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jueves, 6 de septiembre de 2012

Un crimen del orgullo

En el siglo XII Cataluña se veía ensangrentada por las luchas entre los partidarios de dos familias rivales. Eran éstas la de Castellví y la de Cervelló. Durante al­gún tiempo la lucha y el poderío de las dos casas se mantuvieron equilibrados; pero cuando el orgulloso don Ramón de Montcada, deudo de Cervelló, volvió victorioso de la toma de Tortosa, la contienda se hizo desfavorable para los de Castellví.
Alarmados éstos por el predominio que el de Mont­cada había alcanzado, decidieron asesinarlo, aprove­chando una de las ocasiones en que regresaba de Bar­celona a su castillo, temerariamente solo. Entonces, el arzobispo de Tarragona, don Berenguer de Vilademuls, uno de los partidarios de Castellví, propuso que don Ramón no fuera asesinado, sino sólo secuestrado; así podrían exigir de sus enemigos, como rescate, todo lo que quisieran.
El consejo del arzobispo prevaleció y cuando, días después, el orgulloso Montcada cabalgaba camino de su señorial mansión, fue atacado por doce hombres. Sus enemigos conocían su fiereza y sabían que eran ne­cesarios varios hombres para dominarlo. En efecto, no se habían equivocado: seis de los atacantes cayeron bajo la espada del de Montcada.
Una vez apresado, don Ramón fue conducido al cas­tillo de Rosanes. Allí le encerraron y le pusieron en el cepo. Cuando se hallaba en tan humillante situación, recibió la visita del arzobispo, que quería tratar las con­diciones del rescate. El altanero Montcada se negó ro­tundamente a escuchar las proposiciones del aczobis­po: no quería que sus enemigos obtuvieran ventajas a cambio de su libertad; pero pidió que al menos se ali­viase su prisión. Entonces, don Berenguer, sacando un cortaplumas, cortó una pequeña astilla de la madera del cepo, y dijo:
-Aliviado quedáis.
Don Ramón de Montcada sintió que su pecho esta­llaba de ira por el ultraje y, clavando su altiva mirada en su opresor, replicó:
-¡Arzobispo, rogad a Dios que no salga con vida, porque si esto sucediere, os juro que nada ni nadie po­dría libraros de mi venganza! Y ya sabéis que los Mont­cada no faltan nunca a sus juramentos.
El de Vilademuls, aunque creía que su enemigo no lograría la libertad, se retiró sin decir palabra.
Cuando don Ramón había perdido ya toda esperanza de salvación, oyó unos golpes del otro lado del muro, y al cabo de un rato vio cómo se abría un boquete en la pared, por el que penetraron un caballero y un soldado.
Eran su mejor amigo, Pedro de Cervelló, y un anti­guo servidor de los Montcada, que había contraído ma­trimonio con una servidora del castillo de Rosanes. El primer pensamiento y la primera alegría que le trajo su libertad fue la idea de venganza.
Don Ramón de Montcada volvió con los suyos, y desde aquel instante no pensó más que en cumplir su juramento.
El conde de Barcelona, noticioso del peligro a que estaba expuesto el arzobispo, le nombró embajador en Roma, para alejarlo de él.
Salió de Barcelona acompañado de una fuerte escolta; pero apenas se había alejado de la ciudad, cuando fue sorprendido y apresado por Montcada y los suyos.
Don Berenguer fue juzgado por un tribunal impro­visado entre los que tan violentamente se habían apo­derado de su persona, y sentenciado a muerte.
Don Ramón, huyendo de la justicia del conde, se re­fugió en Aragón, donde pronto alcanzó fama por sus hazañas. Sus servicios a la causa de la Reconquista fue­ron tan grandes, que cuando, años después, el conde de Barcelona llegó a ser rey de Aragón, le otorgó su perdón. También el papa le prometió su perdón si fun­daba y dotaba un gran monasterio.
Y éste es el origen que la tradición atribuye al Mo­nasterio de Santes Creus.
Los jueces que sentenciaron al arzobispo ayudaron con gran esplendidez a don Ramón de Montcada en su dotación.

103. anonimo (cataluña)

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