Allá por los años en que
el rey don Pedro residía con su corte en el fastuoso Alcázar, su favorita, doña
María de Padilla, por todos reconocida como la perla de Sevilla, deslumbraba
con sus gracias y su belleza a toda la ciudad. Amada por el rey con desatada
locura, se había convertido en la verdadera reina de Castilla.
Don Pedro tenía un
hermano, popular por su extraordinario valor, distinguido por su porte señoril
entre todos los jóvenes de la corte. Era don Fadrique, el gran maestre de la Orden de Calatrava.
Cuenta la leyenda que don
Fadrique y la Padilla
se amaban. Trataron de ocultar su pasión, conocedores de la ferocidad del rey;
pero pronto la duda se despertó en el alma de don Pedro. Aunque no tenía
pruebas que condenasen a los dos amantes, sus sospechas fueron creciendo,
hasta convertirse en una absoluta convicción. Desde entonces, la vida del
maestre peligró.
Don Fadrique, cegado por
la pasión, no parecía darse cuenta de la amenaza que se cernía sobre él. Pero
doña María, adivinando que ya estaba sentenciado, esperó a la primera ocasión
para darle aviso.
Hacía algún tiempo que
apenas tenían oportunidades de verse. Un día llegó al Alcázar un embajador inglés,
y mientras don Pedro presidía la recepción, la fiel nodriza de doña María
condujo a don Fadrique a la cámara de su señora. La Padilla , entonces, le
suplicó que huyera adonde no pudiera alcanzarle la sorda amenaza del rey. Pero
como él no quería reconocer otro peligro que el de enloquecer por amor, ella le
prometió abandonar secretamente el Alcázar, más adelante, y reunirse con él en
Navarra. Sólo bajo esta promesa el maestre consintió en ausentarse de Sevilla.
Con el corazón lleno de
esperanza se dirigió a Navarra y fue recibido con espléndida hospitalidad en
el castillo de Monteagudo, morada de sus amigos los Beaumont.
Durante días y semanas
esperó, sin que llegase la menor noticia de su amada. Ni los obsequios, ni las
distracciones de la caza podían calmar su febril impaciencia. Envió un
mensajero a Sevilla; pero pasaba el tiempo y no regresaba.
Durante días y días
permaneció don Fadrique sentado junto a la ventana abierta, con los ojos fijos
en el camino del Mediodía.
Un día divisó, a lo
lejos, un jinete que se aproximaba al galope. Su corazón dio un salto, porque
había reconocido en él a su mensajero, don Menendo. Momentos después éste se
hallaba, cubierto de polvo, ante la presencia de su impaciente señor.
Contestó a las ansiosas
preguntas del príncipe, dándole las nuevas que traía de Sevilla. Doña María
vivía recluida en el Alcázar como una prisionera; el temor de verse espiada por
todas partes no le permitía ni salir a los jardines. Don Menendo no había
podido, por lo tanto, verla; pero sí había hablado con su fiel nodriza, quien
le había entregado una carta de su señora para don Fadrique.
El maestre recibió la
carta de manos de su mensajero con gesto pensativo. Entonces, el servidor le
expuso un plan que había ideado para libertar a doña María. Sólo necesitaba
dinero y el consentimiento de su señor. Se había puesto de acuerdo con dos
vendedores del mercado que surtían al Alcázar, para engañar a los espías de don
Pedro. Uno de ellos estaba casado con una huertana que guardaba cierto parecido
en el porte con el favorita del rey. Un día en que éste no estuviera en el
Alcázar, entrarían los dos vendedores acompañados de la hortelana y provistos
de sus cestos. Al amanecer, cuando no fuera fácil distinguir si la mujer que
los acompañaba era la huertana o doña María, saldrían de nuevo con la regia
prisionera, vestida con un traje de labradora, que le habrían llevado en el
cesto. La mujer del vendedor podría dejar el Alcázar poco después, sin llamar
la atención de nadie. Don Fadrique estaría por los alrededores con su gente, y
ya no tendría más que recoger a su amante y emprender la huida.
El maestre aceptó el
plan, confiadamente, y dio el dinero que se le pedía. Enseguida se retiró a
leer la carta que don Menendo le había entregado. Doña María le rogaba en ella
que no abandonase la hospitalaria Navarra; pero los términos encendidos en que
le escribía acabaron por decidirle a marchar a Sevilla.
De nada sirvieron los
prudentes consejos de su amigo el de Beaumont. Desconfiaba éste del aspecto rufianesco
de don Menendo; pero viendo que no había manera de que don Fadrique desistiera
de su propósito, se ofreció a acompañarle con cien lanzas y entrar por
sorpresa en Andalucía. El maestre rechazó esta idea, porque pensaba que era
imposible sorprender a don Pedro, siempre prevenido, y resolvió partir acompañado
solamente de su servidor.
Amo y criado emprendieron
el viaje, disfrazados de trajinantes navarros, de los que llevaban mosto a Andalucía
para cambiarlo por jerez y montilla.
El de Beaumont, no
pudiendo rechazar sus recelos, dispuso que seis hombres de armas siguieran de
lejos a los trajinantes, por si encontraban alguna asechanza en el camino.
Efectivamente, sus sospechas eran fundadas. Cuando habían pasado las fronteras
de Navarra, don Menendo se adelantó, con el pretexto de explorar el camino.
Momentos después, varios salteadores de aspecto feroz cayeron sobre don
Fadrique. Éste, que iba armado bajo su disfraz, se disponía a defenderse con
temerario valor, cuando llegó don Menendo y le aconsejó que no lo intentara,
pues seguramente aquellos hombres se contentarían con el dinero que llevaba.
Los salteadores asintieron a las palabras de don Menendo, y la mirada de
inteligencia que se cambió entre uno y otros hizo comprender la verdad a don
Fadrique. Y cuando su servidor se acercó a coger el dinero, le atravesó el
cuello con la espada.
Los demás hombres se
lanzaron sobre él; pero su espada trazaba en torno suyo un círculo que ninguno
podía pasar. En esto se oyó el galope de unos caballos, e instantes después
llegaban los hombres de Beaumont, que se lanzaron contra los malhechores,
dejándolos a todos tendidos por tierra. Uno de los heridos, bajo promesa de
perdón, confesó que habían sido pagados por un agente del rey, en connivencia
con don Menendo.
Ni la emboscada ni las
nuevas persuasiones de sus amigos pudieron detener a don Fadrique, y siguió su
camino con loca obstinación.
Los hombres de Beaumont
le acompañaron hasta Sevilla, y después regresaron a Navarra.
Durante algunos días, el
maestre residió en la ciudad, ignorado por todos. Algunas tardes, embozado en
una capa de hidalgo, rondaba el Alcázar, con la esperanza de ver a doña María.
Y un día pudo contemplarla en una terraza, acompañada de dos doncellas. Estaba
pálida y parecía triste; pero su belleza era todavía más grande en su dolor.
Don Fadrique la contemplaba tan embelesado, que dejó caer el embozo por unos
momentos. Una de las doncellas, espía pagada por el rey, le reconoció al
instante; pero supo disimular su descubrimiento.
Esta visión decidió a don
Fadrique a dejar el incógnito y a presentarse en Sevilla como el gran maestre
de Calatrava.
Con el pretexto de tratar
un asunto importante, se dirigió al Alcázar, seguido de una lucida cabalgata.
Iba a proponer a su real hermano, en nombre de la Orden , una empresa guerrera
contra los infieles.
Entró en el Alcázar con
la cabeza erguida, el paso resuelto y seguro. Cruzó las primeras estancias
entre los homenajes de la servidumbre. A la puerta de la antecámara real había
dos maceros, rígidos como estatuas. Don Fadrique avanzó resueltamente; pero al
ir a atravesar la puerta, las mazas cayeron sobre él rápidamente una y otra
vez. El maestre de Calatrava cayó al suelo sin proferir un gemido, sin exhalar
un suspiro.
En el suelo de la
antecámara real del Alcázar se puede ver todavía una extensa mancha rojiza. El
pueblo cree que es la sangre de don Fadrique, muerto en ese sitio, el año 1358,
por orden de su hermano el rey don Pedra el Cruel.
099. anonimo (andalucia)
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