Hace tiempo vivía en la Alhambra un hombrecito
muy divertido, llamado Lope Sánchez, que trabajaba en los jardines. Todo el día
cantaba y era el alma y la vida de la fortaleza. Al cesar en el trabajo, se
sentaba en un banco de piedra de la explanada y al son de la guitarra se ponía
a cantar largos romances.
Una noche de San Juan,
los habitantes de la Alham bra,
hombres, mujeres y niños, subieron a la Monta ña del Sol, que se eleva detrás del
Generalife, a celebrar la verbena.
Era una noche de luna, y
todas las montañas parecían de un verde plateado. En el punto más elevado de
la montaña encendieron una hoguera, según costumbre heredada de los moros.
Transcurría la noche
alegremente, y Lope Sánchez no daba reposo a su guitarra.
Mientras duraba el baile,
Sanchica, hija del guitarrista, y unas amigas, se apartaron a dar una vuelta
por las ruinas de un antiguo castillo moro, y la primera acertó a encontrar una
escultura de azabache curiosamente tallada: era una manita cerrada, con el
pulgar muy aplastado contra los demás dedos. Loca de alegría, corrió al lado
de su madre con el hallazgo, que fue objeto de vivos comentarios y despertó
desconfianza en algunos supersticiosos. En estas discusiones, se acercó un
soldado que había servido en África, y, después de examinar la mano, dijo:
-Eso es de una gran
virtud contra el mal de ojo y toda clase de hechizos. Te felicito, amigo Lope;
eso traerá buena suerte a tu chica.
Al oír esto, la mujer de
Lope Sánchez ató la manita de azabache a una cinta y la colgó del cuello de su
hija.
La vista del talismán
trajo la conversación sobre las supersticiones más difundidas acerca de los
moros, y una anciana contó una larga historia del palacio subterráneo del
interior de aquella montaña, donde Boabdil y su' corte se dice viven
encantados.
-Entre aquellas ruinas
-dijo, señalando a un punto lejano de la montaña donde se veían algunos
vestigios de muralla y montones de tierra-, hay un agujero negro, muy hondo,
que baja hasta el centro mismo de la montaña.
Sanchica escuchó el
relato con gran atención, y, como era muy curiosa, sintió anhelos de asomarse
al pozo. Se apartó con disimulo de sus compañeros y se fue a las ruinas, y
después de dar muchas vueltas, se encontró ante una cavidad muy profunda. En
el centro de aquella cavidad se abría la boca del pozo.
Sanchica se acercó al
borde, para mirar dentro; arrimó una gran piedra, haciéndola rodar, y la
empujó al fondo. Durante algún tiempo estuvo cayendo en silencio; luego chocó
contra alguna roca saliente y fue rebotando de un lado a otro, produciendo en
su caída un ruido de trueno, hasta que llegó al agua y todo quedó en silencio.
Pero el silencio no duró
mucho. Como si algo se hubiera des-pertado en aquel abismo, empezó a subir un
rumor cada vez más fuerte, como de colmena.
El ruido crecía y crecía,
mezclado con un sordo chocar de armas y toques de corneta, como si un ejército
se aprestara para la batalla bajo aquella montaña.
La muchacha se retiró
horrorizada y volvió al lugar donde había dejado a sus padres y a sus
compañeras.
Todos se habían marchado
y la hoguera estaba apagada. Las fogatas encendidas en las montañas y en la Vega estaban extin-guidas.
Sanchica gritó llamando a sus padres y, como nadie le contestara, emprendió la
bajada hacia los jardines del Generalife, hasta llegar ala alameda que conduce
a la Alhambra ,
donde se sentó para tomar aliento.
La campana de la torre de
la Alhambra
desgranó las doce. Todo parecía tranquilo; cuando, de repente, vio aparecer a
lo lejos una cabalgata de guerreros moros que bajaban por la vertiente de la
montaña. Unos iban armados con lanzas y otros con cimitarras y mazas de guerra.
Los caballos cabriolaban orgullosos y los jinetes tenían una palidez mortal.
Entre ellos cabalgaba una hermosa dama con una corona.
Seguía una comitiva de
cortesanos magníficamente ataviados con ropajes y turbantes de diversos
colores. En medio cabalgaba el rey Boabdil el Chico, con su manto real cuajado
de rica pedrería y una corona que resplandecía de brillantes.
Sanchica lo reconoció por
su barba rubia y su semejanza con el retrato tantas veces contemplado en la galería
de cuadros del Generalife. Se quedó embelesada ante la regia cabalgata.
Cuando pasaron los
últimos caballeros, se levantó para seguirlos. Entró la cabalgata por la gran
puerta de la Justicia ,
que estaba abierta de par en par.
Sanchica los hubiera
seguido, de no haber visto una entrada en el suelo que abría un paso bajo los
cimientos de la torre. Se metió por allí y se animó a seguir adelante al
hallar una escalera labrada en la roca y un pasadizo abovedado, alumbrado de
trecho en trecho por una lámpara. Llegó, por fin, a un gran salón construido
en el centro de la montaña, magníficamente amueblado al estilo morisco.
Sentado en un diván había
un viejo moro dormido, y a poca distancia una hermosa dama. Tañía una lira de
plata, y Sanchica recordó la historia de una princesa cristiana encerrada en
el centro de la montaña por un mago árabe a quien mantenía dormido por arte de
magia con el encanto de la música.
La dama, al ver a una
persona en el salón, dejó de tañer y le preguntó si aquella noche era la
verbena de San Juan. La niña le contestó que sí, y al saberlo se puso muy
contenta, porque en la noche de San Juan se suspendía el poder del hechizo a
que estaba sometida. Rogó a la muchacha que frotara el amuleto que llevaba
colgado contra su cinturón y, después de hacerlo, quedaron rotas las cadenas
que la sujetaban al suelo. Entonces, tomándola de la mano, subieron a la
superficie, y allí le dijo:
-Voy a enseñarte la Alhambra tal como era en
sus días de esplendor; vas a poder verlo todo muy bien, puesto que llevas un
talismán encantado.
Sanchica siguió en
silencio a la dama. Penetraron por la
Puerta de la
Justicia y fueron a dar a una explanada, donde iban
ordenando varios escuadrones de caballería de las guardias reales. Nadie les
dijo una palabra y pudieron penetrar en el palacio. Las paredes de las
habitaciones estaban adornadas con riquísimas telas de damasco y con divanes y
otomanas de preciosas telas. De todas las fuentes de los patios brotaba el
agua. El Patio de los Leones estaba lleno de guardias, artesanos y alfaquíes,
y en el fondo, en el Salón de la
Audiencia , se sentaba Boabdil, rodeado de cortesanos. A pesar
de todo, reinaba el mayor silencio.
Al acercarse a un portal
que daba a la Torre
de Comares, vieron a cada lado de la puerta a una ninfa de alabastro. Las dos
estatuas mantenían la vista fija en un lado de la bóveda.
La dama encantada le dijo
a Sanchica que aquellas dos discretas estatuas guardaban un tesoro escondido
por un rey moro desde hacía muchos siglos.
Sanchica debería
contárselo a su padre y, probablemente, éste, si buscaba donde apuntaban sus
miradas, encontraría algo que le convertiría en el hombre más rico de Granada.
Dichas estas palabras, como amanecía, la dama se despidió de la niña y
desapareció.
Sanchica volvió a los
salones que poco antes había visto animados por una multitud; pero ahora
Boabdil y su cortejo habían desapa-recido.
La niña salió de la Alhambra y se dirigió a
casa de sus padres. Les contó lo ocurrido; pero éstos no quisieron creer nada
de todo aquello, suponiendo que se trataba de un sueño. La niña porfió tanto
que Lope Sánchez empezó a tomarlo en cuenta.
Por de pronto, se
encaminó a la Alhambra
y una vez allí miró y remiró a las dos estatuas, como queriendo arrancarles su
secreto.
Al anochecer, cuando ya
había quedado la Alham bra
sin forasteros, Lope Sánchez, acompañado de su hija, y con un pico al hombro,
se dirigió hacia la To rre
de Comares. Enseguida abrió un boquete en la pared, en el lugar donde miraban
fijamente las estatuas, y cuál no sería su asombro al encontrar dos grandes
jarras de porcelana llenas de monedas de oro, que pudo sacar gracias a la
ayuda del amuleto de su hija.
Cargados con toda aquella
riqueza, volvieron alegremente a su casa. Lope Sánchez se enriqueció así de la
noche a la mañana. Pero no por eso fue más feliz; al contrario, ahora pasaba
las horas inquieto y pensativo.
No sabía cómo ocultar a
las gentes aquel tesoro. Sus vecinos, al verlo así, creyeron que la causa de su
tristeza sería la falta de dinero; pero nadie pudo sospechar que su única
calamidad era la riqueza.
La mujer de Lope Sánchez
compartía las ansiedades de su marido; mas pronto recibió consuelo espiritual
del confesor al contarle la verdad de su secreto. Éste trató de convencerla
para que diera parte de su tesoro a la Iglesia , y así lo hizo. Pero su marido, cuando
lo supo, se encolerizó de tal manera, que decidió salir de Granada. Aquel
sacerdote conocía el secreto y no podía negarle nada de lo que pidiera. Lope no
pudo sufrir esto con paciencia, y decidió irse a vivir a Málaga.
Una noche, con gran
sigilo, cargaron un burro con su tesoro y abandonaron la ciudad del Darro y el
Genil.
Nunca más se les volvió a
ver; pero se sabe que en Málaga vivieron como grandes señores, y Sanchica casó
con un aristócrata de rancio abolengo.
Lope siempre dijo que un
hermano rico que murió en América le había dejado unas minas de cobre; pero en la Alhambra se corrió el
rumor de que su fortuna provenía del descubrimiento del secreto guardado por
las dos discretas estatuas de la
Torre de Comares.
099. anonimo (andalucia)
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ResponderEliminarporque lo eliminas?
Eliminarno será algo malo pillín???
Eliminaresta bien hecho bravo
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