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jueves, 6 de septiembre de 2012

Un crimen del orgullo

En el siglo XII Cataluña se veía ensangrentada por las luchas entre los partidarios de dos familias rivales. Eran éstas la de Castellví y la de Cervelló. Durante al­gún tiempo la lucha y el poderío de las dos casas se mantuvieron equilibrados; pero cuando el orgulloso don Ramón de Montcada, deudo de Cervelló, volvió victorioso de la toma de Tortosa, la contienda se hizo desfavorable para los de Castellví.
Alarmados éstos por el predominio que el de Mont­cada había alcanzado, decidieron asesinarlo, aprove­chando una de las ocasiones en que regresaba de Bar­celona a su castillo, temerariamente solo. Entonces, el arzobispo de Tarragona, don Berenguer de Vilademuls, uno de los partidarios de Castellví, propuso que don Ramón no fuera asesinado, sino sólo secuestrado; así podrían exigir de sus enemigos, como rescate, todo lo que quisieran.
El consejo del arzobispo prevaleció y cuando, días después, el orgulloso Montcada cabalgaba camino de su señorial mansión, fue atacado por doce hombres. Sus enemigos conocían su fiereza y sabían que eran ne­cesarios varios hombres para dominarlo. En efecto, no se habían equivocado: seis de los atacantes cayeron bajo la espada del de Montcada.
Una vez apresado, don Ramón fue conducido al cas­tillo de Rosanes. Allí le encerraron y le pusieron en el cepo. Cuando se hallaba en tan humillante situación, recibió la visita del arzobispo, que quería tratar las con­diciones del rescate. El altanero Montcada se negó ro­tundamente a escuchar las proposiciones del aczobis­po: no quería que sus enemigos obtuvieran ventajas a cambio de su libertad; pero pidió que al menos se ali­viase su prisión. Entonces, don Berenguer, sacando un cortaplumas, cortó una pequeña astilla de la madera del cepo, y dijo:
-Aliviado quedáis.
Don Ramón de Montcada sintió que su pecho esta­llaba de ira por el ultraje y, clavando su altiva mirada en su opresor, replicó:
-¡Arzobispo, rogad a Dios que no salga con vida, porque si esto sucediere, os juro que nada ni nadie po­dría libraros de mi venganza! Y ya sabéis que los Mont­cada no faltan nunca a sus juramentos.
El de Vilademuls, aunque creía que su enemigo no lograría la libertad, se retiró sin decir palabra.
Cuando don Ramón había perdido ya toda esperanza de salvación, oyó unos golpes del otro lado del muro, y al cabo de un rato vio cómo se abría un boquete en la pared, por el que penetraron un caballero y un soldado.
Eran su mejor amigo, Pedro de Cervelló, y un anti­guo servidor de los Montcada, que había contraído ma­trimonio con una servidora del castillo de Rosanes. El primer pensamiento y la primera alegría que le trajo su libertad fue la idea de venganza.
Don Ramón de Montcada volvió con los suyos, y desde aquel instante no pensó más que en cumplir su juramento.
El conde de Barcelona, noticioso del peligro a que estaba expuesto el arzobispo, le nombró embajador en Roma, para alejarlo de él.
Salió de Barcelona acompañado de una fuerte escolta; pero apenas se había alejado de la ciudad, cuando fue sorprendido y apresado por Montcada y los suyos.
Don Berenguer fue juzgado por un tribunal impro­visado entre los que tan violentamente se habían apo­derado de su persona, y sentenciado a muerte.
Don Ramón, huyendo de la justicia del conde, se re­fugió en Aragón, donde pronto alcanzó fama por sus hazañas. Sus servicios a la causa de la Reconquista fue­ron tan grandes, que cuando, años después, el conde de Barcelona llegó a ser rey de Aragón, le otorgó su perdón. También el papa le prometió su perdón si fun­daba y dotaba un gran monasterio.
Y éste es el origen que la tradición atribuye al Mo­nasterio de Santes Creus.
Los jueces que sentenciaron al arzobispo ayudaron con gran esplendidez a don Ramón de Montcada en su dotación.

103. anonimo (cataluña)

Por qué en la luna se ve una sombra humana

Era un hombre muy mentiroso y habilísimo ladrón. No sólo enga-ñaba a las buenas gentes, sino que con gran presteza les quitaba lo que podía. Había adquiri­do la costumbre de salir de noche para poder cometer sus robos, y a los que le preguntaban por qué hacía eso, les contestaba que él iba cuando los demás vol­vían, y que por eso salía cuando el sol de los gitanos.
Pero todos los días algún vecino notaba que le fal­taba cualquier cosa, y nadie podía averiguar quién era el autor de los robos. Hasta que al fin uno, más listo que los demás, se propuso terminar con aquello. Sos­pechaba que el ladrón fuera el bellaco mentiroso, al que nunca se le veía de día el pelo y sí rondar por la noche.
En cierta ocasión se hizo el encontradizo con el ca­co mentiroso y lo saludó diciéndole:
-Hace mucho tiempo que no te veo por la plaza ni por la taberna. ¿Estás enfermo?
Y el astuto ladrón contestó:
-No, no estoy enfermo. Pero ahora, en el verano, el sol aprieta mucho, y por eso prefiero trabajar por la noche.
Y así el vecino quedó burlado en su propósito.
Pero aquella velada el ladrón robó un gran haz de leña de la leñera de un vecino. Y éste, por la mañana, le dijo:
-Esta noche me han robado un haz de leña. No sé quién demonio habrá sido.
El ladrón contestó, como queriéndose burlar del vecino:
-Eso es cosa de la luna que es una tragona de mil diablos.
Pero el vecino protestó, diciendo que la luna no te­nía tan malos propósitos. El ladrón,insistió en que' no había que fiarse de los que salen de noche, y que la lu­na era, en efecto, una tragona.
Y en ese momento el mentiroso desapareció y su ve­cino quedó espantado. Cuando éste levantó la vista, vio que en la luna, que había salido hacía poco, se ha­bía dibujado la sombra del ladrón llevando el haz de leña encima.
Y por eso se ven esas manchas en la luna: para es­carmiento de ladrones y mentirosos.

103. anonimo (cataluña)

La torre de la doncella

En las ruinas del castillo de Cardona se conserva to­davía la Torre del Homenaje, a la cual los habitantes del país, hace muchísimos años, dieron el nombre de Torre de la Doncella.
Dice la leyenda que el señor de Cardona organizó en cierta ocasión un torneo al que asistieron caballe­ros de todos los países.
En cuantos juegos se celebraron sobresalió en gran manera, y muy por encima de los demás, un caballero que era alcaide del castillo de Maldá.
El señor de Cardona tenía una hija llamada Amel­trudis, de singular hermosura, que era la que debía otorgar el premio al caballero que ganara el torneo.
Fue el ganador el alcaide de Maldá, conociéndose así los dos jóvenes, que se amaron desde el primer mo­mento. El señor de Cardona se opuso a aquellos amo­res de una manera obstinada, por tener otros planes para el matrimonio de Ameltrudis.
Los dos amantes se veían a escondidas del padre, sin­tiendo crecer en ellos aquel amor que tanto contraria­ba al señor de Cardona.
Propuso éste a su hija el matrimonio con otro noble caballero, y ésta, temiendo que la obligara a casarse, procuró ver al alcaide de Maldá, y entre ambos con­certaron la fuga.
Una noche, Ameltrudis salió del castillo acompaña­da de una de sus damas; se reunió al pie del monte con su amado y huyó con él hacia el castillo de Maldá.
Cuando, al día siguiente, advirtió la fuga el señor de Cardona, salió en busca de su hija, y al no dar con ellos por los alrededores, se fue al castillo de Maldá.
Allí la encontró, en compañía de su amado. El pa­dre, enfurecido, se llevó a su hija al castillo de Cardo­na y la encerró en la Torre del Homenaje, donde per­maneció prisionera hasta el fin de sus días.
Éste es el origen del nombre de Torre de la Doncella (Torre de la Minyona) que aún hoy llevan las ruinas del castillo de Cardona.

103. anonimo (cataluña)

La santa mano

En la iglesia del convento de las Bernardas, de Vall­bona, se conservaba una mano humana, seca y aper­gaminada, de la que la leyenda cuenta que perteneció a un monje del Monasterio de Santes Creus.
Había en este monasterio dos monjes que habían si­do amigos inseparables desde la infancia. Cuando en el monasterio continuaron su buena amistad, hacien­do siempre juntos sus oraciones, sus paseos y sus me­ditaciones, se prometieron mutuamente que si uno de los dos moría, el que sobreviviera rezaría todos los días por el otro un responso ante su tumba.
Pasaron los años, y los dos monjes no se separaron nunca, hasta que uno de ellos murió.
Siguiendo la costumbre del monasterio, fue sepul­tado en el subterráneo, en un sarcófago de piedra, co­mo todos los compañeros que le habían precedido.
Al día siguiente de su muerte, su amigo bajó al sub­terráneo, y, arrodillándose ante la tumba, rezó devo­tamente el responso, tal como había prometido.
Al terminar vio, mudo de espanto, que la tapa del sarcófago se levantaba para dejar paso a una mano, que le bendijo, quedando un momento fuera de la tum­ba, quieta, como esperando que él la tomara.
Nada dijo el monje de lo que le había ocurrido, por temor a que se tratara de una alucinación debida al mu­cho afecto que sentía por su amigo.
Bajó al día siguiente, rezó, y, al terminar, otra vez salió la mano de la tumba, y le bendijo. Todos los días bajaba el monje, y todos los días la mano del amigo le bendecía. No pudo callar por más tiempo el monje, y dio cuenta al prior de lo que le sucedía. Al otro día, bajaron con él el prior y toda la comunidad; alumbra­ron la tumba con cirios benditos y cantaron todos un solemne responso por el compañero difunto.
Cuando terminaron, como todos, los días, levanióse la tapa del sarcófago, asomó una mano larga y pálida, bendijo a sus compañe-ros y quedó inmóvil.
Acercóse entonces el prior a la tumba, y con los ojos llenos de lágrimas por la emoción, tomó entre las su­yas la mano del monje. Sin tirar de ella, sin hacer es­fuerzo alguno, la mano se desprendió del cuerpo y que­dó entre las del prior, que cayó de rodillas.
Durante muchos años la mano se conservó en la ca­pilla del Monasterio de Santes Creus. Más tarde fue trasladada a la del convento de monjas Bernardas.

103. anonimo (cataluña)

La «pubilla» de can fábregas

Había en Sant Quintí de Mediona luna masía de íran riqueza, que debía heredar, por no tener más herma­nos, una hermosísima joven, hija de los dueños.
Eran muchos de los muchachos del pueblo, y aun de toda la comarca, que pretendían la mano de la jo­ven; pero a todos los rechazaba ésta, alegando que no había llegado todavía la hora de casarse.
Iba pasando el tiempo, y la «pubilla» no se decidía por ninguno.
Tres, entre los muchos que la habían querido, fue­ron más constantes, y continuaron asediándola, a pe­sar de sus negativas.
Por todas partes donde iba la seguían; intentaban bailar con ella. Se los encontraba cuando salía a apa­centar sus rebaños, cuando iba de paseo, siempre y en todas partes.
Cansada ya de decirles que todo era inútil, se fue a ver a una bruja que habitaba la cueva denominada «de Bolet» y le pidió que la encantara. De esta manera se libraría de sus tres pretendientes.
Así lo hizo la bruja, y allí en la misma cueva quedó la joven, toda vestida de blanco y de pie sobre un alto pilar, rodeado de serpientes que no permitían que na­die se acercara a ella.
Únicamente el que consiguiera atravesar la muralla de víboras y tocar la orla de su manto blanco podría desencantarla y casarse con ella.
Cuenta la leyenda que muchos fueron los que inten­taron entrar en la cueva y desencantar a la «pubilla» de Can Fábregas. De ellos son los huesos que llenan el suelo de la cueva «de Bolet», ya que asegura la le­yenda que no sólo no consiguió ninguno desencantar­la, sino que ni uno solo salió de allí con vida.
Allí permanece la «pubilla», según creencia de los viejos del pueblo, y únicamente en la noche de San Juan, a las doce en punto, sale a tender su ropa en los zarzales que hay frente a la cueva y que casi obstruyen el paso.

103. anonimo (cataluña)

La piedra erguida

(«pedra dreta»)

Una noche de invierno, desagradable y fría, venía del monte Tremont hacia su casa„ en el pueblecito de Sarriá de Ter, una viejecilla que había pasado el día cogiendo leña. La acompañaba su hija, una chicuela desgarbilada y tontona, pero buena y dulce, y, sobre todo, muy aplicada.
Aconteció que al llegar al río, de vuelta para su ca­sa, encontraron que venía crecido y no se podía atravesar.
La vieja, que estaba muy cansada y de mal humor, se horrorizó de pensar que iban a pasarse toda la no­che en el campo, aguantando la lluvia y el vendaval, y en un momento de cólera ante lo inevitable, dijo:
-¡Demonio, si vinieras en mi ayuda!...
Y el demonio se presentó inmediatamente ante ella.
-¿Qué me das si te construyo un puente antes de la medianoche?
-Te doy el alma de mi hija; pero ha de ser antes de dar las doce.
El demonio aceptó, encantado, y enseguida una le­gión de diablillos se pusieron a construir el puente. Ha­bía, además, tres gallos: uno, blanco como la nieve, que había de cantar a las diez; otro, rojo como la san­gre, que cantaría a las once, y, por último, otro negro como la noche, que cantaría a las doce.
Los diablillos bailaban alrededor de los gallos, can­tando así:

Que cante el gallo blanco,
que el rojo cante,
mientras que el negro calle.

Efectivamente, el gallo negro se dormía muy a me­nudo, con gran satisfacción de los ;diablillos, pero no de la pobre niña. Estaba ella aterrada de la extraña y terrible promesa hecha por su madre; sabía muy bien lo que era el infierno, porque el señor cura se lo había explicado muchas veces, y quería por todos los medios salvar su alma inocente. Por eso se dedicaba a desper­tar al gallo negro, haciéndole aire con su delantal.
Así fue pasando el tiempo. El gallo blanco cantó a las diez, y el puente ya estaba muy adelantado; des­pués cantó el rojo.
Sólo faltaba una hora y el puente estaría terminado.
Al fin fueron las doce menos un minuto. Al puente le faltaba una sola piedra. La niña despertó al gallo negro y éste, puntualmente, cantó.
Los diablillos que traían por el aire la piedra últi­ma, la dejaron caer al barranco y huyeron corriendo.
El maleficio se deshizo y la pobre niña salvó su alma.
La piedra, al caer desde la altura, quedó hincada, recta, en el suelo.
Se trata de un menhir que está en el término de Sant Juliá de Ramis.
Hace poco se rompió, en parte, y al irlo a colocar, vieron que tenía una señal de mano del diablo y una argolla negra.
Así lo cuentan, al menos, en el valle del Ter.

103. anonimo (cataluña)

La «pesanta»

Existe en el valle de Bianya la creencia de que sale de noche y penetra por las casas una especie de bruja o animal, que ellos denominan la «pesanta» (la pesa­da), que todo lo revuelve en la casa: los platos en la cocina, las ropas en los armarios, los muebles, los cua­dros, todo.
Cuando lo ha revuelto todo, se pone a descansar en­cima de cualquiera de las personas que están durmien­do, y les oprime de tal manera el pecho, que no les per­mite casi respirar.
Si se acostumbra a ir a una casa, se pone, por regla general, siempre encima de la misma persona, hasta que enferme de los pulmones, a causa de la opresión que sobre ella ejerce horas y horas.
Una niña del pueblo de Santa Margarida de Bianya sentía hacía mucho tiempo este horrible peso durante la noche, y además encontraba todas las mañanas las cosas revueltas.
Tanto molestaba a la niña aquella opresión, que lle­gó un momento en que no podía dormir, a causa del miedo. Mientras no, se dormía, no sentía ninguna mo­lestia; pero en el mismo momento en que sus ojos se cerraban, se le ponía un gran peso en el pecho, que ya no la dejaba respirar hasta que se levantaba de la ca­ma al día siguiente.
Una noche no quiso dormir, y estuvo contando, ocu­pando su pensamiento con mil cosas distintas, para evi­tar el sueño y no sentir el tormento que tanto le molestaba.
De pronto oyó claramente, en la calle, bajo su ven­tana, los pasos de alguien que andaba con unos pesa­dos zuecos.
Era invierno y, como de costumbre, las niñas y los niños calzaban zuecos para evitar la humedad del sue­lo cuando iban at colegio. Así, no es de extrañar que la niña creyera que eran sus compañeras que venían ya a buscarla.
Se levantó corriendo y se asomó a la ventana; mas se extrañó mucho al no ver a nadie en la calle.
Volvió a la cama, convencida de que se había con­fundido y que el ruido que le había parecido de zuecos era alguna otra cosa que no podía comprender. No obs­tante, cuando estuvo acostada, oyó claramente los pa­sos de alguien que calzaba zuecos, en el interior de su casa.
Se levantó, extrañada, y salió de su habitación. Se asomó a la puerta de la cocina y vio que los objetos se movían solos.
Asustada, se metió en la cama y cerró los ojos. In­mediatamente sintió la opresión en el pecho, que ya no la dejó hasta que, al clarear el día, su madre vino a de­cirle que debía levantarse.
Contó entonces lo que había visto, y su madre con­sultó con una vecina anciana, que sabía muchas cosas. Ésta le dijo que era, con toda seguridad, la «pesanta», que se había encariñado con su casa, y que el único remedio para librarse de ella era desparramar un plato de mijo en la puerta. Así lo hicieron, y a la noche si­guiente oyeron de nuevo el ruido acompasado de los zuecos que, al llegar a la puerta, se paraban, para ale­jarse después lentamente...

103. anonimo (cataluña)

La misa debida

En una aldea perdida en las altas montañas caíala­nas vivía un hombre perverso y de mal corazón. Continuamente dañaba a su prójimo con robos y atrope­llos, y su relajada conciencia ya no temía ni a Dios ni a la justicia, de la que siempre lograba escapar en sus frecuentes fechorías.
Un día concibió el plan de robar el tesoro de la igle­sia parroquial del pueblo; para ello, entró a la hora del rosario, escondióse entre los numerosos fieles y pudo quedar oculto en el púlpito, para pasar allí la noche y robar cuando la iglesia estuviera vacía.
Terminado el rosario, todos los fieles se marcharon, y el sacerdote y el sacristán, después de ordenar un poco la iglesia, salieron y cerraron las puertas con llave, de­jando así al ladrón solo en la iglesia y oculto en el púl­pito. Pero como éste empleaba las noches en el robo, tenía tanto sueño atrasado, que se había dormido en su escondite; tan profundamente, que no despertó hasta que el reloj del campanario, haciendo retemblar la igle­sia, empezó a dar las doce de la noche.
Sobresaltado, se despertó el ladrón, dispuesto a con­sumar su robo: La iglesia estaba a oscuras; mas al dar el reloj la última campanada, quedó espantado viendo que en el altar se encendieron solas dos velas y qué de la sacristía salía revestido un sacerdote, con el cáliz en la mano, dispuesto a decir una misa. Se volvió de es­paldas al altar, y al ladrón se le heló la sangre de espan­to. El celebrante era un esqueleto, con las cuencas de los ojos vacías, que, abriendo su terrible boca, con las huesudas manos en actitud suplicante, dijo:
-¿Hay alquien para ayudarme a decir misa?
El ladrón, mudo de espanto, no se atrevía a mover­se ni a contestar. Se escondió más aún, mientras un su­dor frío le bañaba el cuerpo, y creyó que llegaba el mo­mento de su muerte.
Por tres veces repitió el esqueleto la pregunta, y las tres veces el ladrón calló; temblaba de miedo y no se atrevía a moverse. El sacerdote, con la cabeza inclina­da y el aspecto entristecido, cogió el cáliz y se volvió a la sacristía, y los cirios se apagaron solos. La iglesia quedó sumida en tinieblas, y el ladrón cayó desvaneci­do de terror.
Pasada la noche, los fieles acudieron a la primera misa. El sacristán abrió muy de mañana las puertas del templo. El ladrón volvió en sí, y el peso de la concien­cia parecía ahogarle; arrepentido, se arrodilló ante el altar, hizo examen de sus muchas culpas y esperó que llegara el sacerdote para pedirle que oyera su confe­sión. Se arrodilló en el confesonario, y allí dio cuenta de todos los pecados de su vida y del motivo de su sin­cera conversión. El confesor quedó perplejo ante aquel suceso extraño y le impuso como penitencia que vol­viese a repetir los hechos igual que la noche pasada y que se ofreciese a ayudar a la misa del fantasma.
El penitente lo aceptó como el mayor sacrificio de su vida y volvió a esconderse en el púlpito. Temblan­do, esperó a que dieran las doce, y al sonar la última campanada, vio salir de la sacristía al esqueleto, que repitió la pregunta de la noche anterior. Al ladrón se le doblaban las piernas; mas, haciendo un esfuerzo so­brehumano, contestó:
-Yo os ayudaré.
Y bajó del púlpito medio muerto de espanto. El ce­lebrante le miró con aire de extrañeza, y empezó la mi­sa, pronunciando las oraciones rápidamente, con una agitación febril. El pobre monaguillo, que desde pe­queño no había vuelto a la iglesia, se esforzaba por re­cordar las oraciones que aprendiera en su infancia y, balbuciente, le contestaba lo poco que sabía, desean­do que se acabara pronto aquella ceremonia fúnebre.
Terminada la misa, el esqueleto cogió con sus frías manos las del ladrón, y muy afablemente le dio las gra­cias por su buena acción, prometiéndole rogar por él al Señor en el otro mundo. Le explicó que él había si­do un sacerdote pecador y avaro, que iba acumulando riquezas mal adquiridas, si acordarse de los pobres y al morir, sin méritos para entrar en el cielo, fue envia­do al purgatorio, donde pasó cientos de años, y el Se­ñor le había prohibido la entrada en el cielo mientras no dijese una misa que le faltaba. Todas las noches, al dar las doce, le dejaba venir al mundo de los vivos, hasta que encontrara quien le ayudase a celebrarla, y durante mucho tiempo se tuvo que volver, apenado, a la región de los muertos.
-Tú me has ayudado hoy, y por ti podré entrar en el cielo, y en recompensa a este inmenso favor que me has hecho, te voy a descubrir dónde está oculto mi te­soro mal adquirido, que te cedo, para que, después de dar algunas limosnas, dispongas de él como gustes.
Al momento se apagaron las velas del altar, del que salió una luz azul con larga estela luminosa, que, atra­vesando la bóveda, fue a confundirse entre las estre­llas del cielo.
Impresionado quedó allí el ladrón, de rodillas, has­ta el día siguiente, en que volvió el sacerdote y le dio cuenta de todo lo sucedido aquella noche. En su pre­sencia, fue a desenterrar el tesoro, encontrando gran cantidad de riquezas, que empleó íntegras en la cons­trucción de una iglesia destinada a las ánimas del pur­gatorio. El ladrón invirtió en aquellas obras todos sus bienes, y murió después de una larga vida de tranquilidad.

 103. anonimo (cataluña)

La maladeta

En las laderas de los Pirineos, tapizadas de fresca hierba y abundantes florecillas silvestres de varios co­lores, pastaban millares de rebaños de ovejas y corde­ros, y otros de cabras, que, guardados por sus pasto­res, pasaban allí toda la temporada del verano engor­dando con los jugosos y abundantes pastos, hasta que, al llegar el otoño y las primeras nieves, que empeza­ban a cubrir las cimas de los montes, emigraban a otros climas más benignos.
En una cabaña enclavada en las altas cumbres se ha­bían refugiado del frío de la noche varios pastores. Sen­tados al calor de la lumbre, conversaban alegres acer­ca de las incidencias de aquella jornada y contaban cuentos y sabrosos chascarrillos, con los que mataban las largas horas de la noche. Mientras, los rebaños pa­cían alrededor de la cabaña, llenando el valle con el son de sus esquilas.
Ocurrió que, aquella noche apareció ante la puerta de la choza un pobre caminante, de aspecto mísero, apenas cubierto por unos harapos y tiritando de frío. Pidió que le dejasen pasar con ellos la noche, porque estaba yerto de frío y no podía continuar su camino. Los pastores se negaron, contestando, insolentes, que para él no había sitio allí y que se podía marchar por donde había venido.
Pero, de pronto, vieron que la figura del mendigo se transfiguraba, que sus vestiduras tomaban un blan­cor de nieve, que todo él quedaba rodeado de un halo luminoso; después empezó a elevarse despacio por los aires, majestuo-samente y, maldiciéndolos, desapareció entre las nubes. Aún estaban los pastores absortos, mi­rando al cielo, cuando se desencadenó una espantosa tempestad.
Los truenos horrísonos hacían retemblar los mon­tes, y miles de rayos surcaban los aires, hendían los ár­boles y destrozaban en pedazos las rocas de las mon­tañas. Los relámpagos iluminaban con siniestros res­plandores la tétrica noche, y las cataratas del cielo se desataron en torrenciales lluvias, que con los vientos huraca,nados formaban remolinos y turbiones que arrancaban de cuajo árboles y piedras en confusión caótica.
Los rebaños huyeron alocados, entre lastimeros ba­lidos, dispersándose por las cumbres y valles. Los pas­tores corrían en su busca, queriéndose orientar por el resplandor de los relámpagos para reunir sus ganados; pero, azotados por el temporal, no podían continuar el camino y lanzaban, angustiados, horribles alaridos. Un estruendo más pavoroso que los anteriores conmo­vió las entrañas de la tierra, y los pastores y ganados quedaron transformados en rocas. Desaparecieron los pastos, y las rocosas laderas quedaron cubiertas por los hielos, sin que volviera a brotar allí ningún resto de vida. Y desde entonces a aquella montaña se la co­noce por la Maladeta, o sea, la Maldita.

103. anonimo (cataluña)

La fundación de vilanova

La bonita villa de la costa catalana que hoy se llama Vilanova i la Geltrú fue antiguamente, en su origen, La Geltrú.
Era el señor de La Geltrú un barón de vida licencio­sa y turbulenta, cruel y despiadado para con sus vasa­llos, irrespetuoso con las mujeres: un tirano en toda la extensión de la palabra.
Existía por aquel tiempo entre los señores feudales el derecho que llamaban «de pernada».
Dice la leyenda que un mozo de La Geltrú, arrogan­te y orgulloso -con justo orgullo de su valor y personalidad, enamoróse de una muchacha, también vecina de La Geltrú, y, por lo mismo, vasalla del barón, como él.
Era la muchacha de singular belleza y discreción, y el joven, después de hablar con sus padres y tomar con ellos un acuerdo, decidió casarse con ella, sin consul­tar con el señor de La Geltrú, para así poder escapar de la ignominia que suponía el «derecho de pernada».
Conformóse la joven, pero no sus padres, que tu­vieron miedo de incurrir en la cólera del caballero si se enteraba del caso. Además, había que contar con el sacerdote, quien de seguro tampoco se avendría a casarlos sin consultar antes con el señor, cuyo permi­so era necesario en aquel tiempo para que sus vasallos pudieran contraer matrimonio.
Viendo que no tenía escapatoria, formó entonces el muchacho otro plan: La Geltrú está tierra adentro, a alguna distancia del mar; así, los dominios del barón no llegaban hasta la playa. Entonces el muchacho de­cidió pedir la debida autorización para casarse; pero entretanto, y a escondidas, construyó una modesta ca­sita para él y su futura esposa y, juntó a ésta, otra pa­ra sus deudos, en la playa, lo más cerca posible de La Geltrú, pero fuera de la jurisdicción del barón.
Cuando se dirigió a su señor para pedirle el permi­so, éste se lo concedió enseguida; pero le recordó el de­recho que la ley le concedía. El muchacho pareció con­formarse con su mala estrella, y la boda se efectuó en la capilla de La Geltrú, según era costumbre.
Se celebró un espléndido banquete, al que asistieron todos los parientes y amigos de los novios, y hasta el barón fue a tomar unos vasos con ellos.
Cuando llegó la noche, el barón de La Geltrú espe­ró en vano que la novia acudiera para cumplir con sus deberes de vasalla.
Enfurecido el señor, envió a dos de sus hombres a la casa de los novios con el encargo de traer a la des­posada. Los hombres encontraron la casa vacía. Los novios habían desaparecido y nadie sabía dónde esta­ban. Mandó registrar todo el pueblo de La Geltrú; pe­ro no pudo dar con ellos. Días más tarde se supo que habían ido a vivir junto al mar, y que el joven, no te­niendo tierras para trabajar, se dedicaba a la pesca.
Fueron muchos entonces los vasallos del feroz ba­rón de La Geltrú que se marcharon a construir $us ca­bañas a la orilla del mar, junto a la del audaz mucha­cho, quedando así fundada la que hoy es Vilanova, cu­yo nombre se le dio ya con este motivo, y que ha llega­do a superar en importancia a la misma Geltrú, su vi­lla de origen.

103. anonimo (cataluña)

La cartuja de montalegre

Dos jóvenes estudiantes, Juan de Nea y Tomás de Zarzana, volvían de Barcelona, donde habían cursado sus estudios, a su pueblo natal. Al pasar por Badalo­na, se pararon a descansar en el hermoso lugar en que estuvo después instalada la Cartuja de Montalegre y donde hoy se conservan todavía sus ruinas.
Se sentaron y contemplaron el paisaje, que en aquel sitio es una maravilla. El llamado Tomás de Zarzana dijo que cuando llegara a ser papa fundaría en aquel paraje una cartuja, ya que le parecía un panorama ideal para el rezo y la meditación. Juan de Nea se echó a reír y contestó que él se haría monje de aquella cartuja.
Se separaron los compañeros y pasaron los años. Un día, Juan de Nea, que estaba de monje en Portaceli, de Valencia, recibió un aviso del papa, conminándole a que se presentara en el Vaticano.
Aturdido el humilde monje por la importancia de aquel llamamiento, se apresuró a hacer sus preparati­vos y partió para la ciudad santa.
Le recibió inmediatamente el Sumo Pontífice, y Juan de Nea tuvo la sorpresa de ver allí, convertido en pa­pa, a su amigo Tomás de Zarzana, que era a la sazón Nicolás V.
El papa recordó entonces a Juan de Nea la promesa que ambos hicieron cuando, una tarde, al volver de Barcelona, terminados sus estudios, se habían senta­do en las afueras de Badalona. Había llegado el mo­mento de cumplir la promesa. Pocos días después, Juan de Nea partía hacia España, nombrado nuncio apos­tólico de Su Santidad en la Corona de Aragón, como embajador del papa, y con plenos poderes para fun­dar una cartuja en Montalegre, en las cercanías de Ba­dalona, y gastar en ella lo que fuere necesario, de las rentas apostólicas.
Reinaba en aquel momento doña María, por au'sen­cia de su esposo don Alfonso V el Magnánimo, y le dio toda clase de facilidades para que pudiera cumplir su propósito.
Tal es, según se cuenta por aquella comarca, el ori­gen de la célebre Cartuja de Montalegre.

103. anonimo (cataluña)

La cabeza de borrell

Corrían los postreros años del siglo X. En Barcelo­na reinaba el cuarto conde soberano, Borrell II. En ese tiempo, el poderío del Islam había crecido, impulsado por la temida espada de Almanzor, el caudillo de Hi­xem II. Al frente de sus caballeros salió el conde Bo­rrell, dispuesto a atacar el castillo de Gante. Mas en su ausencia, Almanzor cercó con un escogido y nume­roso ejército a Barcelona. Al frente de los sitiados es­taba sola la esposa de Borrell, Letgarda, a la que todo el pueblo adoraba por su bondad y belleza:
El cerco de los árabes se había ido estrechando, hasta colocar sus centinelas avanzados en el mismo muro. Los defensores desespera-ban de poder resistir si no re­gresaba el conde Borrell con sus quinientos caballeros. Las atalayas espiaban, incansables, el horizonte, para anunciar la llegada de los caballeros; mas todo era en vano. La condesa permanecía horas y horas en los ba­luartes y, cansada y rendida de angustia, volvía al pa­lacio para intentar un descanso que nunca conseguía.
Al fin, una madrugada las trompas de los escuchas dierog el grito de alerta. Corrieron todos a las mura­lIas, Letgarda la primera, y divisaron una nube de polvo que surgía, en la luz indecisa del amanecerr, de uno de los caminos que venían hacia la ciudad.
«¡Ya llegan!», era el grito de júbilo que conmovía a todos los corazones. Mas cuando el conde Borrell con sus quinientos caballeros llegaban cerca de las mura­llas, los sorprendieron los moros, que se habían emboscado.
Y se trabó un combate, que los defensores de Bar­celona presenciaban horrorizados desde las murallas.
Al fin cesó el fragor de las armas. Se preparaban los sitiados a defenderse contra el asalto, cuando de pron­to un silbido rasgó el aire, y a los pies de la covesa cayó, atravesada por una ballesta, la cabeza de Bo­rrell II. Horrible fue la congoja de la desgraciada da­ma al ver el sangriento despojo. Más aún, vieron lle­gar por el aire, una a una, las cabezas de los quinien­tos caballeros. Llenos de ira, los barceloneses se lan­zaron contra los moros; pero su esfuerzo fue inútil: pe­recieron todos, y la ciudad vio ondear sobre sus mura­llas el pendón del caudillo Almanzor.

103. anonimo (cataluña)

La bruja que se convirtió en piedra

Hace muchísimos años, en la ciudad de Girona vi­vía una vieja, de quien los vecinos contaban extrañas historias y que era tan temida como odiada. Decían que era bruja. Algunos aseguraban que una noche había pasado junto a ellos un gran gato negro y que, habién­dole tirado una piedra uno de los vecinos, que hirió al animal en la cabeza, pudo verse al otro día a la viejá que estaba con una venda en la frente. Otros asegura­ban que la habían visto volar por los aires, cantando la «canción de los días de la semana», y que iba al aquelarre a adorar al macho cabrío. Otros, en fin, la acu­saban de aojadora.
-Cierto que esa mujer era bruja. Tenía las malas ar­tes de la hechicería desde muy joven. Y cuentan que cuando no era observada por nadie, cogía guijarros y los iba a tirar contra los muros de la catedral. Y des­pués de cometer tal acción, se marchaba riendo con su boca desdentada o cantando cualquier copla.
Esto sucedía casi todas las tardes, después del ánge­lus, cuando los buenbs vecinos se habían metido en sus casas, y no se veía un alma por las calles. Y así, la mala vieja podía creerse impune, y de nuevo volvía a coger unas piedras y volvía a tirarlas contra los muros de la catedral. Pero Dios, irritado contra la perversa, quiso castigarla y dijo:
-Pedres tires, pedres tirarás, de pedra restarás.
Y de pronto se convirtió en gárgola, quedando pe­gada y empotrada en uno ae los contrafuertes del claus­tro, cerca de la llamada Torre de Carlemany.
Al día siguiente, los vecinos, admirados, vieron có­mo había surgido en el muro la deforme figura de pie­dra, y como advirtieron que en sus rasgos recordaba a los de la vieja bruja, comprendieron que había sido un castigo a una mala mujer.
Y ya respiraron libres del temor que les habían pro­ducido siempre sus mágicos e infernales poderes. Años y años la gárgola de la bruja ha vertido el agua de llu­via, y así persiste y persistirá.

103. anonimo (cataluña)

La bruja de merlés

En las cercanías de Merlés, cerca del lugar llamado Eures de Quart, camino de la Riera, en una espadaña gigantesca, tenía la cueva una bruja que pasaba el tiem­po hilando lana.
Cuando se le terminaba, tomaba su escoba y, junto con otra compañera, volaba hasta Prats de Lluganés, donde había muchos rebaños de ovejas, y allí las tras­quilaban y robaban la lana a los pastores.
Había en la comarca un propietario que, sin ser muy rico, se daba muy buena vida. Tenía grandes rebaños de ovejas, siempre muy gordas y con una lana blan­quísima, que podía vender a muy buenos precios, y era muy conocido por eso y por las comilonas que organ­zaba en las ferias de Alpens, Berga y Prats de Llu­canés.
Siempre le habían ido bien las cosas, hasta que de pronto sus ovejas empezaron a adelgazar, y aun a mo­rir muchas de ellas, y sus rebaños fueron menguando; de tal manera, que llegó un momento en que se vio arruinado.
No sabiendo qué hacer, después de pensarlo mucho, decidió ir a ver a la bruja de la cueva de Merlés.
Hacia allí se dirigió una noche y estuvo mucho rato conferenciando con ella. Como resultado de esta en­trevista, el propietario arruinado se fue al día siguien­te a pedirle a un amigo un macho carnero muy bueno que tenía, para sus ovejas.
El propietario, que sabía el apuro en que se encon­traba su amigó, se lo prestó de buena gana. Sólo le pi­dió que lo cuidara bien y se lo devolviera pronto.
El macho era muy grande, negro y muy fiero. El que lo había pedido prestado se encaprichó con él y no lo devolvió.
Pasó el tiempo, y era en vano que el amigo pidiera el macho carnero que con tan buena voluntad había prestado. Éste seguía en el rebaño del otro, que tenía ahora muchísimas ovejas, hermosas y lecheras; todas con una lana negra y muy rizada.
Una tarde en que los rebaños estaban pastando, se acercaron a la orilla de la Riera, en el lugar llamado Gorc de les Eures.
El propietario, que iba detrás del rebaño, guiado, como de costumbre, por el macho, envió a los perros junto al río para impedir que cayeran dentro. Pero el macho volvió la cabeza y le pareció al hombre que son­reía de una manera diabólica. De pronto, bajó el tes­tuz, tomó empuje y echó a correr hacia el Gorc, preci­pitándose en él, hundiéndose en sus aguas y arrastran­do tras él a todo el rebaño, a los perros y al propietario.
Muchos han querido saber la profundidad exacta del Gorc de les Eures, y han tirado a las aguas un cordel con un plomo atado. Han ido soltando luego un ovi­llo enorme; pero siempre el hilo ha ido bajando, ba­jando, sin tocar fondo; por lo que es creencia popular que el macho, las ovejas y el pastor fueron derechos al infierno.

103. anonimo (cataluña)

La bota de sant ferriol

Entre labradores y viandantes, el nombre de Ferriol era temido sobre todas las cosas, Muchas noches de tor­menta, cuando el agua bate con furia las hojas de los robles y las alimañas se agazapan en sus cuevas, el ban­dido Ferriol y los hombres de su partida velaban pres­tos a arrojarse sobre cualquier infeliz para arrebatarle la bolsa y quizá dejarlo tendido sin vida en un mato­rral. Por toda la comarca se narraban las nuevas de las fechorías que llevaban el terror a todos los que te­nían que pasar por los montes y bosques que eran lu­gares preferidos de Ferriol y su partida.
Un día, cuando ya el sol se había ocultado y el cre­púsculo había llenado de sombras los senderos de la montaña, un pobre fraile caminaba de prisa. Iba re­zando sus horas y, abstraído en ello, no advirtió la apa­rición de dos hombres en medio del camino. Éstos pa­raron al buen religioso, diciéndole:
-¡Eh, hermano, suelte la bolsa!
El fraile, sorprendido, les contestó que no llevaba sino lo puesto. Y entonces, los bandidos lo conduje­ron con los ojos vendados a la cueva donde la partida estaba reunida. Ferriol, sentado junto al fuego, se en­tretenía en afilar con gran cuidado su daga.
Los forajidos se sorprendieron con la llegada de sus dos compañeros y el fraile. Ferriol, con el intento de burlarse del fraile, le dijo:
-Hace mucho tiempo que deseaba confesarme, y ahora me veo en una buena ocasión. Me vais a confe­sar, reverendo padre; pero tened en cuenta que espero vuestra absolución. Si no es así, ya os podéis encomen­dar a todos los santos, pues no saldréis vivo de esta cueva.
El fraile, tranquilamente, le dijo que estaba dispuesto a confesar-le.
-Pero soy Ferriol, el bandido -dijo el jefe. ¿No habéis oído hablar de mí?
-No importa -repuso el fraile; ven aquí conmi­go y te absolveré.
Se retiraron a un rincón de la cueva, y el fraile le di­jo a Ferriol:
-No te impongo más penitencia que ésta: cuando vayas a hacer alguna de tus fechorías, repite esto y pien­sa bien en ello, «no quieras para los demás lo que no quieras para ti». Y con ello bastará.
Ferriol soltó una estruendosa carcajada y exclamó:
-Si eso es la penitencia, no es demasiado dura. Aho­ra salid a toda prisa de aquí, antes de que nos arrepin­tamos y os hagamos pasar un mal rato.
Salió el fraile. Ferriol siguió afilando su daga. Los compañeros, bebiendo, jugando o roncando. Y no pasó más por entonces.
Sin embargo, las palabras del fraile no habían caído en vano.
Unos días después se disponía Ferriol a dar un gol­pe de m1no en la carretera que conducía a la ciudad próxima, donde se celebraba una feria. Se desparra­maron los bandidos, como de costumbre, colocándo­se uno de ellos en lo alto de un cerro, para avisar la llegada de gente, y los demás, ocultos entre las matas, o subidos en las ramas de los frondosos árboles que caían sobre el camino. Al fin, un silbido del centinela los avisó, y se encubrieron bien. Por el camino llegaba un hombre que conducía por el ronzal a un borriqui­llo en el que iba una mujer y un niño. «¡Buena pre­sa!», pensaron todos. Ya estaban preparados para sal­tar a la señal de Ferriol, cuando vieron con sorpresa que la señal no sonaba. Pasó el hombre con su com­pañía y desapareció tras una curva del sendero. Todo quedó en paz, y los bandidos se fueron lentamente in­corporando; se acercaron a Ferriol y le preguntaron la causa de no haber ordenado el asalto. El jefe se mos­traba pensativo y no contestó apenas a las reclamacio­nes de sus subordinados.
-No sé... No me pareció conveniente. Ahora vol­vamos a la cueva.
Desde aquel día, siempre obraba así Ferriol. Prepa­raba el golpe; pero, a última hora, no lo ejecutaba. Y ya los forajidos murmuraban, creyendo que su capi­tán había enloquecido o había sido atacado de algún súbito mal, pues apenas hablaba con ellos, pasaba lar­gas horas melancólicamente paseando por el bosque o en la cueva, alejado de la algazara de los demás. Has­ta que un día, habiéndose proyectado robar e incen­diar una masía, Ferriol se negó a ir.
-Pensad si a vosotros os gustaría que os hiciesen eso. Lo que no queramos para nosotros no hemos de quererlo para los demás.
Los bandidos quedaron estupefactos. A poco, un co­ro de brutales carcajadas estalló:
-¡Ah Ferriol, eres Sant Ferriol! ¡Te nos has vuelto fraile y santo!
Y pasando de las burlas a las amenazas, y de éstas a los hechos, le golpearon, y al fin le dieron muerte. Llevaron el cadáver con ellos y lo enterraron en la bo­dega de la masía, en donde fueron a robar.
De esta manera, Ferriol, que había meditado sobre las palabras de aquel fraile, cumplió la penitencia de que tan impíamente se burlara.
Pasó el tiempo, y los dueños de la casa en que los bandidos habían robado y habían dejado el cuerpo de su antiguo capitán muerto por ellos, para que no los delatase, notaron con sorpresa que el vino que saca­ban de una bota de la bodega había mejorado deJuna manera notable en calidad, y tomado un sabor gratísi­mo y que, además, la bota se mostraba como un ma­nantial inagotable. Sin saber a qué atribuirlo, bajaron un día a la bodega, removieron la bota de aquel vino y, en medio de gran sorpresa, encontraron el cuerpo de Ferriol, que estaba fresco, con las heridas sangran­tes, como si acabase de morir.
Comprendieron que un gran milagro había tenido lugar, y desde entonces Sant Ferriol recibe culto y de­voción, y aquí termina la leyenda.

103. anonimo (cataluña)

Galceran de pinós y el caballero sancerní

Allá por el año de 1147, en una de tantas correrías de los cristianos contra los moros, dos caballeros ca­talanes, el almirante Galceran, señor de Pinós, y el no­ble caballero Sancerní marcharon por tierras de Alme­ría a luchar contra los moros; pero el combate, iguala­do en un principio, acabó a favor de los moros, que hicieron entre los cristianos una matanza espantosa!, re­latada en Cataluña por los pocos que lograron escapar.
Durante muchos días se lloró la pérdida de don Gal­ceran y don Sancerní, los dos nobles caballeros; pero pronto se supo que habían sido respetadas sus vidas en consideración a su elevada alcurnia. Se anunció, en efecto, que un poderoso moro los tenía presos en Gra­nada y solicitaba del rey de Cataluña, Ramón Beren­guer, un fabuloso rescate, consistente en cien donce­llas cristianas, cien mil doblas de oro, cien caballos blancos, cien paños de brocado de oro de Tauris y cien vacas.
Llegó la noticia hasta las familias de los caballeros; pero ni prescindiendo de toda su hacienda podían reu­nir aquel rescate, sobre todo en lo referente a la entre­ga de cien doncellas. Ya desesperaban de poder salvar la vida de los caballeros, cuando llegaron unos envia­dos del pueblo de Braga, perte-necientes al señorío de Pinós, que venían para ofrecer a la familia de su señor Galceran las cien doncellas que reclamaban para su res­cate. Habían decidido que dentro del señorío las fami­lias de cuatro hijas entregasen dos; las que tuvieran dos, una, y las que tuvieran una y les tocara en suerte en­tregarla, prescindieran también de su única hija.
Tan dolorosa resolución fue llevaba a cabo, y pocos días después estaban las desgraciadas doncellas dispues­tas a emprender la marcha hacia Granada.
Mientras, don Galceran, rogaba a San Esteban pa­ra que le librase de aquella lóbrega mazmorra, y el ca­ballero Sancerní pedía desde su calabozo la misma mer­ced a San Dionisio. Rezando a los dos santos, se que­daron ambos caballeros dormidos en el frío suelo de la prisión.
Los primeros rayos del sol los despertaron a la ma­ñana siguiente; pero al abrir los ojos, en vez de trope­zar con las sucias paredes de la mazmorra, se encon­traron con el horizonte amplio y despejado de una cam­piña exuberante. Frente a ellos, a pocos pasos, vieron la choza de unos pastores; se acercaron y les pregunta­ron por el lugar en que se hallaban. Los pastores, con­fundiéndolos con caminantes extraviados, les contes­taron que se encontraban a muy poca distancia de Ta­rragona. Alborozados don Galceran y don Sancerní por la noticia, iniciaron la marcha a toda prisa, olvidando su cansancio y su extrema debilidad, y al llegar a una encrucijada del camino vieron una multitud silenciosa que marchaba en dirección contraria. Preguntaron a dónde se dirigían, y un hombre de gesto grave y dolo­rido es repuso que iban hacia Granada a pagar el res­cate de don Galceran y don Sancerní, para el cual ha­bían tenido que sacrificar a cien doncellas. Los caba­lleros, entonces, se dieron a conocer, y entre felicita­ciones y el natural regocijo, emprendieron todos el ca­mino hacia Tarragona.
Hoy todavía se recuerda la aventura que tantas an­gustias proporcionó a las familias del señorío de don Galceran, y de padres a hijos se cuentan las peripecias de los dos caballeros, cuyos sepulcros se conservan en el histórico Monasterio de Santes Creus.

103. anonimo (cataluña)

Fundación del monasterio de ripoll

La ciudad de Ripoll, en otro tiempo rica y florecien­te, había sucumbido a mano de los moros, que incen­diaron sus casas, sus templos e incluso sus campos, y cuando Carlomagno volvió a entrar en ella, vencedor, sólo encontró un montón de ruinas.
Apenado, el emperador paseaba silencioso por en medio de tanta devastación, cuando vio a un viejecito superviviente de la gran tragedia, que con otros veci­nos, también ancianos ya, cultivaban un rinconcito de tierra y rendían culto a una imagen de María. Se apro­ximó el emperador, para ver de cerca la imagen, y, en­cantado con ella, prometió a los ancianitos ayudarles en sus trabajos de reconstrucción; pero no levantarían una ciudad, sino un monasterio, donde una orden re­ligiosa diera culto para siempre a aquella hermosa imagen.
Pero los moros volvieron a entrar en Ripoll y deshi­cieron aquel principio de fundación que allí había, pa­sando a cuchillo a los cinco viejecitos; pero antes ellos habían tenido tiempo de tapiar en lugar seguro la ima­gen de la virgen:
Pasaron los años. Las armas cristianas se habían he­cho ya dueñas dé aquel territorio; el recuerdo de los viejos fundadores de Ripoll perduraba en el ánimo de todos, y se fundó un monasterio, que se entregó a una orden religiosa. Pero había una gran pena. ¿Y la vir­gen? ¿Dónde estaba escondida la virgen? La imagen venerada no llegó a aparecer, por más que se la buscó.
Corrían los tiempos de Guifré el Pelós. El esforza­do conde se durmió aquella noche con la preocupación de todos: hallar la imagen. Inquieto se revolvía en el lecho, cuando he aquí que soñó...
Vio ante sí una dama bellísima, que le hacía señas para que la siguiera.
La obedeció y caminó tras ella por un sendero aro­mado de flores, mientras una dulcísima música reso­naba en el aire.
La dama llegó a una cueva y se colocó sobre un mu­ro bajo; a sus pies había un hombre en oración: era Carlomagno, que al ver al recién llegado, le conminó para que cumpliera su promesa de que fuera honrada y venerada aquella imagen. El conde dijo que lo cum­pliría, y más aún: que regalaría a la imagen una joya de valor que le iban a entregar. Y cuando se volvía a buscar la joya prometida, despertó. ¡Todo había sido un sueño!
Muy preocupado quedó el conde Guifré por tal sue­ño, y así se lo contó al obispo Gotmar; pero éste no supo entenderlo, y, por otra parte, el conde no encon­tró en los alrededores de Ripoll camino alguno pareci­do al que viera en sueños siguiendo a la señora.
Unos días después salió una vez más a pasear por el campo, con la secreta esperanza de encontrar el sen­dero de su sueño; cuando un grupo de monjes se le acer­có: al derribar una tapia, había aparecido una imagen de la virgen en una cueva cercana.
Guifré salió corriendo detrás del monje; reconoció el camino, y allí, en la tapia, ¡por fin!, la anhelada ima­gen de la Virgen de Ripoll, tal como él la viera en sue­ños, parecía sonreírle.
Cayó el conde de rodillas y en ese momento fue avi­sado de que su hijo, Radulf, acabado de llegar al mo­nasterio, se encaminaba hacia allá.
En efecto, el joven llegó montado en su caballo y, después de abrazar a su padre, le enseñó lo que traía: una riquísima joya, cogida a los musulmanes en la úl­tima refriega. Y ambos de acuerdo, la entregaron a la Virgencita de Ripoll.
El monasterio se engrandeció con la ayuda del con­de de Barcelona.
Y añade la leyenda que Radulf, el hijo de Guifré, se hizo monje benedictino y quedó en Ripoll, donde fue modelo de sabiduría, prudencia y santidad.

103. anonimo (cataluña)

Fra garí

En el año 859, y siendo conde de Barcelona Guifré el Pelós, había en la montaña de Montserrat un ana­coreta llamado Garí, hombre de gran virtud y piedad.
Todas las mañanas, en cuanto amanecía, subía a los más altos picos de la montaña para rezar, y todas las mañanas, cuando volvía a su cueva, la campana de la lejana iglesia de Sant Iscle tocaba sola, para saludarle.
El demonio, muy contrariado, se propuso perderlo, y para ello empleó todas sus armas.
Una mañana, Garí subió a Sant Jeroni, el pico más alto de Montserrat, con el afán de ver más de cerca el cielo. Pero aquel día, por vez primera, el demonio le tentó, y en lugar de mirar al cielo, miró desde aquella altura hacia el llano.
Contempló largo rato las sierras de Valencia y Ara­gón. Tendió la vista, embelesado, hacia Mallorca y los ubérrimos campos de Cataluña. Al verse más alto que todo y por encima de todo, sintió el orgullo de su pro­pia grandeza. Todo lo dominaba, todo podía contem­plarlo. Se sentía dueño de todo.
Cuando bajó aquella mañana, después de haber ora­do con menos devoción que de costumbre, la campa­na de Sant Iscle tuyo, en lugar de su habitual alegre repiqueteo, un sonido triste, como de lamento. El de­monio había podido descubrir que el anacoreta no era invulnerable a los defectos, a las debilidades humanas.
Al pie de la montaña de Montserrat se abre un po­zo, que aún se llama «del Diablo». De ese pozo salió Lucifer una tarde para tratar con el mensajero que ha­bía enviado contra el anacoreta. Se encontraron junto a un macizo de rocas, y juntos trazaron un plan.
Lucifer ordenó al diablo subordinado que se fuera a Barcelona, penetrara en, el palacio de los condes, el renombrado palacio de Valldaura; y se apoderara del espíritu de Riquilda, la hija del conde, que era una jo­ven bellísima.
Hecho esto, debía sugerir a los condes que únicamen­te llevando a Riquilda a Montserrat, junto a fra Garí, el anacoreta, y haciendo éste oración con ella durante nueve días, se vería la joven libre del espíritu del mal.
Se reservó también Lucifer un importante papel. Disfrazado de ermitaño, se dirigió a la montaña. Es­cogió una cueva entre las muchas que hay entre las ro­cas, y desde allí espió el momento oportuno para salir al paso de Garí.
Al caer la tarde del día siguiente, lo vio subir hacia Sant Jeroni. Fingiendo que rezaba, le salió al paso. Fra Garí, sorprendido al verlo, le preguntó cuándo había venido a Montserrat. El falso fraile, mintiendo, le di­jo que llevaba treinta años haciendo penitencia en aque­lla abrupta montaña.
Después, lo llevó a su cueva, donde no faltaba más que la cruz. Al notarlo Garí, dijo el viejo anacoreta que las imágenes y cruces costaban mucho dinero, y él no lo tenía. Por otra parte, la grandeza de Dios era tanta, que a él le parecían poca cosa las imágenes para adorarle.
Así, en ese tono, continuó hablando el viejo anaco­reta, conquis-tando por completo el corazón puro y bon­dadoso de fra Garí, que le escuchaba embelesado. Desde aquel día, todas las tardes subía el joven a con­sultár al viejo acerca de sus dudas, sus vacilaciones, so­bre todo. cuanto sentía y pensaba.
Entretanto, en el palacio de Valldaura estaba Riquil­da vistiéndose una mañana para dirigirse a la iglesia. Tenía la ventana abierta y por ellaentraban y salían libremente los pájaros. Entre ellos entró un mirlo, que se acercó a la joven y silbó junto a sus oídos alegres trinos, inspirándole extraños pensamientos y sensacio­nes que hasta entonces jamás había sentido.
Riquilda se miró al espejo y se encontró más bella que de costumbre. Instintivamente se adornó con co­llares y joyas que nunca usaba. Para ponerse el collar de perlas, se quitó la cruz bendecida que llevaba desde que naciera. En el mismo momento cayó rodando al suelo. Palideció y empezó a lanzar horribles gritos.
La condesa, asustada, acudió a la habitación de su hija. Al verla convulsa, retorciéndose por el suelo, co­mo si estuviera sufriendo horribles dolores, llamó a un médico de gran talento y fama.
El médico, después de inspeccionar a la enferma, de­claró que aquel mal no podían curarlo las medicinas. La condesita tenía el diablo en él cuerpo.
Todo en el palacio era dolor y consternación. Por orden del conde Guifré, que adoraba a Riquilda, co­gieron a la joven y la llevaron a la catedral bizantina. Allí la ataron a una columna, ante el altar de la cripta.
El viejo sacerdote la exorcizó, leyendo los Sagrados Evangelios; pero cuanto más rezaba el viejo sacerdo­te, más se enfurecía Riquilda, que lanzaba espumara­jos por la boca y olía a fuego y azufre.
Todos los presentes estaban horrorizados al contem­plar a la bellísima joven, a quien el pueblo tanto que­ría, gritando y agitándose en sus ligaduras.
El viejo sacerdote rodeó el cuello de Riquilda con una estola morada y conminó al diablo a que abando­nara el cuerpo de la joven. Entonces, ante el terror y la sorpresa de todos, se oyó una voz ronca y profunda que decía que únicamente saldría del cuerpo de la jo­ven condesa si se lo ordenaba fra Garí, el anacoreta de Montserrat, rezando a los pies de Riquilda durante nueve días y nueve noches. Al oír aquellas palabras, el conde Guifré ordenó que se organizara inmediatamente la expedición a Mont­serrat, para conducir a su hija a presencia del ermitaño.
En un atardecer en que estaba el penitente en muda contemplación, fue distraído de sus meditaciones por la llegada de una caravana de caballeros que condu­cían a una hermosísima joven que iba atada sobre un caballo.
Eran el conde y Riquilda, con su séquito, que cum­plían la orden del diablo. Así se lo dijo el conde a fra Garí, añadiendo que sólo él podía curar a su hija.
En vano protestó fra Garí, alegando que, aunque anacoreta, era muy joven todavía y la gente podía mur­murar si vivía en compañía de una joven tan bella co­mo Riquildá:
A todas cuantas objeciones hizo el ermitaño opuso constante-mente el conde la gran confianza que su vida de santo le inspiraba, y la fe que tenía en que única­mente sus oraciones y la vida de eremita que él hacía, y que compartiría durante nueve días Riquilda, podían curarla.     
No tuvo más remedio que ceder, por fin, fra Garí a los deseos del conde, su señor. Todos los caballeros se marcharon, dejando a Riquilda en la cueva, que por primera vez desde que la poseyera el demonio se mos­traba sumisa.
Desde aquel momento, ya fra Garí no podía concen­trarse como solía hacerlo, en su oración ni en sus me­ditaciones. La presencia de Riquilda le turbaba y le distraía.
No pudiendo, por fin, resistir por más tiempo aquel tormento, se fue a ver al viejo ermitaño en su cueva. Le confió lo que le había pasado y cómo el conge le había obligado a tomar en su compáñía a Riquilda, que era una joven bellísima.
Solicitaba del viejo un consejo, una ayuda. Había pensado aban-donar a la joven en la cueva y marcharse él lejos de ella. De no hacerlo así, no podía responder de la salvación de su alma.
El viejo anacoreta, que no era otro que el demonio disfrazado, le dijo que no debería hacer tal cosa. Dios quería probar su fortaleza poniendo en su camino aquel peligro tan grande. Lo que él debía hacer era resistir valientemente. No era de santos abandonar la pelea.
Volvió Garí a su cueva, triste y meditabundo. No se creía capaz de resistir, y aquella noche la prueba fue más dura que nunca. Riquilda, asustada por su tardan­za, le recibió tan cariñosamente, con tales transportes de alegría y emoción al verle de nuevo junto a ella, que a pesar de haber empezado ambos a hacer sus oracio­nes como de costumbre, el anacoreta no sabía lo que decía y le era imposible fijar su pensamiento.
Cuando amaneció, la cruz que presidía la cueva ya­cía en el suelo y Riquilda lloraba, desesperada, en un rincón.
En medio de una terrible tempestad, fra Garí subió corriendo, con las ropas y el cabello en desorden, ha­cia la cueva del viejo ermitaño, a quien había tomado como guía y consejero, para confesar su horrible pecado.
Éste le ordenó que se marchara de Montserrat, que no arrastrara su deshonra por aquella montaña, por temor a que el cielo des-cargara sobre ellos sus iras.
Fra Garí declaró que se tiraría al Llobregat, el río que pasa junto a la montaña; pero el viejo le detuvo en su idea, diciendo que no le pugiera a él en el com­promiso de tener que responder ante el conde Guifré de su hija, cuando unos días después subiera a buscar­la. Lo mejor que podía hacer, para evitar el escánda­lo, era degollarla. Era la única persona que podía des­cubrirle. Muerta, no hablaría.
Le dio un cuchillo le indicó un lugar donde él le es­peraría, para enterrarla entre los dos.
Tomó fra Garí el cuchillo y el viejo un azadón. Se fue el primero hacia su cueva, y el otro hacia una pe­queña llanura, donde cavaría la sepultura.
Al poco rato apareció fra Garí llevando en brazos a Riquilda, degollada. Entre los dos la enterraron, y en el mismo momento en que caía sobre la desgracia­da doncella la última palada de tierra, el viejo ermita­ño se convirtió de nuevo en el diablo, estallando en una sonora carcajada, que retumbó lúgubremente por to­da la montaña.
Fra Garí comprendió entonces que había sido vícti­ma de un engaño horroroso. Pero esto no menguaba en nada la magnitud de su doble pecado. El penitente cayó, llorando desesperadamente, sobre la tumba de Riquilda, y oyó la campana de Sant Iscle, que, sola, tocaba a muertos por la hija del conde.
Garí partió la misma noche camino de Roma, para pedir perdón.
El mismo camino que hizo para llegar hasta la ciu­dad santa lo deshizo después, andando a gatas, cum­pliendo la penitencia que le había impuesto el papa.
Puesto que había pecado como una bestia, como bes­tia debía vivir hata que Dios ordenara otra cosa, co­miendo hierbas y raíces, que arrancaría del suelo con los dientes.
Atravesó el Llobregat y volvió hasta su cueva, don­de halló todavía el crucifijo en el suelo.
Desde entonces, todos los días Garí iba a llorar so­bre la tumba de Riquilda.
También lloraban en el palacio de Valldaura, en Bar­celona, los condes, por la extraña desaparición de su hija, que no acertaban a comprender. Nada habían sa­bido ni de Riquilda ni de fra Garí, hasta que un día, yendo de caza Guifré por los alrededores de Monistrol, se acercó con sus monteros hasta el lugar donde se ha­bía despedido de su hija meses antes. Allí lloró el con­de abundantemente.
De pronto, muy cerca del lugar donde él estaba, so­nó el cuerno de caza. Acudió el conde presuroso, y vio a sus monteros que estabn acorralando a un extraño animal desconocido. Viendo que no era fiero, le echa­ron una soga al cuello y lo arrastraron hasta Barcelo­na. Allí le dejaron abandonado en las caballerizas del palacio, porque otro acontecimiento más importante distrajo la atención del conde.
La condesa dio a luz un niño. El bautizo se celebró con gran pompa, y al cantar un trovador las gestas del conde, entre las cuales figuraba la muerte del dragón en Sant Llorenç, recordaron los caballeros al monstruo que habían capturado en Montserrat.
Pidió el conde que lo trajeran, para observarlo. Así se hizo. Todos lo contemplaban con admiración. Al­gunos le encontraban cierta semejanza con un hombre; otros decían que su manera de andar recordaba a un oso. El monstruo aceptada las caricias humildemente y besaba los pies de los invitados. Entretanto, desper­tó el neófito, y, abriendo sus ojos, contempló larga­mente al monstruo, y ante la sorpresa general, hablé el recién nacido, para decir:
-Levántate, fra Garí, que Dios ya te ha perdonado.
Levantóse entonces fray Garí, dejando consternados a todos los presentes. El conde le pidió cuentas del pa­radero de su hija Riquilda. Fra Garí le contestó que había muerto. Pidió castigo para, su horrendo crimen. El conde, magnánimo, perdonó a quien Dios había ya perdonado.
Los condes quisieron decir una misa en el lugar don­de descansaban los restos de Riquilda.
Años más tarde se erigió allí un monasterio de mon­jas benedictinas, en memoria de la hija del conde.

103. anonimo (cataluña)