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jueves, 22 de agosto de 2013

Las capas pardas

La leyenda de las capas pardas se narra en la ciudad de Zamora a los niños con el fin de que aprendan a respetar las costumbres religiosas y perma-nezcan en silencio durante los desfiles procesionales de Semana Santa. Aunque existen algunas variantes dependiendo de la imaginación de quien la cuenta, la versión más popular viene a decir lo siguiente:
Hace muchos años vivía en la antigua ciudad de Zamora un hombre piadoso, honrado y querido de sus vecinos. Tenía por oficio el ser molinero y solía trabajar en una de las «aceñas» o molinos de agua que hay junto al río Duero. Habitaba este hombre una casa pobre, cerca de la iglesia de San Claudio de Olivares, en los extramuros de la ciudad. No pasaba domingo ni celebración sin que el buen molinero se acercara a la iglesia para rezar fervorosamente al Santísimo Cristo de Olivares, dándole gracias por los beneficios que le concedía y pidiendo favores para su familia y sus convecinos. La figura del Cristo es una pobre talla de madera, esculpida con poco arte y, en vez de flores, adornan el Calvario algunos cardos secos y una calavera.
Tanta era la devoción que el molinero tenía por su Cristo que se empeñó en hacerlo desfilar en la Semana Santa, del mismo modo que se hacía con otras figuras y pasos de las iglesias zamoranas. Pidió consultas al obispo y viendo éste que la intención era buena y que no había ningún motivo para rechazar su pretensión, autorizó que se sacara el Cristo de Olivares en procesión el miércoles, a la caída de la tarde.
Convocó el molinero a sus vecinos y les comunicó la buena noticia, pero fueron pocos los que quisieron acompañar al Cristo a esas horas tardías, cuando el viento hiela los huesos y es más agradable el fuego y el vino. De modo que, llegado el miércoles santo, los devotos alzaron en hombros la figura y salieron del templo. Como era noche cerrada y hacía un frío de mil demonios, los feligreses tomaron sus capas, llamadas de Aliste o alistanas, porque en esa parte de Zamora las utilizan los pastores para protegerse de las inclemencias del tiempo. Así iban los veinte o treinta cofrades: ataviados con sus pobres capas pardas y llevando en andas al triste Cristo, que crujía sobre sus hombros.
Al subir por la Cuesta del Mercado, ya dentro de las murallas, esperaban los zamoranos ver la nueva procesión, de la que se llevaba hablando algunos días en las plazas y los corrillos. Pero hete aquí que todo fueron burlas al ver tan triste congregación, con aquellas raídas capas pardas del pueblo, con aquel Cristo sin flores y tan pobremente esculpido. Durante todo el recorrido tuvieron que soportar las mofas y las chanzas de los zamoranos, que se reían abiertamente de la mísera comitiva.
Ya volvían los cofrades a su iglesia cuando, al pasar junto a la Catedral, sin que nadie tocara las campanas, éstas comenzaron a dar a muerto y a oficio de difuntos. Grave fue la sorpresa de todos los habitantes de la ciudad, que hincaron sus rodillas ante el Cristo y pidieron humildemente perdón por su malvada conducta. Desde entonces, la cofradía del Santísimo Cristo de Olivares fue una de las más respetadas y un piadoso silencio puede observarse a lo largo de todo su recorrido.
La congregación de las capas pardas dejó de desfilar cuando el buen molinero pasó a mejor vida y la tradición se perdió durante algún tiempo; después, se recuperó ya en el siglo XX, imitando aquel desfile procesional. Sus cofrades van ataviados con las ásperas capas alistanas, muy poco utilizadas en la actualidad, y portan candeleros, hacen sonar lúgubres carracas y un cortejo musical cierra la procesión. Las campanas de la torre del Salvador vuelven a tocar a muerto cada Miércoles Santo.
La Semana Santa de Zamora pasa por ser una de las más importantes de España; en parte porque algunas de sus cofradías se remontan a los siglos XV y XVI; en parte porque los grupos escultóricos, o pasos, poseen una calidad artística indudable; y en parte porque es conocido el fervor y el respeto de los ciudadanos en los desfiles procesionales.

Fuente: Jose Calles Vales

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Lamiñak

Volvamos a las ninfas de las fuentes y los arroyos: el lector debe conocer algunas características de estos seres (xanas, janas, anjanas, lamias, donas d aigua, mouras), por si se topa alguna vez con ellas. Se ha de saber que son muchachas de una excepcional belleza: su rostro es el de los mismos ángeles, aunque un tanto pálido, porque tienen la piel blanca como el nácar. En ocasiones se afirma que sus ojos son verdes o azules, y que sus cabellos son rubios. Pero estos detalles no son exactos: en términos generales, las xanas y las anjanas del norte son rubias y utilizan peines de oro para cuidar sus cabellos; pero en el País Vasco se han visto lamiñak con el pelo tan negro como el azabache y las mouras de Castilla a veces tienen el cabello ensortijado. Respecto a los ojos, si bien predomina el color verde, también las hay con ojos negros, grises e incluso violetas. Suelen vestir túnicas largas de lino, de color blanco o azul muy pálido, y a veces utilizan capas para cubrir su cabeza, sobre todo en los días fríos o de niebla. Aunque gran parte de su tiempo lo emplean en el cuidado de su belleza, también son industriosas y tejen sin cesar hilo de oro.
Las malas lenguas hablan de hechizos y maldiciones, e incluso de crímenes, pero las xanas no son tan terribles. Suelen proceder de modo justo, aunque prefieren que se halague su hermosura y se les regalen pequeñas cosas, como alfileres, figurillas, cristales o espejuelos. A cambio, las magas del agua suelen regalar oro puro u otros objetos del preciado metal. Naturalmente, todos saben que algunos pastores o leñadores han muerto ahogados en los ríos por culpa de las ninfas del agua, pero no cabe atribuir estas muertes a las xanas, sino a la imprudencia de los hombres, que se enamoran perdidamente de ellas y se arrojan a las pozas.
Salvo las lamiñak vascas, el resto son bastante tímidas y prefieren la soledad. Sólo las ninfas de los arroyos de Euskadi son habladoras y amables: dulces y alegres, las lamiñak suelen ser muy generosas y se cuentan por docenas los casos en que una ninfa ha regalado objetos preciosos a pastores y labradores. Como en aquella ocasión en que un leñador se refugió de una tormenta en la cueva de Balzola y durante varias horas estuvo hablando con una lamia hermosísima. Quedó tan encantada la maga con el leñador que le regaló un trozo de carbón, pero cuando el hombre salió de la cueva el carbón se convirtió en oro.
De una de estas lamiñak se cuenta en las aldeas Vizcaya la siguiente historia:
Pernando de Artea era un muchacho alegre y jovial que por aquellos años volvía al caserío de sus padres tras haber estudiado en Alcalá. Aunque los licenciados de Alcalá se burlaban de su modo de hablar y se mofaban de su pobre atuendo, lo cierto es que Pernando dejó muchos amigos en la Universidad y era un personaje querido por todos.
De vuelta a su patria, Pernando no se enorgullecía de su saber: bien al contrario, ayudaba a sus padres en todas las tareas y lo mismo llevaba las vacas al prado, que cortaba leña o bajaba al pueblo a vender las hortalizas.
Pero el joven tenía vocación de andariego, y no pasaba tarde en que no subiera al monte: se internaba en el bosque y, sentado bajo un árbol, leía o entretenía su imaginación con la vista de aquellos espacios silvestres. Le encantaba observar a los jilgueros, a las ardillas y a los peces del río, y todo cuanto veía le parecía maravilloso y sorprendente.
Fue en uno de estos paseos cuando encontró a Barina. Ésta era una muchacha hermosísima, con el pelo rojo como el sol y unos ojos verdes que enamoraban. Su voz, dulce y alegre, competía con el murmullo de la lluvia y con los gorjeos de las fuentes. Pernando admiraba en ella sus labios como rosas y sus manos como palomas, pero sólo pudo enamorarse de su corazón. La franqueza en el trato, la sencillez, la timidez de Barina y su hermosura ocuparon la mente de Pernando de Artea y ya nunca pudo librarse de este amor. Durante horas estuvieron conversando de esto y aquello, y a cada instante el muchacho estaba más prendado de Barina. Pero llegaron las primeras sombras y Pernando tuvo que volver a casa.
Apenas pudo conciliar el sueño y durante toda la mañana siguiente no pensó en otra cosa que en su amor. Ya estaba deseando que se cumpliera la hora en que viera de nuevo a Barina. Y así sucedió: en un lugar recóndito del bosque, junto a un arroyo, Barina esperaba con su sonrisa alegre y amable. De nuevo intercambiaron gestos, palabras y requiebros, y Pernando volvió a su casa pensando que Barina habría de ser su esposa tan pronto como fuera posible.
Contó a sus padres cómo había conocido a esta muchacha y lo encantado que estaba con ella. Pero su madre comenzó a llorar sin consuelo y Pernando quiso saber el motivo.
-¡Ay, hijo mío! -decía la pobre mujer. Que esa muchacha es una maga del agua y te ha hechizado...
Aturdido y triste, Pernando pasó toda la noche dando vueltas en la cama, con fiebre y casi delirando: de ningún modo podía creer que Barina fuera una de aquellas lamiñak de las que hablaban los viejos y los aldeanos. Tan seguro estaba de su amor, que por nada del mundo abandonaría a Barina. En cualquier caso, estaba decidido a comprobar que su amada verdaderamente era humana.
Al día siguiente y como todos los últimos días, Barina y Pernando se reunieron junto al arroyo y allí se prometieron amor sin fin. Abrumado por las palabras de su madre, Pernando preguntó a su querida:
-Amada Barina, dime si eres humana y si podré casarme contigo.
Una nube de tristeza cruzó la frente de la muchacha y de sus ojos de enamorada brotaron lágrimas. Retiróse un tanto y se dirigió al arroyo. Caminó por la orilla y se lanzó al agua, hundiéndose hasta el fondo. Quedó el arroyo sin ondas y en la más tranquila quietud... pero la sorpresa de Pernando fue terrible cuando vio surgir a su amada de las profundidades entre mil gotas de agua, que brillaban como estrellas y rocío. Al volverse, una cola de pez chapoteó en el agua, y Pernando cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos: ¡era una lamia! ¡Una maga del agua!
A duras penas pudo el joven volver al caserío: tenía en el alma una pena inmensa y lloraba desconsoladamente. Su amor era imposible y el casamiento, también. Abatido y amargado, Pernando cayó enfermo y a los pocos días la fiebre lo consumió. Dicen, quienes estuvieron allí, que sus últimas palabras fueron para Barina, a quien había entregado su corazón.
Siete doncellas hermosísimas acudieron al velatorio y pusieron un manto tejido en oro sobre el cuerpo del joven muchacho. Nadie las conocía pero todos supieron que eran lamiñak, que venían a honrar al estudiante. Al día siguiente, los parientes y vecinos fueron a enterrar a Pernando. Pudo verse a una muchacha, que seguía el cortejo de lejos, cubierta con una capa de grana bordada en oro: era Barina, que lloraba la muerte de su amado. Pero no pudo entrar en la iglesia, porque las hadas del agua tienen prohibida su estancia en lugar sagrado.

Fuente: Jose Calles Vales

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La victoria en la batalla de las navas de tolosa

Mucho se ha oído acerca de esta tremenda batalla, acaecida en el año 1212, y en la cual unieron sus fuerzas el rey don Pedro II de Aragón y don Alfonso VIII de Castilla. Tanto un rey como el otro recibieron, al parecer, visitas misteriosas y tuvieron sueños proféticos que les anunciaban el triunfo seguro contra los musulmanes.
Una de las historias más conocidas al respecto es la que se cuenta en Oviedo, en la que dos siniestras figuras aparecen en la oscuridad y hablan con voces de ultratumba.
Se dice que los asturianos estaban enojados con el rey don Alfonso porque éste había visitado varias veces el sepulcro del Apóstol Santiago, pero nunca había tenido tiempo para acercarse a la iglesia del Salvador, donde todos los ovetenses veneran al Santísimo Cristo. Con cierta verosimilitud, un cronista de fama cuenta que el rey, en una de sus visitas a Santiago, oyó a un ciego que cantaba la siguiente copla:

El que visita a Santiago
y no viene al Salvador
rinde tributo al criado
y no saluda al Señor.

Al oír estas palabras, don Alfonso se percató de la injusticia con que trataba a los asturianos y no dejó pasar aquel año sin visitar al Santísimo Cristo.
La tarde en que llegó la Corte a Oviedo (se puede asegurar) era la más tempestuosa e inclemente que conocieron los siglos. Un viento helado llegaba de las montañas, cargado de lluvia y agujas de hielo, y en la bóveda del cielo retemblaban los truenos y pálidos fulgores iluminaban las calles desiertas. Una fúnebre luz se esparcía por las esquinas y las plazas, pero don Alfonso estaba decidido a visitar al
Santísimo y no quiso descansar sin pasar antes por la iglesia. Cuando hubo orado, se retiró a sus aposentos, cedidos cortésmente por el obispo. Cierto es que la tormenta lo inquietaba en extremo y no pudo dormir, y que toda la noche la pasó en vela, oyendo los truenos y espantándose ante los tétricos resplandores de los rayos.
Puesto que él era el único en la casa que permanecía despierto, él sólo fue quien pudo oír unos aldabonazos. Desde luego, los golpes no sonaban en la casa, sino fuera y un tanto más allá. Aguzando el oído, don Alfonso descubrió que dos figuras cubiertas con capas negras golpeaban en la puerta de la catedral. Atemorizado y espantado, creyéndose víctima de una rebelión urdida a sus espaldas, apagó la luz de su cámara y acechó en la ventana. Desde allí podía ver, con cierta claridad, las dos figuras corpulentas que sin cesar hacían sonar la aldaba de la Santa Iglesia.
Al cabo, varios frailes y sacristanes corrieron por los pasillos del palacio episcopal y pasaron a la catedral. Cuando llegaron a la puerta, apenas se atrevían a hablar: tanto era el temor que los antiguos tenían a las tempes-tades.
-¿Quién es? ¿Quién llama a estas horas? -preguntaron.
Un terrible silencio atenazó a los clérigos, un silencio sólo roto por el caer de la lluvia y el siniestro ulular del viento. Al fin, una voz profunda, como venida de los sepulcros, dijo:
-Que venga el rey.
No es para contar la tembladera de rodillas de los sacristanes ni cómo se retorcían las manos los frailes. Acaso uno se atrevió a mirar por una rendija y pudo ver a los dos embozados. El caso es que todos volvieron al palacio episcopal y despertaron al obispo.
-Dos hombres extraños hay a la puerta de la catedral, Su Ilustrísima. Y piden ver al rey.
-¿Hemos de despertar al rey por esta nonada? -refunfuñó el obispo. Iré yo y veremos qué quieren.
Todo lo podía oír don Alfonso desde su alcoba y cuanto más oía, más convencido estaba de que una maquinación infame se tramaba contra él y que, si no andaba prevenido, allí mismo le asesinarían.
El obispo se levantó y vestido con lo primero que tuvo a mano, pasó también a la catedral, seguido de capellanes, frailes y sacristanes. Cuando llegó a la puerta, preguntó de mal talante:
-¿Quienes sois vosotros y qué queréis a esta hora?
Tras un angustioso silencio, de nuevo pudo oírse la siniestra voz de uno de los embozados, que repitió con lúgubres acentos: «Que venga el rey».
No esperaba el obispo esta respuesta y menos aún esperaba oír la voz fantasmal que le contestó. «¡Dios Santo!», dijo para sí, «son los demonios o los espíritus que vienen a buscar al don Alfonso».
Volvieron todos con los faldones arremangados y dando grandes zancadas: unos se persignaban y otros no querían quedarse los últimos. Al pasar frente al altar, se arrodillaron y se santiguaron con preci­pitación, cayendo unos sobre otros y se pisaron los tobillos y se golpea­ron con los codos... pero al fin llegaron al palacio y se plantaron ante la habitación del rey. Ni siquiera el obispo tenía valor para anunciarle al monarca tan fantasmal visita. Pero al fin, llamó a la puerta. Cuál no sería su sorpresa cuando vieron ante ellos a don Alfonso vestido de punta en blanco, con su espada ceñida a la cintura y la corona sobre sus sienes.
-Quieren verme, y me verán -dijo.
Y apartando a aquella caterva de clérigos, caminó por el corredor haciendo sonar sus espuelas con fuerza y decisión. Cruzó las naves de la catedral y se dirigió a la puerta. Ni siquiera se detuvo a interrogar a los visitantes: de un fuerte golpe, abrió las dos hojas de la entrada y un viento helado inundó el santo recinto.
Allí estaban aquellas lúgubres figuras, bajo la lluvia. De sus gigantescas siluetas negras apenas podía distinguirse nada, sino dos espadas bruñidas que asomaban bajo los mantos y sus ojos que brillaban como los fuegos fatuos en las sepulturas. Cuando el rey se les plantó delante y desenvainó su espada, los dos extraños hincaron sus rodillas en señal de acatamiento y veneración. Uno de ellos dijo:
-Rey y señor nuestro: mi nombre es Rodrigo Díaz de Vivar y quien me acompaña es el conde Fernán González.
Un escalofrío recorrió la espalda del monarca, pero pronto se recuperó de la impresión y contestó:
-¡Falsarios! ¡No pronuncieis los sagrados nombres de dos caballeros muertos hace muchos años!
-Pronunciamos nuestros nombres y en ello no ofendemos a Dios. Sabed, rey Alfonso, que en tres días batallaréis contra los moros en las Navas de Tolosa. Mas no temáis, nosotros estaremos allí y los cristianos saldrán vencedores.
Y, levantándose, se internaron en la oscuridad y desaparecieron de su vista.
A ciencia cierta no se sabe si este aviso previno al rey en la batalla y, por supuesto, también se ignora si los dos extraños caballeros eran en verdad el Cid y el Conde de Castilla. Lo que es seguro, y esto lo atestiguaron muchas gentes que estuvieron en las Navas de Tolosa, es que se vieron entre los ejércitos cristianos dos caballeros vestidos de negro que no quisieron decir sus nombres a nadie, y que pelearon con fiereza contra los sarracenos haciendo gran carnicería. Tampoco se supo nada de ellos después, porque nunca volvieron a aparecer y todos los creyeron muertos.

Fuente: Jose Calles Vales

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La serpiente de la albufera

En la actualidad, la Albufera de Valencia es un lugar hermosísimo. Los turistas y viajeros pueden admirar un cañaveral inmenso, donde anidan aves de distintas formas y colores, y donde la Naturaleza parece haber ganado la batalla a la civilización. Los amantes de la ornitología tienen allí un verdadero paraíso, y las playas del Saler y de Perelló son la delicia de los bañistas.
Sin embargo, no siempre fue así. Antiguamente, cuando Picassent era sólo un grupo de barracas dispersas y Almussafes podía aún recordar los tiempos de los moros, por entonces, decimos, la Albufera era un pantanal donde resultaba peligroso internarse. La franja que separa la laguna de la costa era en aquel tiempo un lugar baldío, donde los pinos crecían en la arena, apremiados por el salitre de un lado, y el cenagal del otro.
En este paraje agreste y deshabitado comienza nuestra historia.
Pepet era un muchacho que no contaba aún los diez años. Su familia, pobre y casi miserable, había abandonado la región y habían dejado al niño en manos de unos hacendados de Almussafes. Los señores no se ocuparon mucho de él y cuando tuvo edad para pastorear, lo enviaron a la Albufera a cuidar cerdos.
El mozo no conocía más que los pantanales, los cañaverales, las garzas, los patos, las culebras, los escorpiones y los cerdos que tenía que guardar. Para ser ciertos, Pepet apenas sabía hablar, porque no tenía con quién: sólo sabía que, de tanto en tanto, un hombre mudo iba hasta la piara, llevaba unos cochinillos y se llevaba los cerdos gordos y bien criados.
La amargura, la tristeza y la pena se fueron apoderando de su joven corazón y, tendido en su choza, imaginaba que tal vez había para él una vida mejor, lejos de los mosquitos de la Albufera y de los cerdos del amo.
Sólo con su ingenio, Pepet se había fabricado una flauta, aprovechando una caña rota y una navaja que llevaba siempre consigo. Poco a poco, el muchacho perfeccionó su arte y adivinó que, para que su flauta sonara con distintos tonos, habría de hacerle al menos siete agujeros. En fin, todo lo tenía que aprender por sí mismo y con grandes dificultades.
Pepet pasaba las horas muertas tocando su flauta, imitando el gorjeo de los pájaros o el silbo del viento. Una tarde, cercano el atardecer, observó que, mientras él hacía sonar el instrumento, unas hojas se movían en la Albufera. Siguió tocando, por ver que ocurría, y vio salir del agua una pequeña culebrilla.
Al día siguiente probó fortuna y, sentado frente a la charca, hizo sonar su flauta: de nuevo la culebrilla salió del agua y se estuvo allí mientras Pepet tocaba. Tanto ilusionó al muchacho este compor­tamiento, que volvía cada día a la orilla y daba su serenata a la serpiente. Así pasaron muchos días, tantos que la culebra, cuando sentía los pasos de Pepet, salía del agua y allí se pasaba horas, escuchando la dulce melodía del niño. Parecía que aquel reptil entendía y disfrutaba con la compañía de Pepet. Éste, por su parte, estaba bien contento porque, al fin, podía decir que tenía una amiga.
Durante toda una noche estuvo pensando el muchacho qué nombre le daría a la serpiente: Visanteta, Dolors, Mica... ¡Amparín! La alegría de Pepet no tenía límites: no sólo tenía una amiga, sino que ésta tenía un nombre bien bonito. Pasaron los meses y el rapazuelo no faltaba a la cita con Amparín: cada día tocaba mejor la flauta e, incluso, la serpiente acudía sólo con decir su nombre. En fin, la amistad entre la culebra y el niño se fue haciendo cada vez más estrecha.
A pesar de querer mucho a Amparín, Pepet volvió a recaer en su antigua tristeza: «¡Qué vida ésta» se decía, «qué vida la mía, que sólo como mendrugos y mi única compañía es una culebra!». Con la llegada del invierno, su pena se tornaba lastimosa y cualquiera se hubiera compadecido del joven Pepet. No faltaba a su cita con Amparín, pero sus melodías eran tristes y amargas, como la vida que llevaba.
Una mañana de primavera, Pepet vio salir el sol por oriente y pensó que debía abandonar aquella existencia triste y solitaria. Cogió su zurrón y partió camino de Nazaret, junto al río de Valencia. Después entró en la ciudad del Cid y de allí pasó a Zaragoza, a Burgos y a otras ciudades de Castilla...
El soldado que entró en una taberna del Carmen de Valencia se parecía poco a aquel pastorcillo de cerdos de la Albufera. Sus brazos se habían hecho fuertes, su rostro estaba curtido por el aire del norte, su cabellera negra y larga reflejaba osadía y valor, sus ojos tenían el brillo de la alegría y de la honradez. Allí estaba, con otros camaradas soldados, riendo y cantando amigablemente, contento con su fortuna y con su vida.
Después de la fiesta, Pepet volvió a la posada y, como cada noche, pensó cuánto había cambiado y qué feliz era en su nueva posición. Recordaba, con amargura y con nostalgia, sus años de pastoreo, cuando sólo tenía una amiga: la serpiente Amparín. Turbado por el recuerdo, decidió ir a la mañana siguiente a la Albufera y probar fortuna: tal vez aparecería su antigua amiga.
Pepet hizo sonar su flauta, de la cual no se había desprendido jamás, y entonó la más dulce melodía. De pronto, las aguas de la Albufera se agitaron violentamente, y una enorme serpiente, viscosa y repugnante, saltó hacia la orilla enredándose en los pies del soldado. Pepet trató de zafarse de aquel abrazo mortal, pero los ojos de aquel reptil se clavaron en los suyos con fiereza: ¡aquellos ojos! ¡Aquellos ojos amarillos eran los de su amiga Amparín, convertida en un monstruo horrendo! Con la fuerza de la bestia inmunda, Pepet fue perdiendo su aliento, mientras Amparín se enroscaba en su pecho y convertía sus nauseabundos anillos en cadenas de hierro. A Pepet se le quebró la espalda y, estrechado en las fauces de su traidora amiga, murió.
Lentamente, con un susurro despacioso, la serpiente llevó su cuerpo a las aguas de la Albufera y allí, en el lodazal, lo devoró.

Fuente: Jose Calles Vales

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La peregrina

-¿Dónde va la romerita
tan sola por esta tierra?
-A Santiago de Galicia
voy cumplir una promesa.
ROMANCE TRADICIONAL

-Hace muchos, muchos, muchos años -decía el abuelo a su nieta, había en Castilla un rey. Puedes creer, hija, que era un rey poderoso: tenía su castillo con sus almenas; sus guardias con sus lanzas; y sus establos con sus caballos. Pero este rey que te digo tenía una pena, y era que no tenía esposa. Durante muchos años estuvo buscando una jovencita amable, dulce y hermosa, pero las damas que encontraba eran ásperas, crudas y feas como el alma del diablo. El caso es que con ninguna se sentía complacido, y pasaba las noches en vela porque... ¡claro! Mira tú un rey sin reina y sin príncipe, ¿quién iba a heredar el castillo y el trono?
»El caso es que un día que estaba paseando en los alrededores de su fortaleza, el rey vio venir por el camino a una romerita. Era la muchacha más preciosa que había visto jamás, y se enamoró de ella en cuanto la vio. Cuando la joven peregrina llegó hasta la fuente, el rey la saludó con gran cortesía y le ofreció un poco de agua. La viajera le sonrió con ojos brillantes y agradeció su interés.
»Tan ensimismado estaba el rey con la belleza de la romerita que apenas podía decir nada, pero al fin, armándose de valor, le preguntó dónde iba y cuál era la razón de su peregrinaje. La muchacha contestó que iba a Santiago de Compostela, a visitar al Apóstol. El rey no dejó pasar la oportunidad y ofreció a la muchacha su palacio: "Ven a comer a mi mesa" le decía; "en mi castillo podrás descansar y más adelante continuarás tu viaje, que Santiago no ha de moverse de donde está".
»Esta proposición tan vulgar molestó mucho a la romerita, porque era una ofensa al Apóstol. Y más: que la viajera supo entonces que las ideas del rey estaban en otro lugar, y que no quería que descansara, sino que le hiciera compañía y que entraran en amores. De modo que, un tanto irritada, la romera contestó: "Yo se lo agradezco, buen rey, como si fuera mi hermano, pero he de cumplir mi promesa". Y continuó su camino.
»El rey volvió a su palacio furioso. No comprendía que una muchacha pobre, aunque hermosa, despreciara la mesa de un monarca por un camino lleno de peligros y molestias, aunque éste fuese el mismísimo Camino de Santiago. Apartó su plato y expulsó de su presencia a todos los lacayos que le atendían. Sólo permitió que un paje suyo, muy querido, permaneciera en la estancia. El paje, como muchacho discreto, preguntó al rey cuál era la causa de su enojo. "Ved a esa moza que va por el camino" dijo el monarca. "Pues no ha querido comer en mi mesa. ¿No soy yo el rey? ¿No se me ha de complacer en todo?" El paje afirmó que así debía de ser y pidió licencia para ir tras la muchacha y demandarle que hiciera lo que el rey había pedido: que subiera al castillo y comiera con él.
»Corrió el paje tras la romerita y la encontró bajo un árbol, peinándose el cabello, que era rubio como el oro. "El rey manda que vengáis a palacio" dijo el paje. "Sabed", continuó, "que mi señor es el amo de estas tierras y manda sobre todos sus vasallos, y por tanto habéis de obedecerle". La romerita miró al paje con enojo y le contestó del siguiente modo: "Decidle al buen rey que si él es rey de sus vasallos, yo lo soy de los cielos y de la tierra".
»Entonces, una nube se abrió en el cielo y se pudo oír una terrible voz que dijo:

Mal año para los hombres
y el fado que Dios le diera,
que se quieren namorar
n 'a bendita Madalena.

»El paje se hincó de rodillas, aterrorizado por la profunda voz que había herido los aires y comprendió que Dios mismo protegía a aquella romerita: "Si sois señora del cielo y de la tierra, romerita, rogad a Dios por mí".
»La peregrina tomó su bordón, su calabaza y su capa aguadera y siguió su camino, no sin antes prometer al paje que, en efecto, él y toda su descendencia estaría bendecida por el Señor.
-¿Y la peregrina era María Magdalena, abuelo? -preguntó la niña.
-Sí.
-¿Y qué hacía María Magdalena en Castilla, abuelo?
-Pues hija, a punto fijo... no lo sé. Pero dicen que la Magdalena no tuvo una juventud muy piadosa y que anduvo enredada en muchos amoríos... Y cuando Jesús murió, estuvo llorando amargamente y se arrepintió mucho de su vida pasada, ¿sabes? También he oído que estuvo por esos caminos vestida de peregrina en penitencia por los pecados que había cometido. Por eso se dice que "No está la Magdalena para tafetanes": los tafetanes son las sedas y los vestidos de fiesta. Es de suponer que el rey dio con la Magdalena cuando ésta andaba en peregrinación y que la mujer ya no tenía muchas ganas de amores y cortesías.
-¡Ah! -respondió la nieta, admirada por la sagacidad de su abue-lo.»                                                

Fuente: Jose Calles Vales

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La ondina carissia

Muchas son las historias que se cuentan de esta xana, llamada Carissia o Caricea dependiendo de los narradores. En términos generales puede afirmarse que la documentación al respecto es bastante confusa, variada y distinta hasta la irritación, y en muchos casos abiertamente contradictoria.
La acción de la leyenda de Carissia suele situarse en el lago Noceda, junto a las fuentes del Narcea y cerca de Monasterio de Hermo, un pueblo minero que debe su nombre a la antiquísima designación como sede eclesiástica del Alto Narcea. Sin embargo, hay quien coloca a la ondina Carissia en el lago de Carucedo, del que habla don Enrique Gil y Carrasco en su cuento El lago de Carucedo (1840) y en su novela romántica El señor de Bembibre, publicada cuatro años después. El lago de Carucedo está emplazado en las agrestes tierras de El Bierzo leonés.
Además, una tercera o cuarta versión de la leyenda supone que en el lugar del lago (en las actuales provincias de Asturias o León) había una aldea llamada Lucerna, que es el nombre mítico del país de las ninfas del agua y que se emplea en muchos otros lugares, por ejemplo en el Lago de Sanabria (Zamora).
De Tito Carissio se afirma que fue el encargado de someter a los celtíberos y astures allá por el siglo I a.C. Al parecer se le había encomendado la vigilancia de Castro Bergidum (Cacabelos), un emplazamiento berciano muy próximo a Las Médulas, donde se realizaban los trabajos de extracción de oro.
Una de las versiones de esta leyenda afirma que la ninfa de aquellas montañas se enamoró perdidamente de Tito Carissio y que incluso se hacía llamar con el nombre de su enamorado: Carissia. Pero el soldado romano la despreció y se burló de ella, y la pobre ninfa se deshizo en lágrimas. Las aguas del lago berciano son, al parecer, las lágrimas de­rramadas por Carissia durante treinta años. Otras fuentes aseguran que durante la noche de San Juan puede verse a la xana vagar por los contornos, esperando que un mozo la corteje, aunque los mismos autores que sugieren esta visión no dan mucho crédito a la tradición.
A continuación se relata una historia más verosímil, teniendo en cuenta que en raras ocasiones las xanas se enamoran de los humanos y que es más probable que los hombres caigan presos en los encantos de las damas del agua.

Los astures incomodaban ciertamente a los invasores romanos. Éstos, encabezados por Tito Carissio y Antisto, trataban de reducir a los salvajes habitantes de la montaña aunque, a decir verdad, en pocas ocasiones lo lograban. En Astúrica Augusta, situada en el páramo leonés, habían recibido órdenes tajantes de expulsar a los astures de las montañas norteñas y las tropas romanas, con mucha dificultad, habían llegado a las riberas del Narcea.
La campaña era en extremo difícil: los bosques de hayas, las fuentes, las torrenteras, las empinadas cumbres, el clima infame de aquellas tierras exasperaban a los romanos. Además, tenían que vigilar a los osos y el canto del urogallo era misterioso y tétrico para ellos: a veces pensaban que había almas en pena en aquellos lugares.
Carissio había ordenado acampar cerca de estos bosques umbríos, en un claro cercano al poblado de Hermu. Desde allí tratarían de seguir hacia el este, porque se sabía que los astures se habían reunido en las comarcas cercanas al río Nalón. Con todo, los capitanes romanos estaban desanimados y sin fuerzas: la campaña astur les agotaba, la pertinaz lluvia, los vientos helados de la montaña y las emboscadas de los indígenas eran para ellos una verdadera tortura.
Meditando en estas circunstancias, Carissio vagaba por los montes y trataba de dar con el medio más propicio para lograr la conquista o abandonarla por completo. En uno de estos paseos por los hayedos asturianos, Carissio descubrió a una mujer hermosísima que acicalaba sus cabellos con un peine de oro. Vestía una túnica blanca de lino y sus ojos tenían el verde intenso de aquellos bosques. Un arroyuelo gorjeaba y ponía música a la bella canción de la dama.
Casi sin sentirlo, Carissio entregó su corazón a aquella mujer, mas cuando quiso acercarse a ella, la joven se internó en el bosque y desapareció a su vista. Ciego de pasión, Carissio la persiguió entre las retorcidas y musgosas raíces de las hayas y, de tanto en tanto, descubría el luminoso vestido de la muchacha y veía cómo sus cabellos dorados jugaban con el viento. Al cabo de unos pasos, el romano se hallaba desconcertado y perdido, mas un poco más allá volvía a divisarla y su corazón se encendía aún más. Creía el soldado que la doncella le observaba desde los rincones del bosque y que, sin duda, se estaba burlando de él. La llamaba y le decía que sólo quería hablar con ella, pero la muchacha reía y volvía a esconderse.
Llegaron finalmente a un claro en el que había un lago. Carissio pudo ver a su amada a la orilla de las aguas, bailando y riendo como una muchacha sin juicio. El soldado romano se acercó a ella y trató de abrazarla, pero la xana se lanzó al agua y escapó de sus manos... Carissio comenzó a caminar por la orilla y sin darse cuenta se introducía cada vez más en el lago. Desde las aguas verdes, la muchacha hacía volar miles de gotas de rocío y su risa inundaba el paisaje. Carissio avanzaba hacia la dama que había hechizado su alma... hasta que su pie falló y se hundió en el fondo del lago. Unas débiles burbujas salieron a la superficie y, finalmente, el lago volvió a parecerse a un espejo limpio y pulido.
La brisa de aquellas sierras hizo ondear las aguas y una risa dulce y enamorada pudo escucharse sobre las copas de las hayas.
La xana del lago Noceda llevó desde entonces el nombre de Carissia o Caricea y de ella se cuentan muchas historias, porque está considerada una de las más peligrosas y crueles de Asturias. Un clérigo de Hermu, que pasaba temporadas enteras en aquellas tierras, tuvo el mismo final que Tito Carissio, porque se enamoró de la ondina Caricea y la siguió hasta el lago, donde acabó sus días.
Por esta razón, si el lector pasa alguna vez por esas tierras y descubre a una dama hermosísima que peina sus cabellos junto al lago, pase de allí y vuelva a su casa, que las xanas son dulces y encantadoras, pero sus enamorados mueren pronto.

Fuente: Jose Calles Vales

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La mujer muerta (1)

Las colecciones de mitología griega y romana describen con bastante minuciosidad las aventuras de Hércules, el semidiós hijo de Zeus y la mortal Alcmena. A pesar de ello, el héroe griego llevó a cabo muchas gestas que no aparecen en los libros pero que han quedado en el re­cuerdo de los pueblos. Se sabe, por ejemplo, que Hércules vivió en la Península Ibérica durante muchos años y que conoció las costas gaditanas, que fundó la ciudad de La Coruña y que, según crónicas antiquísimas, fue él quien construyó el acueducto de Segovia (aunque esto último es bastante poco probable). Sin embargo, otros muchos trabajos de Hércules han permanecido ocultos por el paso de los siglos y sólo pueden rescatarse en la memoria popular.
A una de estas hazañas se refiere la leyenda de la mujer muerta.
Hace muchos, muchos años, vivía en las estribaciones de las montañas un rey. Cierto que su reino era pequeño y que sus soldados nunca se atrevieron a cruzar los montes cercanos. El rey tenía una hija, muy hermosa y dulce, que era el placer de sus días. Con el discurrir del tiempo, la princesa llegó a tener edad casadera, pero el rey temía el momento en que un caballero le pidiera la mano de su hija. Ella era todo cuanto tenía y todo cuanto amaba, y la sola idea de perderla le hacía enloquecer.
Cierto día se hallaban las doncellas de la corte bañándose en el río, que bajaba limpio y fresco de las montañas, cuando apareció un caballero fuerte y galante como nunca se viera. Junto a él estaba un hombre gi­gantesco, de aspecto noble aunque rudo, con un bastón en la mano. El acompañante era Hércules, que al poco fundaría la ciudad de Segovia y construiría el acueducto con que servir de agua a todos los habitantes.
Aterradas ante esta visita inesperada, las doncellas corrieron asustadas hacia el palacio... pero la princesa salió del agua y, cubriéndose con un lienzo blanquísimo, preguntó a los dos hombres quiénes eran y qué venían a hacer a ese lugar. Los dos hombres respondieron con sobriedad:
-Hemos de fundar una ciudad.
Al poco llegaron los soldados del rey, que habían sido avisados por las doncellas, pero Hércules les hizo frente y los esbirros pronto adivinaron que no podrían nada contra él. Volvieron todos atemorizados al palacio e informaron al rey de la fuerza sobrenatural de aquel hombre. Viendo que era inútil luchar contra el destino, el rey los hizo llamar y los hospedó en su castillo sin exigirles nada y tratándolos del mejor modo posible.
Durante la cena, el caballero se levantó y con voz profunda dijo:
-Señor, os pido la mano de vuestra hija, la princesa.
Bien hubiera querido el rey mandarlo ahorcar en aquel mismo instante, pero la presencia de Hércules lo atemorizaba y, apartando de sí el plato en que comía, hizo un leve gesto de asentimiento.
Quedaron las cosas así y a la mañana siguiente el caballero y Hércules partieron hacia la llanura, donde debían fundar una nueva ciudad.
-Al cabo de siete días -había dicho el caballero- estaré de vuelta y tomaré por esposa a la princesa.
El rey no podía sufrir esta insolencia, pero aún menos lograba soportar el dolor de alejarse de su hija. «¡Usurpador! ¡Maldito usurpador! ¡Nadie me robará a mi hija, nadie robará mi reino», decía el monarca para sí, incontinente de rabia. Tres días habían pasado cuando, una noche, el rey tomó a su hija y se encaminó a los bosques de la montaña. Allí entre los pinos albares, la maleza y las fieras del monte, clavó un puñal homicida en el corazón de su propia hija, que cayó muerta sin remedio. Loco y desesperado, aterrorizado por su propia infamia, el rey lloró largamente sobre el cuerpo inerte de la princesa y, cuando el sol comenzaba a despuntar, volvió al castillo.
El monarca se encerró en sus aposentos, cerró con llave las cámaras reales y ordenó que por nada del mundo se le molestara ni se llamara a su puerta. Allí permaneció solo y comido por las angustias de los remordimientos. Y al tercer día, murió de pesar.
Al cabo, volvieron el caballero y Hércules, y encontraron que todos los habitantes del castillo guardaban luto riguroso. Interro-garon a un porquero y quisieron saber la causa de aquel dolor. El aldeano les dijo que la princesa había desaparecido una noche y que el rey, no pudiendo soportar su ausencia, se había muerto de pena.
La amargura oscureció el rostro del caballero y, desolado y triste, quiso volver a aquel remanso del río donde viera por vez primera a su dama. Mas, cuando quiso alejarse un tanto para sufrir en soledad tan terrible pérdida, descubrió el cadáver de su amada. Allí estaba la princesa, con las manos enlazadas sobre su pecho herido, mas con el mismo dulce semblante con que la recordaba.
-¡Hércules, Hércules! -gritó desesperado. Ven, Hércules, amigo mío. Ven y mira lo que pueden las pasiones de los hombres. Yo he de irme y al lugar donde voy no podrás acompañarme; mas te pido, por nuestra sagrada amistad, que subas a estas montañas y esculpas en ellas la figura de la princesa.
Y diciendo esto, se internó en el bosque y no se supo más de él.
Hércules cumplió el encargo de su amigo y durante años estuvo trabajando en la cima de aquellas cumbres, con el fin de darle la figura de la princesa muerta. Y lo hizo con tanta maña y buena fortuna que, desde Segovia, mirando a la sierra, puede verse el perfil de la princesa recostada y con las manos en el pecho. Aún causa asombro entre los forasteros la vista imponente de la Mujer Muerta: las cimas de la Pinareja y Montón de Trigo, de 2.000 metros de altitud, son parte de esa maravilla natural, esculpida por Hércules en memoria de aquella princesa asesinada por su propio padre.

Fuente: Jose Calles Vales

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La mari

La Mari es, según los especialistas, la Gran Señora, la Gran Dama de la Naturaleza, la Madre Tierra. Don Jesús Callejo, en su libro sobre las Hadas (1995) afirma que este ser sobrenatural puede ser la transformación o la asimilación de la diosa Diana romana, e incluso la Virgen María habría prestado su nombre a la diosa vasca de la fertilidad y la Naturaleza. La Mari, o Maita, o Mairi, o Damea (la Dama), vive en el País Vasco y, aunque con frecuencia suele emplazarse en la Sierra de Amboto (Vizcaya), no falta quien diga haberla visto en Aralar, en el monte Muru, en Amezketa o en otros lugares.
La Mari vive en Euskadi desde siempre: trae la lluvia y el sol, y ella misma se convierte en arco iris; en otras ocasiones es la diosa que protege las cosechas o que las destruye según su voluntad. La Mari protege su territorio sagrado: las cumbres, los bosques, los arroyos y las cuevas, y nadie puede destruir sus templos sin que un cruel castigo caiga sobre su cabeza. Si bien es dadivosa y amable cuando tiene buen día, en otros casos es terrible y orgullosa, y no duda en matar a los hombres o lanzar contra ellos grandes males si no han respetado las leyes de la Naturaleza.
La Gran Dama, sin embargo, rara vez se deja ver. Lo que los cam­pesinos del País Vasco han encontrado en los bosques y cuevas son damas de la corte de Mari, pero no se paran a pensar en ello y les dan el mismo nombre. Estas sí suelen tener contacto con el hombre e incluso llegan a contraer matrimonio con algunos aldeanos, sin embargo nadie puede vanagloriarse de haberse casado con la Gran Dama de Amboto. Estas hadas más comunes se denominan «las cautivas de Mari» y las historias que se cuentan de ellas son innumerables. Veamos algunas.
La historia más popular, la que se recoge en todos los compendios de mitología y leyendas hispánicas y vascas, cuenta que en el castillo de Altzain, en la actual Guipúzcoa, vivía una muchacha muy coqueta. Según se dice, la joven perdía las horas frente a su espejo, peinando sus cabellos y procurándose una singular belleza. Por más que su madre trataba de que dedicara su tiempo a la labor o a la música, la doncella sólo quería mirarse en el espejo y enamorarse de su propia belleza. Harta y más que harta, su madre la maldijo diciéndole: «¡Maldita seas, muchacha del diablo: así te lleven mil rayos!».
Ha de saberse que ni el nombre de Satanás ni las maldiciones deben pronunciarse en vano y que los espíritus están siempre al acecho para cumplir estas palabras. Así sucedió en aquella ocasión y, durante la noche, vinieron sombras espectrales al castillo y hubo una gran tormenta. Nadie oyó a la muchacha y nadie pudo saber si gritaba o rezaba. Lo cierto es que, a la mañana siguiente, las ventanas de su alcoba estaban abiertas y parecía que mil rayos habían entrado en la sala: las cortinas estaban quemadas y las sábanas olían a azufre... La Mari se la había llevado y la había convertido en la famosa Dama de Aizkorri.
Dicen que un pastor, buscando un carnero que se le había extraviado, la vio en la cueva de Aketegui y que estaba montada sobre el animal perdido, como las brujas se montan en el Gran Cabrón. Al parecer el pastor reconvino a la muchacha y le dijo que volviera a casa de sus padres, porque hacía ya muchos días que faltaba del castillo y todos estaban muy preocupados. Sin embargo, la joven se negó a volver jamás a su casa y afirmó que para siempre volaría por los cielos convertida en rayo o en fuego.

Todos saben que ni las lamiñak, ni las damas de agua, ni las xanas, ni las mouras, ni las sirenas pueden entrar en las iglesias. Porque son seres encantados y, a pesar de su poder, Dios no permite que entren en sus templos, ya que sería injuria y blasfemia. A este propósito se cuenta la siguiente leyenda:
Una cautiva de Mari, una Dama, había bajado a la aldea con el fin de enredar en los asuntos de los hombres. Dicen que si estaba enamoriscada de un joven leñador, pero eso son habladurías que nada prueban. Lo cierto es que se vistió al uso de las muchachas vascas y, descendiendo de la cueva donde habitaba, vino al pueblo. Pronto se ganó la simpatía de todos, especialmente la de los hombres, porque era muy hermosa y tenía unos ojos verdes cautivadores. Ella dijo que venía de Aizkorri, que era hilandera y que había tenido que abandonar su pueblo porque había un caballero que la pretendía con demasiado empeño... En fin, mentiras y coqueterías propias de una Mari.
Todos los aldeanos llegaron a apreciarla mucho, porque hilaba con extrema delicadeza y las medias y las sayas las hacía como nadie. Y cuando había que bordar con hilo de oro, sus manos eran como de ángel. Las puntillas, los alamares y los festones eran un primor, y se puede decir que se ganaba la vida muy honradamente.
Una noche estaba la Mari en su casa, con las ventanas cerradas y haciendo los conjuros propios de su naturaleza, bañándose, peinándose y cantando las misteriosas tonadas de las cumbres cuando, de pronto, oyó unos susurros en la calle. Entreabrió las cortinas de su ventana y pudo descubrir a un leñador que rondaba la casa de una moza. Este leñador era el mismo que la Mari había visto tantas veces en el monte y por el cual sentía tierno cariño, aun sabiendo que nunca podría casarse con él. La muchacha a la que rondaba era una joven zagala, hija de pastores y muy bonita, corno todas las que habitan aquellas inhóspitas tierras.
El caso es que la Mari sufrió celos espantosos y maldijo y lanzó lenguas de fuego por sus ojos... tan irritada estaba. Durante muchas noches estuvo espiando desde su ventana y oía con angustia los tiernos requiebros del leñador. Desde el balcón, la zagala lo miraba con dulces ojos y le enviaba besos llenos de amor. La Mari se retorcía las manos, se mesaba los cabellos y rodaba por el suelo, presa de la furia y los celos.
Una noche supo que el leñador no vendría a rondar a su amada, porque había tenido que permanecer en el monte, junto a otros leñadores. La Mari vistió sus ropas de lino y se hizo invisible: subió por los ásperos caminos hasta la choza donde dormía el muchacho y allí lo mató, ahogándolo con una cinta de oro.
A la mañana siguiente, en la fuente, la zagala se encontró con la Mari, que venía de matar a su amado. La maga le entregó la cinta de oro entre zalamerías y le dijo que, por ser tan bonita, en ella luciría mucho tal cordón. La pobre pastora, abrumada por el regalo, lo tomó de buena gana.
Por la tarde bajaron los leñadores con el cuerpo de su compañero muerto y el justicia quiso indagar en tan extraño caso. Descubrieron que el joven tenía un cordón de oro enredado en el cuello y entonces supieron que el muchacho había sido asesinado. En la asamblea estaba presente la Mari y, con voz alterada, dijo:
-Un cordón como ése lo tiene una vecina mía, una zagala... ¡Ella lo ha matado!
Cuando se hicieron las comprobaciones, se pudo asegurar que la cinta de la pastora era del mismo porte que la del muerto y todos creyeron, efectivamente, que la zagala era la culpable. Por mucho que la muchacha declaró su inocencia, no la creyeron y fue condenada a ser ahorcada a la mañana siguiente. En la prisión, la pastorcilla rogaba a los carceleros que la escucharan y decía que la hilandera era una Mari, una bruja, un hada de las montañas, y que ella había sido la que le había entregado el cordón asesino. Llegó incluso a declarar que amaba al leñador y que de ningún modo podía haberlo matado... Pero sus súplicas fueron en vano.
Los soldados habían levantado un catafalco terrible durante la noche y, al amanecer, llevaron a la pobre pastora al suplicio. La muchacha lloraba amargamente, pero su semblante se tornó serio y terrible cuando vio pasar a la hilandera frente al cadalso. La Mari sonrió maliciosa y dijo:
-Voy a misa, a rogar por tu alma.
-Ve, ve a misa -respondió la humilde zagala. ¡Yo pediré aquí que Dios castigue a quien cometió tan horrendo crimen y quisiera cometer dos!
Aún no había amanecido cuando la Mari entró en la iglesia, con­traviniendo todos los preceptos de la religión. Y quiso el Señor castigar a la Dama y lanzando mil rayos por las ventanas del templo, hirió a la Mari: ésta se convirtió en bola de fuego y fue expulsada de la iglesia a través del muro. Todos en el pueblo vieron cómo la iglesia se tambaleaba y una gran llama de aceite hirviendo volaba por los aires; sobre ella volaba la hilandera, dejando al viento su hermosa cabellera de oro y lanzando miles de chispas y rayos sobre los prados y bosques cercanos.
Así quedó probado que la pastora no había matado al leñador y que era por completo inocente. Sin embargo, la Mari había matado a su amante y tuvo mucha amargura durante toda su vida.

Fuente: Jose Calles Vales

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La mano horadada

Como se sabe, Alfonso Vi se vio obligado a huir de León ante la persecución de su hermano Sancho de Castilla. El ambicioso Sancho deseó siempre, desde la muerte de su padre don Fernando, ser el único e indiscutible rey de los territorios cristianos de Castilla y León, para lo cual puso precio a la cabeza de Alfonso y asedió las ciudades de Zamora y Toro.
Aterrorizado por las violencias de Sancho, don Alfonso partió hacia Toledo y se entregó a los moros, de los cuales esperaba acaso más benevolencia que de su propio hermano. En la maravillosa ciudad del Tajo, Alfonso encontró asilo en el palacio de Al-Mammún, el cual, lejos de mantenerlo como cautivo, le ofreció todas las comodidades posibles: le destinó grandes salones tapizados, un jardín hermoso y varias jóvenes moras con las que pudiera entretenerse. De paso, Al­Mammún consideraba que tener en el palacio al heredero de Castilla podría proporcionarle algún beneficio: no descartaba, por ejemplo, que Alfonso se tornara ambicioso y que ayudara a los moros a derrotar a su hermano Sancho.
Pues bien, en esta situación se produjo un hecho que ha quedado entre las leyendas más famosas de la historia de España: se ha recogido en numerosos libros, ha sido motivo de dramas y romances, y se ha tenido como una prueba de valor y serenidad en el rey Alfonso. Se trata de la leyenda de la mano horadada.
El caso es que en cierta ocasión se hallaba don Alfonso en su jardín, complacido en la belleza de las plantas, el aroma de las flores y las caricias de sus concubinas. Estando en tan ameno lugar, llegaron hasta él las voces de unos moros que discutían acalorada-mente. Volvióse don Alfonso por oír mejor qué decían, pero no podía escuchar con claridad los argumentos. Mandó a las moras que le dejasen solo y avanzó por la rosaleda hasta un diván, en el extremo del jardín. Allí, escondido tras una celosía enramada, pudo oír a su huésped, Al-Mammún, que debatía con otros caudillos ciertos asuntos de guerra. La preocupación máxima de los moros por aquella época era el portentoso avance de los cristianos y algunos sarracenos dudaban de la capacidad de la ciudad de Toledo para resistir las embestidas de Castilla. Al-Mammún suponía que colocar varias guarniciones en los montes cercanos sería suficiente para sujetar a los cristianos, pero un árabe viejo y sabio proponía disponer todas las fuerzas en el interior de la muralla...
De pronto, este viejo árabe interrumpió su discurso y señaló el lugar donde estaba don Alfonso escondido, y desde donde había escuchado toda la conversación.
-Ese perro infiel nos ha espiado -dijo un capitán, dispuesto a sacar su cimitarra.
Rodearon todos la celosía dispuestos a matar allí mismo al heredero de Castilla pero, cuando se plantaron ante él, vieron que don Alfonso estaba profundamente dormido en el diván. Al-Mammún, que era de natural benévolo, sugirió que no había nada que temer, porque el cristiano estaba dormido y nada habría escuchado: bastaba con retirarse a otra sala y seguir deliberando sobre las cuestiones de la defensa de Toledo. Pero el viejo árabe levantó su mano derecha y dijo:
-Callad -y mirando con gesto cómplice a sus amigos, añadió: derramaremos plomo fundido en su mano, y veremos.
Esperaban todos que don Alfonso, si estaba despierto, saltaría del diván pidiendo clemencia; pero, aunque en realidad lo había oído todo, permaneció tranquilo y ni un solo músculo de su rostro se movió.
Aún así, Al-Mammún no estaba convencido y ordenó que se le trajera el plomo fundido, cosa que se hizo al momento.
Ya podía sentir don Alfonso el calor de la fragua cerca de él, pero no hizo el menor movimiento ni sus facciones expresaron el más mínimo temor. Al-Mammún tomó con cuidado la mano de don Alfonso y éste cedió con aparente gusto, como hace quien está verdaderamente dormido y soñando con los ángeles. Con cruel lentitud, el caudillo moro tomó el plomo fundido y dejó caer una gota sobre la mano del prisionero. Al momento, don Alfonso se despertó, preguntando:
-¿Qué hacéis? ¿Aprovecháis el sueño de un hombre para torturarlo de este modo?
Así que los caudillos árabes quedaron convencidos de que don Alfonso verdaderamente estaba durmiendo y que no había oído nada acerca de la defensa de Toledo. Los moros pidieron disculpas a su huésped y curaron la herida tan bien como pudieron, aunque ya para siempre la mano del rey de Castilla tuvo la marca del plomo fundido.
Al poco tiempo, se supo en Toledo que Sancho había muerto en el cerco de Zamora, y don Alfonso pidió a Al-Mammún que le otorgara la libertad, cosa que hizo el moro inmediatamente. Tal vez pueda resultar sorprendente que aquel moro liberara a su prisionero y más cuando iba a ser coronado rey, pero quien así lo entienda no sabe cuáles eran las leyes de la caballería: más honor era para Al-Mammún darle la libertad a don Alfonso, que matarlo allí mismo y evitar la lucha en batalla abierta. Ningún caballero haría cosa semejante. De modo que el sarraceno le entregó cuatro caballos y dos sirvientes y dejó que don Alfonso regresara a su patria.
Después, el desterrado fue coronado rey con el nombre de Alfonso VI y, tras el memorable suceso de la Jura de Santa Gadea, prosiguió con la Reconquista.
No olvidó don Alfonso cuanto había escuchado tras aquella celosía, y mirando la herida de su mano recordaba todos los detalles de la defensa de Toledo. Por esta razón, el rey conocía todos los entresijos de la fortificación y la disposición de las tropas moras en la ciudad. Al cabo de poco tiempo, en el año 1085, el rey de la mano horadada entraba en Toledo, dando nuevas glorias a Castilla y León.

Fuente: Jose Calles Vales

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