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jueves, 6 de septiembre de 2012

Fra garí

En el año 859, y siendo conde de Barcelona Guifré el Pelós, había en la montaña de Montserrat un ana­coreta llamado Garí, hombre de gran virtud y piedad.
Todas las mañanas, en cuanto amanecía, subía a los más altos picos de la montaña para rezar, y todas las mañanas, cuando volvía a su cueva, la campana de la lejana iglesia de Sant Iscle tocaba sola, para saludarle.
El demonio, muy contrariado, se propuso perderlo, y para ello empleó todas sus armas.
Una mañana, Garí subió a Sant Jeroni, el pico más alto de Montserrat, con el afán de ver más de cerca el cielo. Pero aquel día, por vez primera, el demonio le tentó, y en lugar de mirar al cielo, miró desde aquella altura hacia el llano.
Contempló largo rato las sierras de Valencia y Ara­gón. Tendió la vista, embelesado, hacia Mallorca y los ubérrimos campos de Cataluña. Al verse más alto que todo y por encima de todo, sintió el orgullo de su pro­pia grandeza. Todo lo dominaba, todo podía contem­plarlo. Se sentía dueño de todo.
Cuando bajó aquella mañana, después de haber ora­do con menos devoción que de costumbre, la campa­na de Sant Iscle tuyo, en lugar de su habitual alegre repiqueteo, un sonido triste, como de lamento. El de­monio había podido descubrir que el anacoreta no era invulnerable a los defectos, a las debilidades humanas.
Al pie de la montaña de Montserrat se abre un po­zo, que aún se llama «del Diablo». De ese pozo salió Lucifer una tarde para tratar con el mensajero que ha­bía enviado contra el anacoreta. Se encontraron junto a un macizo de rocas, y juntos trazaron un plan.
Lucifer ordenó al diablo subordinado que se fuera a Barcelona, penetrara en, el palacio de los condes, el renombrado palacio de Valldaura; y se apoderara del espíritu de Riquilda, la hija del conde, que era una jo­ven bellísima.
Hecho esto, debía sugerir a los condes que únicamen­te llevando a Riquilda a Montserrat, junto a fra Garí, el anacoreta, y haciendo éste oración con ella durante nueve días, se vería la joven libre del espíritu del mal.
Se reservó también Lucifer un importante papel. Disfrazado de ermitaño, se dirigió a la montaña. Es­cogió una cueva entre las muchas que hay entre las ro­cas, y desde allí espió el momento oportuno para salir al paso de Garí.
Al caer la tarde del día siguiente, lo vio subir hacia Sant Jeroni. Fingiendo que rezaba, le salió al paso. Fra Garí, sorprendido al verlo, le preguntó cuándo había venido a Montserrat. El falso fraile, mintiendo, le di­jo que llevaba treinta años haciendo penitencia en aque­lla abrupta montaña.
Después, lo llevó a su cueva, donde no faltaba más que la cruz. Al notarlo Garí, dijo el viejo anacoreta que las imágenes y cruces costaban mucho dinero, y él no lo tenía. Por otra parte, la grandeza de Dios era tanta, que a él le parecían poca cosa las imágenes para adorarle.
Así, en ese tono, continuó hablando el viejo anaco­reta, conquis-tando por completo el corazón puro y bon­dadoso de fra Garí, que le escuchaba embelesado. Desde aquel día, todas las tardes subía el joven a con­sultár al viejo acerca de sus dudas, sus vacilaciones, so­bre todo. cuanto sentía y pensaba.
Entretanto, en el palacio de Valldaura estaba Riquil­da vistiéndose una mañana para dirigirse a la iglesia. Tenía la ventana abierta y por ellaentraban y salían libremente los pájaros. Entre ellos entró un mirlo, que se acercó a la joven y silbó junto a sus oídos alegres trinos, inspirándole extraños pensamientos y sensacio­nes que hasta entonces jamás había sentido.
Riquilda se miró al espejo y se encontró más bella que de costumbre. Instintivamente se adornó con co­llares y joyas que nunca usaba. Para ponerse el collar de perlas, se quitó la cruz bendecida que llevaba desde que naciera. En el mismo momento cayó rodando al suelo. Palideció y empezó a lanzar horribles gritos.
La condesa, asustada, acudió a la habitación de su hija. Al verla convulsa, retorciéndose por el suelo, co­mo si estuviera sufriendo horribles dolores, llamó a un médico de gran talento y fama.
El médico, después de inspeccionar a la enferma, de­claró que aquel mal no podían curarlo las medicinas. La condesita tenía el diablo en él cuerpo.
Todo en el palacio era dolor y consternación. Por orden del conde Guifré, que adoraba a Riquilda, co­gieron a la joven y la llevaron a la catedral bizantina. Allí la ataron a una columna, ante el altar de la cripta.
El viejo sacerdote la exorcizó, leyendo los Sagrados Evangelios; pero cuanto más rezaba el viejo sacerdo­te, más se enfurecía Riquilda, que lanzaba espumara­jos por la boca y olía a fuego y azufre.
Todos los presentes estaban horrorizados al contem­plar a la bellísima joven, a quien el pueblo tanto que­ría, gritando y agitándose en sus ligaduras.
El viejo sacerdote rodeó el cuello de Riquilda con una estola morada y conminó al diablo a que abando­nara el cuerpo de la joven. Entonces, ante el terror y la sorpresa de todos, se oyó una voz ronca y profunda que decía que únicamente saldría del cuerpo de la jo­ven condesa si se lo ordenaba fra Garí, el anacoreta de Montserrat, rezando a los pies de Riquilda durante nueve días y nueve noches. Al oír aquellas palabras, el conde Guifré ordenó que se organizara inmediatamente la expedición a Mont­serrat, para conducir a su hija a presencia del ermitaño.
En un atardecer en que estaba el penitente en muda contemplación, fue distraído de sus meditaciones por la llegada de una caravana de caballeros que condu­cían a una hermosísima joven que iba atada sobre un caballo.
Eran el conde y Riquilda, con su séquito, que cum­plían la orden del diablo. Así se lo dijo el conde a fra Garí, añadiendo que sólo él podía curar a su hija.
En vano protestó fra Garí, alegando que, aunque anacoreta, era muy joven todavía y la gente podía mur­murar si vivía en compañía de una joven tan bella co­mo Riquildá:
A todas cuantas objeciones hizo el ermitaño opuso constante-mente el conde la gran confianza que su vida de santo le inspiraba, y la fe que tenía en que única­mente sus oraciones y la vida de eremita que él hacía, y que compartiría durante nueve días Riquilda, podían curarla.     
No tuvo más remedio que ceder, por fin, fra Garí a los deseos del conde, su señor. Todos los caballeros se marcharon, dejando a Riquilda en la cueva, que por primera vez desde que la poseyera el demonio se mos­traba sumisa.
Desde aquel momento, ya fra Garí no podía concen­trarse como solía hacerlo, en su oración ni en sus me­ditaciones. La presencia de Riquilda le turbaba y le distraía.
No pudiendo, por fin, resistir por más tiempo aquel tormento, se fue a ver al viejo ermitaño en su cueva. Le confió lo que le había pasado y cómo el conge le había obligado a tomar en su compáñía a Riquilda, que era una joven bellísima.
Solicitaba del viejo un consejo, una ayuda. Había pensado aban-donar a la joven en la cueva y marcharse él lejos de ella. De no hacerlo así, no podía responder de la salvación de su alma.
El viejo anacoreta, que no era otro que el demonio disfrazado, le dijo que no debería hacer tal cosa. Dios quería probar su fortaleza poniendo en su camino aquel peligro tan grande. Lo que él debía hacer era resistir valientemente. No era de santos abandonar la pelea.
Volvió Garí a su cueva, triste y meditabundo. No se creía capaz de resistir, y aquella noche la prueba fue más dura que nunca. Riquilda, asustada por su tardan­za, le recibió tan cariñosamente, con tales transportes de alegría y emoción al verle de nuevo junto a ella, que a pesar de haber empezado ambos a hacer sus oracio­nes como de costumbre, el anacoreta no sabía lo que decía y le era imposible fijar su pensamiento.
Cuando amaneció, la cruz que presidía la cueva ya­cía en el suelo y Riquilda lloraba, desesperada, en un rincón.
En medio de una terrible tempestad, fra Garí subió corriendo, con las ropas y el cabello en desorden, ha­cia la cueva del viejo ermitaño, a quien había tomado como guía y consejero, para confesar su horrible pecado.
Éste le ordenó que se marchara de Montserrat, que no arrastrara su deshonra por aquella montaña, por temor a que el cielo des-cargara sobre ellos sus iras.
Fra Garí declaró que se tiraría al Llobregat, el río que pasa junto a la montaña; pero el viejo le detuvo en su idea, diciendo que no le pugiera a él en el com­promiso de tener que responder ante el conde Guifré de su hija, cuando unos días después subiera a buscar­la. Lo mejor que podía hacer, para evitar el escánda­lo, era degollarla. Era la única persona que podía des­cubrirle. Muerta, no hablaría.
Le dio un cuchillo le indicó un lugar donde él le es­peraría, para enterrarla entre los dos.
Tomó fra Garí el cuchillo y el viejo un azadón. Se fue el primero hacia su cueva, y el otro hacia una pe­queña llanura, donde cavaría la sepultura.
Al poco rato apareció fra Garí llevando en brazos a Riquilda, degollada. Entre los dos la enterraron, y en el mismo momento en que caía sobre la desgracia­da doncella la última palada de tierra, el viejo ermita­ño se convirtió de nuevo en el diablo, estallando en una sonora carcajada, que retumbó lúgubremente por to­da la montaña.
Fra Garí comprendió entonces que había sido vícti­ma de un engaño horroroso. Pero esto no menguaba en nada la magnitud de su doble pecado. El penitente cayó, llorando desesperadamente, sobre la tumba de Riquilda, y oyó la campana de Sant Iscle, que, sola, tocaba a muertos por la hija del conde.
Garí partió la misma noche camino de Roma, para pedir perdón.
El mismo camino que hizo para llegar hasta la ciu­dad santa lo deshizo después, andando a gatas, cum­pliendo la penitencia que le había impuesto el papa.
Puesto que había pecado como una bestia, como bes­tia debía vivir hata que Dios ordenara otra cosa, co­miendo hierbas y raíces, que arrancaría del suelo con los dientes.
Atravesó el Llobregat y volvió hasta su cueva, don­de halló todavía el crucifijo en el suelo.
Desde entonces, todos los días Garí iba a llorar so­bre la tumba de Riquilda.
También lloraban en el palacio de Valldaura, en Bar­celona, los condes, por la extraña desaparición de su hija, que no acertaban a comprender. Nada habían sa­bido ni de Riquilda ni de fra Garí, hasta que un día, yendo de caza Guifré por los alrededores de Monistrol, se acercó con sus monteros hasta el lugar donde se ha­bía despedido de su hija meses antes. Allí lloró el con­de abundantemente.
De pronto, muy cerca del lugar donde él estaba, so­nó el cuerno de caza. Acudió el conde presuroso, y vio a sus monteros que estabn acorralando a un extraño animal desconocido. Viendo que no era fiero, le echa­ron una soga al cuello y lo arrastraron hasta Barcelo­na. Allí le dejaron abandonado en las caballerizas del palacio, porque otro acontecimiento más importante distrajo la atención del conde.
La condesa dio a luz un niño. El bautizo se celebró con gran pompa, y al cantar un trovador las gestas del conde, entre las cuales figuraba la muerte del dragón en Sant Llorenç, recordaron los caballeros al monstruo que habían capturado en Montserrat.
Pidió el conde que lo trajeran, para observarlo. Así se hizo. Todos lo contemplaban con admiración. Al­gunos le encontraban cierta semejanza con un hombre; otros decían que su manera de andar recordaba a un oso. El monstruo aceptada las caricias humildemente y besaba los pies de los invitados. Entretanto, desper­tó el neófito, y, abriendo sus ojos, contempló larga­mente al monstruo, y ante la sorpresa general, hablé el recién nacido, para decir:
-Levántate, fra Garí, que Dios ya te ha perdonado.
Levantóse entonces fray Garí, dejando consternados a todos los presentes. El conde le pidió cuentas del pa­radero de su hija Riquilda. Fra Garí le contestó que había muerto. Pidió castigo para, su horrendo crimen. El conde, magnánimo, perdonó a quien Dios había ya perdonado.
Los condes quisieron decir una misa en el lugar don­de descansaban los restos de Riquilda.
Años más tarde se erigió allí un monasterio de mon­jas benedictinas, en memoria de la hija del conde.

103. anonimo (cataluña)

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