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jueves, 13 de septiembre de 2012

La leyenda de las «tres sorores»

En la inmensa cabalgata de montes se alzan las Tres Sorores: las tres rocas hermanas moldeadas por las nieves en incon­tables inviernos rigurosos, batidas por la helada cuchilla de los cierzos y las ventiscas; sobre ellas vuelan, con altivez y señorío, las águilas.
Esto es lo que cuentan de esas tres rocas desafiantes y altaneras los pastores del Pirineo:
Ocurrió hace muchos años, muchas centenas de años, cuando aún vivían los hombres de Roma y sus descendientes, los hispano­rromanos, en nuestra Península. Lenta y pacífica era la vida de es­tos hombres, olvidadas ya las luchas de las tribus, las heroicas defensas, los nombres gloriosos. Pero de nuevo la vieja tierra ibé­rica se sintió estremecida al paso de los jinetes armados. Desde los países del Norte bajaron unos pueblos violentos y guerreros, brus­tos, vencedores de la caduca madre. Y los hispanorromanos, ven­cidas las centurias, huían de los bárbaros que, además, querían imponerles, junto con la servidumbre corporal, la herejía arriana. Y en la desesperada huida, algunas familias llegaron a las estriba­ciones de los Pirineos. Y por los desfiladeros peligrosos, entre va­lles alegres y riscos empinados, se encaminaron en busca de luga­res ocultos donde continuar su vida, si bien sin la paz y el sosiego de los tiempos pasados.
Reuniéronse algunas familias y, habiendo encontrado un sitio apacible, determinaron quedarse allí. Creían que nunca llegarían hasta aquellos parajes. las hordas desenfrenadas de los visigodos.
En efecto, durante algún tiempo gozaron de tranquilidad; la vida iba normalizándose, y hasta brotaron entre los jóvenes corrientes de mutua simpatía, que se convirtieron en amor. Tres parejas quisieron unirse en matrimonio, y, habiéndolo aprobado los padres de cada uno, convocaron una pequeña asamblea para festejar los compromi­sos. En medio de una plazoleta formada por las cabañas se reunie­ron los jóvenes y sus ancestros, llenos de alegría, pues dentro de su miseria y pobreza procuraban conformar sus espíritus y ahuyentar temores y nostalgias.
Comenzó la fiesta: unas niñas, con las frentes ceñidas por guir­naldas de flores silvestres, empezaron a entonar un coro alterno. Los futuros contra-yentes asistían, rebosantes de felicidad, oyendo las dulces voces de las muchachas. Más a estas voces se mezcló un ruido lejano de cascos de caballos que se acercaban por un desfila­dero vecino. Uno de los ancianos, estremeciéndose, alzó la cabeza, a la vez que preguntaba:
-Ese ruido... ¿No oís ese ruido, hermanos?
Los otros aguzaron el oído prestando atención a las orientacio­nes del viejo.
-No es nada -contestó finalmente otro. Quizá algún alud de los que se producen de cuando en cuando.
Pero el anciano no quedó nada convencido con aquella trivial explicación, y por eso exclamó con voz quejumbrosa y lastimera, como lamentando ya la gravedad de los sucesos que presentía:
-¡Ay, que ese alud lo he sentido ya otras veces caer sobre mi hogar!
La fiesta, no obstante, seguía.
Las niñas terminaron sus cánticos y se aproximaron hacia los novios para ofrecerles olorosos ramos de flores, romero, espliego y tomillo. De nuevo sonó el ruido, ahora más cercano e inminente, insistente, rítmico y claro. Ya lo notaron todos y quedaron en sus­penso. El anciano que ejercía el patriarcado en aquella pequeña so­ciedad exclamó:
-¡El peligro se está cerniendo sobre nosotros! Los feroces hi­jos del Norte no nos dejarán tranquilos ni aun en medio de estas rocas. Dispongámonos a huir.
Gran caos desató su exhortación.
Las mujeres se dirigieron a recoger lo más indispensable mientras los varones se ceñían las espadas y embrazaban los escu­dos. Se preparaban para combatir, aun a sabiendas de que toda re­sistencia resultaría infructuosa, ya que los visigodos atacaban siempre en copiosos escuadrones.
No tuvieron tiempo de emprender la huida. Como un auténtico vendaval caído del infierno apareció una ingente cantidad de jine­tes, tes, gentes de terrible catadura, con grandes cascos sobre sus ru­bias cabezas; con grandes lanzas y anchas espadas. La lucha fue, evidentemente, breve. Algunos hispanos quedaron muertos en el suelo; otros fueron hechos prisioneros y llevados atados sobre los caballos. Cuando la partida huyó los supervivientes vieron con espanto que, además de algunos jóvenes, faltaban las tres mucha­chas cuyos esponsales estaban celebrando cuando habían sido in­terrumpidos por la brutal aparición de los bárbaros. Gran dolor produjo este rapto entre los desdichados que de tal manera habían visto turbada y deshecha su paz.
Las tres doncellas habían sido atadas y puestas sobre las gru­pas de tres corceles que pertenecían a tres de los más bravos y aguerridos guerreros visigodos. Casi desvanecidas de dolor y es­panto, las muchachas apenas advirtieron que se las bajaba de los caballos y que se las dejaba en una casa rústica, encima de unos montones de heno. A la mañana siguiente, cuando despertaron, lloraron amargamente al verse en aquel lugar. Su dolor aumentó cuando pensaron en la suerte que pudieran haber corrido aquellos con quienes se iban a unir en matrimonio, así como sus padres y compañeros.
Toda la mañana pasó sin que nadie fuera a verlas. La puerta, férreamente cerrada, se abrió al fin y por ella penetraron en la ló­brega estancia los tres raptores. Las muchacha, pálidas, creyeron desvanecer y, arrodillándose, comenzaron a rezar fervientemente.
Uno de los visigodos dijo:
-Nada tenéis que temer de ninguno de nosotros, puesto que ningún mal habéis de recibir. Es vuestra hermosura la que ha he­cho que os traigamos hasta aquí, y queremos ofreceros que seáis nuestras esposas.
Estas palabras en vez de alejar el dolor de las jóvenes las aterro­rizaron todavía más, agudizando todos los temores que habían pre­sentido en las horas de soledad y cautiverio. ¡Ser esposas de los enemigos de su pueblo! ¡Faltar a las promesas hechas! ¡Contraer matrimonio con herejes! Todo lo que desde niñas habían aprendido, la fe, las ilusiones y los recuerdos, no podían desaparecer. La más decidida de las tres respondió con acento firme:
-Gracias os damos, pero lejos de nuestras familias y de aque­llos a quienes hicimos promesa de matrimonio no podemos ser fe­lices. Tampoco podemos abjurar de nuestra fe para unirnos impura e impúdicamente a unos herejes.
Los visigodos no quisieron insistir por esta vez y las dejaron. Transcurrieron algunos días, e insistieron de nuevo con los más su­tiles halagos; pero en todo momento y ocasión se vieron rechaza­dos. Hasta que ingeniaron simular ante las jóvenes que habían reci­bido noticias de sus prometidos, los cuales habían contraído matri­monio con tres doncellas visigodas. Y haciéndolo así vieron abierto el camino de sus propósitos, pues las muchachas, al saber de la su­puesta infidelidad de aquellos a quienes ellas tan leales se habían mostrado, sintieron que todo había terminado para ellas. Poco des­pués, ya casi sin voluntad, aceptaron las reiteradas peticiones de los visigodos. Abjuraron de la fe romana y contrajeron matrimonio con los tres bárbaros.
Mas, como hemos advertido, todo lo relatado por los visigodos era falso. Los prometidos de las muchachas habían logrado huir y unirse a sus familiares, así como a otros grupos de hispanorro­manos. Llegaron a formar un grupo numeroso, que no sólo ha­cia huir a sus enemigos, sino que acometían audaces empresas, asaltando los pueblos y campamentos de los visigodos. En una de esas ocasiones atacaron la ciudad en donde vivían las tres muchachas con sus maridos. Habitaban en casas próximas y ape­nas se separaban. El asalto de los hispanorromanos se consumó exi­tosamente para éstos, y los godos hubieron de huir o entregarse. Las muchachas vacilaban: de un lado querían ir al encuentro de los que eran de su raza; por otra parte temían el justo reproche. Al fin deci­dieron salir y encontraron a su padre, echándose a sus plantas. Terri­ble fue la ira del anciano al ver a sus hijas. No quiso apenas escu­char las frases de exculpación que balbuceaban aquellas desdicha­das, y las maldijo, marchando sin detenerse, pues los visigodos ya volvían con fuerzas superiores. Las muchachas quisieron seguirle, pero sólo pudieron ver cómo caía prisionero, en unión de los que un día fueran sus prometidos.
Locas de desesperación, huyeron hacia la falda del monte perdi­do. Los visigodos fueron inflexibles con sus prisioneros: los llevaron a unos robles y en las ramas de ellos los ahorcaron. En aquel mo­mento una terrible tempestad estalló en los montes; el vendaval mecía siniestramente los cuerpos de los colgados. Las muchachas cayeron al suelo, no lejos de allí, arrastradas por el huracán.
A la mañana siguiente se habían alzado tres rocas negras, vetea­das de blanco. Los visigodos -que eran muy supersticiosos, lle­nos de temor, abandonaron aquellos parajes, desde entonces desier­tos e inhóspitos.

0.013. anonimo (aragon)

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