que propagó la leyenda de homosexualidad de Julio César, pero el mismo poeta era un individuo corrupto, disoluto, lujurioso y miserable; sin embargo, era la pluma más aguda de aquellos tiempos. El poeta Tíbulo tuvo su corazón dividido entre Della (Plania en realidad) y Némesis: Delia le inspiraba una pasión amorosa dulce y sincera; Némesis era el nombre figurado de una prostituta que lo dominó y lo hundió en la miseria. Durante cinco años Propercio tuvo amores con una verdadera ninfómana, llamada Hostia, que le sorbió el seso. Lucano se suicidó cuando tenía veinticinco años y tuvo agallas para enfrentarse con el emperador Nerón, que también se dedicaba a la poesía cuando no mataba cristianos. Séneca, el más grande de los escritores y pensadores latinos, tuvo una vida ajetreada, pero su muerte, casi legendaria, ha dado materia a la fantasía: se dice que cuando perdió el favor de la corte imperial, pidió permiso a Nerón para retirarse a un lugar tranquilo y dedicarse al estudio. El emperador envió a dos juristas para interrogarlo en el proceso que se había abierto contra él, y Séneca decidió suicidarse: se cortó las venas, pero como era ya muy anciano la sangre apenas fluía y tuvo que rasgarse las piernas también. Nerón se enteró de esta circunstancia y ordenó que se le curaran las heridas por las buenas o por las malas. Sin embargo, Séneca hizo preparar un veneno y se lo tomó, aunque el narcótico no surtió efecto; harto de intentar morirse, se metió en un baño de agua hirviendo y los vapores lo asfixiaron.

En la literatura española podemos encontrar vidas verdade­ramente apasionantes y misteriosas, que han sido elaboradas por el pueblo y por los eruditos a partes iguales, y cuyos relatos tienen tanto de histórico como de legendario. Véase, si no, la vida de Ramón Llull, un joven disoluto que, tras algunas visiones místicas, vistió hábitos franciscanos y pasó el resto de su vida predicando por África, donde murió trágicamente, como un mártir. El trovador Macías es, seguramente, el más legendario de los poetas españoles (véase la leyenda de su vida en este mismo volumen), pero no le va a la zaga su compatriota Juan Rodríguez del Padrón, del cual cuenta la leyenda que, tras un desliz amoroso, vagó por el mundo, fue amado por dos reinas y murió asesinado lejos de su patria (aunque en realidad murió en el convento de Herbón, en Galicia). Garci Sánchez de Badajoz murió, según sus biógrafos, loco de amor tras una azarosa vida. Uno de los grandes poetas españoles, Garcilaso de la Vega, ofrece también una biografía propia de la leyenda y sus amores con Elisa (Isabel Freire) han provocado ensoñaciones más novelescas que históricas. Su muerte, que algún erudito calificó como «heroica», no fue más que una pedrada. El tipo de amor inmortal propio de los caballeros medievales fue asociado también a Garcilaso y Elisa (como el de Petrarca y Laura, o Dante y Beatriz), sin embargo, es probable que no fueran más que adulterios y escarceos lujuriosos. La vida amorosa y aventurera de Lope de Vega es bien conocida y él mismo se encargó de difundir los numerosos lances erótico-festivos que jalonan su biografía. Entre los románticos, sin duda es José de Espronceda el más «legendario»: siendo casi un niño funda la sociedad secreta de los Numantinos, lo cual le valió una reclusión en un monasterio de Guadalajara; no contaba aún los veinte años cuando se exilió y viajó a Lisboa, Londres y París, siguiendo los destinos de los jóvenes revolucionarios que luchaban contra la infame tiranía de Fernando VII. Estuvo a las órdenes de Chapalangarra (Joaquín de Pablo) y su desastrosa incursión bélica para destronar al monarca. Ya de vuelta a su patria, sus artículos son censurados y él tiene la ocurrencia de publicar espacios en blanco. Sus amores con Teresa armaron gran revuelo: la mujer abandonó a su marido y a sus hijos por seguir a su amante y, como dice don Rubén Benítez, este episodio de su vida tiene «caracteres noveles-cos: rapto, abandono, degradación social, muerte de la amada». Murió joven, como buen romántico, a la edad de treinta y cuatro años.

Hay en la literatura, como se ve, materia suficiente para cientos de leyendas e historias inverosímiles. Entre todas, se han escogido aquí dos: seguramente las más famosas y populares. La primera tiene como protagonista a don Juan de Tassis y Peralta, segundo conde de Villamediana, autor de La gloria de Niquea y de numerosos poemas y fábulas mitológicas donde se funde la tradición renacentista italiana y el barroquismo español. Nuestro segundo personaje es el famoso coronel don José de Cadalso y Vázquez, poeta y crítico ilustrado que sembró las tristes semillas del romanticismo en las letras españolas. Su obra más conocida es Cartas Marruecas, pero su poesía lírica y las estremecedoras Noches lúgubres se consideran, en la actualidad, lo más granado de su producción.

Don Juan de Tassis nació en Lisboa, en el año 1582. Su título de conde de Villamediana le vale entrar en los palacios de Felipe III y a finales del siglo XVI pudo vérsele en el séquito cortesano que acompañó al monarca a Valencia; la finalidad del viaje no era otra que recibir allí a la reina doña Margarita de Austria, con quien don Felipe pensaba casarse. Lejos, no obstante, de estas apariciones públicas, nuestro don Juan de Tassis, acorralado por las deudas, los amores y los jueces, se ve obligado a huir a Francia. Años más tarde un auto judicial demuestra que es un tahúr, un jugador de ventaja y un pendenciero, y se le destierra. El continuó con su vida disipada, acudiendo a burdeles y tabernas, amando a mujeres y hombres sin distinción, jugándose los cuartos en timbas de medio pelo y asaltando balcones. Además, escribía sátiras y panfletos donde se insulta y ofende a los nobles de la corte, lo cual le valió el enésimo destierro en Alcalá de Henares.
Pero la fortuna de don Juan pareció mudar cuando accedió al trono don Felipe IV: según las crónicas, el rey lo indulta y le devuelve los honores que se le habían retirado; además, se le nombra gentilhombre de la reina Isabel de Borbón. Y esto, decididamente, no fue una buena idea.
Don Juan se enamoró, al parecer, de doña Isabel tan perdida­mente que cometió locuras sin cuento. Y, por lo que se ve, la reina no le hacía ascos al galán. En cierta ocasión, don Juan propuso celebrar el cumpleaños del rey don Felipe IV con la representación de una obra de teatro llamada La gloria de Niquea, que él mismo escribió para tan fausto acontecimiento. No había acabado la representación cuando se declaró un súbito incendio en la sala y los nobles huyeron despavoridos: dio la casualidad de que allí estaba nuestro don Juan que, valerosamente, tomó en brazos a la reina doña Isabel y, tras estampar un apasionado beso en sus labios, salió a la calle triunfante.
Desde luego, la fama de este episodio corrió como la pólvora por Madrid y en los círculos cortesanos se decía que el incendio había sido provocado por el propio conde de Villamediana, con el fin de demostrar a todo el mundo cuánto amaba a la reina.
No es de extrañar que don Felipe se molestase. El suceso tampoco favoreció las amistades en la corte y, finalmente, don Juan no era bien recibido en casi ninguna parte. No obstante, él triunfaba con su amor y, según se deduce de su conducta, eso era lo que de verdad le importaba. Por aquellos años continuó burlándose de los nobles y los cortesanos, lo cual no le ayudaba mucho.
Su mayor osadía fue salir a las calles de Madrid con atuendo de caballero y hacer estampar en su escudo:

SON MIS AMORES REALES.

También esta insolencia irritó gravemente al monarca que, definitivamente, no estaba dispuesto a tolerar tamaña desvergüenza. Se afirma que, cuando don Felipe supo que el conde andaba pavoneándose por Madrid con tal inscripción, dijo:
-Si sus amores son reales, yo se los haré cuartos.
La respuesta tenía cierta gracia y tiene mucho que ver con el ingenio barroco: el rey tomó la palabra «reales» como sinónimo de monedas, y en su contestación aludía a la intención de partirle los amores en «cuartos», que era la fracción monetaria de los reales.
Y el rey cumplió su palabra, o al menos en Madrid siempre se ha dicho que fue el rey quien instigó el vil asesinato de don Juan de Tassis en la calle Mayor de la capital. Una noche de 1622, varios hombres le salieron al encuentro y lo cosieron a puñaladas, dando fin a una vida aventurera y apasionada: de él se dijo que era homo-sexual, que tenía deudas, que contaba los enemigos por docenas, etc.; sin embargo, hasta el mismo Góngora estaba convencido de que el rey había ordenado la muerte del poeta:

Mentidero de Madrid,
decidme: ¿quién mató al conde?
Ni se sabe ni se esconde,
mas, el caso discurrid.
Dicen que lo mató el Cid
por ser el conde lozano;
disparate chabacano:
la verdad del cuento
ha sido que el matador fue Vellido
y el impulso, soberano.

También en el caso de don José Cadalso (1741-1782) la historia legendaria se mezcla con la verdad biográfica: nuestro protagonista, además de hombre culto y viajado, era militar y llegó a obtener el grado de coronel.
La leyenda de este magnífico literato comienza cuando se enamora de la actriz María Ignacia Ibáñez, aunque su vida anterior merecería también algún comento. Pero vayamos al asunto: el caso es que en diciembre de 1770 nuestro poeta cae rendido a los pies de María Ignacia, que por aquellos días estaba representando en Madrid la Hormesinda de Nicolás Fernández de Moratín. Como puede comprenderse, las actrices no convenían a un militar serio y educado, y ha de tenerse en cuenta que, hasta nuestro siglo, la alta sociedad o la sociedad selecta no admitía a los hombres y mujeres de la farándula y se les tenía por vagos, rameras y maleantes.
Pero de un hombre como Cadalso no se podían esperar minucias sociales, y se relacionó con ella apasionadamente, sin tener en cuenta los chismorreos y corrillos. La joven actriz dulcificaba los sinsabores de su vida militar y de su vida pública, y nuestro poeta no dudaba en afirmar que María Ignacia (Filis en la poesía) aliviaba todas sus pesadumbres.
Por desgracia, tras una corta pero fulminante enfermedad, Maria Ignacia muere el 22 de abril de 1771. Y entonces la desesperación nubla el juicio de Cadalso. La leyenda cuenta que, loco de amor y turbado por la desgraciada muerte de su amante, el poeta intentó profanar la tumba de la actriz. Unos dicen que con la intención de llevársela a su casa; otros sugieren que quería morir con ella. Lo cierto, al parecer, es que lo encontraron en la iglesia donde descansaba María Ignacia y que pasó algunas noches en el calabozo, del que sólo salió por la intervención del conde de Aranda, amigo suyo. Otros amigos le recomendaron que saliera de Madrid, cosa que hizo casi obligado, pues fue enviado con su regimiento a Salamanca, donde trabó amistad con uno de los grupos poéticos más importantes de nuestra literatura (Meléndez Valdés, Iglesias de la Casa, etc.).
Para la Historia y para gozo de los lectores siempre quedarán sus Noches lúgubres, escritas «imitando el estilo de las que escribió en inglés el doctor Young» (Night thoughts), pero con el pensamiento puesto en la terrible aventura del desenterramiento de su amada.
Don José Cadalso, recién nombrado coronel, muere a principios de 1782 en el frente de Gibraltar. Según el conde de Noroña, nuestro poeta supo que le habían lanzado una granada pero él, impávido, no se movió y la bomba le reventó los sesos.
No es extraño que el coronel José Cadalso escribiera a su amigo Jovellanos una carta en la que decía de su propia vida: «Vida corta, a la verdad, si ahora la acabo, pero llena de casos raros aunque no pase de hoy».

Fuente: Jose Calles Vales

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