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jueves, 22 de agosto de 2013

La mari

La Mari es, según los especialistas, la Gran Señora, la Gran Dama de la Naturaleza, la Madre Tierra. Don Jesús Callejo, en su libro sobre las Hadas (1995) afirma que este ser sobrenatural puede ser la transformación o la asimilación de la diosa Diana romana, e incluso la Virgen María habría prestado su nombre a la diosa vasca de la fertilidad y la Naturaleza. La Mari, o Maita, o Mairi, o Damea (la Dama), vive en el País Vasco y, aunque con frecuencia suele emplazarse en la Sierra de Amboto (Vizcaya), no falta quien diga haberla visto en Aralar, en el monte Muru, en Amezketa o en otros lugares.
La Mari vive en Euskadi desde siempre: trae la lluvia y el sol, y ella misma se convierte en arco iris; en otras ocasiones es la diosa que protege las cosechas o que las destruye según su voluntad. La Mari protege su territorio sagrado: las cumbres, los bosques, los arroyos y las cuevas, y nadie puede destruir sus templos sin que un cruel castigo caiga sobre su cabeza. Si bien es dadivosa y amable cuando tiene buen día, en otros casos es terrible y orgullosa, y no duda en matar a los hombres o lanzar contra ellos grandes males si no han respetado las leyes de la Naturaleza.
La Gran Dama, sin embargo, rara vez se deja ver. Lo que los cam­pesinos del País Vasco han encontrado en los bosques y cuevas son damas de la corte de Mari, pero no se paran a pensar en ello y les dan el mismo nombre. Estas sí suelen tener contacto con el hombre e incluso llegan a contraer matrimonio con algunos aldeanos, sin embargo nadie puede vanagloriarse de haberse casado con la Gran Dama de Amboto. Estas hadas más comunes se denominan «las cautivas de Mari» y las historias que se cuentan de ellas son innumerables. Veamos algunas.
La historia más popular, la que se recoge en todos los compendios de mitología y leyendas hispánicas y vascas, cuenta que en el castillo de Altzain, en la actual Guipúzcoa, vivía una muchacha muy coqueta. Según se dice, la joven perdía las horas frente a su espejo, peinando sus cabellos y procurándose una singular belleza. Por más que su madre trataba de que dedicara su tiempo a la labor o a la música, la doncella sólo quería mirarse en el espejo y enamorarse de su propia belleza. Harta y más que harta, su madre la maldijo diciéndole: «¡Maldita seas, muchacha del diablo: así te lleven mil rayos!».
Ha de saberse que ni el nombre de Satanás ni las maldiciones deben pronunciarse en vano y que los espíritus están siempre al acecho para cumplir estas palabras. Así sucedió en aquella ocasión y, durante la noche, vinieron sombras espectrales al castillo y hubo una gran tormenta. Nadie oyó a la muchacha y nadie pudo saber si gritaba o rezaba. Lo cierto es que, a la mañana siguiente, las ventanas de su alcoba estaban abiertas y parecía que mil rayos habían entrado en la sala: las cortinas estaban quemadas y las sábanas olían a azufre... La Mari se la había llevado y la había convertido en la famosa Dama de Aizkorri.
Dicen que un pastor, buscando un carnero que se le había extraviado, la vio en la cueva de Aketegui y que estaba montada sobre el animal perdido, como las brujas se montan en el Gran Cabrón. Al parecer el pastor reconvino a la muchacha y le dijo que volviera a casa de sus padres, porque hacía ya muchos días que faltaba del castillo y todos estaban muy preocupados. Sin embargo, la joven se negó a volver jamás a su casa y afirmó que para siempre volaría por los cielos convertida en rayo o en fuego.

Todos saben que ni las lamiñak, ni las damas de agua, ni las xanas, ni las mouras, ni las sirenas pueden entrar en las iglesias. Porque son seres encantados y, a pesar de su poder, Dios no permite que entren en sus templos, ya que sería injuria y blasfemia. A este propósito se cuenta la siguiente leyenda:
Una cautiva de Mari, una Dama, había bajado a la aldea con el fin de enredar en los asuntos de los hombres. Dicen que si estaba enamoriscada de un joven leñador, pero eso son habladurías que nada prueban. Lo cierto es que se vistió al uso de las muchachas vascas y, descendiendo de la cueva donde habitaba, vino al pueblo. Pronto se ganó la simpatía de todos, especialmente la de los hombres, porque era muy hermosa y tenía unos ojos verdes cautivadores. Ella dijo que venía de Aizkorri, que era hilandera y que había tenido que abandonar su pueblo porque había un caballero que la pretendía con demasiado empeño... En fin, mentiras y coqueterías propias de una Mari.
Todos los aldeanos llegaron a apreciarla mucho, porque hilaba con extrema delicadeza y las medias y las sayas las hacía como nadie. Y cuando había que bordar con hilo de oro, sus manos eran como de ángel. Las puntillas, los alamares y los festones eran un primor, y se puede decir que se ganaba la vida muy honradamente.
Una noche estaba la Mari en su casa, con las ventanas cerradas y haciendo los conjuros propios de su naturaleza, bañándose, peinándose y cantando las misteriosas tonadas de las cumbres cuando, de pronto, oyó unos susurros en la calle. Entreabrió las cortinas de su ventana y pudo descubrir a un leñador que rondaba la casa de una moza. Este leñador era el mismo que la Mari había visto tantas veces en el monte y por el cual sentía tierno cariño, aun sabiendo que nunca podría casarse con él. La muchacha a la que rondaba era una joven zagala, hija de pastores y muy bonita, corno todas las que habitan aquellas inhóspitas tierras.
El caso es que la Mari sufrió celos espantosos y maldijo y lanzó lenguas de fuego por sus ojos... tan irritada estaba. Durante muchas noches estuvo espiando desde su ventana y oía con angustia los tiernos requiebros del leñador. Desde el balcón, la zagala lo miraba con dulces ojos y le enviaba besos llenos de amor. La Mari se retorcía las manos, se mesaba los cabellos y rodaba por el suelo, presa de la furia y los celos.
Una noche supo que el leñador no vendría a rondar a su amada, porque había tenido que permanecer en el monte, junto a otros leñadores. La Mari vistió sus ropas de lino y se hizo invisible: subió por los ásperos caminos hasta la choza donde dormía el muchacho y allí lo mató, ahogándolo con una cinta de oro.
A la mañana siguiente, en la fuente, la zagala se encontró con la Mari, que venía de matar a su amado. La maga le entregó la cinta de oro entre zalamerías y le dijo que, por ser tan bonita, en ella luciría mucho tal cordón. La pobre pastora, abrumada por el regalo, lo tomó de buena gana.
Por la tarde bajaron los leñadores con el cuerpo de su compañero muerto y el justicia quiso indagar en tan extraño caso. Descubrieron que el joven tenía un cordón de oro enredado en el cuello y entonces supieron que el muchacho había sido asesinado. En la asamblea estaba presente la Mari y, con voz alterada, dijo:
-Un cordón como ése lo tiene una vecina mía, una zagala... ¡Ella lo ha matado!
Cuando se hicieron las comprobaciones, se pudo asegurar que la cinta de la pastora era del mismo porte que la del muerto y todos creyeron, efectivamente, que la zagala era la culpable. Por mucho que la muchacha declaró su inocencia, no la creyeron y fue condenada a ser ahorcada a la mañana siguiente. En la prisión, la pastorcilla rogaba a los carceleros que la escucharan y decía que la hilandera era una Mari, una bruja, un hada de las montañas, y que ella había sido la que le había entregado el cordón asesino. Llegó incluso a declarar que amaba al leñador y que de ningún modo podía haberlo matado... Pero sus súplicas fueron en vano.
Los soldados habían levantado un catafalco terrible durante la noche y, al amanecer, llevaron a la pobre pastora al suplicio. La muchacha lloraba amargamente, pero su semblante se tornó serio y terrible cuando vio pasar a la hilandera frente al cadalso. La Mari sonrió maliciosa y dijo:
-Voy a misa, a rogar por tu alma.
-Ve, ve a misa -respondió la humilde zagala. ¡Yo pediré aquí que Dios castigue a quien cometió tan horrendo crimen y quisiera cometer dos!
Aún no había amanecido cuando la Mari entró en la iglesia, con­traviniendo todos los preceptos de la religión. Y quiso el Señor castigar a la Dama y lanzando mil rayos por las ventanas del templo, hirió a la Mari: ésta se convirtió en bola de fuego y fue expulsada de la iglesia a través del muro. Todos en el pueblo vieron cómo la iglesia se tambaleaba y una gran llama de aceite hirviendo volaba por los aires; sobre ella volaba la hilandera, dejando al viento su hermosa cabellera de oro y lanzando miles de chispas y rayos sobre los prados y bosques cercanos.
Así quedó probado que la pastora no había matado al leñador y que era por completo inocente. Sin embargo, la Mari había matado a su amante y tuvo mucha amargura durante toda su vida.

Fuente: Jose Calles Vales

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