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jueves, 13 de septiembre de 2012

El «miserere»

Hace ya algunas semanas que, visitando una célebre aba­día día de un pueblo perdido entre las montañas de la más boscosa región aragonesa y ocupándome en revolver algu­nos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus más ignotos rincones dos o tres cuadernos de música bastante anti­guos, cubiertos por la pátina del tiempo y hasta comenzados a mor­disquear por los «señores» roedores que nada entienden de letras, pero que se ocupan del papel para atender sus necesidades gastronó­micas.
Los cuadernos en cuestión correspondían a un «Miserere».
Yo poco entiendo de música, aunque mal oído para ella no tengo. Y mi afición está probada y constatada al encanto sonoro de esos instrumentos que con sus quejidos, lamentos y exclamaciones alegres, deleitan el «paladar» auditivo de aquellos que, como yo, sin comulgar, creen. Confieso que no la entiendo -a la música me refiero; como tampoco entiendo a las mujeres y me gustan tanto o más que la música. A veces me entretengo con ellas -no con las mujeres, si éstas no me dan consentimiento, con las par­tituras musicales, las de ópera precisamente, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de claves y notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los trián­gulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves; y todo esto sin comprender lo más mínimo ni sacar el menor provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuademos, y lo primero que despertó mi interés fue que, a pesar de que en la última página estaba escrita esa palabra latina tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el «Miserere» no estaba completo, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue sin lugar a dudas lo que inicialmente me llamó la atención; pero luego que me fijé más detalladamente en las hojas de música, me chocó más aún el observar que, en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como aestoso, allegro, andante, ritar­dando, piu vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para adver­tir cosas tan dificiles de hacer como ésta: Crujen... crujen los hue­sos, y de sus médulas han de parecer que salen alaridos. O esta otra: La cuerda' aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la humanidad que solloza y gime. Y la más original de todas, sin duda, recomen­daba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía..., ¡fuerza...!, fuerza y dulzura.
-¿Sabéis que es esto? -pregunté a un anciano que me acom­pañaba, al acabar de medio traducir aquellos renglones, que parecían frases escritas por un perturbado mental.
El anciano me contó entonces la siguiente leyenda:

1

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Una modesta colación, un pobre lecho y un encendido hogar fueron puestos por el hermano a quien se hizo esta demanda a dis­posición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado; he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran fama y renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron al crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por lo mismo que puedo condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba a despertar­se la curiosidad, e instigado por ésta a continuar sus interrogaciones, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había come­tido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba pa­labras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad en un libro santo. Abrí aquel vo­lumen, y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contri­ción verdadera, un salmo de David, el que comienza Miserere mei, domine! Desde aquel instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue encontrar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, esto seguro de hacer un «Miserere» tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos, tal y tan desgarrador, que al escu­char el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡Misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló durante unos instantes, y después, exhalando un profundo suspiro, tornó a tomar el hilo de su disertación. El hermano, lego, algunos depen­dientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes que formaban círculo alrededor del hogar le escuchaban con aten­ción y en reverente silencio.
-Luego de recorrer toda Alemania prosiguió, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un «Miserere» en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he escuchado tantos que puedo casi asegurar que los he oído todos.
-¿Todos? -interrogó entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes. ¿A que no habéis escuchado el «Miserere» de la mon­taña?
-¡El «Miserere» de la montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza. ¿Qué «Miserere» es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino, prosiguiendo acto segui­do con misteriosa entonación: Ese «Miserere», que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascos, es toda una historia, una historia muy antigua; pero tan verdadera como al parecer increíble. Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limi­tan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos siglos un monasterio famoso que, al pare­cer, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus mal­dades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más adelante, debió ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en una iglesia, reunió unos cuantos bandole­ros, camaradas. suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el «Miserere», prendieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida. Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, no se sabe adónde, a los profundos tal vez. Las llamas reduje­ron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, des­pués de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió no pudiendo más, impaciente, el músi­co, ¿y el «Miserere»?
-Aguardad -pronunció con gran soma el rabadán, que todo irá por partes.
Dicho lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen; de padres a hijos y de hijos a nietos se contó con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva la memoria es que todos los años, tal noche como en la que se consumó, se ven bri­llar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oyen como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse prepara­dos para presentarse ante el tribunal de Dios limpios de toda cul­pa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el «Miserere».
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incre­dulidad; sólo el romero, que parecía vivamente afectado por la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había re­ferido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque pre­cisamente esta noche es la de Jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa... Pero... ¿qué hacéis? ¿Adónde váis en una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el forastero, levantándose de su asiento y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta de salida de la abadía.
-¿Adónde voy? -repitió el interrogado con los ojos llenos de una extraña luz. A oír esa maravillosa música, a oír el gran­de, el verdadero «Miserere», el «Miserere» de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.
Y así diciendo desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas como almas gi­mientes del purgatorio, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relám­pago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ella se descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Completamente loco! -repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

2

Después de una o dos horas de camino, el misterioso persona­je que habían calificado de loco en la abadía, remontando la co­rriente del riachuelo que le indicara el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado, las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos girones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y de ex­tenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la ima­ginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o de un castillo solitario, al que había arrostrado en su larga carrera de peregrinación cien mil y una tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares, formaban parte de su habitual entorno.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que grazna­ba refugiado debajo del nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles que, despier­tos de su letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jara­magos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia; todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la sole­dad y de la noche llegaban perceptibles al oído del romero que, sen­tado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba anhelante la hora en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil mane­ras distintas, pero siempre los mismos.
«¡Si me habrá engañado!», pensó el músico; pero en aquel ins­tante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora, ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su mis­teriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no había campana ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las comi­sas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera empezó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto, dé cuyos huesos amarillos se des­prende gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movi­miento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que se agita con sus desconocidas fuerzas. Las piedras se unieron a las piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta, como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derruidas capillas, los rotos chapiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, for­maron con sus columnas un laberinto de pórfido.
Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde le­jano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero contra su pavor luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravillo­so, y alentado por él dejó la tumba sobre la que reposaba, se incli­nó al borde del abismo, por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capu­chas, entre los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarna­das mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas y, agarrándose con los largos dedos de sus ma­nos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expre-sión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
-Miserere mei, Domine, secundum magnum misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordena­ron en dos hileras, y penetrando en él fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron ento­nando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno que, desvanecida la tempestad, se aleja murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, la gota de agua que se filtraba, el grito del búho escondido y el roce de los reptiles in­quietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede explicar­se ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contri­ción del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantás­tica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima; sus dientes chocaron, agitán­dose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de sus huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del «Miserere»:
-In inquitativus conceptus sum, et peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos, retumbando la bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancando a la humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste, las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes, una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo, como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una auténtica y gigantesca espiral de sonoro incienso:
-Auditui meo dabis gaudium et laetiam, et exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del ro­mero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento en tierra, y nada más oyó.

3

Al día siguiente los pacíficos monjes de la abadía, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el «Miserere»? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de in­teligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme asilo en vuestra casa -prosiguió diri-giéndose al abad; asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un «Miserere» que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el superior, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imagina-ción, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y exclamaba:
-¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! -y proseguía escri­biendo notas con rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos, y los siguientes, y hasta la mitad del salmo; pero al llegar al último que había oído en la mon­taña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió sin poder terminar el «Misere­re» que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte, y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

Cuando el anciano concluyó de contarme esta historia, no pude por menos que volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del «Miserere», que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea.
Estas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecían mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garaba­tos, ininteligibles para los profanos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no serán una locura?

0.013. anonimo (aragon)

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