Hace ya algunas semanas
que, visitando una célebre abadía día de un pueblo perdido entre las montañas
de la más boscosa región aragonesa y ocupándome en revolver algunos volúmenes
en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus más ignotos rincones dos o
tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos por la pátina del tiempo
y hasta comenzados a mordisquear por los «señores» roedores que nada entienden
de letras, pero que se ocupan del papel para atender sus necesidades gastronómicas.
Los cuadernos en cuestión
correspondían a un «Miserere».
Yo poco entiendo de
música, aunque mal oído para ella no tengo. Y mi afición está probada y
constatada al encanto sonoro de esos instrumentos que con sus quejidos, lamentos
y exclamaciones alegres, deleitan el «paladar» auditivo de aquellos que, como
yo, sin comulgar, creen. Confieso que no la entiendo -a la música me refiero;
como tampoco entiendo a las mujeres y me gustan tanto o más que la música. A
veces me entretengo con ellas -no con las mujeres, si éstas no me dan
consentimiento, con las partituras musicales, las de ópera precisamente, y me
paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de claves y
notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las
especies de etcéteras, que llaman llaves; y todo esto sin comprender lo más
mínimo ni sacar el menor provecho.
Consecuente con mi manía,
repasé los cuademos, y lo primero que despertó mi interés fue que, a pesar de
que en la última página estaba escrita esa palabra latina tan vulgar en todas
las obras, finis, la verdad era que
el «Miserere» no estaba completo, porque la música no alcanzaba sino hasta el
décimo versículo.
Esto fue sin lugar a
dudas lo que inicialmente me llamó la atención; pero luego que me fijé más
detalladamente en las hojas de música, me chocó más aún el observar que, en vez
de esas palabras italianas que ponen en todas, como aestoso, allegro, andante, ritardando, piu vivo, a piacere, había
unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos
servían para advertir cosas tan dificiles de hacer como ésta: Crujen... crujen los huesos, y de sus
médulas han de parecer que salen alaridos. O esta otra: La cuerda' aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por
eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la humanidad que solloza y
gime. Y la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último
versículo: Las notas son huesos cubiertos
de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía..., ¡fuerza...!, fuerza
y dulzura.
-¿Sabéis que es esto?
-pregunté a un anciano que me acompañaba, al acabar de medio traducir aquellos
renglones, que parecían frases escritas por un perturbado mental.
El anciano me contó entonces
la siguiente leyenda:
1
Hace ya muchos años, en
una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un
romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con
que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y
proseguir con la luz del sol su camino.
Una modesta colación, un
pobre lecho y un encendido hogar fueron puestos por el hermano a quien se hizo
esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto
de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se
encaminaba.
-Yo soy músico -respondió
el interpelado; he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran
fama y renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción,
y encendí con él pasiones que me arrastraron al crimen. En mi vejez quiero
convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por
lo mismo que puedo condenarme.
Como las enigmáticas
palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en
quien ya comenzaba a despertarse la curiosidad, e instigado por ésta a
continuar sus interrogaciones, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo
de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios
misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi
arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad en un libro
santo. Abrí aquel volumen, y en una de sus páginas encontré un gigante grito
de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza Miserere mei, domine! Desde aquel instante en que hube leído sus estrofas, mi
único pensamiento fue encontrar una forma musical tan magnífica, tan sublime,
que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la
he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo
confusamente en mi cabeza, esto seguro de hacer un «Miserere» tal y tan
maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos, tal y tan desgarrador,
que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los
ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡Misericordia!, y el Señor la tendrá
de su pobre criatura.
El romero, al llegar a
este punto de su narración, calló durante unos instantes, y después, exhalando
un profundo suspiro, tornó a tomar el hilo de su disertación. El hermano, lego,
algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los
frailes que formaban círculo alrededor del hogar le escuchaban con atención y
en reverente silencio.
-Luego de recorrer toda
Alemania prosiguió, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la
música religiosa, aún no he oído un «Miserere» en que pueda inspirarme, ni uno,
ni uno, y he escuchado tantos que puedo casi asegurar que los he oído todos.
-¿Todos? -interrogó
entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes. ¿A que no habéis escuchado el
«Miserere» de la montaña?
-¡El «Miserere» de la
montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza. ¿Qué «Miserere» es ése?
-¿No dije? -murmuró el
campesino, prosiguiendo acto seguido con misteriosa entonación: Ese
«Miserere», que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras
el ganado por entre breñas y peñascos, es toda una historia, una historia muy
antigua; pero tan verdadera como al parecer increíble. Es el caso que en lo más
fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el horizonte del valle, en
el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos siglos un monasterio
famoso que, al parecer, edificó a sus expensas un señor con los bienes que
había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se
verá más adelante, debió ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo
en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de
que su castillo se había transformado en una iglesia, reunió unos cuantos
bandoleros, camaradas. suyos en la vida de perdición que emprendiera al
abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes
se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían
comenzado el «Miserere», prendieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia,
y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida. Después de
esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, no se sabe
adónde, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a
escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón,
de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en peña, forma
el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió no
pudiendo más, impaciente, el músico, ¿y el «Miserere»?
-Aguardad -pronunció con
gran soma el rabadán, que todo irá por partes.
Dicho lo cual, siguió así
su historia:
-Las gentes de los
contornos se escandalizaron del crimen; de padres a hijos y de hijos a nietos
se contó con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más
viva la memoria es que todos los años, tal noche como en la que se consumó, se
ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oyen como
una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se
perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales,
muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse ante el tribunal de
Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su
misericordia cantando el «Miserere».
Los circunstantes se
miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía
vivamente afectado por la narración de la historia, preguntó con ansiedad al
que la había referido:
-¿Y decís que ese
portento se repite aún?
-Dentro de tres horas
comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de Jueves
Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se
encuentra el monasterio?
-A una legua y media
escasa... Pero... ¿qué hacéis? ¿Adónde váis en una noche como ésta? ¡Estáis
dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el forastero,
levantándose de su asiento y tomando el bordón, abandonaba el hogar para
dirigirse a la puerta de salida de la abadía.
-¿Adónde voy? -repitió el
interrogado con los ojos llenos de una extraña luz. A oír esa maravillosa
música, a oír el grande, el verdadero «Miserere», el «Miserere» de los que
vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.
Y así diciendo
desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía
crujir las puertas como almas gimientes del purgatorio, como si una mano
poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones,
azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago
iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ella se descubría.
Pasado el primer momento
de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Completamente loco!
-repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon
alrededor del hogar.
2
Después de una o dos
horas de camino, el misterioso personaje que habían calificado de loco en la
abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicara el rabadán de la
historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas
del monasterio.
La lluvia había cesado,
las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos girones se deslizaba a
veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes
machones y de extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba
gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación.
Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una
torre abandonada o de un castillo solitario, al que había arrostrado en su
larga carrera de peregrinación cien mil y una tormentas, todos aquellos ruidos
le eran familiares, formaban parte de su habitual entorno.
Las gotas de agua que se
filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con
un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho,
que graznaba refugiado debajo del nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en
el hueco de un muro; el ruido de los reptiles que, despiertos de su letargo
por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen,
o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del
altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento
de la iglesia; todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la
soledad y de la noche llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado
sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba anhelante la hora en que
debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y
tiempo y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y
combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
«¡Si me habrá engañado!»,
pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido
inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos
antes de sonar la hora, ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan,
de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa
vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no
había campana ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado,
debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su
vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las
esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas,
los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las comisas, los
negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera
empezó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o
una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un
esqueleto, dé cuyos huesos amarillos se desprende gas fosfórico que brilla y
humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse,
pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que
parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del
cadáver que se agita con sus desconocidas fuerzas. Las piedras se unieron a las
piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se
levantó intacta, como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el
artífice, y al par del ara se levantaron las derruidas capillas, los rotos
chapiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y
enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto
de pórfido.
Una vez reedificado el
templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el
zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que
parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose
cada vez más perceptible.
El osado peregrino
comenzaba a tener miedo; pero contra su pavor luchaba aún su fanatismo por todo
lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre la que
reposaba, se inclinó al borde del abismo, por entre cuyas rocas saltaba el
torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se
erizaron de horror.
Mal envueltos en los
jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, entre los pliegues de las cuales
contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras
cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que
fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del
fondo de las aguas y, agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a
las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con
voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expre-sión de dolor, el primer
versículo del salmo de David:
-Miserere mei, Domine, secundum magnum misericordiam tuam!
Cuando los monjes
llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando en
él fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne
prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de
sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno que, desvanecida la
tempestad, se aleja murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la
concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las
rocas, la gota de agua que se filtraba, el grito del búho escondido y el roce de
los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede
explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano
que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey
Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el
músico, que la presenciaba absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo
real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se
revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible
vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su
espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima; sus dientes
chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró
hasta la médula de sus huesos.
Los monjes pronunciaban
en aquel instante estas espantosas palabras del «Miserere»:
-In inquitativus conceptus sum, et peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo
y dilatarse sus ecos, retumbando la bóveda, se levantó un alarido tremendo, que
parecía un grito de dolor arrancando a la humanidad entera por la conciencia de
sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio,
de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la
impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en pecado y
fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora
tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura
de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de
júbilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció
bañada en luz celeste, las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes,
una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y
a través de ella se vio el cielo, como un océano de lumbre abierto a la mirada
de los justos.
Los serafines, los
arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria
este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica,
como una auténtica y gigantesca espiral de sonoro incienso:
-Auditui meo dabis gaudium et laetiam, et exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad
deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia,
zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento en tierra, y nada más oyó.
3
Al día siguiente los
pacíficos monjes de la abadía, a quienes el hermano lego había dado cuenta de
la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y
como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el
«Miserere»? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a
hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme
asilo en vuestra casa -prosiguió diri-giéndose al abad; asilo y pan por algunos
meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un «Miserere» que borre mis
culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta
abadía.
Los monjes, por
curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el superior, por
compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico,
instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con
un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo
que sonaba en su imagina-ción, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el
asiento y exclamaba:
-¡Eso es; así, así, no
hay duda..., así! -y proseguía escribiendo notas con rapidez febril, que dio
en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros
versículos, y los siguientes, y hasta la mitad del salmo; pero al llegar al
último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien,
doscientos borradores: todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya
anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se
apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió sin poder terminar el
«Miserere» que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte, y
aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el anciano
concluyó de contarme esta historia, no pude por menos que volver otra vez los
ojos al empolvado y antiguo manuscrito del «Miserere», que aún estaba abierto
sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea.
Estas eran las palabras
de la página que tenía ante mi vista, y que parecían mofarse de mí con sus
notas, sus llaves y sus garabatos, ininteligibles para los profanos en la
música.
Por haberlas podido leer
hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no serán
una locura?
0.013. anonimo (aragon)
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