Tu amor es mi delito.
V. GARCÍA DE LA HUERTA
El rey de Castilla, Alfonso VIII, regresó de los
Santos Lugares a su patria, tras haber conquistado para la Cristiandad el Santo
Sepulcro. Tan preciada joya permanecía por entonces en manos del infame
Saladino, que se la arrebató a Guy de Lusignan. Le faltó tiempo al noble rey
castellano para hacerse a la mar, llegarse a Jerusalén y abalanzarse sobre la Morisma. Dobló la
cerviz el infiel y, al fin, la
Tierra Santa volvió a quedar en manos de los piadosos monjes
y caballeros que durante muchos años velaron las reliquias sagradas.
Pasados todos estos trabajos, Alfonso se casó con doña
Leonor, una dama de alta alcurnia, hermosa pero irascible. Celebrados los desposorios,
el rey y la reina se trasladaron a Toledo, como convenía, pues allí estaba
entonces la corte de Castilla y todos los ricos hombres del reino se hallaban
en esta ciudad preparando nuevas guerras contra moros.
Los días transcurrían apaciblemente en la ciudad del
Tajo y el rey arreglaba sus asuntos como mejor convenía, con seso y justicia.
Disputaba con García de Castro o con Manrique de Lara tal o cual cuestión
bélica, dirimía enojos de los aldeanos por razón de aguas o lindes, e incluso
promulgó leyes contra bandidos y otros malhecho-res.
Cuando sus obligaciones regias se lo permitían,
Alfonso dedicaba su tiempo a la caza; y era muy diestro en este arte
dificilísimo. Fue en una de estas partidas de caza cuando sucedió el hecho que
estuvo en trance de hacerle perder el juicio, el reino y la vida: dice la
leyenda que bien de mañana partió el rey del palacio, con la intención de
cruzar el Tajo y adentrarse en los bosques en busca de algún venado o jabalí.
Pero antes de alcanzar el puente no pudo más que detenerse a observar una
desigual lucha que en el cielo se entablaba: un fiero halcón perseguía con saña
a una blanca paloma, y le lanzaba tan duros envites que la paloma, teñido de
púrpura su blanco ropaje, ya cedía a las garras de la alimaña. No dudó un instante
el rey Alfonso y, montando su ballesta, dirigió su aéreo dardo con tanta
pericia que, al cabo, el halcón cayó a un huerto cercano con el corazón
traspasado. Mucho satisfizo al rey este lance y quiso tener en sus manos a tan
fiero animal, mas como el halcón cayese en un jardín particular tuvo ciertos
reparos en abrir la cancela y adentrarse en el vergel.
Pertenecía este huerto a una muchacha judía, llamada
Raquel. Era esta joven huérfana, pero la fortuna que le legaron sus padres
antes de morir le concedía cierta holganza y su discreta vida le había
permitido conservar el solar paterno. Aunque el rey no la conocía, la hermosura
de Raquel era ya famosa en Toledo: sin cesar se hablaba en corrillos y tabernas
de la Fermosa Raquel , de sus
grandes ojos verdes, de su pelo de azabache y de otros mil encantos. A todas
estas habladurías permanecía ajena Raquel, ocupada en las rosas de su jardín y
en los ungüentos mágicos que heredara de su padre y que servían para curar los
males de otros judíos que creían en su poder.
Aquella fatídica mañana se hallaba Raquel recogiendo
algunas hierbas en su huerto, y había presenciado, con temor, la cruel lucha
del halcón y la paloma, cuando pudo observar asombrada cómo una saeta derribaba
a la fiera, que caía a sus pies hendida y agonizante. No tardó en comprobar que
el autor de tal hazaña se internaba en su jardín con el ánimo de recuperar su
trofeo. Pocas palabras necesitó el amor para prender ambos corazones: ella era
hermosa sin par, dulce y discreta; él, apuesto, gentil y caballero.
Las noches siguientes resultaron terribles para ambos:
él, sumido en el desconsuelo, no tenía pensamientos sino para la joven Raquel;
ella, abrumada por sensaciones nunca antes vividas, llenaba sus melancólicas
horas con la imagen de aquel caballero desconocido. Pero como quien está
empeñado en amores no ceja en el intento, pronto volvieron a verse y el amor
fue hilando sus corazones. Las visitas fueron cada vez más frecuentes, los
encuentros en el jardín se prolongaban hasta bien entrada la noche y los
amorosos galanteos confirmaron a uno y a otra en sus sentimientos.
Finalmente, decididos a prolongar su felicidad, se
declararon sin ambages y aquí comenzó el tormento para ambos: ella era judía y
él, cristiano; ella, una pobre joven sin patria y él, el rey de Castilla; ella,
huérfana y él, casado... Todas las desgracias se acumulaban en este amor: pero
Alfonso, ciego de pasión, estaba dispuesto a sacrificarlo todo, incluso su
reino, por Raquel.
Dispuesto a derribar todos los impedimentos, hizo
trasladar todas sus pertenencias a un lugar apartado del palacio y convenció a
Raquel para que fuese a vivir con él. Abandonado a los placeres del amor,
Alfonso olvidó la perpetua guerra contra los moros, se negó a recibir a los
súbditos y rehusaba las fiestas y convites de los nobles cortesanos. Las salas
del rey, custodiadas por una pequeña guardia, permanecían cerradas para todos y
allí, ajenos a cuanto sucedía en el mundo, pasaban los días Raquel y Alfonso.
Para él sólo existía su Raquel, aquellos ojos verdes hechiceros, aquellas manos
como palomas, aquellas dulces palabras...
Durante siete años se alargó tan ardiente amor y el
reino se perdía irremediablemente. La plebe comenzaba a murmurar: decían que la
judía había hechizado al rey y que lo mantenía dormido con pócimas y brebajes,
usurpando las riquezas del reino. Los nobles, enojados y despechados, también
atizaban el fuego de la indignación y proferían en secreto mil calumnias contra
Raquel y contra el propio rey. Doña Leonor, celosa y resentida, urdía mil acechanzas
y no dudaba en llamar a su rival la bruja,
o la concubina. En fin, fue anidando
el odio y el rencor en los corazones de nobles y plebeyos, y el respeto y el
honor que antaño mostraran al rey se tornó en desprecio y burlas.
Dicen que fue la mismísima reina, doña Leonor, la que
instigó a los nobles para que dieran muerte a Raquel: hicieron llegar recado al
rey de que su esposa quería hablarle y, aunque Alfonso se negaba a acceder a
hablar con doña Leonor, pues la aborrecía, tanto insistieron que al fin
abandonó sus aposentos y fue a reunirse con ella. Aprovecharon dos infames para
adentrarse en la sala donde estaba Raquel, acompañada de un sirviente suyo,
también judío.
-No mancharemos nuestras espadas con sangre infiel
-dijeron. Tú, Rubén, que eres también judío, mátala con tu daga si no quieres
morir.
Pronto conoció Alfonso el engaño, al ver la sonrisa
despreciable de su esposa doña Leonor, pero, aunque corrió cuanto pudo por las
galerías del castillo, al llegar a sus aposentos sólo pudo contemplar con
horror a su amada Raquel envuelta en un baño de sangre y a su criado Rubén que
en ese momento se hería de muerte.
Rabioso de furia, Alfonso hizo colgar a los dos
alevosos asesinos y desterró a otros muchos nobles que habían participado en
tan infame acechanza. También ordenó que su esposa, doña Leonor, fuera enviada
a un convento de Galicia, tan alejada de su vista como fuera posible. Pero tras
estos sentiemientos de ira, el corazón del rey se sumió en una profunda
melancolía y un terrible dolor anegaba su pecho. No pudo sino hacer construir
un rico túmulo donde reposaran para siempre los restos de su querida amante, y
allí pasaba las horas del día y de la noche, consumido por la pena.
Aseguran algunos cronistas que la muerte de sus hijos
hizo volver un tanto el juicio al rey, y que durante los últimos años de su
existencia quiso participar en algunas batallas contra los moros. Se dice que
era el primero en espolear su caballo y que arrojaba el escudo antes de lidiar
con sus enemigos, como si buscara la muerte. Los que le vieron morir aseguraban
que el rey pasó a mejor vida con dulce gesto y que hablaba con Raquel, como si
ésta le llamase desde el más allá.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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