En un pequeño lugar de
Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su
señorial torreón un famoso caballero llamado don Dionís, el cual, después de
haber servido a su rey en la lucha interminable contra la morería y los
infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de
las rudas y farragosas fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este
noble y valeroso caballero, hallándose en su diversión favorita acompañado de
su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado
el sobrenombre de la Azucena, que, como se
les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res en el monte
de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, en una cañada
por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y
agradable.
Haría cosa de unas dos
horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la
menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus
monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las
aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían
acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alterados
murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a
percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquiliIla semejante a la del
guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues
a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas
matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo,
hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza
calada para liberarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su
atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que las conducía.
-A propósito de aventuras
extraordinarias -anunció al verle uno de los monteros de don Dionís,
dirigiéndose a su señor: ahí tenéis a Esteban, el zagal que de un tiempo a esta
parte anda más tonto de lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el
cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos
sustos.
-¿Pues qué le acontece a
ese pobre diablo? -inquirió don Dionís con aire de curiosidad picada.
-¡Friolera! -añadió el
montero en tono de zumba: es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni
estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que
se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber
cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre
alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los
pájaros.
-¿Y a qué se refiere esa
facultad maravillosa?
-Se refiere -continuó el
montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado
del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para
no dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión
los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y
después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas
carcajadas con que las celebran.
Mientras eso decía el
montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había
aproximado al grupo de cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer
la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio
donde el zagal daba de beber a su ganado y le condujo a presencia de su señor,
que, para disipar la turbación y visible encogimiento del pobre mozo, se
apresuró a saludarle por su nombre, acompañando el saludo de una bondadosa
sonrisa.
Era Esteban un muchacho
de diecinueve a veinte años, fomido, con la cabeza pequeña y hundida entre los
hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los
albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada,
la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte
sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas
semejaba las crines de un rocín colorado.
Esto, sobre poco más o
menos, era Esteban en cuanto a su aspecto exterior, fisico; respecto a su
moral, podía asegurarse, sin temor a ser desmentido ni por él ni por ninguna de
las personas que lo conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto
suspicaz y malicioso como buen rústico.
Una vez el zagal repuesto
de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio
que supo encontrar, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los
detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de
preguntas, a las que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como
deseando evitar demasiadas explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo,
por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de la bella y dulce
Constanza que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese
sus estupendas aventuras, decidióse éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese
a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras
personas de las que allí se encontraban presentes, y de rascarse tres o cuatro
veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su discurso, que
al fin comenzó de la siguiente manera:
-Es el caso, señor, que,
según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar
mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas
oraciones a San Bartolomé, que es quien conoce las cosquillas, y dejarle andar,
que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.
»Firme en esta idea,
había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada;
pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad y la de vuestra bella y
respetada hija, y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en
cuenta y toma a molestarme en castigo a mi indiscreción, buenos Evangelios
llevo cosidos a la pelliza y con su ayuda creo que, como otras veces, no me
será inútil el garrote.
-Pero, vamos -apremió don
Dionís, impaciente al escuchar las disgresiones del zagal, que amenazaba con no
concluir nuncadéjate déjate de rodeos y ve derecho al asunto.
-A él voy -contestó con
calma Esteban, que, después de dar una gran voz acompañada de un silbido para
que se agruparan los corderos, a los que no perdía de vista y comenzaban a desparramarse
por el monte, tomó a rascarse la cabeza y prosiguió así: Por una parte vuestras
continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos,
que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al
contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el
extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.
»Hablaba yo de esto mismo
en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la
misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra
de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:
»Pues, hombre, no sé en
que consista el que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no
bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro
días, sin ir más lejos, una manada que, a juzgar por las huellas, debía de
compo-nerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al
santero de la Virgen
del Romeral.
»¿Y hacia qué sitio
seguía el rastro? -pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con la
tropa.
»Hacia la cañada de los
cantuesos -me contestaron.
»No eché en saco roto la
advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante
toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el
bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de cuando en cuando sentía
moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad
es que no pude distinguir a ninguno.
»No obstante, al romper
el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río, como obra
de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos,
donde ni a la hora de la siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas
recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia
y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de
unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación
alguna.
Al decir esto, el mozo,
instintivamente, y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la
vista al pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado con un precioso
chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los
ojos de don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña
apresuró a ocultarlo, exclamando con el tono más natural del mundo:
¡Oh, no! Por desgracia, no los tengo yo tan
pequeños, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuyas historias
nos refieren los trovadores.
-Pues no paró aquí la
cosa -continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido, sino que otra vez,
habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar
los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la medianoche me rindió
un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en
que creí advertir que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según
dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado y, .poniendo atención a aquel confuso
murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como
gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que hablaban
entre sí, como un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar,
cuando riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con
sus cántaros a la cabeza.
»Según colegía de la
proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al
romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura
a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, cuando
enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí
una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo..., creedlo, señores, esto
es tan seguro como que me he de morir..., dijo..., clara y distintamente,
estas propias palabras:
¡Por aquí, por aquí, compañeras,
que está ahí el bruto de Esteban!
Al llegar a este punto la
relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la
risa que hacía rato les retozaba en los ojos y, dando rienda a su buen humor,
prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír
y de los últimos en dejarlo fueron don Dionís, que, a pesar de su fingida
circunspección, no pudo por menos que tomar parte en el regocijo, y su hija
Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban, todo suspenso y confuso, tomaba
a reírse como una loca, hasta el punto de saltarle las lágrimas de los ojos.
El zagal, por su parte,
aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo
turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas,
él tomaba la vista a un lado y otro con visibles muestras de temor, como
queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.
-¿Qué es eso, Esteban,
qué te sucede? -le preguntó uno de los monteros, notando la creciente inquietud
del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija de don Dionís,
ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
-Me sucede una cosa muy
extraña -explicó Esteban. Cuando, después de escuchar las palabras que dejo
referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las
había pronun-ciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas
matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por encima de los
carrascales y los lentiscos se alejó seguida de una tropa de corzas de su
color natural, y así éstas, como la blanca que las iba guiando, no arrojaban
bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que
aún me está sonando en los oídos en este momento.
-¡Bah...! ¡Bah...!
Esteban -exclamó don Dionís con aire burlón, sigue los consejos del preste de
Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de las burlas, no
sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya
estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé,
vuélvete a tus corderos, que comienzan a desbandarse por la cañada. Si los
espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: Páter nóster y garrotazo.
El zagal, después de
guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí, y en
el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de
los palafreneros, despidióse de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro
pasos comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas a los corderos.
Como a esta sazón
notábase don Dionís que entre unas y otras las horas de calor eran pasadas y el
vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a
refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que se aderezasen las
caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo
estuvo a punto, hizo señas a los unos para que soltasen las traíllas y a los
otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió
adelante la interrumpida caza.
2
Entre los monteros de don
Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y
por tanto el más querido de sus señores.
Garcés tenía poco más o
menos la edad de Constanza, y desde muy niño habíase acostumbrado a prevenir el
menor de sus deseos y adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.
Por su mano se entretenía
en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él
domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides
de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba sus halcones, á los cuales compraba
en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas en oro.
Para con los otros
monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita
solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle
valido una especie de general animadversión y, al decir de los envidiosos, en
todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su
señora revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban maliciosos, sin
embargo, mal intencionados y ruines, que suponían haber sor-prendido en la
asiduidad del solícito mancebo algunas señales reprimidas de mal disimulado
amor.
Si en efecto era así, el
oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable
hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón de
hielo para permanecer impasible uri día y otro al lado de aquella mujer de
singular belleza y extraordinarios atractivos.
La Azucena del Moncayo la llamaban en veinte leguas a la redonda, y bien merecía el
sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las
azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.
Y, sin embargo, entre los
señores comarcanos se murmuraba que la hermosa castellana de Veratón no era tan
limpia de sangre como bella, y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de
alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiese haber
en estas murmuraciones nadie pudo decirlo nunca, porque la verdad era que don
Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y después de combatir
largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés del cual recabó entre otras
mercedes el feudo del Moncayo, marchó a Palestina, en donde anduvo errante
algunos años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con
una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remotos. El único que
hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues
acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y
éste había muerto ya hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre
el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de gran interés
se lo había preguntado.
El carácter, tan pronto
retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña
exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas
costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como
la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a
las hablillas de sus convecinos, y aun el mismo Garcés, que tan íntimamente la
trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo especial y no se parecía
a las demás mujeres.
Presente a la relación de
Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó con
verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo
por menos que sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca,
desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver en su
mente las más absurdas imaginaciones.
«No cabe duda que todo
eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es un completo
mentecato -decía para sí el joven montero mientras que, jinete en poderoso
alazán, seguía a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía
mostrarse un tanto distraída y silenciosa, retirada del tropel de los
cazadores, y apenas si tomando parte en la fiesta. Pero ¿quién dice que en lo
que se refiere a ese simple no existirá algo de verdad? -prosiguió pensando el
mancebo. Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien
puede haberla, puesto que, si se ha de dar crédito a las cántigas del país, San
Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, si yo pudiera poder coger
viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!»
Así pensando y
discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por
detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para
regresar al castillo, separóse sin ser notado de la comitiva y echó en busca
del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.
La noche había cerrado
casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su castillo. Acto
continuo dispusiéronle una frugal colación y sentóse su hija a la mesa.
-Y Garcés, ¿dónde está?
-preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla
como de costumbre.
-No sabemos -se
apresuraron a contestar los otros servidores; desapareció de entre nosotros
cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.
En este punto llegó
Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más
regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
-Perdonadme, señora
-rogó, dirigiéndose a la hermosa hija de su señor, perdonadme si he faltado un
momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi
caballo, como aquí, sólo me ocupaba en serviros.
-¿En servirme? -repitió
Constanza. No comprendo lo que quieres decir.
-Sí, señora, en serviros
-insistió el joven, pues he averiguado que es verdad que la corza blanca
existe. Además de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran
haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi
patrón, San Huberto, que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al
castillo.
-¡Bah...! ¡Bah...! -exclamó
Constanza con aire de ironía, mientras hacían coro a sus palabras las risas más
o menos disimuladas de los presentes-. Déjate de cacerías nocturnas y de
corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples,
y si te empeñas en andarle a los talones, vas a dar que reír contigo' como con
el pobre Esteban.
-Señora -interrumpió
Garcés con voz entrecortada y disimulando la posible cólera que le producía el
burlón regocijo de sus compañe-ros, yo no me he visto nunca con el diablo y,
por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo
podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos he
de tolerarlo.
Constanza conoció el
efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero, deseando
apurar su paciencia hasta lo último, volvió a decir en el mismo tono:
-¿Y si al dispararle te
saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la
nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de
las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca
más ligera que un relámpago?
-¡Oh! -exclamó Garcés, en
cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me
hiciese más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en
latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo
terció don Dionís, y con una desesperante gravedad a través de la que se
adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asenderado mozo
los consejos más originales del mundo, para el caso que se encontrase de manos
a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su
padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como
una loca, en tanto que los otros servidores esforzaban las burlas con sus
miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.
Mientras duró la colación
prolongóse esta escena, en que la credulidad del joven montero fue, por
decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se
levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones,
y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo
espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores,
proseguiría firme en sus propósitos o desistiría completamente de la empresa.
-¡Y qué diantre!
-exclamó, saliendo del estado de incertidutnbre en que se encontraba. Mayor
mal del que me ha sucedido no puede sucederme y si, por el contrario, es
verdad lo que nos ha contado Esteban..., ¡oh!, entonces cómo he de saborear mi triunfo.
Esto diciendo, armó su
ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la
vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para
tomar la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la
cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la
aparición de las corzas, la Luna
comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercados.
A fuer de buen cazador y
práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al
acecho de las reses, anduvo un gran rato de acá para allá examinando las
trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes
del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de
terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba,
agazapóse en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo
pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre
echado en tierra.
El río, que desde las
musgosas rocas donde tenía su nacimiento, venía siguiendo las sinuosidades del
Moncayo, a entrar en la cañada por la vertiente, deslizábase desde allí bañando
al pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre
murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima
al lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas
plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, y los sauces que
inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus
desmayadas ramas y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules,
formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los
frondosos pabellones de verdura que derramaban en tomo a su flotante sombra,
dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un
relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos,
con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto donde según
sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran
espacio de tiempo.
Todo permanecía a su
alrededor sumido en una profunda calma.
Poco a poco, y bien fuese
que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara a dejarse
sentir; bien el lejano
murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias
del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor del que parecía estar
impregnada la Naturaleza
toda, el enamorado mozo, que hasta aquel punto había estado entretenido
revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que
sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más
leves e indecisas.
Después de mecerse un
instante en ese vago espacio que media entre la vigila y el sueño, entornó al
fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente
dormido.
***
Cosa de dos horas o tres
haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a todo sabor
de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los
ojos sobresaltado e incorporóse a medias, lleno aún de ese estupor del que se
vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.
En las ráfagas del aire y
confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor
de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o
cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía
tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo de
sol entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor sólo
se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.
-Sin duda soñaba con las
majaderías que nos refirió el zagal -se dijo Garcés, restregándose los ojos con
mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído escuchar no
era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la
imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después de
que ha expirado temblando la última nota. Y, dominado por la invencible
languidez que embargaba sus miembros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre
el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces,
que, acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas, a coro, cantaban
así:
El arquero que velaba en lo alto de la torre ha
reclinado su pesada cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la
res, lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguarda el día consultando las
estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz
del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se
abren entre las sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.
***
Mientras flotaban en el
aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil.
Después que se hubieron desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las
ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en
tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose
como a escuchar otras, jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la
espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte en dirección del
remanso del río.
Delante de sus
compañeras, mas ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando,
corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar el
suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una
fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía
dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la
verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó
un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la
forma de las corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que
parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un
cazador experto en esta clase de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la
primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose interiormente
de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar,
teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las
corzas.
Hecho el cálculo, cogió
la ballesta entre los dientes y, arrastrándose como una culebra por detrás de
los lentiscos, fue a situarse sobre unos cuarenta pasos más lejos del lugar
donde se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite, esperó tiempo suficiente
para que las corzas estuviesen ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más
seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido tan particular que produce el agua
cuando se bate a golpes o se agita con violen-cia, Garcés comenzó a levantarse
poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero
sobre la punta de los dedos y después con una de las rodillas.
Ya de pie, y
cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un paso hacia
adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso y
tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta tendió
la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un
imperceptible e involuntario grito de asombro.
La Luna, que
había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y
como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto,
abrillantaba la intranquila superficie del río y hacía ver los objetos como a
través de una gasa azul.
Las corzas habían
desaparecido.
En su lugar, lleno de
miedo y estupor, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas
entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de
las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus
formas.
En esos ligeros y
cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños
diáfanos celestes como la luz que entonces empieza a transparentarse a través
de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte
años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la
que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónito Garcés.
Despojadas ya de sus
túnicas y sus velos de mil colores -comple-tamente desnudas, que destacaban
sobre el fondo suspendidos en los árboles o arrojados con descuido sobre la
alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto,
formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar
en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de
rocío.
Aquí una de ellas, blanca
como el vellón de un cordero, sacaba su rubia cabeza entre las verdes y
flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio
abrir, cuyo flexible talle más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de
los infinitos círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello
suelto sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la
comente del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata
al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas
aún en el borde del agua con los ojos azules adormecidos, aspirando con
voluptuosidad del perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al
contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda,
estrellando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con
delicioso abandono e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.
Era imposible seguirlas
en sus ágiles evoluciones y raudos movimientos, imposible abarcar con una
mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando
y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles;
otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado
seno; el resto, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para
volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen
escondidas en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito
montero vagaba absorta de un lado para otro, sin saber dónde fijarse, hasta
que, sentada bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel y
rodeada de un grupo de mujeres todas a cual más bella, que la ayudaban a
despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas
adoraciones: LA HIJA DEL
NOBLE DON DIONÍS, LA INCOMPARABLE
CONSTANZA.
Marchando de sorpresa en
sorpresa, el enamorado joven no se atrevía a dar crédito ni al testimonio de
sus sentidos, y suponíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en
vano por persuadirse de que todo cuanto veía era producto del desarreglo de sus
imaginaciones; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía
de que aquella mujer era Constanza.
No podía caber duda,
suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas
bastaban para amortiguar la luz de sus pupilas; suya aquella rubia y abundante
cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y
sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin, aquel cuello
airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor
que se rinde al peso de las gotas del rocío, y aquellas agresivas formas que él
había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines,
comparables sólo con dos pedazos de nieve que el Sol no ha podido derretir y
que a la mañana blanquean entre la verdura.
En el momento en que
Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su
amante enamorado los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras
comenzaron de nuevo a cantar estas palabras con una melodía dulcísima:
Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un
jirón de niebla plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios y venid
en vuestros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el lecho de musgo y caed sobre nosotras
en menuda lluvia de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un
enjambre de insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la
plenitud de su hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
Venid, que las que os aman os esperan impacientes.
***
Garcés, que permanecía
inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos
le mordía el corazón, y, obedeciendo a un impulso más poderoso que su
voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos,
separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo
salto se puso en la margen del río. En efecto, el encanto se truncó; se rompió,
desvaneciéndose todo como el humo, y al tender la vista en tomo suyo no vio ni
oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en
lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por
aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a
todo correr la trocha del monte.
-¡Oh!, bien dije yo que
todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó entonces
el montero; pero, por fortuna, esta vez ha andado un poco torpe, dejándome
entre las manos la mejor presa.
Ciertamente, así era: la
corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto
de sus árboles y, enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por
desasirse. Garcés le encaró la ballesta, pero, en el mismo punto en que iba a
herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo
su acción con un grito, diciéndole:
-¡Garcés! ¿Qué haces?
El joven vaciló y,
después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado por la
sola idea de haber podido herir a su amada. Una sonora y estridente carcajada,
vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos
cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como el relámpago,
riéndose de la burla hecha al montero.
-¡Ah, condenado engendro
de Satanás! -exclamó Garcés con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una
velocidad inusitada. Pronto has cantado victoria, pronto te has creído fuera
de mi alcance -y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando como
una exhalación y que fue a perderse en la oscuridad del soto; en el fondo del
cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos
sofocados.
-¡Dios mío! -estalló
Garcés al percibir aquellos lamentos angustio-sos. ¡Dios mío, si será verdad!
Y fuera de sí, como un
loco, sin darse apenas cuenta de lo que pasaba, corrió en la dirección en que
había desaparecido la flecha, que era la misma en que sonaban los gemidos.
Llegó al fin; pero, al
llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su
garganta y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para n caer en tierra.
Constanza, herida por su
mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las
agudas zarzas del monte.
0.013. anonimo (aragon)