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jueves, 6 de septiembre de 2012

La padilla y don fadrique

Allá por los años en que el rey don Pedro residía con su corte en el fastuoso Alcázar, su favorita, doña Ma­ría de Padilla, por todos reconocida como la perla de Sevilla, deslumbraba con sus gracias y su belleza a to­da la ciudad. Amada por el rey con desatada locura, se había convertido en la verdadera reina de Castilla.
Don Pedro tenía un hermano, popular por su ex­traordinario valor, distinguido por su porte señoril en­tre todos los jóvenes de la corte. Era don Fadrique, el gran maestre de la Orden de Calatrava.
Cuenta la leyenda que don Fadrique y la Padilla se amaban. Trataron de ocultar su pasión, conocedores de la ferocidad del rey; pero pronto la duda se desper­tó en el alma de don Pedro. Aunque no tenía pruebas que condenasen a los dos amantes, sus sospechas fue­ron creciendo, hasta convertirse en una absoluta con­vicción. Desde entonces, la vida del maestre peligró.
Don Fadrique, cegado por la pasión, no parecía darse cuenta de la amenaza que se cernía sobre él. Pero do­ña María, adivinando que ya estaba sentenciado, es­peró a la primera ocasión para darle aviso.
Hacía algún tiempo que apenas tenían oportunida­des de verse. Un día llegó al Alcázar un embajador in­glés, y mientras don Pedro presidía la recepción, la fiel nodriza de doña María condujo a don Fadrique a la cámara de su señora. La Padilla, entonces, le suplicó que huyera adonde no pudiera alcanzarle la sorda ame­naza del rey. Pero como él no quería reconocer otro peligro que el de enloquecer por amor, ella le prome­tió abandonar secretamente el Alcázar, más adelante, y reunirse con él en Navarra. Sólo bajo esta promesa el maestre consintió en ausentarse de Sevilla.
Con el corazón lleno de esperanza se dirigió a Na­varra y fue recibido con espléndida hospitalidad en el castillo de Monteagudo, morada de sus amigos los Beaumont.
Durante días y semanas esperó, sin que llegase la me­nor noticia de su amada. Ni los obsequios, ni las dis­tracciones de la caza podían calmar su febril impacien­cia. Envió un mensajero a Sevilla; pero pasaba el tiem­po y no regresaba.
Durante días y días permaneció don Fadrique sen­tado junto a la ventana abierta, con los ojos fijos en el camino del Mediodía.
Un día divisó, a lo lejos, un jinete que se aproxima­ba al galope. Su corazón dio un salto, porque había reconocido en él a su mensajero, don Menendo. Mo­mentos después éste se hallaba, cubierto de polvo, an­te la presencia de su impaciente señor.
Contestó a las ansiosas preguntas del príncipe, dán­dole las nuevas que traía de Sevilla. Doña María vivía recluida en el Alcázar como una prisionera; el temor de verse espiada por todas partes no le permitía ni sa­lir a los jardines. Don Menendo no había podido, por lo tanto, verla; pero sí había hablado con su fiel no­driza, quien le había entregado una carta de su señora para don Fadrique.
El maestre recibió la carta de manos de su mensaje­ro con gesto pensativo. Entonces, el servidor le expu­so un plan que había ideado para libertar a doña Ma­ría. Sólo necesitaba dinero y el consentimiento de su señor. Se había puesto de acuerdo con dos vendedores del mercado que surtían al Alcázar, para engañar a los espías de don Pedro. Uno de ellos estaba casado con una huertana que guardaba cierto parecido en el porte con el favorita del rey. Un día en que éste no estuviera en el Alcázar, entrarían los dos vendedores acompa­ñados de la hortelana y provistos de sus cestos. Al ama­necer, cuando no fuera fácil distinguir si la mujer que los acompañaba era la huertana o doña María, saldrían de nuevo con la regia prisionera, vestida con un traje de labradora, que le habrían llevado en el cesto. La mu­jer del vendedor podría dejar el Alcázar poco después, sin llamar la atención de nadie. Don Fadrique estaría por los alrededores con su gente, y ya no tendría más que recoger a su amante y emprender la huida.
El maestre aceptó el plan, confiadamente, y dio el dinero que se le pedía. Enseguida se retiró a leer la carta que don Menendo le había entregado. Doña María le rogaba en ella que no abandonase la hospitalaria Na­varra; pero los términos encendidos en que le escribía acabaron por decidirle a marchar a Sevilla.
De nada sirvieron los prudentes consejos de su ami­go el de Beaumont. Desconfiaba éste del aspecto ru­fianesco de don Menendo; pero viendo que no había manera de que don Fadrique desistiera de su propósi­to, se ofreció a acompañarle con cien lanzas y entrar por sorpresa en Andalucía. El maestre rechazó esta idea, porque pensaba que era imposible sorprender a don Pedro, siempre prevenido, y resolvió partir acom­pañado solamente de su servidor.
Amo y criado emprendieron el viaje, disfrazados de trajinantes navarros, de los que llevaban mosto a An­dalucía para cambiarlo por jerez y montilla.
El de Beaumont, no pudiendo rechazar sus recelos, dispuso que seis hombres de armas siguieran de lejos a los trajinantes, por si encontraban alguna asechanza en el camino. Efectivamente, sus sospechas eran fun­dadas. Cuando habían pasado las fronteras de Nava­rra, don Menendo se adelantó, con el pretexto de ex­plorar el camino. Momentos después, varios salteado­res de aspecto feroz cayeron sobre don Fadrique. És­te, que iba armado bajo su disfraz, se disponía a de­fenderse con temerario valor, cuando llegó don Me­nendo y le aconsejó que no lo intentara, pues segura­mente aquellos hombres se contentarían con el dinero que llevaba. Los salteadores asintieron a las palabras de don Menendo, y la mirada de inteligencia que se cambió entre uno y otros hizo comprender la verdad a don Fadrique. Y cuando su servidor se acercó a co­ger el dinero, le atravesó el cuello con la espada.
Los demás hombres se lanzaron sobre él; pero su es­pada trazaba en torno suyo un círculo que ninguno po­día pasar. En esto se oyó el galope de unos caballos, e instantes después llegaban los hombres de Beaumont, que se lanzaron contra los malhechores, dejándolos a todos tendidos por tierra. Uno de los heridos, bajo pro­mesa de perdón, confesó que habían sido pagados por un agente del rey, en connivencia con don Menendo.
Ni la emboscada ni las nuevas persuasiones de sus amigos pudieron detener a don Fadrique, y siguió su camino con loca obstinación.
Los hombres de Beaumont le acompañaron hasta Se­villa, y después regresaron a Navarra.
Durante algunos días, el maestre residió en la ciu­dad, ignorado por todos. Algunas tardes, embozado en una capa de hidalgo, rondaba el Alcázar, con la es­peranza de ver a doña María. Y un día pudo contem­plarla en una terraza, acompañada de dos doncellas. Estaba pálida y parecía triste; pero su belleza era to­davía más grande en su dolor. Don Fadrique la con­templaba tan embelesado, que dejó caer el embozo por unos momentos. Una de las doncellas, espía pagada por el rey, le reconoció al instante; pero supo disimu­lar su descubrimiento.
Esta visión decidió a don Fadrique a dejar el incóg­nito y a presentarse en Sevilla como el gran maestre de Calatrava.
Con el pretexto de tratar un asunto importante, se dirigió al Alcázar, seguido de una lucida cabalgata. Iba a proponer a su real hermano, en nombre de la Orden, una empresa guerrera contra los infieles.
Entró en el Alcázar con la cabeza erguida, el paso resuelto y seguro. Cruzó las primeras estancias entre los homenajes de la servidumbre. A la puerta de la an­tecámara real había dos maceros, rígidos como esta­tuas. Don Fadrique avanzó resueltamente; pero al ir a atravesar la puerta, las mazas cayeron sobre él rápi­damente una y otra vez. El maestre de Calatrava cayó al suelo sin proferir un gemido, sin exhalar un suspiro.
En el suelo de la antecámara real del Alcázar se puede ver todavía una extensa mancha rojiza. El pueblo cree que es la sangre de don Fadrique, muerto en ese sitio, el año 1358, por orden de su hermano el rey don Pe­dra el Cruel.

099. anonimo (andalucia)

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