En la inmensa cabalgata
de montes se alzan las Tres Sorores: las tres rocas hermanas moldeadas por las
nieves en incontables inviernos rigurosos, batidas por la helada cuchilla de
los cierzos y las ventiscas; sobre ellas vuelan, con altivez y señorío, las
águilas.
Esto es lo que cuentan de
esas tres rocas desafiantes y altaneras los pastores del Pirineo:
Ocurrió hace muchos años,
muchas centenas de años, cuando aún vivían los hombres de Roma y sus
descendientes, los hispanorromanos, en nuestra Península. Lenta y pacífica era
la vida de estos hombres, olvidadas ya las luchas de las tribus, las heroicas
defensas, los nombres gloriosos. Pero de nuevo la vieja tierra ibérica se
sintió estremecida al paso de los jinetes armados. Desde los países del Norte
bajaron unos pueblos violentos y guerreros, brustos, vencedores de la caduca
madre. Y los hispanorromanos, vencidas las centurias, huían de los bárbaros
que, además, querían imponerles, junto con la servidumbre corporal, la herejía
arriana. Y en la desesperada huida, algunas familias llegaron a las estribaciones
de los Pirineos. Y por los desfiladeros peligrosos, entre valles alegres y
riscos empinados, se encaminaron en busca de lugares ocultos donde continuar
su vida, si bien sin la paz y el sosiego de los tiempos pasados.
Reuniéronse algunas
familias y, habiendo encontrado un sitio apacible, determinaron quedarse allí.
Creían que nunca llegarían hasta aquellos parajes. las hordas desenfrenadas de
los visigodos.
En efecto, durante algún
tiempo gozaron de tranquilidad; la vida iba normalizándose, y hasta brotaron
entre los jóvenes corrientes de mutua simpatía, que se convirtieron en amor.
Tres parejas quisieron unirse en matrimonio, y, habiéndolo aprobado los padres
de cada uno, convocaron una pequeña asamblea para festejar los compromisos. En
medio de una plazoleta formada por las cabañas se reunieron los jóvenes y sus
ancestros, llenos de alegría, pues dentro de su miseria y pobreza procuraban conformar
sus espíritus y ahuyentar temores y nostalgias.
Comenzó la fiesta: unas
niñas, con las frentes ceñidas por guirnaldas de flores silvestres, empezaron
a entonar un coro alterno. Los futuros contra-yentes asistían, rebosantes de
felicidad, oyendo las dulces voces de las muchachas. Más a estas voces se mezcló
un ruido lejano de cascos de caballos que se acercaban por un desfiladero
vecino. Uno de los ancianos, estremeciéndose, alzó la cabeza, a la vez que
preguntaba:
-Ese ruido... ¿No oís ese
ruido, hermanos?
Los otros aguzaron el
oído prestando atención a las orientaciones del viejo.
-No es nada -contestó
finalmente otro. Quizá algún alud de los que se producen de cuando en cuando.
Pero el anciano no quedó
nada convencido con aquella trivial explicación, y por eso exclamó con voz
quejumbrosa y lastimera, como lamentando ya la gravedad de los sucesos que
presentía:
-¡Ay, que ese alud lo he
sentido ya otras veces caer sobre mi hogar!
La fiesta, no obstante,
seguía.
Las niñas terminaron sus
cánticos y se aproximaron hacia los novios para ofrecerles olorosos ramos de
flores, romero, espliego y tomillo. De nuevo sonó el ruido, ahora más cercano e
inminente, insistente, rítmico y claro. Ya lo notaron todos y quedaron en suspenso.
El anciano que ejercía el patriarcado en aquella pequeña sociedad exclamó:
-¡El peligro se está
cerniendo sobre nosotros! Los feroces hijos del Norte no nos dejarán
tranquilos ni aun en medio de estas rocas. Dispongámonos a huir.
Gran caos desató su
exhortación.
Las mujeres se dirigieron
a recoger lo más indispensable mientras los varones se ceñían las espadas y
embrazaban los escudos. Se preparaban para combatir, aun a sabiendas de que
toda resistencia resultaría infructuosa, ya que los visigodos atacaban siempre
en copiosos escuadrones.
No tuvieron tiempo de
emprender la huida. Como un auténtico vendaval caído del infierno apareció una
ingente cantidad de jinetes, tes, gentes de terrible catadura, con grandes
cascos sobre sus rubias cabezas; con grandes lanzas y anchas espadas. La lucha
fue, evidentemente, breve. Algunos hispanos quedaron muertos en el suelo; otros
fueron hechos prisioneros y llevados atados sobre los caballos. Cuando la
partida huyó los supervivientes vieron con espanto que, además de algunos
jóvenes, faltaban las tres muchachas cuyos esponsales estaban celebrando
cuando habían sido interrumpidos por la brutal aparición de los bárbaros. Gran
dolor produjo este rapto entre los desdichados que de tal manera habían visto
turbada y deshecha su paz.
Las tres doncellas habían
sido atadas y puestas sobre las grupas de tres corceles que pertenecían a tres
de los más bravos y aguerridos guerreros visigodos. Casi desvanecidas de dolor
y espanto, las muchachas apenas advirtieron que se las bajaba de los caballos
y que se las dejaba en una casa rústica, encima de unos montones de heno. A la
mañana siguiente, cuando despertaron, lloraron amargamente al verse en aquel
lugar. Su dolor aumentó cuando pensaron en la suerte que pudieran haber corrido
aquellos con quienes se iban a unir en matrimonio, así como sus padres y
compañeros.
Toda la mañana pasó sin
que nadie fuera a verlas. La puerta, férreamente cerrada, se abrió al fin y por
ella penetraron en la lóbrega estancia los tres raptores. Las muchacha,
pálidas, creyeron desvanecer y, arrodillándose, comenzaron a rezar
fervientemente.
Uno de los visigodos
dijo:
-Nada tenéis que temer de
ninguno de nosotros, puesto que ningún mal habéis de recibir. Es vuestra
hermosura la que ha hecho que os traigamos hasta aquí, y queremos ofreceros
que seáis nuestras esposas.
Estas palabras en vez de
alejar el dolor de las jóvenes las aterrorizaron todavía más, agudizando todos
los temores que habían presentido en las horas de soledad y cautiverio. ¡Ser
esposas de los enemigos de su pueblo! ¡Faltar a las promesas hechas! ¡Contraer
matrimonio con herejes! Todo lo que desde niñas habían aprendido, la fe, las
ilusiones y los recuerdos, no podían desaparecer. La más decidida de las tres
respondió con acento firme:
-Gracias os damos, pero
lejos de nuestras familias y de aquellos a quienes hicimos promesa de
matrimonio no podemos ser felices. Tampoco podemos abjurar de nuestra fe para
unirnos impura e impúdicamente a unos herejes.
Los visigodos no
quisieron insistir por esta vez y las dejaron. Transcurrieron algunos días, e
insistieron de nuevo con los más sutiles halagos; pero en todo momento y
ocasión se vieron rechazados. Hasta que ingeniaron simular ante las jóvenes
que habían recibido noticias de sus prometidos, los cuales habían contraído
matrimonio con tres doncellas visigodas. Y haciéndolo así vieron abierto el
camino de sus propósitos, pues las muchachas, al saber de la supuesta
infidelidad de aquellos a quienes ellas tan leales se habían mostrado,
sintieron que todo había terminado para ellas. Poco después, ya casi sin
voluntad, aceptaron las reiteradas peticiones de los visigodos. Abjuraron de la
fe romana y contrajeron matrimonio con los tres bárbaros.
Mas, como hemos
advertido, todo lo relatado por los visigodos era falso. Los prometidos de las
muchachas habían logrado huir y unirse a sus familiares, así como a otros
grupos de hispanorromanos. Llegaron a formar un grupo numeroso, que no sólo hacia
huir a sus enemigos, sino que acometían audaces empresas, asaltando los pueblos
y campamentos de los visigodos. En una de esas ocasiones atacaron la ciudad en
donde vivían las tres muchachas con sus maridos. Habitaban en casas próximas y
apenas se separaban. El asalto de los hispanorromanos se consumó exitosamente
para éstos, y los godos hubieron de huir o entregarse. Las muchachas vacilaban:
de un lado querían ir al encuentro de los que eran de su raza; por otra parte
temían el justo reproche. Al fin decidieron salir y encontraron a su padre,
echándose a sus plantas. Terrible fue la ira del anciano al ver a sus hijas.
No quiso apenas escuchar las frases de exculpación que balbuceaban aquellas
desdichadas, y las maldijo, marchando sin detenerse, pues los visigodos ya
volvían con fuerzas superiores. Las muchachas quisieron seguirle, pero sólo
pudieron ver cómo caía prisionero, en unión de los que un día fueran sus
prometidos.
Locas de desesperación,
huyeron hacia la falda del monte perdido. Los visigodos fueron inflexibles con
sus prisioneros: los llevaron a unos robles y en las ramas de ellos los
ahorcaron. En aquel momento una terrible tempestad estalló en los montes; el
vendaval mecía siniestramente los cuerpos de los colgados. Las muchachas
cayeron al suelo, no lejos de allí, arrastradas por el huracán.
A la mañana siguiente se
habían alzado tres rocas negras, veteadas de blanco. Los visigodos -que eran
muy supersticiosos, llenos de temor, abandonaron aquellos parajes, desde
entonces desiertos e inhóspitos.
0.013. anonimo (aragon)
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