Decía el profesor don Miguel de Unamuno a sus
discípulos que sólo había una forma de eternidad y que a ésta se llegaba por
medio del arte. Y es bien cierto: los grandes escultores, pintores y literatos
de la Historia
«no han muerto» del todo y sus obras aún siguen despertando emociones en
quienes las contemplan. Fue el deseo de inmortalizarse lo que llevó a los
grandes reyes, magnates y papas a retratarse, y para ello escogían los mejores
pintores y escultores que había en su tiempo. Los obispos y caballeros del
medievo se hacían retratar junto a Jesucristo y la Virgen María , y no
había hecho de armas, rendición o asedio que no fuera plasmado en el lienzo con
el fin de que los siglos venideros conocieran las glorias de aquellos hombres.
En fin, fuera vanidad o soberbia lo que impulsara a
los antiguos a retratarse, lo cierto es que las galerías y los museos están
poblados de cuadros desde los que hombres y mujeres parecen observarnos. Las
leyendas también acuden a estas galerías y la Mona
Lisa de Leonardo, o Las
meninas de Velázquez, han dejado una retahíla de historias a su paso.
Pero hoy vamos a ocuparnos de un artista menos
conocido: su nombre era Pietro Bartolomé y de él apenas se sabe nada fijo. Se
supone que nació en Italia, acaso en Florencia o en Padua, y que vino a España
a finales del siglo XVI. Trabajó, según los cronistas, en Sevilla y Valladolid,
y aprendió el arte de la pintura en algunos talleres y academias. Sus maestros,
al parecer, no confiaban en su destreza y decidió viajar hasta Toledo, donde
esperaba encontrar mecenas y fortuna.
Comenzó, pues, a visitar a los nobles de la ciudad
imperial y les ofrecía sus servicios: «Yo os pintaré, señor, de tal o cual
modo, y seréis admirados en el mundo». Pero la fortuna tampoco acompañó en
Toledo a nuestro Pietro Bartolomé y el artista a duras penas ganaba para
comprar mendrugos de pan y berzas.
Andaba el hombre cabizbajo y triste cuando, un día al
salir de misa, puso sus ojos en una dama. Creyó Pietro que se le venía toda la
sangre a la cabeza: tal era la hermosura de aquella joven. Su pelo ensortijado
caía como aguas sobre sus hombros; sus ojos brillaban como los luceros
matutinos y sus labios, encantadores pétalos, eran, como dijo el poeta, «el
nido del niño alado». Pietro se enamoró perdidamente de la joven y quiso saber
su nombre y paradero. No tardó en averiguar que vivía en un palacio, junto a la
catedral, y sin dudarlo más, envió cartas pidiendo a la joven que lo recibiera.
La muchacha, que tenía un carácter dulce y sencillo,
recibió al artista con agrado.
-Permitid, señora -le decía Pietro, que estampe en el
lienzo vuestra belleza.
La joven se negó a prestarse como modelo pues, decía,
en Toledo hay muchas hermosas y no le cabía a ella tal dignidad. Pietro se enojó,
porque creía que la dama le negaba este servicio por ser él un mal pintor.
No obstante, los dos jóvenes trabaron amistad y se
veían regularmente en los jardines del palacio. A cada paso, Pietro le instaba
y la apremiaba para que se dejase retratar; y cuando la conversación no versaba
sobre las artes pictóricas, el artista la cortejaba y le declaraba abiertamente
su amor sincero. Por aquel tiempo los poetas llamaban a sus amantes de modos
extraños y eran muy comunes Filis, Amaltea o Dorila. Este último nombre fue el
que Pietro escogió para su dama, y le decía:
-¡Oh, Dorila! Permite que mi pobre arte te haga
inmortal...
Tanto estrechó Pietro a la pobre Dorila que,
finalmente, ésta accedió a ser retratada. Al día siguiente, sin pérdida de
tiempo, el pintor se presentó en el palacio con carboncillos y lienzos, y así
dio comienzo a su trabajo. El arte de Pietro no destacaba en las escenas
religiosas, ni daba con los colores en los paisajes, ni su pericia se
demostraba en los bodegones, pero tenía alguna habilidad en los retratos y, por
esta razón, no dudaba que el retrato de Dorila sería aclamado por el mundo.
Pero se equivocaba. Por mucho que se esforzaba, le
resultaba imposible dar con los trazos adecuados. Buscaba la perspectiva, el
gesto, el alma de Dorila, pero su mano se negaba a ejecutar lo que tenía en
mente. Durante muchos días estuvo Pietro intentando perfilar la hermosa figura
de su amada sin conseguirlo. Su mal humor y su amargura se hacían patentes: la
belleza de Dorila no se dejaba representar en el lienzo y los días pasaban sin
que el cuadro se rematara.
Abatido y ensimismado, acudió a la catedral y ante el
mismísimo Cristo oró fervientemente para que Dios le ayudase en la tarea.
-Quítame, Dios mío, lo que más quiera en el mundo,
pero dame fuerzas para concluir el retrato de Dorila...
De este modo rezaba cada mañana. Cierto día acudió a
casa de su querida decidido a intentar retratarla por última vez, jurándose que
si no lo lograba, abandonaría para siempre su arte y volvería a Italia.
Pero en esta ocasión su mano cedió a la rigidez
habitual y en el lienzo se plasmaron las líneas maestras de una imagen
hermosísima. ¡Por fin Dorila aparecía! Su gesto, su dulzura, su alegría, el
brillo de sus ojos, el encanto de sus labios... todos los colores, y las sombras
y los perfiles parecían fluir como por arte de encantamiento. Pietro estaba
exultante de alegría: por fin el retrato iba a concluirse y su magnífica
ejecución rendiría a Dorila.
Pero por aquellos días la salud de Dorila comenzó a
quebrarse. A medida que su figura se reflejaba en el lienzo, la hermosura de la
dama parecía marchitarse. Un dolor en el corazón le comía las entrañas y a
duras penas la joven podía prestarse como modelo. Pietro no se percataba de
ello y su alegría no tenía límites.
-Mañana estará concluido el retrato -decía el pintor,
sin ver el gesto dolorido de su amada.
Toda la noche estuvo trabajando en el cuadro,
enajenado y glorioso: no había pincelada errada, no había rasgo inútil, todo
era perfecto en su obra y la imagen de Dorila parecía viva y presta al
movimiento.
A la mañana siguiente su corazón brincaba de alegría:
no serían las ocho cuando corrió al palacio de su amada. Por fin había
concluido el retrato. Pero un velo de sombras cubría el lugar: una comitiva
fúnebre salía de la casa: la joven ama había muerto aquella misma noche y los
doctores nada pudieron hacer para salvar su vida.
Comprendió entonces Pietro cuánto mal había hecho a su
dama y una amargura profunda se apoderó de su alma. De este modo Dios le había
arrebatado lo que más amaba en el mundo, a cambio de un capricho, de una
vanidad de artista.
Se dice que Pietro abandonó Toledo aquel mismo día,
aunque los cronistas no pueden asegurar si entró en un monasterio o se echó a
los bosques, pues nada se supo de él a partir de aquella mañana. Es seguro que
murió pronto y que la pena consumió su sangre en pocos días. Por lo que toca a
su cuadro, el Retrato de Dorila pasó
de mano en mano, se presentó en algunas academias, estuvo cubierto de polvo y
sólo algún erudito extravagante reparó en él. En la actualidad, nada fijo se
sabe de esta obra, aunque algunos afirman que el retrato anónimo que se
custodia en cierta galería italiana es el mismo cuadro que pintó Pietro
Bartolomé a su amada Dorila en Toledo.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.003.3 anonimo (españa) - 018
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